19
Al día siguiente, Javier se levantó con un ligero dolor de cabeza, pero no sabía si era debido al alcohol o a los increíbles acontecimientos. Aún no se creía que Manuel se sintiera atraído por él. Fue hasta la ducha y dejó que el agua despejara tanto el entumecimiento de su cuerpo como las ideas de su cabeza. Aunque no sentía que estuviera borracho cuando habían hablado, los provocados vómitos y el concurso de baile se habían encargado de eso, tal vez el alcohol consumido sí que había tenido algo que ver en su reacción. A pesar de todo lo que le estaba diciendo su antiguo acosador, Javier se lo estaba tomando con mucha filosofía. En otras circunstancias, hubiera creído que se burlaba de él. Javier tomó la determinación de no pensarlo más. Si los sentimientos de Manuel eran sinceros o no lo averiguaría en el transcurso de los días siguientes. Se vistió y comió algo en la cocina. Cuando iba a salir por la puerta, su madre le detuvo con la voz.
—¿Saliste anoche? —dijo Teresa.
Javier se dio la vuelta. Su madre estaba mirándole desde el pasillo con un paño en la mano.
—Pues sí. ¿Por?
Teresa estaba deseando preguntarle si había ido a un bar de esos llenos de hombres, pero se dio cuenta de que, si frecuentaba esos sitios, Madrid estaba plagado de ellos.
—No, lo preguntaba sólo porque pensé que preferías reservarte para las fiestas.
—¿Qué fiestas? —preguntó Javier.
Nada más terminar la frase supo a qué fiestas se refería su madre. En julio, su pueblo celebraba una verbena donde se comían las típicas papas canarias, se celebraban bailes por la noche y había una extraña tradición que Javier nunca supo de dónde provenía. Cualquiera que anduviera por el pueblo era susceptible de ser arrojado al mar. Su madre le obligaba, cuando era pequeño, a acompañarle a dar una vuelta. Entonces le contaba, todos los años, la tradición de mojar a la gente sin importar edad o sexo. También le contaba que antes era más divertido porque la gente no iba preparada con sus bañadores por si les tiraban, sino que salían con sus mejores galas que acababan empapadas por el agua del océano. Recordó un año en el que su padre se unió a ellos, y bajaron los tres al pueblo. Sus hermanos iban por libre. Entonces, pasaron frente a algunos ventorrillos y Javier le pidió a su padre que le comprara la típica pistola de juguete que dispara flechas de plástico con ventosas en la punta. Pedro le miró como si no le reconociera.
—¿En serio? ¿Quieres una pistola?
Javier asintió. Su padre sonrió como nunca y abrazó a Javier. Fue la primera y la última vez que lo hizo. Y todo porque su hijo mariquita le había pedido una pistola de juguete, algo que indicaba que no estaba todo perdido. Lo que no se imaginaba Pedro era que, al día siguiente, Javier cogió su pistola nueva y se la fue colocando en distintas partes del cuerpo, en el corazón, en la boca, en la cabeza, preguntándose cuál sería la forma más rápida e indolora de morir.
—Mamá, sabes que detesto las fiestas del pueblo, ¿por qué iba a ir?
—Podrías acompañarme un día.
«Mierda» pensó. Después de tanto tiempo no se iba a librar de aquella tradición. Intentó buscar alguna excusa pero no lo consiguió. Además su madre le miraba como si ir a las estúpidas fiestas del pueblo fuera lo más importante para ella.
—De acuerdo. ¿Qué día quieres ir?
—El viernes. Como te vas el domingo te dejo el sábado para que te despidas de tus amigos.
¿Cómo era posible que su madre le conociera tan poco? Después de pasarse la infancia y la adolescencia encerrado en la casa de sus padres y después de quitarle a la única amiga que tenía ¿cómo era capaz de decirle que le dejaba el sábado para despedirse de sus amigos?
—De acuerdo, el viernes entonces.
Javier salió de la casa y fue hasta el piso de Muriel. Tocó el timbre. Al poco tiempo, una voz ronca le contestó. Javier se identificó y Muriel le abrió para que subiera. La puerta del piso estaba abierta y Javier se encontró a su amiga tumbada en el sofá.
—¿Mucha resaca? —dijo Javier entrando y cerrando la puerta.
—¡Ah! ¡No sabés! Olvidé que estoy demasiado vieja para esto.
—Pero ¡qué dices! Si estás hecha una chiquilla.
—Dejá de decir pavadas y contáme —dijo Muriel.
Javier le explicó todo lo que Manuel le había dicho y lo que él le había contestado. Mientras narraba la historia, Muriel no podía evitar poner su mejor cara de ternura.
—¡Qué lindo! Sos un boludo. ¡Dale una oportunidad al chico! —dijo Muriel alzando la voz. Inmediatamente se arrepintió de su pequeño arrebato, que se tradujo en un dolor de cabeza—. ¡Ay! Haceme un favor. Andá a la cocina y traéme el frasco de aspirinas.
Javier se levantó y buscó con la mirada el bote de aspirinas. Estaba encima de la mesa, al lado de un sobre de revelado.
—¿Éstas son las fotos del otro día? —preguntó Javier mientras le enseñaba el sobre y le tendía las aspirinas.
—Sí —dijo Muriel tragándose una pastilla sin la ayuda de ningún líquido.
A Javier le recordó cuando se tomó su segundo ansiolítico antes de subir al avión que lo llevaría a la isla. Cuando se puso a pensar que tenía que coger otro avión a la vuelta, le dio un escalofrío. Sacó las fotografías del sobre y se las dio a Muriel para que buscara las suyas. Ella le permitió ver el resto así que Javier fue pasando foto a foto hasta que dio con la que salía él frente a la puerta del restaurante. Pero no se fijó en él, sino en la pareja que había detrás. Era Alejandro. Y no parecía que estuviera acompañado por la misma chica que había visto anoche. Cuando pasó la foto, vio que Muriel había sacado una de la pareja.
—¿Y esto? —dijo Javier.
—¿No te acordás? Te quise sacar otra pero te corriste. Tírala —dijo Muriel.
—Si no te importa, me la quedo —dijo Javier.
—Como quieras —dijo Muriel encogiéndose de hombros, incapaz de pensar para qué quería Javier aquella fotografía.
Javier fue a la cocina y preparó café después de que Muriel le rogara que lo hiciera. Tomaron una buena taza que les despejara y hablaron de algunos temas, entre ellos, Manuel. Muriel era partidaria de que quedase con él y fuera viendo cómo iba la cosa. Javier le prometió que le haría caso porque después de aceptar su dolor y dejarlo ir, se sentía mejor. En ese momento, sonó el móvil de Javier. Miró la pantalla y vio el nombre de Manuel.
—Es él —dijo Javier.
—¡Pelotudo, descolgá! —dijo Muriel excitada para después llevarse una mano a la cabeza.
—¿Sí? —dijo Javier como si no supiera quién le llamaba.
—Javier, soy Manuel. ¿Qué tal te has levantado?
—Bastante bien ¿y tú?
—Bien también. Te llamaba para saber si te apetecía quedar.
—De acuerdo. ¿A qué hora quedamos?
—¿Qué te parece ahora? —dijo Manuel apretando los dientes esperando que la respuesta fuera sí.
—¿Ahora? ¿Dónde estás? —preguntó Javier extrañado.
—Debajo de tu casa.
—¡No jod…! Esto… Voy para allá —dijo Javier disimulando.
—¿Que vienes para aquí? ¿Dónde estás? Puedo ir a recogerte.
—No, ya voy yo. Ahora nos vemos.
Javier colgó. Le explicó a Muriel que tenía que irse porque Manuel estaba debajo de la casa de sus padres. La argentina le deseó suerte y Javier salió de su casa corriendo porque, a pesar de lo que pensara, tenía muchas ganas de volver a verle.