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Durante el trayecto desde el aeropuerto Reina Sofía al pueblo, Javier fue observando cómo había cambiado todo. Recordaba grandes extensiones de piedra volcánica ahora sustituidas por edificios de distinta naturaleza mezclados con enormes invernaderos llenos de plataneras. Giró la cabeza y miró a través del cristal trasero del coche. Observó el majestuoso perfil que le ofrecía la isla y cómo la cadena montañosa arropaba el pico más alto de España. Javier pensó que era una de las cosas más hermosas de Tenerife. Recordaba pasar las horas muertas sentado en una roca observando la singular disposición geográfica de la cordillera e imaginando que volaba y que podía mirarla desde el cielo. Se rió cuando se dio cuenta de la ironía de su situación: cuando por fin pudo ver Tenerife desde el aire, la ansiedad de estar encerrado en un avión no le permitió disfrutar del paisaje.

—Puede dejarme aquí, gracias.

El conductor paró el vehículo y Javier bajó después de pagar el trayecto. Sacó su maleta del coche y se quedó allí plantado observando cómo el taxi se alejaba. Luego miró a los lados repasando de un vistazo el barrio que le vio crecer. De pronto, se sintió mal. Una punzada le oprimía el estómago y le obligó a inclinarse levemente. Se llevó las manos al abdomen preguntándose qué le pasaba. Le vino una arcada. Intentó respirar profundamente pero no pudo evitar vomitar. Sacó un pañuelo de papel de su bolsa de mano y se limpió la boca. Atribuyó su malestar a los nervios pero en el fondo sabía que haber puesto un pie en su pueblo le había creado tal rechazo que su cuerpo había reaccionado con náuseas. Casualmente llevaba un paquete de chicles de menta en la bolsa y se llevó uno a la boca, masticando con rapidez para que el mal sabor desapareciera. Cogió su maleta y empezó a caminar, despacio, hacia la casa de sus padres. Metió la mano en el bolsillo y encendió su teléfono móvil. Lo había apagado cuando entró en el avión. Muchas personas lo hacían cuando las azafatas recordaban que podían interferir en las comunicaciones de la tripulación con la torre de control. Javier se enfadaba cuando descubría que aún había gente que lo llevaba encendido. Marcó el número de su amigo en lugar de buscarlo en la agenda y llamó. Al poco tiempo, Dani contestó.

—¿Ya has llegado?

—Sí, ya estoy aquí. Voy caminando hacia la casa de mis padres.

—¿No era para tanto, no? —dijo Dani.

—Acabo de vomitar en plena calle —confesó Javier.

—¡No jodas! ¿Y eso?

—Supongo que el viaje me ha sentado mal.

—¿Muchas turbulencias?

—No te lo puedes ni imaginar —dijo Javier pensando más en la agitación de su cuerpo que en los bruscos movimientos del avión.

—Bueno, pero has llegado bien. Dentro de dos semanas estarás aquí de nuevo. Ya verás lo rápido que se te va a pasar.

—¿Tú crees? —preguntó Javier escéptico.

—¡Pues claro! Oye viene mi jefe. Te llamo luego.

Dani colgó. Javier cerró la tapa de su teléfono y lo guardó de nuevo en el bolsillo de su pantalón. Por alguna razón recordó haber leído que las radiaciones del móvil podían afectar a la cantidad y calidad de los espermatozoides.

—¡Para lo que yo los quiero! —se dijo en voz alta.

Minutos después ya estaba frente a la casa de sus padres, un edificio de color blanco de dos pisos construido en un terreno que en los últimos años había quintuplicado su valor. Aunque el telefonillo tenía dos botones, sabía que sólo el de abajo funcionaba. Respiró profundamente antes de pulsarlo. Esperó unos segundos. Nadie contestaba. Tocó de nuevo. Ningún miembro de su familia le abrió la puerta. Javier se extrañó. Sacó su teléfono, buscó el número del móvil de su madre y llamó.

«La llamada no puede realizarse debido a que su saldo está agotado. Por favor…»

—¡Joder! —dijo Javier guardando el teléfono.

En su barrio no existía ningún sitio donde poder recargarlo, ni siquiera un cajero automático. Para poder llamar tenía que caminar hasta el pueblo. Estuvo un rato decidiéndose entre esperar o caminar. Por fin, se sentó en la entrada de la casa. No le apetecía arrastrar la maleta hasta el pueblo.

—¡Vaya recibimiento! —se quejó Javier. Luego, se empezó a reír con tristeza y habló en voz alta para sí mismo—. No es que esperara que todo el pueblo viniera a recibirme con pancartas y una banda de música pero por lo menos alguien que me abriera la puerta…

Javier sacó un cigarrillo de su bolsa. Empezó a fumar a los dieciséis años. Un día, Teresa, su madre, descubrió un paquete de tabaco dentro de una bolsa que utilizaba Javier para ir a la playa. Sacó la toalla mojada para lavarla y el paquete cayó al suelo. Se quedó perpleja. Cuando su hijo volvió a casa, le mostró la prueba del delito. Javier se maldijo interiormente por haber sido tan descuidado.

—¿Qué es esto? —preguntó Teresa extrañamente calmada. Por lo general, cuando Teresa descubría cosas de este tipo, montaba en cólera. Pero aquella vez habló con un tono de voz sosegado y tranquilo.

—Un paquete de tabaco —dijo Javier intentando ganar tiempo para pensar en algo.

—Eso ya lo sé —dijo Teresa esperando a que su hijo se explicara.

Javier se obligó a pensar más rápido. Tenía que encontrar una explicación plausible que le permitiera salir bien parado de la situación.

—¿Qué hacías rebuscando entre mis cosas? —dijo Javier intentando darle la vuelta a la tortilla. Pero no coló.

—Contéstame —dijo Teresa.

Javier prefirió que su madre estuviera fuera de sí. Verla exigirle una explicación de una manera tan civilizada le ponía los pelos de punta. Por un momento, barajó la posibilidad de contarle que el tabaco no era suyo, sino de alguna amiga a la que había hecho el favor de guardárselo. Pero desechó la idea y se enfrentó a la situación.

—Es mío. Fumo. ¿Y qué?

Su madre dejó caer el paquete de tabaco sobre la mesa y se acercó a Javier.

—Con lo listo que eres para algunas cosas y lo tonto que eres para otras —dijo Teresa antes de irse.

Javier se quedó pensando en lo que acababa de decir su madre, intentando encontrarle sentido a sus palabras. No lo consiguió. Sin embargo, diez años después, sentado frente a la puerta de su antigua casa, se le ocurrieron algunas interpretaciones de lo sucedido. La que más sentido parecía tener era que su madre consideraba que una persona inteligente no podía caer en semejante vicio. No obstante, Javier iría a la Universidad al año siguiente. Toda la familia consideraba que era el listo de la familia sólo porque continuaría con los estudios, cosa que sus dos hermanos, Sebastián y Rosa, no hicieron. Lo que ninguno de ellos se imaginaba era que la razón por la que Javier quería ir a la Universidad era para salir del pueblo, por lo que eligió una carrera asequible que no estuviera en ninguna de las dos universidades canarias. Fue así como llegó a Madrid. Y también fue así como terminó una carrera de cinco años que odiaba. Fue el precio que tuvo que pagar para alcanzar la tan ansiada evasión.

Javier echó la cabeza hacia atrás y exhaló el humo de la última calada antes de tirar la colilla al asfalto. Cerró los ojos y pensó en Pedro, su padre. Si hubiera sido por él, Javier tendría que haberse quedado en Tenerife después del instituto para trabajar. Gracias a la intervención de su madre, sus esperanzas no se desvanecieron como el humo se su cigarro. Aunque estaba agradecido porque nunca le había faltado de nada, Javier sentía que nunca hubo una relación afectiva entre ellos.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de su teléfono. Era su madre.

—¿Dónde estás? —dijo Teresa antes de que su hijo pudiera decir nada.

—¿Que dónde estoy? ¿Dónde estás tú? Llevo media hora esperando en la calle.

—¿Estás allá abajo? Chacho, no te oí. Estaba tendiendo —dijo su madre con un fuerte acento canario, acento que Javier había perdido por completo—. Espera, te abro.

Dos segundos más tarde, de la puerta emanó un zumbido metálico. Javier se levantó de un salto y empujó. Cogió su maleta y entró en la casa.