16

Por la noche, Muriel y Javier quedaron para tomarse unas cervezas en alguna terraza del pueblo. Bajaron caminando, a los dos les apetecía andar, mientras charlaban animadamente bajo un estupendo cielo lleno de estrellas. Se sentaron en la primera mesa del primer bar que vieron y ambos pidieron un botellín.

—¿Sabes qué? —dijo Javier—. Nunca me he emborrachado en Tenerife.

—¿En serio? —dijo Muriel.

—¡Claro! Me fui de aquí a los diecisiete. Aún no podía beber. O no debía.

—Es verdad. Cómo pasa el tiempo.

Los dos se pusieron a divagar sobre el paso del tiempo y sobre cómo afectaba a las personas. Dado que Muriel era mayor, tenía más cosas que decir sobre el tema. Pero Javier también dio su punto de vista y le recordó a Muriel cómo el tiempo había hecho entrar en razón a su hermano.

—Y no te vas a creer lo que me ha pasado hoy —dijo Javier—. ¿Recuerdas la horrible experiencia que te conté sobre las reglas…?

—¡Uy, sí! No digas más, que me pongo mal sólo de pensarlo —dijo Muriel cogiéndole la mano—, pobrecito.

Javier cogió la cerveza y la levantó para que Muriel brindara con él.

—Por que no se repitan más estas cosas —dijo Javier.

—Eso.

Ambos bebieron de sus botellines y los dejaron encima de la mesa después de soltar un refrescante suspiro.

—¿Qué me ibas a contar?

—Eso. Uno de los cabrones me ha pedido perdón por todo. ¿Qué te parece?

—Pero ¿qué hizo? ¿Te vio y te lo soltó sin más? —preguntó Muriel.

Javier le contó toda la historia, desde la primera vez que le llamó en la playa hasta lo que había pasado por la mañana, sin dejarse ni una coma. Cuando terminó, había bebido tanta cerveza que su botellín estaba vacío. Pidieron otra ronda.

—No sé, por lo que me contás parece bastante sincero.

—Me da igual lo sincero que parezca. No quiero saber nada de él ni de ninguno de los otros.

—No quiero que te enojes, pero igual es hora de que dejes ir tu dolor.

—¿A qué te refieres? —preguntó Javier.

—No creo que sea bueno para vos seguir aferrándote a lo que ocurrió. Es una cagada, lo sé, horrible todo, muy mal, pero nunca lo vas a superar si no dejás que se vaya.

—No es fácil.

—Ya sé —dijo Muriel— pero podés empezar perdonando a ese chico. Vas a ver cómo después te sentís mejor.

—Lo pensaré ¿vale?

—Ok —brindaron de nuevo y bebieron. Cuando se acabaron los botellines, pidieron otra. Y luego otra—. Creo que estoy empezando a emborracharme por primera vez en la isla que me vio nacer.

—Pará, pará —dijo Muriel cogiendo el móvil y haciendo una llamada—. Gordo, soy yo. Me voy con Javier por ahí, no me esperes levantado. Muchas gracias amor. Te quiero.

—¿Que nos vamos dónde?

—Por ahí. Esta noche te vamos a sacar la virginidad de marcha tinerfeña —dijo Muriel señalándole.

—Vale, pero primero terminemos con esta cerveza —dijo Javier.

Mientras bebía, vio a Alejandro cruzar la calle. Casi se atraganta al verle, pero por fortuna, Alejandro no le vio a él. Iba abrazado a una mujer, pero Javier juraría que no era la misma con la que le vio en el centro comercial de la capital.

—Muriel, ¿has revelado las fotos?

—¡Ah, sí! Salís relindo en el restaurante. Qué pena que te cruzaras con aquel pelotudo.

—Mañana me paso por tu casa para verlas, ¿vale?

Y se fueron de fiesta. Cogieron un taxi y se plantaron en el bar donde doce años antes Muriel le había llevado. Ya no se llamaba Olympus, sino Dante, y lo habían reformado. Habían cambiado la austera decoración de antaño por una más acorde con los tiempos que corrían. Había hasta un pequeño escenario. Pero seguía siendo un bar gay. Nada más entrar vieron a una drag haciendo un playback de la Pantoja. Fueron a la barra y pidieron unas cervezas.

—Vamos a tomarnos un chupito —dijo Muriel de repente.

Dicho y hecho. El camarero sirvió dos chupitos de tequila con sus correspondientes rodajas de limón y sal. Ambos se colocaron la sal en la mano y la chuparon. Luego se bebieron de un trago el tequila del vaso para chupar, inmediatamente después, el limón.

—No mirés ahora —dijo Muriel—, pero desde que entramos hay un chico que no te saca ojo.

Javier no era muy bueno para ligar. Le podían mirar descaradamente que él no se daba cuenta. A no ser que fuera tan exagerado como Gabriel, claro.

—¿Cómo es?

—Está muy bueno —dijo Muriel.

—¿Estás seguro de que me mira a mí?

—Bueno, está mirando hacia acá y seguro que a mí no es.

Javier se puso nervioso. Las pocas veces que había ligado en un bar era porque el otro había llevado la iniciativa y le había plantado un beso en los morros cuando notaba que Javier era muy tímido.

—Pero, dime, ¿cómo es?

—Alto, morocho… ¿Qué más querés que te diga? —dijo Muriel—. Ahora, mirá ahora. Está hablando.

Javier se giró y vio, unos metros más allá, al chico. Como si supiera que le estaba observando, se volvió de nuevo a la barra y pilló a Javier mirándole descaradamente. Javier quitó la mirada.

—¡Mierda! —dijo.

—¿Qué pasó? ¿No te gustó? —dijo Muriel extrañada. Interiormente pensaba que si se intercambiaran los papeles durante un rato, no le iba a hacer ascos al muchacho.

—Es el tío que se disculpó esta tarde. El de las reglas —dijo Javier incrédulo.