XVI
Estaba tan convencida de que habría alguna reacción por parte de mis pupilos, a su regreso, que volví a sentirme preocupada al haber de afrontar su mutismo sobre mi ausencia. En lugar de lanzarme reproches cariñosos y acariciarme, se limitaron a omitir la menor referencia a que les hubiera fallado y, al advertir que tampoco la señora Grose decía nada, no me quedó más remedio, de momento, que escrutar la extraña expresión de su rostro. Lo hice con el propósito de cerciorarme de si la habían sobornado de algún modo a fin de conseguir su silencio, si bien ya procuraría yo que lo rompiera en cuanto tuviese oportunidad de hablar en privado con ella. La oportunidad se presentó antes de la hora del té: dispuse de cinco minutos para hacerlo en el cuarto del servicio, bien limpio y ordenado, donde, al atardecer y envuelta en el olor del pan recién hecho, la encontré, plácidamente sentada, pero afligida, delante del fuego. Así sigo viéndola aún hoy y así es como más me gusta recordarla, contemplando las llamas desde su silla en el reluciente cuarto en penumbra, una gran imagen nítida de un orden impecable: cajones cerrados con llave y descanso ineludible.
«Pues sí, me han pedido que no diga nada y, para complacerlos, mientras he estado con ellos, se lo he prometido, naturalmente, pero ¿qué le ha ocurrido a usted?».
«Sólo los he acompañado por dar un paseo», dije. «Después tenía que volver para reunirme con una amiga».
Se mostró sorprendida. «Una amiga… ¿usted?».
«Claro que sí. ¡Alguna tengo!», dije riendo. «Pero ¿le han dado los niños algún motivo?».
«¿Para no hablar de su ausencia? Sí, han dicho que usted lo preferiría. ¿Lo prefiere?».
La expresión de mi rostro la había apenado. «Claro que no, ¡todo lo contrario!». Pero, al cabo de un instante, añadí: «¿Han dicho por qué había de preferirlo?».
«No, el señorito Miles se ha limitado a decir: “¡Debemos hacer sólo lo que ella quiera!”».
«¡Ojalá fuese así! ¿Y qué ha dicho Flora?».
«La señorita Flora ha estado de lo más adorable: “¡Desde luego! ¡Desde luego!”, ha dicho, y lo mismo he dicho yo».
Me quedé pensativa un momento. «Usted también ha estado de lo más adorable: es como si los viera a los tres… pero, aun así, entre Miles y yo ya ha quedado todo claro».
«¿Todo claro?». Mi compañera me miró atónita. «Pero ¿el qué, señorita?».
«Todo. En fin, no importa. He tomado una decisión. He vuelto a casa, querida», proseguí, «para hablar con la señorita Jessel».
Ya me había habituado a tener, literalmente, bien preparada a la señora Grose antes de abordar aquel asunto, por lo que, incluso entonces —cuando, con gran valentía, se limitó a parpadear ante lo que pudieran presagiar mis palabras— conseguí mantenerla relativamente firme. «¡Para hablar! Pero ¡cómo! ¿Es que ha hablado?».
«Para el caso es lo mismo. Me la he encontrado en el aula a mi regreso».
«¿Y qué ha dicho?». Es como si aún estuviera oyendo a la buena mujer y su candorosa estupefacción.
«¡Que padece los tormentos…!».
Eso fue, a decir verdad, lo que —al completar la idea— la hizo quedarse boquiabierta. «¿Quiere usted decir», titubeó, «… los de los perdidos?».
«De los perdidos, de los condenados, y por eso, para compartirlos…». Titubeé, a mi vez, ante aquel horror.
Pero mi compañera, menos imaginativa, me hizo continuar. «¿Para compartirlos…?».
«Quiere apoderarse de Flora». Al decírselo así, la señora Grose podría muy bien habérseme desmayado, si yo no hubiese estado alerta. Seguí sosteniéndola, para que viera que lo estaba. «Sin embargo, como ya le he dicho, no importa».
«¿Porque ha tomado usted una decisión? Pero ¿sobre qué?».
«Sobre todo».
«¿Y a qué se refiere usted con “todo”?».
«Pues a llamar a su tío».
«Sí, señorita, por lo que más quiera, ¡hágalo!», exclamó mi amiga.
«Ah, pues, ¡ya lo creo que lo haré! No veo otra solución. Lo que ha quedado “claro”, como le he dicho, con Miles es que, si cree que no me atrevo y está pensando en lo que podría conseguir con ello, se va a enterar de su error. Sí, sí, su tío oirá aquí mismo de mis labios (y delante del propio niño, en caso necesario) que, si de nuevo se me reprochara no haber hecho nada para que él volviese a la escuela…».
«Sí, señorita…», me apremió mi compañera.
«Pues que hay ese motivo tan atroz».
Estaba claro que había ya tantos para mi pobre compañera, que su vaguedad resultaba excusable. «Pero… ése… ¿cuál?».
«Pues la carta de su antiguo colegio».
«¿Se la enseñará usted al señor?».
«Tendría que haberlo hecho al instante».
«¡Oh, no!», dijo la señora Grose con decisión.
«Le expondré», proseguí, inexorable, «que no puedo comprometerme a resolver este asunto tratándose de un niño que ha sido expulsado…».
«¡Por una razón que nunca, ni por asomo, hemos conocido!», declaró la señora Grose.
«Por malo. ¿Por qué, si no, cuando es tan listo, tan guapo y tan perfecto? ¿Acaso es estúpido? ¿Desastrado? ¿Enfermizo? ¿Es que tiene mal carácter? Pero ¡si es encantador!… Luego, sólo puede ser por eso y así quedaría todo claro. Al fin y al cabo», dije, «la culpa es de su tío. ¡Si dejó aquí a seres semejantes…!».
«En realidad, apenas si los conocía. La culpa es mía». Se había puesto muy pálida.
«Pero usted no lo pagará», respondí.
«¡Y los niños tampoco!», replicó sin vacilar.
Guardé silencio un momento y nos miramos. «Entonces, ¿qué debo decirle?».
«No es necesario que usted le diga nada. Ya se lo diré yo».
Lo sopesé. «¿Quiere decir que escribirá usted…?». Al recordar que no sabía, no continué. «¿Cómo se comunican ustedes?».
«Se lo digo al administrador y él le escribe».
«¿Y le gustaría que se enterara de nuestra historia?». No era mi intención que la pregunta resultase tan sarcástica y, al cabo de un momento y para desconcierto mío, se desmoronó. De nuevo asomaron las lágrimas a sus ojos. «Ay, señorita, ¡escríbale usted!».
«Pues… esta noche», respondí al fin y a continuación nos separamos.