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Cuando llegó a la casa de sus padres, se encerró en la habitación luchando contra sus ganas de romperlo todo. No comprendía cómo había pasado. Manuel era un excelente nadador y su cuerpo estaba cerca de la orilla. Era imposible que se hubiera ahogado a tan poca profundidad. Otra posibilidad era que le hubieran tirado al agua con motivo de las fiestas. Pero, aún así, no tenía sentido pensar que se trataba de un accidente. Alguien le había quitado la vida intencionadamente. Su cabeza era una batidora de recuerdos donde se mezclaban las amenazas de Rayco y los insultos de Alejandro. A Javier le parecía increíble que aquellos dos hubieran llegado tan lejos. No había otra explicación posible. Sus antiguos acosadores habían matado a su novio. Juntó las piernas sobre el pecho y ocultó su cara entre las rodillas. Lloraba amargamente. A su mente acudió la imagen de Rayco en distintos momentos de su vida: de pequeño, cuando le amenazaba, le insultaba y le pegaba; de mayor, cuando salía del piso de Manuel como una furia. Luego se acordó de Alejandro y sus dos amigos, en el instituto y en la playa. La rabia se apoderó de él. Apretó los dientes con fuerza mientras cerraba los puños en un intento de controlar toda aquella energía negativa. Miró al frente y, mientras observaba la pared blanca, la idea de vengarse pasó por su cabeza. Intentó analizar si el sentimiento era producto de la rabia. Supo que no. Durante años deseó vengarse de ellos y la muerte de Manuel había hecho reaparecer el sentimiento. Se preguntó si la venganza era lícita. Conocía el pensamiento de grandes escritores y filósofos acerca del desquite personal. Muchos optaban por el olvido como la mejor opción. Pero la cabeza de Javier se negaba a aceptar los hechos y pasar página sin un merecido castigo. Tenían que pagar por todo lo que habían hecho. La justicia no era suficiente, pues pensaba que era una fórmula humana de controlar las venganzas. ¿Pero quién era él para tomarse la justicia por su mano? ¿Tenía derecho a ello? Javier se llevó la mano a la cabeza intentando despejarla de sus oscuros pensamientos. Pero no podía. En el fondo sabía que, si se iba sin hacer algo al respecto, se arrepentiría toda la vida. Entonces, se obligó a calmarse. A pesar de que en la casa de sus padres no se podía fumar, encendió un cigarro. Después de dos caladas, lo vio claro. Debía hacer algo, pero tenía que estar lo suficientemente sereno para idear una venganza que fuera justa. Así, si le descubrían, nadie podría reprochárselo. Para Javier era importante que si todo salía a la luz, muchas personas reconocieran que hubieran hecho lo mismo, ya que era un indicio de que no se había extralimitado. Tenía que pensar en la mejor forma de llevar su venganza a cabo. Miró hacia el techo y suspiró.

—Lo siento Manuel. Tengo que hacerlo —dijo secándose una lágrima rebelde.

Recordaba la oposición de Manuel a que le enseñara a la mujer de Alejandro la prueba de su adulterio. Pero ahora ya no contaba con su contención. Tan sólo quedaban dos días para que saliera su vuelo de regreso a Madrid. Tenía que aprovechar la tarde de aquel negro jueves para disponerlo todo. Recordó que al día siguiente había quedado con su madre, así que decidió llevarlo todo a cabo el sábado. Se levantó de la cama y llamó a su amigo Dani. Estuvo hablando un buen rato con él mientras le contaba lo sucedido. Dani le consoló como pudo mientras se escandalizaba secretamente por la bestialidad de los actos contra su amigo. Después, entre los dos idearon un pequeño plan.

—Vas a necesitar ayuda —dijo Dani.

—Lo sé. Tengo que hablar con mi hermano. Luego te llamo.

—Vale.

—Dani…

—Dime —dijo Dani colocándose de nuevo el teléfono cerca de la oreja.

—Gracias —dijo Javier.

Cuando colgó, Javier llamó a Sebastián. No lo cogía. No podía perder el tiempo así que decidió ir caminando hasta su casa. Por el camino iba pensando en la legitimidad de su venganza. Javier era consciente de que el deseo de venganza era algo común en los seres humanos pero se preguntó si le iba a reportar algún beneficio. La sola idea de ver sufrir a Rayco y a Alejandro le hacía sentirse bien, lo que provocaba que acelerara el paso para llegar cuanto antes a casa de su hermano. Javier pensó que se lo merecían. No sólo eran unos asesinos sino también unos torturadores natos que disfrutaban con sus sádicas ideas.

Cuando llegó a casa de Sebastián, rezó para que estuviera allí. Tocó y cerró los ojos mientras esperaba una respuesta. No la hubo.

—¡Mierda! —dijo tocando de nuevo con fuerza.

Después de unos segundos, la puerta se abrió de golpe. Al otro lado estaba su hermano con el cuerpo mojado sujetando una toalla alrededor de su cintura. El pelo le caía hacia un lado y goteaba.

—Javier, ¿qué haces aquí? —preguntó Sebastián.

Javier se abrazó al húmedo hombro de su hermano mojándose la camiseta.

—Han matado a Manuel.

Sebastián dejó caer la toalla de la impresión y abrazó a Javier. Luego, le invitó a pasar mientras se tapaba de nuevo y le alentaba para que le contase lo que había pasado. Javier le relató cómo había encontrado el cuerpo sin vida de Manuel flotando en el agua. Después, le explicó a su hermano las sospechas que tenía.

—Pero no hay pruebas de que fueran ellos —dijo Sebastián.

—Estoy seguro de que lo hicieron ellos. Hace unos días vi cómo ambos amenazaban a Manuel. Y después de mi experiencia sé que son capaces de muchas barbaridades, incluido el asesinato.

—Lo que estás diciendo es muy fuerte. Hacen falta pruebas.

—No las necesito —dijo Javier.

Sebastián interrogó a su hermano con la mirada. Se le pasó por la cabeza la idea de que tal vez su hermano hubiera decidido tomarse la justicia por su mano.

—¿Has hablado con la policía? —dijo Sebastián.

—Sí.

—¿Les has dicho de quién sospechas?

Javier negó con la cabeza. Sabía adónde quería llegar su hermano pero dejó que fuera él quien pusiera las cartas sobre la mesa.

—¿Por qué no se lo has dicho? —dijo Sebastián lentamente.

—Porque no piensan que fue algo premeditado.

Sebastián se hartó de rodear el asunto y fue directamente al grano.

—¿Estás planeando algún tipo de venganza?

—Sí, y necesito tu ayuda —dijo Javier muy decidido.

Sebastián se levantó y se pasó las manos por la cabeza. Fue hasta su habitación y se puso unos calzoncillos. Luego, sin poder pensar con claridad, se terminó de vestir y fue de nuevo al salón.

—¿Es que te has vuelto loco? —dijo al fin mirando a Javier mientras le apuntaba con las palmas.

—Sabes que se lo merecen. Además, no voy matarles.

—¿Y si no fueron ellos? ¿Y si resulta que no fue nadie, que Manuel se ahogó solo? —dijo Sebastián alterado.

—Entonces sólo pagarán por lo que me hicieron a mí —sentenció Javier.

Sebastián no estaba convencido. Podían meterse en un problema muy grave si todo aquello salía a la luz.

—No sé, Javier. No sé… —dijo.

—Escúchame —dijo Javier levantándose—. Cuando llegué me dijiste que te arrepentías de no haberme ayudado cuando éramos niños. Ahora tienes tu oportunidad.

No le gustaba apelar al sentimiento de culpa de su hermano pero no tenía otra opción. Sebastián miró a Javier y vio la súplica en sus ojos. Sabía que se arrepentiría si no ayudaba a su hermano. Asintió con la cabeza.

—De acuerdo. ¿En qué has pensado?

Media hora después, ambos salían de la casa en dirección al coche. Cuando estaban a punto de subir, una voz les detuvo.

—Vaya, vaya. No sabía que teníais una relación tan estrecha.

Los dos hermanos se giraron y vieron la figura de Rosa acercándose al vehículo.

—Me dijiste que habíais hablado, no que os habíais convertido en uña y carne —siguió diciendo Rosa.

—¿Qué quieres? —dijo Sebastián—. Estábamos a punto de irnos.

—Eso ya lo veo —dijo Rosa—. Dime Sebastián, ¿qué harás cuando tu querido hermano se vaya y te deje aquí? ¿Vendrás a verme suplicando que te perdone?

—No tengo nada de lo que arrepentirme —dijo Sebastián enfadado—, es mi hermano y me apetece estar con él.

—Me parece bien. Pero luego no vengas a mí cuando se haya ido a Madrid —le dijo Rosa. Luego se giró hacia Javier—. Y tú ¿por qué no te largas de una puta vez con tu novio bujarrón y nos dejas en paz?

Las palabras de Rosa le recordaron a Javier que su novio iba a trasladarse a Madrid con él. Su afilada lengua le causó más daño que los insultos de los indeseables asesinos de Manuel. No pudo evitar llorar desconsoladamente. Rosa se desconcertó por un momento.

—Mira que eres bruta… —dijo Sebastián.

Javier levantó la mano pidiendo a su hermano que se callara. Luego, se acercó a Rosa con lágrimas en los ojos intentando hablar a pesar de los sollozos.

—Mi novio no puede venir conmigo porque lo han encontrado ahogado en la playa, asesinado por los mismos que me hicieron la vida imposible. Espero que mi dolor sirva para que te recuperes de tu primer fracaso matrimonial y te des cuenta de que a ti, por ser heterosexual, nadie quiere matarte.

Javier se dio la vuelta y se subió al coche. Sebastián hizo lo propio y se alejaron de Rosa, que se había quedado enmudecida por las palabras de su hermano.