I

Recuerdo el comienzo como una sucesión de euforia y desánimo, un ligero vaivén entre la ilusión y el desasosiego. Tras haberme armado de valor en la ciudad para atender su ruego, pasé, no obstante, unos días muy malos: otra vez me sentía indecisa; en realidad, estaba segura de haber cometido un error. Con aquel estado de ánimo, pasé las largas horas de traqueteo y balanceo de la diligencia que me llevó a la parada en la que debía recogerme un vehículo de la casa. Me dijeron que así lo habían dispuesto y, al atardecer de aquel día de junio, descubrí que me esperaba un espacioso cabriolé. Al recorrer a aquella hora de un día hermoso una campiña cuyo estival encanto parecía darme, cordial, la bienvenida, recobré el ánimo y, cuando entramos en la avenida arbolada, sentí un alivio que probablemente no fuera sino la confirmación del profundo desaliento anterior. Había esperado —supongo— o temido algo tan deprimente, que me llevé una grata sorpresa. Recuerdo la excelente impresión que me causó la gran fachada diáfana, con las ventanas abiertas, los visillos inmaculados y las dos doncellas asomadas; recuerdo el césped, el color intenso de las flores, el crujido de las ruedas sobre la grava y las arracimadas copas de los árboles, sobre las que revoloteaban y graznaban las cornejas en un cielo dorado. Aquel panorama era tan imponente, que no admitía comparación con mi modesto hogar, y en seguida apareció en la puerta —con una niña de la mano— una mujer de aspecto amable que me hizo una reverencia muy ceremoniosa, como si yo fuera la señora de la casa o una visita distinguida. En Harley Street había tenido una impresión menos imponente del lugar y, al recordarlo, consideré al propietario aún más caballeroso, pensé que tal vez recibiría yo más satisfacciones de las prometidas.

No volví a desanimarme hasta el día siguiente, pues, gracias al primer contacto con el menor de mis pupilos, pude pasar exultante las horas posteriores. La pequeña que acompañaba a la señora Grose me pareció al instante una criatura tan encantadora, que quien la tuviera a su cargo habría por fuerza de sentirse muy afortunado. En mi vida había visto hermosura semejante y después me pregunté, asombrada, por qué no me habría hablado el señor más de ella. Aquella noche, dormí poco: estaba demasiado exaltada y también eso —recuerdo— me asombró, arraigó y ahondó en mí la impresión nacida de las atenciones que me dispensaban. La imponente habitación, una de las mejores de la casa, el gran lecho, que casi me pareció señorial, los amplios cortinajes estampados, los altos espejos, en los que por primera vez podía verme de cuerpo entero, me parecieron —todos ellos— dones que —como el extraordinario encanto de mi pupila— se me concedían por añadidura. A ello se sumó, desde el primer momento, lo bien que me llevaba con la señora Grose, en una relación que durante el viaje en la diligencia me había inspirado —me temo— no pocas aprensiones. En realidad, lo único que en aquel panorama del primer día habría podido retraerme de nuevo fue la exagerada alegría que manifestó al verme. Al cabo de media hora, advertí que estaba —aquella mujer robusta, sencilla, llana, limpia y sana— tan contenta, que se mantenía en guardia —resultaba ostensible— para no translucirlo demasiado. Ya entonces me extrañó un poco que quisiera disimularlo y, desde luego, de haberlo pensado, de haber sospechado algo, podría haberme inquietado.

Pero era un consuelo que no pudiese inspirar inquietud alguna algo tan beatífico como la imagen radiante de mi niña, a la visión de cuya belleza angelical probablemente se debiera, más que nada, el desasosiego que, antes del amanecer, me hizo levantarme varias veces y recorrer mi alcoba para abarcar todo el panorama y sus perspectivas, contemplar, desde la ventana abierta, la pálida aurora estival, examinar todo lo que alcanzaba a ver del resto de la casa y escuchar —mientras con el despuntar del día empezaban a gorjear los primeros pájaros— por si se repetían un sonido o dos —menos naturales y no fuera, sino dentro— que me pareció haber oído. Primero creí reconocer —débil y lejano— el llanto de un niño; luego me sobresalté, casi inconscientemente, como si alguien pasara de puntillas por delante de mi puerta, pero esas imaginaciones no eran lo bastante acusadas para no desecharlas y, si ahora me vuelven a la memoria, es sólo a la luz —o, mejor dicho, la sombra— de otras circunstancias posteriores. La tarea de cuidar, enseñar, «formar» a la pequeña Flora haría realidad —resultaba más que evidente— una vida útil y feliz. Antes de retirarme, habíamos convenido en que en adelante Flora dormiría en mi alcoba, donde ya habían colocado su blanca camita. Iba a estar exclusivamente a mi cargo y, sólo porque yo había de resultar por fuerza una extraña y por respeto a su natural timidez, decidimos que aquella noche fuera la última que pasara con la señora Grose. Pese a esa timidez, que la propia niña había reconocido con valor y sinceridad de lo más desusados y, por tanto, nos había permitido —sin el menor atisbo de incomodidad y con la encantadora y profunda serenidad de un Niño Jesús de Rafael— comentarla, atribuírsela y tomar una decisión, no me cupo la menor duda de que no tardaría en cogerme cariño. Una de las razones por las que también me agradaba ya la señora Grose fue el placer que la vi sentir ante mi admiración y asombro, mientras yo cenaba con mi pupila, quien, encaramada en su silla enfrente de mí y resplandeciente entre cuatro velas altas, tomaba, con el babero puesto, su pan con leche. Desde luego, había cosas que en presencia de Flora sólo podíamos transmitirnos mediante miradas de asombro y satisfacción, mediante alusiones obscuras e indirectas.

«Y el niño… ¿se parece a ella? ¿Es también tan extraordinario?».

No había que adular a los niños. «Oh, señorita, de lo más extraordinario. ¡Si tan bien le parece ésta!…». Se quedó, con un plato en la mano, mirando, radiante, a nuestra niña, quien nos observaba —primero a una y luego a la otra— con ojos plácidos y celestiales, en los que nada había que nos cohibiera.

«Sí, ¿entonces…?».

«Pues, ¡que el señorito la entusiasmará!».

«En fin, creo que para eso he venido: para entusiasmarme. Sin embargo», recuerdo que me vi impulsada a añadir, «es algo que no me cuesta demasiado. ¡Lo mismo me ocurrió en Londres!».

Me parece estar viendo todavía la ancha cara de la señora Grose, al comprender lo que quería decir. «¿En Harley Street?».

«En Harley Street».

«La verdad, señorita, es que no es usted la primera… ni será la última».

«Oh, no tengo ninguna pretensión», respondí y logré reír, «de ser la única. En todo caso, creo que mi otro pupilo llega mañana…».

«Mañana, no: el viernes, señorita. Llega, como usted, en la diligencia, al cuidado del postillón e irá a buscarlo el mismo coche».

Me apresuré a preguntar si, en ese caso, no sería lo mejor —y también lo más amable y cordial— que, a la llegada de la diligencia, estuviera yo esperándolo con su hermanita, propuesta que la señora Grose aceptó con tal entusiasmo, que en parte interpreté su actitud como una promesa reconfortante —¡nunca quebrantada, gracias a Dios!— de que siempre reinaría la concordia entre nosotras. ¡Oh, qué contenta estaba de tenerme allí!

Lo que sentí al día siguiente no habría podido considerarse —supongo— una reacción ante el entusiasmo de mi llegada; tal vez sólo fuese, a lo sumo, una leve zozobra debida a una evaluación más precisa de mis nuevas circunstancias, tras ponderarlas, analizarlas y elucidarlas. Eran de unas proporciones —por decirlo así— para las que no estaba preparada y ante las cuales me sentí, de nuevo, en parte amedrentada, pero no por ello menos ufana. Desde luego, con aquella agitación las clases sufrieron cierto retraso; me pareció que en primer lugar debía ingeniármelas con la mayor delicadeza para infundir en la niña la sensación de conocerme. Pasé el día con ella al aire libre; convinimos —para gran satisfacción suya— en que sería ella —y sólo ella— quien me enseñara la casa. Me la mostró paso a paso, habitación por habitación y secreto por secreto, con sus infantiles explicaciones, tan graciosas y encantadoras, que, al cabo de media hora, ya éramos grandes amigas. Pese a sus pocos años, me maravillaron, a lo largo de nuestro recorrido, su aplomo y su valor y —en salas vacías y pasillos obscuros, en escaleras tortuosas que me obligaban a detenerme e incluso en la cima de una antigua torre cuadrangular y amatacanada, que me dio vértigo— su gorjeo matinal y su evidente deseo de contarme cosas más que de preguntar, que me inducían a seguir. No he vuelto a ver Bly desde el día en que me marché y me atrevo a decir que, si lo viera ahora, con más años y conocimiento, me resultaría mucho menos imponente, pero, mientras mi pequeña guía, con sus cabellos de oro y su vestidito azul, iba bailando por delante de mí, doblaba esquinas y echaba a correr por los pasillos, tuve la visión de un castillo de fábula habitado por un duendecillo alegre, un lugar tan apropiado para distraer la imaginación infantil, que habría hecho palidecer las historias para niños y los cuentos de hadas. ¿No sería sólo un sueño? ¿No me habría quedado dormida leyendo un libro de cuentos? No, era una casa antigua, grande y fea, pero cómoda, que conservaba algunos detalles de un edificio anterior, en parte substituido y en parte aprovechado, donde nos imaginé casi tan perdidos como un puñado de pasajeros en un gran barco a la deriva, pero lo extraño era que yo fuese al timón.