5
Javier subió las escaleras que llevaban a la primera planta de la casa, en la que estaban la cocina, los dormitorios, los baños… En el segundo piso estaba la azotea y el cuarto de la lavadora. Allí no había telefonillo, por eso su madre no lo había oído. La casa disponía también de un garaje al que se accedía por una puerta de madera, justo al lado de la entrada de la calle. Y, en la parte de atrás, había una pequeña huerta, insistencia de su padre cuando le dio por cultivar sus propias hortalizas. Su padre había tenido mil aficiones en la vida. Cuando se cansaba de una, la olvidaba y pasaba a otra con una facilidad pasmosa. Así, Pedro fue desde la jardinería casera hasta la fiebre por los Scalextric, que desarrolló a finales de los años ochenta. En una gran mesa de madera que había en el garaje, construyó un circuito de considerable tamaño que fue la envidia del barrio. Javier recordaba cómo niños y mayores, todos varones, pasaban por su casa para darle a la tecla del primitivo mando de control. Él no entendía por qué les entretenía tanto ver pasar los minúsculos coches una y otra vez por el mismo sitio, ni comprendía que un juguete, cuyo máximo reto era aplicar la presión correcta al gatillo del control remoto, atrajera a casi todos los adultos del pueblo.
—Ven —le decía su padre tendiéndole el mando que controlaba un coche de color azul.
Javier intentaba agradar a Pedro pero el juego no le interesaba lo más mínimo y, después de dos vueltas, le devolvía el control a su padre.
—¡No! Sigue. Aún te quedan ocho vueltas.
—Es que… no me gusta.
La expresión de Pedro se ensombreció y le arrebató el mando a Javier de un manotazo.
—¡Qué raro eres! —le dijo su padre enfadado—. Pareces una niña. Anda, vete a jugar a las muñecas, mariquita.
Lo cierto es que a Javier le llamaban más la atención las muñecas Barbie de su hermana que los coches con los que disfrutaban su padre y su hermano. Lo que Pedro aún no sabía, aunque sí intuía, era que Javier disfrutaba con la Barbie porque podía salir con Ken, el eterno novio de la muñeca de Mattel. La fiebre del Scalextric llegó a su fin y su padre desmontó el circuito. Lo guardó todo en una caja y nunca más quiso saber nada de él. Después, Pedro se hizo miembro de una asociación colombófila. Construyó en la azotea de la casa un enorme palomar con la ayuda de sus hijos y lo llenó de aquellas aves. Aunque a Teresa se la veía disgustada con la idea, nunca dijo nada, salvo que esperaba que ninguna paloma se cagara en la ropa que lavaba y tendía con tanto esfuerzo. Pedro compitió durante algún tiempo. Soltaban a las palomas en algún lugar y medían el tiempo que tardaban en llegar a las casas. Para ello, el padre de Javier esperaba sentado en la azotea a que llegara una. Cuando lo hacía, le retiraba la anilla que llevaba en una de las patas y la colocaba en el interior de un extraño reloj que registraba la fecha y la hora. Siempre intentaba que alguno de sus hijos le acompañara. A Rosa nunca se lo pedía pues era la mayor y, además, la niña de la casa. Sebastián acudía cuando no tenía nada mejor que hacer, por lo que casi nunca lo hacía. El hermano de Javier tenía muchos amigos en el pueblo y estaba muy solicitado. Como Javier no tenía amigos, la mayoría de las veces le tocaba a él apechugar con la soporífera tarde colombófila con la que su padre le obsequiaba. Después de un par de veces, aprendió que si se llevaba un libro podía esquivar el aburrimiento que suponía quedarse allí esperando a que las palomas regresaran, ya que su padre no hablaba con él.
Tenía que concentrarse en observar el cielo, tarea que descuidaba si iniciaba una conversación. Cuando una de las aves sobrevolaba la casa, Pedro se levantaba de la silla y la invitaba a posarse con un extraño silbido. Más de una vez quiso Pedro que su hijo fuera el que cogiera la paloma y le quitase la anilla, pero Javier se negaba en rotundo. Odiaba las palomas, un sentimiento que había aumentado con la edad.
Como era de esperar, su padre se cansó de las palomas y las sustituyó por un equipo de radioaficionado. Pedro colocó con sus propias manos una antena en la parte superior del antiguo palomar y decidió que el resto del equipo iría en el pequeño descansillo que había en la escalera, justo al lado de la puerta de acceso a la azotea. Estuvo meses intentando contactar con alguien. Cuando se cansaba de hablar, esperaba pacientemente a que alguien emitiera en su frecuencia. Jamás ocurrió. Pero volvió a arrastrar a su hijo Javier, el único sin excusa con la que librarse, a acompañarle en su nueva afición. Pedro, emocionado, le explicaba a su hijo cómo funcionaba aquel aparato. Al principio, Javier mostró interés, pero se cansó enseguida cuando vio que su padre no obtenía respuesta alguna. Después de algún tiempo, el equipo se quedó allí acumulando polvo y Pedro se buscó alguna otra cosa que hacer. Descubrió el placer de la pesca y se compró todo lo necesario para ir con sus hijos a tratar de capturar algún pez. Sebastián estaba encantado con la nueva idea de su padre. Pedro no le veía disfrutar tanto desde que había montado el Scalextric, pero a Javier la idea de tener un pez moribundo cerca le revolvía el estómago. Estaba muy lejos de comprender cómo el orgullo masculino se henchía en proporción directa al tamaño del pez capturado. Aquel juego primitivo del hombre y la naturaleza no le interesaba en absoluto. Sebastián se llevó una decepción cuando su padre abandonó la pesca para dedicarse a otra cosa, pero su desilusión le duró poco. Pedro llegó un día a la casa con un enorme arco negro de competición y un buen surtido de flechas. Cuando Teresa vio aquel armatoste, puso el grito en el cielo.
—Eso es muy peligroso para tenerlo en casa, cerca de los niños —replicó.
—No te preocupes, tendré cuidado.
—Más te vale que no tengamos que lamentar nada, Pedro.
Su padre construyó una diana que colgó en la pared sur del garaje y les explicó a sus hijos cómo funcionaba un arco. Les indicó cómo tenían que colocar la flecha y cómo debían tensar la cuerda. Sebastián tenía la suficiente fuerza para clavar con éxito las flechas en la diana al desarrollar sus músculos en los diversos deportes que practicaba con sus amigos. Pero Javier, encerrado siempre en casa con un libro en la mano, no podía tirar lo suficiente para que las poleas de los extremos tensaran la cuerda que impulsaría la flecha. El proyectil siempre caía a sus pies. Además, su padre se había empeñado de nuevo en atraer su atención con otro entretenimiento que le inspiraba más terror que interés. Se dio por vencido cuando Javier desarrolló una inesperada pasión por el baile. A pesar de sus ruegos, Pedro nunca le inscribió en ninguna clase.
—No voy a pagar a nadie para que enseñe a mi hijo a dar saltitos. Eso es para maricones —dijo.
Pero Javier no se dio por vencido. Cada vez que podía, cogía el radiocasete de su hermana, bajaba al garaje y repetía las coreografías que había visto en la televisión. Como era muy buen estudiante, su memoria estaba muy desarrollada, y no le costaba nada retener los pasos en su mente. Por fin había algo que le permitía hacer ejercicio sin necesidad de contar con unos amigos que no tenía.
Al llegar a la puerta de la primera planta, tocó el timbre. Su madre abrió enseguida. Los dos se quedaron muy quietos sin saber qué hacer.
—¿No le vas a dar un beso a tu madre? —dijo Teresa sin moverse ni un ápice.
Javier se acercó y la besó en la mejilla izquierda. Luego, y después de decírselo a Teresa, arrastró la maleta hasta su antigua habitación. Allí seguía la vieja litera que habían compartido Sebastián y él hasta que Javier se fue a la Universidad. También estaba su antigua mesa de estudio. Él era el único que tenía una y la compraron después de años dando la lata a sus padres. Javier nunca entendió por qué un arco o un equipo de radioaficionado eran necesidades más importantes que una mesa de estudio. Abrió su ropero, un armario empotrado con puertas de madera donde aún seguían guardadas algunas prendas que llevó durante su adolescencia. Metió la maleta dentro, ya la desharía más tarde, y fue a hablar con su madre cara a cara por primera vez después de diez años.
—Cuéntame, ¿qué tal todo? —dijo Teresa sentándose en uno de los sillones floreados, de dudoso gusto, que adornaban el salón.
—Bien —dijo Javier.
—¿Qué tal el trabajo? —insistió Teresa.
—Bien —repitió Javier.
—¡Cuéntame algo!
—Pero si hablamos todas las semanas, no tengo nada nuevo que decir.
—¿Sales con alguna chica? ¿Tienes novia?
Ahí estaba. Casi todas las veces que hablaban su madre intentaba que Javier le dijera si por fin salía con alguna mujer. Javier nunca le había dicho a sus padres que era homosexual, aunque tenía la certeza de que lo sabían. Él consideraba que su orientación era algo personal y no tenía que justificarse ante nadie. Jamás vio que sus hermanos les dijeran a sus padres que eran heterosexuales y, como estaba a favor de la igualdad, nunca tuvo la necesidad de decirlo. Jugó a favor de su decisión un factor tan importante como el irse de casa de sus progenitores con tan sólo diecisiete años. Sin embargo, en ese momento tuvo ganas de gritarle a su madre que era maricón, tal y como su padre le había dicho tantas veces. No entendía por qué su madre negaba la realidad con aquella ingenuidad ficticia. Porque Teresa podía ser muchas cosas, pero no tenía un pelo de tonta.
—No hay ninguna chica.
—Bueno, ya aparecerá. Tú tranquilo.
«Espero que no aparezca nunca» pensó Javier. Luego, habló en voz alta:
—Estoy tranquilo.
—¿Tienes hambre? ¿Qué quieres para comer? —dijo Teresa levantándose y yendo a la cocina.
Y ya está. Después de diez años sin verse, ésa era toda la conversación que iban a tener. A Javier le dolía no poder profundizar en su relación con su madre. Ella era la única que se había preocupado por él. Pero la confianza y la sinceridad eran dos rasgos que no se habían cultivado en las relaciones de la familia. Romper con veintisiete años de incomunicación y de secretos no era fácil, así que Javier suspiró fuertemente y fue hasta la cocina dispuesto a comerse lo que su madre le pusiera delante.