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La mujer miraba a Javier con sus incrédulos ojos marrones. Abrió la boca para mostrar sorpresa pero su gesto se quedó a medias. Javier la escudriñó buscando algo que le permitiera identificarla sin ser descubierto. No lo consiguió.

—¿No te acordás de mí? —dijo—. Soy Muriel.

Una avalancha de recuerdos se concentró en la mente de Javier, aturdiéndole un poco. Muriel fue la primera inmigrante que pisó el barrio a principio de los noventa. Después de tanto tiempo, su acento argentino delataba su procedencia.

—¡Muriel! —se alegró Javier.

Se abrazaron. Muriel le cogió el brazo como cerciorándose de que realmente su joven amigo estaba allí.

—¿Cuándo llegaste? —dijo Muriel.

—Ayer —contestó Javier.

—¿Y no viniste a verme? —le reprochó.

—No sabía que siguieras aquí. Pensé que habías vuelto a Argentina.

Javier recordaba cómo Muriel despotricaba del pueblo. Él entendía muy bien, a pesar de la diferencia de edad, todo lo que su amiga argentina le contaba. Cuando Muriel llegó a Tenerife con su marido y sus tres hijos, entró en una pequeña depresión al encontrarse viviendo en un pueblo tan pequeño y desolador como aquel. Apenas tenía amigas con las que tomar un café o charlar un rato, pues la mayoría de las vecinas no veían con buenos ojos su alegría y su amplitud de miras. Ambos se conocieron cuando Javier ya iba al instituto, a los quince años, y se cayeron bien desde un principio. Era evidente que la diferencia de edad no permitía que su relación se estrechase todo lo que les hubiera gustado. Había cosas que Javier no entendía y viceversa. Pero eso no impedía que se vieran de vez en cuando para conversar tranquilamente. Desde que se vieron por primera vez, Muriel sabía que Javier era homosexual. Ella tenía amigos en Argentina que lo eran y sabía reconocerlos al instante. No tardó en enterarse de los rumores que corrían por el pueblo cuando las vecinas la pusieron al corriente de con quién estaba haciendo migas. Muriel puso el grito en el cielo.

—Esas viejas chusmas —le dijo enfadada a Javier—. Como si ellas no tuvieran nada que ocultar. ¿Pero cómo se puede ser tan pelotuda?

Estaban en su casa, bebiendo un refresco en el balcón, aprovechando la brisa marina que corría aquella calurosa noche. Javier dejó el refresco y se levantó.

—Che, ¿dónde vas? —dijo Muriel.

—No quiero causarte problemas. Es mejor que no nos vean juntos.

Muriel se levantó de un salto y fue hasta Javier. Le cogió de los hombros y le zarandeó suavemente.

—Escúchame. ¿No querés ser mi amigo? Está bien. Pero no lo hagas por esas boludas. No tenés nada de qué avergonzarte. ¿Entendés?

Javier asintió con la cabeza y Muriel se lo llevó de nuevo al balcón. Se sentaron y bebieron un trago de sus vasos. Javier tenía la mirada perdida y Muriel observó en sus jóvenes ojos todo el daño que le habían hecho.

«Demasiado dolor para ser tan joven» pensó Muriel.

—¿Sabés qué? Vos y yo salimos hoy. Te voy a llevar a un sitio que creo te va a gustar.

Nada le hubiera gustado más a Javier que salir con su nueva amiga. Tenía quince años y jamás había salido más que para acompañar a su madre a las fiestas del pueblo. Pero no era posible. Sus padres no le dejaban.

—No puedo. Mis padres no me dejan salir.

—¿Cómo? ¿Y a tus hermanos tampoco? —dijo Muriel.

—Sí, a ellos sí, hasta las tres.

—Pero eso es injusto. Vamos a solucionarlo.

Ni corta ni perezosa, Muriel arrastró a Javier hasta la casa de sus padres, a pesar de su negativa, y tocó en el telefonillo. Su madre contestó al momento.

—¿Sí? —dijo Teresa.

—Buenas noches, disculpe que le moleste. Me llamo Muriel. Su hijo Javier me ayudó mucho estos días con… la mudanza y todo eso. Fue tan generoso que me preguntaba si me dejaría invitarle a una gaseosa. Prometo traerlo de vuelta antes de las tres.

Teresa se quedó tan impresionada por las palabras de Muriel que no supo qué contestar. Se quedó un buen rato en silencio mientras asimilaba la información que aquella desconocida le acababa de dar.

—Disculpe, ¿sigue ahí? —dijo Muriel.

—Sí, sí —dijo Teresa reaccionando.

—¿Sí? Bárbaro. No se preocupe por su hijo, está en buenas manos —dijo Muriel aprovechando el desconcierto de Teresa. Se giró y arrastró de nuevo a Javier calle abajo. Javier no entendía muy bien qué había sucedido.

—No estoy muy seguro de que me haya dado permiso —dijo.

—¿No lo oíste? Dijo que sí —contestó Muriel guiñándole un ojo.

Javier sonrió y se preparó mentalmente para su primera salida nocturna oficial. Estaba tan emocionado que no sabía ni qué decir. Muriel le llevó hasta su coche y ambos se montaron. Arrancó y salieron a la carretera.

—¿Dónde vamos?

—A Playa de Las Américas —dijo Muriel.

Playa de Las Américas era un pueblo mayoritariamente turístico donde se concentraba la mayor parte del ocio nocturno destinado a los europeos que visitaban el sur de la isla. Casi el ochenta por ciento provenían de Inglaterra o Alemania. Javier no entendía por qué Muriel había elegido aquel lugar. Aparcaron en batería cerca de la zona de marcha y fueron caminando por el paseo marítimo hasta que llegaron a una especie de centro comercial lleno de bares. Bajaron por unas escaleras y entraron en un bar llamado Olympus. Nada más abrir la puerta de entrada, todos los clientes se volvieron hacia ellos. Javier se dio cuenta de que la única mujer que había en aquel sitio era su amiga.

—¡Sorpresa! —le dijo—. Te traje por dos razones. Una, para que te diviertas, y dos, para que sepas que no sos el único.

Muriel caminó hacia la barra antes de que Javier pudiera decir nada. Notó cómo todos los hombres le miraban entre sorprendidos y divertidos, por lo que Javier fue tras Muriel, que ya le había pedido una coca-cola.

—Javier, te presento a Marcos —dijo Muriel señalando al camarero—. Marcos, éste es mi nuevo amigo Javier —luego se giró de nuevo hacia Javier—, Marcos es el hermano de mi marido. Y también es gay, como vos.

—¿Cómo sabes…? —dijo Javier sin poder terminar la frase.

—Eso no importa. A nadie le importa. Debés procurar ser feliz.

Aquella noche fue la mejor de toda su juventud. Sabía que no estaba sólo en el mundo, que había más gente con sus mismos sentimientos. También era la primera noche que salía. Pero, sobre todo, era la primera vez que encontraba a alguien con quien hablar del tema. Doce años más tarde, Muriel y él se volvían a encontrar.

—¿Comiste? —dijo Muriel.

—Sí.

—Entonces te invito a un café y así me contás. No sabés la alegría que me da verte.

Javier sonrió y le cogió la bolsa a Muriel. Anduvieron unos metros y la argentina abrió un portal de hierro pintado de color verde. Subieron al primer piso y entraron en la casa. Quince minutos más tarde, ambos tenían una taza en la mano y estaban sentados en los dos sillones del salón.

—Contáme —dijo Muriel—. ¿Cómo te va?

—No me quejo. Terminé la carrera, que me decepcionó bastante, y ahora trabajo en una televisión local de Madrid. Mi jefe es un capullo pero el trabajo me gusta y el sueldo es bueno.

—¡Oh! Recuerdo cuando viví en Madrid —dijo ella.

—¿Vivías en Madrid?

—Sí, fue antes de llegar acá. Me encantaba la cuidad pero no podíamos permitirnos comprar una casa. Y para pagar alquiler nos hubiéramos quedado en Argentina. Queríamos ser propietarios. Este pueblucho nos permitió serlo, pero creo que el precio que pagamos al final fue más alto.

—Bueno, no te puedes ni imaginar lo imposible que se ha vuelto comprar una casa en Madrid. Es de locos.

—Debe serlo. ¿Tenés novio? —preguntó Muriel con interés.

—No.

—¿Por?

Javier se encogió de hombros. Sabía que la posible causa de su soledad amorosa podría deberse a la dificultad que tenía para relacionarse con otros. Había derribado su incapacidad para hacerlo con posibles amistades, pero cuando se trataba de intimar un poco más, Javier se cerraba en banda. No le apetecía contarle todo aquello a Muriel. Sin embargo, ella le sorprendió con sus siguientes palabras.

—El pasado pesa ¿eh?

Parecía que aquella mujer le conocía mejor que él mismo. Javier se limitó a asentir con la cabeza para después beber un poco de café.

—Está a punto de caer, no te preocupes. Lo presiento. Ya sabés que soy un poco bruja. ¿Hasta cuándo te quedas?

—Hasta el domingo de la semana que viene.

—Buenísimo porque necesito ir de compras y mi marido no quiere acompañarme.

—Espero que sepas que sólo te podré servir como mulo de carga porque lo que es gusto para la ropa, no es que tenga mucho.

—Pues ya es raro para ser puto —replicó ella.

Ambos se rieron. Javier estaba contento de ver a Muriel de nuevo. Habían pasado años sin verla y el tiempo había hecho mella en ella. Pero seguía conservando el espíritu juvenil que le caracterizaba.

—Muriel, ¿te acuerdas de la noche que me llevaste a aquel bar gay? —dijo Javier.

—Como si fuera ayer —dijo ella.

—Hay una cosa que nunca te dije. Cuando me dejaste en casa, mi madre me estaba esperando.

Javier le contó a su antigua amiga que Teresa se levantó cuando le oyó entrar y, sin mediar palabra, le abofeteó:

—Que sea la última vez que traes a una extraña para convencerme de nada —dijo su madre enfadada.

Y le prohibió verla de nuevo. Nunca se lo contó a ella. Simplemente, borró de su vida a su recién estrenada amiga por miedo a las represalias. La vida de Javier se reducía al miedo.