26

Estuvieron todo el día en aquella solitaria cala paradisíaca. Cuando el reloj marcó las ocho de la tarde, ellos se estaban subiendo al coche para regresar al pueblo. Aunque estuvieron hablando sin parar, aún les quedaban muchos temas de conversación. Parecía que ambos estaban ansiosos por conocer al otro, saber qué pensaban de cualquier cosa. Llegaron a la casa de Manuel y fueron a la ducha. A pesar de que habían hecho el amor en la orilla de la playa, con el agua mojándoles las piernas, no pudieron evitar excitarse cuando se metieron en la bañera. La llenaron de agua y se sentaron, Manuel primero y Javier entre las piernas de éste. Al poco tiempo Javier se giró buscando algo más que un relajante baño. Cuando terminaron y mientras se secaban, Javier se miró al espejo. Comprobó que gracias a los dos días que había pasado en la playa, con su hermano y con Manuel, había cogido bastante color, y se alegró de no haber perdido en Madrid la melanina que tan moreno le ponía cuando era más joven.

—Mira, estoy moreno —dijo Javier.

Manuel le miró y le sonrió. Le pasó un brazo por la espalda y le besó.

—Estás muy guapo.

Después del día que habían pasado corriendo y nadando, ambos estaban hambrientos. Manuel cogió su teléfono y pidió una pizza a domicilio. A ninguno le apetecía ponerse a cocinar.

—Debería llamar a mi hermano a ver qué hace mañana. Me gustaría pasar algún tiempo con él —dijo Javier cogiendo el móvil de sus pantalones.

Buscó el número de Sebastián en la agenda y pulsó el botón de llamada. Esperó tres tonos hasta que su hermano contestó.

—Dime.

—Hola. Nada, era para ver qué hacías mañana.

—Por la mañana trabajo pero si quieres podemos vernos por la tarde y tomar algo.

—Vale. ¿Me llamas cuando puedas quedar?

Sebastián le propuso que mejor quedaban a las seis en la casa de sus padres. Cuando colgó, observó que le quedaba poca batería. No esperaba ninguna llamada por lo que no se preocupó. Fue hasta donde estaba Manuel y le abrazó por detrás.

—Podría quedarme así durante mucho, mucho tiempo —dijo Javier.

Tocaron en la puerta. Javier se sorprendió de que la pizza hubiera llegado tan pronto, pero Manuel le explicó que la pizzería estaba muy cerca de allí. Cuando él vivía en el pueblo, no había ninguna pizzería que repartiera a domicilio. Supuso que el primero que tuvo la genial aunque plagiada idea se había hecho de oro. Fueron al salón y dieron buena cuenta de las porciones.

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Javier cuando terminaron de comer.

—No sé. ¿Qué te apetece?

—¿Sabes lo que me apetece? Fumarme un porro y quedarme relajado a tu lado.

—Eso se puede arreglar.

A pesar de no fumar tabaco, Manuel tenía hachís que usaba en contadas ocasiones, la mayoría relacionadas con la inspiración de su trabajo. Los porros, le explicó a Javier, le ayudaban a abrir su mente y liberarla de las cadenas impuestas por la vida diaria, que son invisibles porque se había acostumbrado a llevarlas. Javier entendió lo que quería decir y supo que el efecto que producían los porros en Manuel, otros los conseguían meditando, con yoga, rezando, con ayuda psicológica, con reiki o desahogándose con un amigo frente a una cerveza. Cada uno tenía su manera de rebelarse contra aquellas cadenas que, de vez en cuando, notaban cómo les dificultaba el avance. Javier pensó en la suya. No tenía. Aunque notaba su peso, nunca se reveló contra aquellas ataduras. Hasta ahora. Fumaron despacio, apreciando el característico sabor de la prohibida sustancia. Javier no fumaba nunca, y cuando quiso averiguar por qué le habían entrado ganas de repente, no podía pensar en ello. Se estaba riendo. Ambos lo hacían. Cada vez que alguno decía una tontería que no tenía sentido o cuando querían expresarse pero su boca no estaba por la labor, sus hombros se movían al feliz ritmo de las carcajadas. Manuel dejó de reírse un momento para contemplar la alegría de Javier. Sin duda, había cambiado muchísimo. Ya no era el niño triste y aburrido que él había conocido, aunque no le podía culpar si hubiera seguido por aquel camino. Buena parte de la responsabilidad la hubieran tenido él y sus amigos de la infancia. Pero Javier se había rebelado contra eso y había luchado por convertirse en una persona distinta a pesar de arrastrar su pasado. Manuel consideró que Javier era muy valiente y le admiraba.

—Te quiero —le dijo.

Después de decirlo, se arrepintió. No porque no lo sintiera sino porque creía que no era el momento indicado para declararse. Los dos estaban fumados y no quería que pensase que sus palabras eran producto de la droga. Javier dejó de reírse de inmediato y miró a Manuel. Por un momento pensó que no había escuchado bien, que había confundido sus palabras. Pero cuando miró su cara supo que había escuchado correctamente. Se le pasaron mil cosas por la cabeza a una velocidad de vértigo. Javier estaba muy a gusto con él pero hacía muy poco tiempo que se habían reencontrado. También sentía que no quería separarse de él. Se dio cuenta de que llevaba algunos minutos pensando y Manuel debía sentirse bastante mal.

—Lo siento… —dijo Javier—. Supongo que no esperabas esta reacción pero…

—No digas nada —dijo Manuel—, comprendo que necesites más tiempo. Cualquier persona racional lo necesitaría.

Javier se pasó las manos por la cara. Se sentía fatal por hacer que Manuel se arrepintiera de haberle abierto su corazón. Pero no estaba preparado para decir las dos palabras más poderosas de su idioma.

—De verdad que lo siento… —dijo Javier de nuevo—. Es que… ni siquiera sé si esto tiene algún futuro. El domingo me voy a Madrid.

—Lo sé. He pensado en ello y sé que no quiero perderte. Así que es posible que me traslade yo también.

Javier se quedó paralizado. No sabía qué decir ante semejante propuesta. Una cosa estaba clara, Manuel iba muy en serio con él. Pero no podía permitir que cambiara su vida sólo por él.

—Me sentiría muy mal si las cosas no funcionan después de haber abandonado tu vida —dijo Javier.

—Si piensas así tal vez sea mejor que lo dejemos estar —contestó Manuel.

Se notaba que se había enfadado. Manuel estaba dispuesto a dejarlo todo por él y a Javier sólo se le ocurría pensar en lo que pasaría si decidían dejar de verse. Manuel consideraba que era muy pronto para observar la relación con tanto pesimismo.

—No me malinterpretes. Sólo quiero que seas feliz —dijo Javier. Luego, cerró los ojos—. Perdona, esta conversación no es para tenerla después de haber fumado. ¿Por qué no lo discutimos mañana?

—Como quieras. Buenas noches —dijo Manuel levantándose y yendo hacia el cuarto.

Javier observó cómo se iba mientras pensaba qué podía hacer. No sabía si debía irse a casa de sus padres o intentar arreglar las cosas. Pero no estaba en condiciones de discutir sobre nada. Apoyó la cabeza en el reposabrazos del sofá mientras pensaba en las palabras exactas que le ayudaran a explicar cómo se sentía. Poco a poco el sueño le fue venciendo. Cerró los ojos y se quedó dormido.

Por la mañana, una mano le sacudió suavemente obligándole a despertarse. Cuando pudo enfocar bien observó el rostro preocupado de Manuel. Javier se incorporó de un salto y le preguntó qué pasaba. Manuel le abrazó con fuerza sin decir nada. Él le correspondió y le acarició el pelo.

—Quiero irme contigo —dijo Manuel.

Javier se echó de nuevo sobre el sofá y arrastró a Manuel para que se tumbara a su lado.

—Yo también quiero que vengas —dijo Javier.

Manuel miró a Javier con una sonrisa y se besaron.