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Oscuridad. Las luces se habían apagado. A su alrededor, Javier veía la silueta de las personas que le acompañaban en el viaje. Sentados frente a él, dos señores mayores, probablemente amigos, que habían dejado de hablar cuando todo se volvió negro. De pie, cerca de la puerta, una mujer sostenía a su hijo en brazos. O tal vez no era su propio retoño, pues la mujer era muy joven. A lo mejor se trataba de una canguro. Al otro lado, apoyado en el extremo del vagón, un joven levantó la vista de su libro cuando la oscuridad no le permitió seguir leyendo. No había nadie más. Cerró los ojos. Se preguntó cuánto tiempo llevaban parados en mitad del túnel. Los segundos se le hacían eternos. Javier acababa de salir del trabajo y estaba deseando entrar en su casa, quitarse los zapatos y tumbarse en el sofá. No había sido un buen día. Su jefe había llegado con ganas de liberar sus demonios personales y le tocó a la plantilla pagar los platos rotos de su vida privada. Javier odiaba que aprovechara su rango para abusar de su poder y amargarle la existencia a todos. Sentado en el vagón, Javier abrió de nuevo los ojos. Seguían a oscuras. A pesar de que no hacía calor, notó que una pequeña gota de sudor le caía por la frente. Se la secó con el dorso de la mano. Apareció otra, y otra, y otra. De repente, su frente estaba completamente mojada por el líquido corporal. Se pasó nuevamente la mano, esta vez la palma y, lentamente, fue retirando el sudor. Miró al frente. A través de las ventanillas del vagón sólo pudo ver el frío muro de cemento que se curvaba en la parte superior y regresaba a su estado original detrás de él, rodeándole. Parecían las gigantescas fauces de un animal de piedra que estuviera a punto de comérselos a todos de un solo bocado. El corazón de Javier se aceleró. Las palpitaciones eran tan fuertes que creyó que su pecho estaba a punto de desgarrarse. El sonido de sus latidos era tan estridente que no era capaz de oír nada más. Dejó de respirar por la nariz y abrió la boca para coger más aire, pues tenía la sensación de que se ahogaba. Le recordaba a cuando buceaba a pulmón y, cuando no resistía más, necesitaba subir a la superficie. Pero desde donde se encontraba ahora no podía salir a la superficie. Bajo tierra, encerrado en un vagón de metro, en mitad de un túnel, ni sus sentidos ni su cerebro lograban vislumbrar qué podía hacer ante la falta de oxígeno. Lo que sí podía hacer su mente era imaginar. Y vaya si lo hizo. Pensó en qué pasaría si al conductor del metro le hubiera dado un infarto. O si habían puesto una bomba, como en Londres, y estaban allí atrapados. Le dieron ganas de gritar. Quería salir de allí. Necesitaba salir de allí. Antes de ponerse a dar voces decidió levantarse y pasear, visiblemente nervioso, por el vagón. Pero aquella actitud sólo consiguió que la ansiedad aumentara. Abrió la boca para chillar cuando, de pronto, se encendieron las luces. Al momento, el vagón comenzó a moverse. Javier se quedó cerca de la puerta, detrás de la mujer, y se bajó en la siguiente parada a pesar de que aún quedaban cinco para llegar a la suya. Salió a la calle como alma que lleva el diablo, sorteando a la gente. Cuando por fin notó la brisa de la tarde en su rostro, se puso a llorar. Se dio cuenta de que jamás volvería a usar el metro. Hacía años le pasó lo mismo con los ascensores. Poco a poco fue desarrollando una incontrolable aversión hacia esas máquinas. El solo hecho de pensar que se podía quedar atrapado en aquellas cajas metálicas le ponía enfermo. No recordaba la última vez que se montó en uno. Lo que sí tenía claro era el miedo que se apoderaba de él cuando se quedaba encerrado en un sitio. Por esa razón, siempre subía por las escaleras, a pesar de vivir en un tercero o de trabajar en la séptima planta del edificio de una televisión local. Notaba cómo la gente que esperaba el ascensor en el quinto le miraba extrañada cuando subía andando a la siguiente planta. En su casa, era incapaz de cerrar la puerta de su habitación. Cuando estaba en un bar y tenía que ir al servicio, jamás se encerraba dentro. Si iba en un coche y entraba en un túnel, cerraba los ojos esperando, al abrirlos, ver de nuevo la luz del sol. Y siempre tenía que ir en el asiento del copiloto si el vehículo sólo disponía de dos puertas. Hacía más de diez años que no iba a su tierra por dos razones, una de ellas lo mal que lo pasaba al montar en avión. La última vez que voló tuvo que hacer uso de ansiolíticos y, aún así, terminó con las manos doloridas de la fuerza con la que se sujetó al asiento. A todas esas cosas se le añadía ahora el metro. Tendría que buscar una ruta alternativa de autobús que le permitiera desplazarse. Mientras andaba el largo trecho que quedaba todavía para llegar a su casa, se preguntó cuál era el motivo por el que había desarrollado aquel miedo a los espacios cerrados. Pero lo peor, a su juicio, era la incomprensión de la gente. Cuando salía el tema, se daba cuenta de que le observaban como si fuera un bicho raro, como si el negarse a subir en un ascensor fuera una excentricidad en lugar de una fobia. Y como las fobias son irracionales, no podía hacerse entender.