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Aparcaron el coche en el barrio y fueron caminando hasta el piso de Muriel. Afortunadamente también se encontraba en la casa, así que les invitó a subir rápidamente. Pero su alegría se acabó cuando vio la cara hinchada de Javier y los ojos tan rojos como su carmín favorito. Por tercera vez, Javier contó lo que había pasado, aunque ya no podía llorar más. Se había quedado sin lágrimas. El gesto horrorizado de Muriel iba en aumento conforme Javier relataba los hechos y sus conjeturas.
—¡Qué hijos de la grandísima puta! —dijo Muriel cuando su amigo terminó—. ¿Fuiste a la policía?
—No.
Javier no le había contado que había declarado voluntariamente para poder largarse de la playa ni que había omitido a conciencia sus sospechas.
—¡Pero…! ¿A qué esperás? —dijo Muriel exasperada—. Llamá ahora mismo y contale lo que sabés.
Muriel cogió su teléfono y se lo tendió a su amigo. Este no hizo ni el amago de cogerlo.
—¡Llamá! —gritó Muriel.
—No voy a llamar, Muriel —dijo Javier—. No he venido a usar tu teléfono.
El tono seco y sombrío de Javier sobrecogió a Muriel, que se quedó paralizada mientras le observaba fijamente.
—Voy a vengarme de ellos —dijo Javier con decisión—. Y necesito saber si puedo contar con tu ayuda.
Muriel caminó unos pasos hacia atrás mientras tocaba el aire con sus manos en busca de un sillón. Cuando sus dedos lo rozaron, se dejó caer sin dejar de observar a Javier. No le vio pestañear ni una sola vez y por su voz sabía que lo decía en serio. Su amigo le estaba pidiendo que fuera cómplice de su particular cruzada. Lo sentía mucho por la muerte del joven Manuel, pero ella creía firmemente en la justicia y en el trabajo de la policía. Por otro lado, sabía que muchas veces la maquinaria legal fallaba y muchas injusticias quedaban sin su correspondiente castigo. Javier se dio cuenta de la duda que asomaba en la mirada de la argentina.
—No vamos a cometer ningún delito de sangre —dijo Javier—, pero quiero que conozcan el sufrimiento que tanto les gusta causar.
Muriel se llevó una mano a la barbilla y se la acarició mientras meditaba. Cuando su amigo le había dicho que quería venganza, inmediatamente había pensado en el asesinato. Pero se había tranquilizado tras las palabras de Javier y ahora lo veía todo desde otra perspectiva.
—¿En qué pensaste? —dijo al fin.
Horas más tarde, los dos hermanos salieron de la casa de la argentina y se despidieron hasta el sábado. Por la mañana, Javier y Muriel quedaron muy temprano y fueron en el coche de ella hasta la capital de la isla. Recorrieron la ciudad en busca de tiendas donde conseguir todo lo que necesitaban. Compraron en diversos establecimientos para que los dependientes no sospecharan y pagaron todo en efectivo. En una tienda de imagen y sonido compraron una videocámara. En otra, se agenciaron una grabadora. Y también consiguieron unos pasamontañas, además de ropa oscura, y cloroformo. Mientras, Sebastián se encargó de conseguir una furgoneta. Tenía un amigo que le podía prestar una pero se cuidó mucho de no decirle para qué la necesitaba.
Por la tarde, Javier se preparaba para bajar al pueblo con su madre.
—Toma —dijo Teresa—, lleva la cámara. Quiero que nos saquemos algunas fotos.
Javier cogió la cámara fotográfica y ambos salieron de la casa. Teresa iba muy contenta porque le gustaba mucho ir a las fiestas en compañía de su hijo.
—¿Y tu… novio? —dijo Teresa—. ¿Me lo vas a presentar?
Javier se mordió el labio en un intento desesperado por evitar ponerse a llorar ante su madre. No quería que se enterase por si algo salía mal.
—No está aquí —dijo como pudo—, ha subido a Santa Cruz.
Disimulando, se agarró a su madre y sacó la cámara de fotos. Disparó después de apuntar con el objetivo.
—Ahora una tú sola —dijo Javier colocándose frente a su madre y sacándole una foto.
Más tarde, llegaron a la zona donde Javier había visto que se celebraban las fiestas.
—Me gustaba más cuando las hacían en la plaza —dijo Teresa—. Aquí no te puedes sentar.
—Podemos ir a un ventorrillo y sentarnos en una mesa —dijo Javier.
Su madre aceptó y se sentaron en la primera mesa que vieron vacía. Su madre pidió una cerveza y Javier un refresco. No quería beber alcohol. Allí, sentado con su madre, que le relataba los últimos cotilleos del barrio, Javier vio la figura de Rayco que pasaba muy cerca de ellos. Se levantó de un salto y le dijo a su madre que volvería enseguida. Luego, se dedicó a seguirle durante un buen rato. Llegaron hasta la parte posterior de su antiguo colegio donde le vio con un grupo de niños de no más de quince años. Luego, sacó algo del bolsillo trasero de su pantalón. Javier cogió la cámara y empezó a sacar fotos. A través del visor pudo observar cómo Rayco repartía lo que parecían bolsas de cocaína a aquellos adolescentes que se iban después de coger sus dosis. Cuando terminó, Rayco miró hacia los lados para comprobar que nadie les había visto. Javier se escondió rápidamente y luego echó a correr hacia la mesa donde Teresa le esperaba.
—¿De dónde vienes corriendo? —preguntó su madre.
—Es que… no quería que estuvieras mucho tiempo sola —mintió Javier.
Teresa retomó la conversación por donde la había dejado pero Javier no le escuchaba. Pensaba en la casualidad que le había permitido registrar la pequeña red de narcotráfico que había formado su enemigo Rayco. Y se preguntó si Manuel, donde quiera que estuviera, había tenido algo que ver con ello.
—¿Me estás escuchando? —dijo Teresa al ver que su hijo no la miraba.
Javier reaccionó y observó a su madre. Iba a mentirle para que no se sintiera ofendida cuando vio que su hermana iba hacia ellos acompañada de su marido.
—Ahí viene Rosa —disimuló Javier.
Su hermana saludó a su madre e intercambiaron algunas palabras. Luego, miró a Javier y le pidió que le acompañara. Él se extrañó pero accedió a la petición de Rosa. Se alejaron de la mesa dejando a Teresa con Carlos.
—Sólo quería decirte que siento mucho lo que ha pasado. Llamé a Sebastián para que me lo contara.
—Gracias —dijo Javier.
—Yo no quiero que te pase nada malo, Javier. Lo que ocurre es que… tienes que darme tiempo.
—Tienes todo el tiempo del mundo, no pienso volver —dijo Javier.
—Entonces iré yo a Madrid —dijo Rosa.
Aquello sí que sorprendió a Javier. No sólo su hermana había recapacitado, a pesar de que había sido a raíz de una desgracia, sino que estaba dispuesta a trasladarse a Madrid unos días para empezar de cero. Sin embargo, no dijo nada. Apreciaba el gesto de Rosa pero no era el momento más adecuado.
—Volvamos a la mesa —dijo Javier.
Rosa se dio cuenta de que su hermano también necesitaba tiempo. Cuando llegaron a la mesa, Javier se disculpó de nuevo diciendo que tenía que hacer una llamada urgente. Cogió su móvil y llamó a Dani.
—Cambio de planes. Ha sucedido algo y necesito que me ayudes a planear cómo lo puedo usar —dijo Javier sin saludar a su amigo.