XIII
Volver a estar con ellos no me costaba demasiado, pero hablarles me exigía, como nunca, un esfuerzo desmesurado y, de cerca, entrañaba dificultades tan insuperables como antes. Aquella situación se prolongó durante un mes, con nuevas provocaciones y determinados detalles, sobre todo el de la sutil ironía consciente y cada vez más marcada por parte de mis pupilos. No era sólo fruto —tan segura estoy ahora como entonces— de mi diabólica imaginación: que no se les ocultaba mi aprieto y que durante mucho tiempo aquel extraño maridaje constituyó en cierto modo la atmósfera en la que nos movíamos resultaba perfectamente ostensible. No quiero decir que hablaran con descaro ni que cayesen en vulgaridad alguna, porque no era de temer algo así de ellos; lo que quiero decir, en cambio, es que aquello que no se nombraba ni se podía sacar a relucir fue lo que llegó a adquirir mayor preponderancia entre nosotros y que no habríamos logrado tamaña discreción sin que mediara una gran dosis de entendimiento tácito. Era como si en ciertos momentos no dejáramos de topar con asuntos que debíamos evitar a toda costa, de huir a escape de callejones que nos parecían sin salida y de cerrar —con un ligero ruido que nos hacía mirarnos los unos a los otros, pues, como siempre, era más fuerte de lo que pretendíamos— las puertas que habíamos cometido la indiscreción de abrir. Todos los caminos conducen a Roma y había momentos en los que casi todos los temas de estudio o de conversación bordeaban —habría podido parecernos— terreno prohibido. Terreno prohibido era el regreso de los muertos en general y en particular de lo que quiera que sobreviva de sus amigos perdidos en la memoria de los niños. Había días en los que podría haber jurado que uno de ellos había dado un leve codazo invisible al otro y le había dicho: «Se cree que esta vez lo hará, pero ¡al final no lo hará!». «Hacerlo» habría sido caer en la tentación, por ejemplo, de mencionar —por una vez— directamente a la señora que los había preparado para mi tutoría. Tenían un delicioso e insaciable deseo de conocer episodios de mi propia historia que yo les había ofrecido una y otra vez; conocían al dedillo todo lo que me había ocurrido jamás, habían oído con todo detalle el relato de hasta la menor de mis aventuras, las de mis hermanos y las del perro y el gato de mi casa, como también muchos pormenores sobre el excéntrico carácter de mi padre, el mobiliario y la distribución de nuestro hogar y las conversaciones de las ancianas de nuestro pueblo. Entre una cosa y otra, había bastante de que charlar, si se hacía de prisa y se sabía por instinto cuándo dar un rodeo. Tiraban con un arte muy particular de los hilos de mi imaginación y mi memoria y tal vez nada hubiera que me inspirara —cuando más adelante recordaba esas situaciones— tamaña sospecha de estar sometida a una vigilancia encubierta. Sólo hablando sobre mi vida, mi pasado y mis amigos era, en cualquier caso, como podíamos sentirnos mínimamente cómodos: situación que a veces los movía, sin la menor pertinencia, a volver, sociables, a evocarlos. Me pedían, sin que viniera a cuento, que repitiese el célebre mot de la señora Gosling o que les confirmara con el mismo lujo de detalles la destreza del poney del vicario.
Con el cariz que habían cobrado mis asuntos, mi aprieto, como lo he llamado, resultaba —ya fuera en ocasiones como éstas o en otras del todo diferentes— de lo más delicado. El paso de los días sin que se produjese otro encuentro debería haber contribuido un poco —habría sido de suponer— a calmar mis nervios. Desde el ligero contacto que entrañó la presencia —aquella segunda noche en el rellano superior— de una mujer al pie de la escalera, no había yo visto nada —ni dentro ni fuera de la casa— que hubiese sido preferible no ver. No faltaban esquinas en las que, al dar la vuelta, temiera encontrarme con Quint ni situaciones que habrían podido propiciar —de forma sencillamente siniestra— la aparición de la señorita Jessel. El verano había llegado a su culmen y había pasado; el otoño se había abatido sobre Bly y había apagado la mitad de nuestras luces. Aquel lugar, con su cielo gris y sus guirnaldas marchitas, sus espacios desnudos y sus dispersas hojas secas, recordaba a un teatro después de una representación: todo él salpicado de programas arrugados. Se repetían exactamente estados atmosféricos, sonidos y silencios —impresiones inexpresables, propias del momento propicio— que me traían a las mientes la sensación —durante el tiempo suficiente para captarla— del ambiente en el que había visto a Quint —aquel atardecer de junio al aire libre— por primera vez y en el que asimismo lo había buscado —en aquellos otros momentos— en vano, después de haberlo divisado a través de la ventana en el círculo de arbustos. Reconocía las señales, los presagios, reconocía el momento, el lugar, pero seguían solitarios y vacíos y yo me mantenía imperturbable, si es que se podía considerar imperturbable a una joven cuya sensibilidad no se había atenuado, sino que —fenómeno de lo más extraordinario— se había agudizado. En mi conversación con la señora Grose sobre la horrorosa escena de Flora a orillas del lago, yo le había dicho —y con ello la había dejado perpleja— que a partir de aquel momento me angustiaría mucho más perder esa facultad que conservarla. Expresé entonces algo que me resultaba de todo punto evidente: la certeza de que —lo vieran los niños de verdad o no, puesto que aún no estaba demostrado de forma definitiva, quiero decir— prefería con mucho —como medida de seguridad— afrontar todo el riesgo yo sola. Estaba dispuesta a enterarme de lo peor que se pudiese saber. Lo que entonces había vislumbrado con inquietud era que mis ojos podían estar sellados precisamente cuando los suyos estuviesen más abiertos. Pues bien, en aquel momento, mis ojos estaban, en efecto, sellados, al parecer, consumación por la que habría constituido una blasfemia no dar gracias a Dios. Había, sin embargo, una dificultad: le habría dado las gracias de todo corazón, de no haber estado convencida en el mismo grado de que mis pupilos ocultaban un secreto.
¿Cómo podría hoy reconstruir las extrañas etapas por las que atravesó mi obsesión? Había ocasiones en las que, estando juntos, habría jurado que recibían con agrado —en mi presencia, literalmente, aunque mis sentidos no lo percibieran— visitas de conocidos, en las que —de no haberme disuadido la mera posibilidad de que un daño semejante hubiese resultado mayor que el que se había de evitar— habría podido prorrumpir —llevada por mi exaltación— en gritos: «¡Están aquí, están aquí, granujillas! ¡Y ahora no podéis negarlo!». Los granujillas lo negaban con redobladas muestras de simpatía y cariño, en cuyas cristalinas profundidades asomaba —como el destello de un pez en un arroyo— la burla que les brindaba su ventaja. El sobresalto me había afectado —ésa es la verdad— aún más hondamente que el de la noche en que, al asomarme por si veía a Quint o a la señorita Jessel bajo las estrellas, había contemplado al niño por cuyo descanso velaba yo y que al instante había exhibido la encantadora mirada dirigida hacia arriba —y de inmediato la había vuelto hacia mí— con la que había jugado, desde las almenas situadas por encima de mi cabeza, la horrenda aparición de Quint. Puestos a hablar de sustos, nunca me había sentido yo más asustada que por lo que descubrí en aquella oportunidad y, con el estado de nervios que me produjo, formulé mis deducciones. Me atormentaban tanto, que a veces, en mis ratos libres, me encerraba a ensayar en voz alta —cosa que me infundía a un tiempo un alivio fantástico y más desesperación— la forma de planteárselo a las claras. Lo abordaba desde un punto de vista y desde otro, mientras daba vueltas por mi alcoba, pero siempre acababa lanzando imprecaciones descomunales. Mientras se apagaban en mis labios, me decía a mí misma que, si, al pronunciarlas, violaba hasta la menor discreción instintiva jamás conocida en aula alguna, había de contribuir por fuerza a que ellos representaran una infamia. Cuando pensaba: «Ellos tienen la delicadeza de guardar silencio, ¡y tú, pese a la confianza depositada en ti, la desvergüenza de hablar!», me sentía enrojecer y me cubría el rostro con las manos. Después de aquellas escenas secretas, charlaba más que nunca y mi locuacidad no decaía hasta que se producía uno de nuestros inmensos y palpables —no puedo calificarlos de otro modo— silencios: el extraño y vertiginoso rapto o zozobra (¡no acabo de encontrar la palabra!) en una quietud, una suspensión de toda vida sin la menor relación con el ruido —ya fuera intenso o tenue— que pudiésemos estar haciendo en aquel momento y que pudiera llegar hasta mis oídos por entre euforia o recitado o estridencia de piano alguna, por muy vivos que fuesen. Eso quería decir que los otros, los extraños, estaban allí. Aunque no eran ángeles, «pasaban», como dicen los franceses, y, mientras permanecían, me hacían temblar por temor a que dirigieran a sus tiernas víctimas algún mensaje más infernal aún o alguna imagen más vívida que los apropiados —a su entender— para mí.
Lo que resultaba más imposible de desechar era la cruel idea de que, independientemente de lo que yo hubiese visto, Miles y Flora vieran más: cosas terribles e inimaginables procedentes de episodios espantosos de su relación en el pasado. Desde luego, semejantes cosas dejaban de momento una frialdad superficial que a gritos negábamos sentir y, a fuerza de repetirlo, los tres habíamos adquirido tal práctica, que todas las veces indicábamos —casi sin pensar— el final del incidente con los mismos movimientos. En cualquier caso, resultaba asombrosa su inveterada costumbre de besarme efusivamente sin que viniera a cuento y de no omitir jamás —uno u otro— la inestimable pregunta que de tantos peligros nos había librado: «¿Cuándo crees que vendrá? ¿No te parece que deberíamos escribir?». Nada había mejor que aquella interrogación, como la experiencia nos demostró, para salir del apuro. Evidentemente, se referían a su tío de Harley Street y vivíamos con la sempiterna idea de que podía llegar en cualquier momento para incorporarse a nuestro círculo. Nadie podría haber dado menos pábulo que él a semejante teoría, pero, si no hubiéramos podido recurrir a ella, nos habríamos visto privados de algunas de nuestras actuaciones más brillantes. Él nunca les escribía: tal vez fuera egoísmo por su parte, pero no dejaba de constituir una halagadora prueba de su confianza en mí, pues el mayor homenaje que un hombre tributa a una mujer puede no ser sino la más jubilosa observancia de una de las sagradas normas de su conveniencia; así, pues, consideré que, cuando di a entender a mis pupilos que sus cartas sólo eran encantadores ejercicios literarios, cumplí en esencia mi promesa de no recurrir a él. Eran demasiado hermosas para enviarlas: me las quedé y las he conservado hasta hoy. Se trataba de una regla que en verdad intensificaba el efecto satírico de verme asediada por la idea de que en cualquier momento él podía estar entre nosotros. Era enteramente como si mis pupilos supiesen hasta qué punto podía resultarme aquello casi más embarazoso que ninguna otra cosa. Es más: al recordarlo ahora, nada me parece tan extraordinario como que, a pesar de mi tensión y de su triunfo, nunca perdiera la paciencia con ellos. ¡Habían de ser en verdad adorables —pienso ahora— para que no llegara a odiarlos! Ahora bien, ¿me habría dejado llevar al final por la exasperación, de haber tardado más en llegar el alivio? Poco importa, pues en efecto llegó. Lo llamo «alivio», aunque sólo fuese el que sobreviene al disiparse una tensión o al estallar una tormenta en un día sofocante. Al menos era un cambio y se produjo de golpe.