30
El sonido del móvil de Javier despertó a la pareja. Se habían quedado dormidos en el sofá, desnudos y abrazados. Javier alargó la mano para coger sus pantalones cuando se acordó de que lo había dejado cargando. Se levantó y descolgó.
—¿Sí? —dijo con la voz ronca. Tosió un poco para quitarse la carraspera.
—Soy yo —dijo Muriel marcando el sonido del pronombre—. ¿Te agarré en mal momento?
—No, dime.
—¿Querés ir conmigo a la playa?
Pocas cosas más se podían hacer en la isla. Y menos en el sur. Javier pensó que volvería a Madrid con un color envidiable, así que se animó.
—Espera un momento Muriel —dijo.
Fue hasta el sofá y despertó a Manuel para preguntarle si le apetecía ir con ellos. Somnoliento, contestó que sí con la cabeza y con un solo ojo abierto.
—Vale. ¿Cómo quedamos?
Tres cuartos de hora más tarde, Muriel les llevaba en su coche a Los Cristianos. Manuel quiso llevarse la tabla para practicar un poco su deporte favorito. Aparcaron el coche y sacaron todo lo necesario para pasar el día.
—No sabés cuánto hace que no vengo —dijo Muriel.
—Se nota —dijo Javier mirando el pálido tono de su piel y riéndose.
—Vos llegaste más blanco —protestó ella—. Tengo una foto que lo demuestra.
Aunque había gente, aún era temprano, así que pudieron colocar las toallas cerca de la orilla. Manuel se despidió de ellos y se metió en el agua con su tabla. Acostado sobre ella, avanzó utilizando sus brazos como remos y esperó a que llegase alguna ola. Muriel y Javier se quedaron un rato sentados sobre las toallas mientras se aplicaban crema protectora.
—Decile a tu novio que debería protegerse —dijo Muriel.
A Javier le fascinaba la facilidad con la que definían su relación con Manuel. Parecía que, si dos personas se gustaban, ya pasaban directamente a ese punto de compromiso. No protestó porque lo habían hablado por la noche. En lugar de eso, le aplicó la crema a Muriel en la espalda y viceversa.
—¿Qué tal les va? —dijo la argentina.
—Parece que muy bien. Se traslada a Madrid.
—¡Pelotudo, qué buena noticia! ¿Cómo no me lo dijiste antes?
—No ha sido una decisión que se haya extendido mucho en el tiempo —dijo Javier irónico.
—Y bueno, está claro que le gustás mucho.
—Me dijo que me quería —confesó Javier.
—¿En serio? ¿Qué le dijiste?
—No me acuerdo muy bien —dijo Javier recordando lo fumado que estaba— pero sé que no le correspondí.
—¿Por? —se sorprendió Muriel.
Javier se detuvo a pensar por qué no le había dicho que le quería. Le vinieron a la cabeza todas las excusas, como el poco tiempo que llevaban juntos, y le parecieron absurdas. Buscó a Manuel con la mirada. Le vio montado en su tabla intentando cabalgar sobre una ola. Y se dio cuenta de que le quería. Se preguntó desde cuando se había dictaminado que se debía esperar un tiempo prudencial para sentir amor por otra persona, como si un sentimiento tan poderoso fuera igual de exacto que las matemáticas. A Javier siempre le pareció ridículo un concepto tan poético como el amor a primera vista, pero ahora no estaba tan seguro. Llegó a la conclusión de que el amor es tan personal que nadie podía establecer unas reglas generales que se adecuaran a todos los casos.
—Javier —dijo Muriel chasqueando los dedos ante su cara—, volvé.
—Sinceramente, no lo sé —dijo Javier retomando la conversación.
Pero Javier sabía que, en el fondo, no era cierto. Aún no se creía que un hombre que le había torturado de pequeño pudiera estar enamorado de él. Sabía que sus sentimientos eran reales pero, en alguna parte de su cerebro, algo le mantenía alerta.
—Es que… es complicado.
—¿Qué relación no lo es? —dijo Muriel—. Está claro que está enamorado.
—Lo sé. Y yo también —dijo Javier sorprendiéndose de su propia confesión.
—¿Pero?
—No quiero que me hagan daño.
Muriel comprendió qué le pasaba a su amigo. Estaba claro que Javier consideraba que demostrar que estaba enamorado le colocaría en una posición vulnerable. Y tenía miedo de volver a pasarlo mal.
—Eso es algo que no podés evitar. Cuando te involucras en una relación, siempre existe la posibilidad.
—Sí pero en este caso, sería volver a cometer el mismo error.
—Las personas cometen el mismo error una y otra vez hasta que saben cómo evitarlos. Debés tenerle más miedo a perder una ocasión para disfrutar que a volver a sufrir con alguien de tu pasado.
Javier pensó que Muriel tenía razón. Adelantar acontecimientos que van a suceder era la mejor manera de perderse los que estaban ocurriendo. La argentina se levantó de la toalla y le dio la mano a Javier. Luego, fueron a la orilla para acostumbrarse a la temperatura del agua antes de zambullirse en ella. Muriel era de esas personas que salen del agua segundos después de haberse sumergido. Sólo utilizaba el mar para refrescarse. Javier le dijo que iba a nadar un rato y que saldría después. Se despidieron y él se fue nadando hasta donde estaba Manuel, que esperaba sentado sobre su tabla a que llegara una ola. Antes de que le viera, Javier se metió bajo el agua y buceó hasta que vio la pierna de su novio colgando. Tiró de ella con fuerza haciendo que Manuel perdiera el equilibrio y cayera a su lado. Los dos salieron a la superficie riendo.
—¡Joder, qué susto cabrón! —dijo.
Los cristales de agua salada del rostro de Javier reflejaban la luz del sol y Manuel pensó en lo guapo que estaba su novio. Le besó. Javier tuvo una idea.
—¿Por qué no me enseñas a montar? —dijo tocando la tabla de surf.
—Tendríamos que ir a la orilla.
—¿Y? —contestó Javier—. A no ser que no te apetezca y prefieras quedarte aquí. A mí no me importa.
—Entonces, prefiero quedarme aquí —dijo Manuel.
—Vale —dijo Javier un poco decepcionado—. Voy fuera con Muriel.
Javier se dio la vuelta y se preparó para alejarse nadando, pero Manuel le cogió de la cintura antes de que pudiera dar una brazada.
—¡Te estoy vacilando! ¡Claro que te enseño! —dijo antes de besarle de nuevo.
Javier sonrió mientras meneaba la cabeza. Luego, ambos fueron nadando hasta la orilla. Allí, Manuel puso la tabla en la arena y le mostró cómo debía incorporarse cuando viniera una ola y qué posición debía adoptar. Después, le enseñó a moverse sobre la tabla para cabalgar sobre el agua. No le costó digerir la información y parecía que estaba preparado para probar.
—Vamos —dijo Manuel metiéndose en el agua—. Lleva tú la tabla.
Javier se colocó tal y como había visto hacer a Manuel cuando llegaron y avanzó ayudándose de los brazos. Para un nadador como él, se le hacía raro no poder utilizar bien los pies, pero se acostumbró. Cuando llegó a donde estaba Manuel, éste se acercó y le colocó la tobillera para que la tabla no fuera a la deriva. Luego, esperaron un rato a que llegara una ola mientras se besaban. Javier pensó que si su padre le hubiera dado un aliciente tan atractivo, tal vez no se hubiera aburrido tanto acompañándolo en sus aficiones.
—¡Prepárate! Ahí viene una —dijo Manuel.
De repente, Javier se puso nervioso. Se colocó en la posición que le había enseñado Manuel y esperó a que la ola llegara. El agua le impulsó y él cogió más velocidad gracias al movimiento de sus brazos. Luego se puso de pie sobre la tabla con las rodillas flexionadas. Cuando quiso moverla girando su cadera, perdió el equilibrio y cayó al agua. Salió a la superficie y vio que Manuel se acercaba. Se paró frente a él.
—¿En serio ésta es tu primera vez? —dijo Manuel sorprendido.
—Sí. ¿No se ha notado? —dijo Javier refiriéndose a su caída.
—Lo has hecho muy bien. No sabes la de tiempo que invertí yo hasta que pude ponerme de pie.
—¡Anda ya! —dijo Javier incrédulo.
—¡En serio! Tienes alma de surfero.
—No, tengo un buen profesor —dijo Javier sonriendo.