15

Después de pasar el día entero en la playa, Javier durmió como nunca. Siempre le había costado conciliar el sueño, pero esa noche se quedó dormido en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Cuando despertó, no se acordó de lo que había soñado, pero tenía la sensación de que había sido un sueño muy agradable. Se levantó de la cama con un ánimo inusual y se metió en la ducha. Había llegado tan cansado por la noche que no se preocupó de quitarse la sal del cuerpo. Lejos de molestarle, Javier durmió con el intenso olor como quien duerme con sábanas de raso fundidas con la piel. Después de asearse, fue a la cocina. Allí estaba su madre.

—¿Has dormido bien? —le preguntó.

—Estupendamente —contestó Javier con una sonrisa.

—¿Qué hiciste ayer? Llegaste tarde.

—Te lo dije, me fui a la playa con Sebastián. Y ya soy mayorcito para que controles a qué hora llego —le reprochó su hijo de broma.

—La costumbre, hijo, la costumbre —rió Teresa.

Javier desayunó con su madre, que también se acababa de levantar, y conversaron sobre lo que habían hablado Sebastián y él.

—Yo te lo quería contar, pero me lo prohibieron terminantemente —dijo Teresa—. Cuando tus hijos te prohíben algo es que ya eres una vieja.

—Pero qué dices. Si estás estupenda. Ahora hablemos de nosotros —dijo Javier cogiendo a su madre por sorpresa.

Después de su charla con Sebastián, Javier había tomado la determinación de hablar seriamente con cada uno de los miembros de la familia, empezando por su madre. La había elegido a ella porque sabía que iba a ser más difícil acceder a Rosa y porque su padre le daba pánico.

—Dejémoslo claro de una vez por todas. Soy gay. ¿Qué sientes? —dijo Javier con una inusitada valentía.

Teresa no sabía qué decir. Tenía la esperanza de que su hijo entrara en razón algún día pero estaba claro que no era así. Sin embargo, lo intentó una vez más.

—Eso es una etapa. Ya verás cómo se te pasa.

—Mamá, tengo veintisiete años, no es ninguna etapa. Soy así. No te pido que lo entiendas o que lo comprendas, sólo quiero que me aceptes como soy.

—No puedo hacerlo —dijo Teresa.

—No lo entiendo. Es algo que me incumbe sólo a mí, ¿por qué os molesta tanto? —dijo Javier alzando la voz.

—¡Porque no es normal! —gritó Teresa.

Se hizo un silencio. Ambos se quedaron callados. Teresa miraba la taza que tenía en frente con el café y Javier la miraba a ella.

—Lo que no es normal es que un hijo reciba un maltrato semejante —dijo Javier.

Se levantó y salió de la cocina. Cogió las llaves y bajó la escalera para salir a la calle. No lo comprendía. Él nunca se metería en la vida sexual de nadie y menos en la de sus padres. ¿Por qué tenía tanta importancia para todo el mundo? Hasta las madres de los asesinos amaban incondicionalmente a sus hijos porque, aunque sabían que habían obrado mal, su amor estaba por encima de las convenciones sociales. Era algo que no se podía explicar. Javier supo que jamás entendería la actitud de sus padres ni por qué se lo habían hecho pasar tan mal por una cosa tan insignificante. La homosexualidad es sólo una parte de la personalidad de alguien, no es algo que le defina completamente.

Javier sacó su teléfono y llamó a Dani. Al tercer tono, su amigo descolgó.

—Hola, ¿qué tal? ¿Mejor? —dijo Dani.

—Sí, gracias. Siento no haberte llamado antes. Has debido estar muy preocupado.

—No tanto. A ver si te crees que sólo pienso en ti. Yo también tengo mi vida ¿sabes? —dijo Dani irónicamente.

Pero era sólo una fachada. Desde que Javier le había contado todo el acoso que había sufrido, Dani no había podido pensar en otra cosa. Ahora comprendía por qué era tan triste cuando le conoció. Una infancia difícil se arrastra durante toda la vida y si Dani hubiera sabido qué le había pasado, no habría frivolizado con su forma de ser.

—Te agradezco que me hayas escuchado —dijo Javier.

—¡Hey! ¿Para qué están los amigos? —dijo Dani.

Javier le contó todo lo que había hablado con su hermano los dos días que se habían visto. Dani se alegró mucho de que las cosas se estuvieran arreglando tan fácilmente. Aunque cambió de opinión cuando supo cuál había sido la reacción de Rosa al ver a su hermano y el porqué había actuado de aquella manera. Luego le contó la charla que había mantenido hacía pocos minutos con su madre.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Javier.

—Con tu hermana no tengo ni puta idea —empezó a decir Dani—, y con tu madre no puedes hacer nada más. Has querido hablar claro y no ha entrado en razones. Lo único que te puedo decir es que a lo mejor tu hermano puede interceder por ti.

—No lo había pensado —dijo Javier—. Pero no sé si me apetece meter a mi hermano en esto. No quiero que piense que me estoy aprovechando de la nueva coyuntura.

—¡Qué tontería! —dijo Dani—. Es tu hermano y te ha dejado claro que quiere ayudarte. ¡Déjate de tonterías, maricón!

—Bueno, lo pensaré. ¿Tú cómo estás? —dijo Javier.

—Como siempre. Trabajando, sin sexo a la vista y con unas incontrolables ganas de fumar. Poca cosa.

Dani había dejado de fumar antes de que Javier se fuera a Tenerife. Su amigo estaba seguro de que no lo conseguiría, estaba mucho más enganchado que él, pero le sorprendió que aún no hubiera caído en la tentación.

—¿Seguro que no has fumado nada?

—Ni una triste colilla. ¿Acaso no te fías de mi palabra? —dijo Dani con fingida afectación.

—La verdad, no mucho —rió Javier.

—¡Puta! Te dejo que tengo que hacer como que trabajo. Un beso.

—Un beso. Adiós.

Javier colgó mientras sonreía. No sabía qué haría si no contara con el apoyo de su amigo del alma. Pensó durante un momento en qué ocupar su tiempo. Decidió bajar al pueblo a comprar algún libro e irse a la playa a leerlo bajo la luz del sol. Tardó diez escasos minutos en llegar a una librería que había en el centro del pueblo. En realidad, era una papelería que tenía algún que otro libro. Se dio cuenta de que habían convertido la calle central del pueblo en peatonal. Entró en la tienda y comenzó a ojear los ejemplares que tenían. Cogió algunos y leyó las contracubiertas para ver si le atraían. Al final se decidió por uno que sabía que le iba a gustar, la última novela de una serie protagonizada por un detective de homicidios americano. Lo llevó hasta el mostrador y lo colocó encima para poder sacar la cartera.

—Son ocho con noventa y cinco —dijo la dependienta.

Cuando Javier levantó la vista, reconoció a la mujer que estaba detrás del mostrador. Era Begoña, la profesora. Javier se quedó un rato observándola sin saber qué decir. Begoña le miró extrañada.

—Ocho noventa y cinco —repitió.

—Sí, perdone —dijo Javier reaccionando.

Le dio un billete de diez euros y salió de la librería sin esperar el cambio. La dependienta le gritó para que cogiera su vuelta pero él le dijo que se la quedara. Caminó deprisa por si a aquella mujer se le ocurría salir a la calle e ir en su busca. No sabía muy bien por qué había reaccionado de aquella manera. Tal vez no quería que le reconociera porque, en ese caso, tendría que conversar con ella. Y si Begoña hablaba con él como si no hubiera pasado nada, entonces sería capaz de saltar por encima del mostrador y estrangularla. Tampoco sabía qué hacía esa mujer tras un mostrador cuando se suponía que era maestra. Javier se limitó a sacudir la cabeza para olvidar el tema. Pero una cosa sí sabía. No iba a entrar nunca más en aquella papelería. Fue caminando hasta la playa y se sentó en la arena con la espalda apoyada en el muro del paseo. Abrió el libro y se dispuso a disfrutar de las nuevas aventuras de su detective favorito. Le gustaba mucho la novela negra. Sus personajes se asemejaban a él, se sentía muy identificado con ellos. Llevaba ya media hora leyendo cuando una sombra le oscureció las páginas del libro. Miró hacia arriba y descubrió a Manuel. Su cuerpo de surfero mojado por el agua salada y su piel morena hacían que pareciera un dios canario. Sus ojos verdes le miraban con súplica. Antes de que Javier dijera nada, Manuel se le adelantó.

—Escucha, no quiero hacerte daño —dijo.

Que Manuel contemplara la posibilidad de hacerle daño enfadó a Javier.

—No creo que pudieras —dijo.

Y era verdad. Cuando era joven, su sobrepeso era un lastre a la hora de defenderse contra sus agresores. Pero las clases de baile y la natación habían hecho de él un joven fuerte. Ya no tenía miedo a una paliza. Lo que no quería era que le volvieran a humillar.

—Me estás quitando la luz —dijo Javier.

—Perdona.

Manuel se sentó a su lado.

—No era una invitación —dijo Javier—. ¿Por qué no te vas con tus amigos a coger olas y me dejas en paz? Y de paso, si te ahogas me alegrarías la tarde. Siempre es un placer ver un buen espectáculo.

—¡Vaya! La capital te ha cambiado. Hace años no hubieras dicho nada de eso.

—¿Crees que te tengo miedo, gilipollas? —gritó Javier levantándose.

—No, no. Quería decir que me gusta tu nueva personalidad —dijo Manuel levantándose también.

—Oye, no sé a qué clase de retorcido juego estás jugando pero no voy a picar.

Javier saltó el muro y se fue caminando por el paseo. No dio crédito a lo que veían sus ojos cuando Manuel se puso frente a él.

—¿No he hablado claro? —dijo.

—Escucha, sé que estás enfadado y tienes todo el derecho. Fuimos unos cabrones contigo y estoy seguro de que algunos lo seguirán siendo. Pero yo he cambiado. Sólo quiero pedirte que me perdones.

Javier se empezó a reír. Tuvo la sensación de que aquello era una especie de cámara oculta. No sabía si pasar de Manuel o darle una merecida bofetada.

—¿De qué te ríes? —dijo Manuel.

—¿Que de qué me río? —repitió Javier, y siguió hablando en un tono más serio—. ¿Cómo te atreves a pedirme perdón después de todo lo que hicisteis?

—Déjame que te explique…

—Sólo te voy a hacer una pregunta y me gustaría que contestaras con sinceridad. Si hubiera sido al revés, ¿me perdonarías tú?

Manuel se quedó callado. Bajó la mirada al suelo porque era consciente de que todo lo que le había hecho a Javier era difícil de perdonar.

—Lo suponía —dijo Javier.

Apartó a Manuel con la mano y siguió andando por el paseo. Como no quiso encontrárselo nunca más, decidió que no volvería a la playa del pueblo.