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Cuando Fritzie Webber aparcó el Buick LeSabre azul en el paseo marítimo de Nahant a las seis menos cuarto del martes por la mañana, ya empezaba a clarear. Scalisi llegó tras él en un sedán Chevrolet de color marrón. En el asiento trasero del Chevrolet iba Arthur Valantropo. Mientras Webber cerraba el Buick y montaba en el Chevrolet, el tubo de escape de este emitió una fina capa de humo que se condensaba en el frío aire de la mañana.

—¿Todo bien? —dijo Scalisi.

Scalisi llevaba un cortavientos de nailon verde y una media de nailon en la cara. En el asiento trasero, Arthur Valantropo se puso otra media sobre el rostro y el tejido comprimió tanto sus facciones que fue convirtiéndolas poco a poco en unas formas extrañas. Webber sacó una media del bolsillo de la chaqueta y asintió.

—¿No te han seguido? —dijo Valantropo.

—No he visto nada —respondió Webber—. En todo el trayecto desde Fall River, iba yo solo por la carretera. Si me han vigilado, lo han hecho desde un avión. ¿Y qué hay de Donnie? ¿Todo bien?

—Lo hemos visto dirigirse hacia allí —respondió Scalisi, saliendo a la calle con el Chevrolet—. Tenía el pulgar levantado, así que supongo que todo bien.

—De acuerdo —dijo Webber, con el rostro ya cubierto con la media—. Me pregunto qué habrá sido lo que ha excitado tanto a Dillon. —Metió la mano debajo del asiento y sacó una bolsa de papel. De ella extrajo un Python 357 mágnum y quitó el seguro del cilindro. Sacó cinco balas del bolsillo de la chaqueta y empezó a cargarlas en las recámaras.

—Estaba preocupado por Coyle —dijo Scalisi—. Y yo le creo. Se preguntaba si tal vez Coyle quería entregarnos a cambio de eso que tiene pendiente en New Hampshire.

—Aún podría hacerlo —dijo Valantropo.

El Chevrolet dejó el paseo marítimo y dobló por una calle residencial. A una buena distancia de la calzada, detrás de unos muros bajos y unos setos todavía verdes a finales de otoño, se alzaban unas casas enormes construidas a principios de siglo.

—Imposible —dijo Scalisi—. No sabe nada. Yo nunca le he dicho nada, joder. Lo único que sabe es que queríamos armas. Y por lo que él sabe, las utilizamos para hacer prácticas de puntería.

—Eso era antes de que diéramos un palo —dijo Valantropo—. Tan pronto dimos el primero, lo supo. Coyle no es estúpido, ¿sabes?

—Ya sé que no lo es —dijo Scalisi—. También sé que tiene una mano rara de un descuido que tuvo. Es demasiado listo como para volver a cometer un desliz parecido. Además, ¿y qué si quiere vernos en el talego? ¿Y qué si ha querido delatarnos? ¿Qué puede decirles? Puede contarles lo que hemos hecho, tal vez. Lo que cree que hemos hecho. Pero no sabe dónde vamos a estar; por lo menos, no lo sabrá hasta que ya estemos allí. Te lo digo en serio, es imposible que pringuemos por su culpa.

Scalisi metió el Chevrolet en la amplia curva de la calzada de acceso al número 16 de la calle Pelican. Los neumáticos crujieron sobre las piedras blancas. A unos cien metros de distancia de la calle, se alzaba una laberíntica mansión de tres pisos y tejados a dos aguas, cómodamente situada frente al viento procedente del océano.

—A este Whelan le van bien las cosas —dijo Webber—. ¿Sabemos si tiene hijos?

—Ya mayores y no viven aquí —respondió Valantropo—. Aquí solo viven él y la mujer. Es una señora muy agradable. Mientras nos esperas, seguramente te preparará un buen desayuno caliente.

—Esto de esperar no me gusta —dijo Webber—. Me alegro de que este sea el último palo. Me pone nervioso quedarme ahí sentado, sin saber lo que está pasando.

—Pues en el banco también te pusiste nervioso —replicó Valantropo—. Precisamente por eso, ahora Donnie está allí y tú te quedarás aquí, en vez de hacerlo al revés.

—Yo no fui el único, oye —dijo Webber—. Jimmy también le pegó un buen mamporro al viejo, por lo que he leído en los periódicos.

—Debía de tener un cráneo muy fino —dijo Scalisi—. En mis tiempos, pegué mucho más fuerte a algunos tipos sin matarlos.

—Sí —dijo Valantropo—, y recuerda que Jimmy tuvo que arrearle al menda porque tú ya la habías jodido en el banco. Te lo he dicho mil veces, matar a alguien es la forma más segura del mundo de que manden un ejército en tu busca, joder.

—Escucha —dijo Webber—. El tipo tocó la alarma, joder. ¿O no lo hizo? Y eso que los habíamos avisado. Si le dais a la alarma, os haremos daño. Por el amor de Dios, vaya si lo dijimos. Y como no hicieron lo que les dijimos, no me quedó más remedio. No me importa. Era lo que había que hacer.

—Cuando ya tienes el dinero, no hay por qué —dijo Valantropo—. Si pasa cuando acabas de entrar, estoy de acuerdo contigo, tienes que protegerte, por supuesto, pero si ya tienes el dinero, si ya te marchas, no. Cuando estás a mitad de camino de la puerta, por el amor de Dios, ¿en qué te beneficia eso? ¿Qué ganas con disparar si ya te marchas y ellos pulsan la alarma, eh? ¿Detiene eso la alarma? ¿O crees que la alarma no sonará si disparas al tío que la ha accionado? No, lo único que haces es empeorar las cosas. No consigues más tiempo para huir. Lo único que consigues es que todo el mundo se asuste y empiece a correr de acá para allá. No vale la pena, no vale la pena en absoluto. Y lo que yo digo es que no hay que disparar a nadie a menos que hacerlo te beneficie.

—Sí, bueno —dijo Webber—, pero no estoy de acuerdo contigo.

El Chevrolet subió despacio por la calzada y se detuvo silenciosamente delante del garaje. Scalisi apagó el motor dándole a la llave del encendido muy despacio, como si así fuese a notarse menos que dejaba de hacer ruido.

—Bien —dijo Valantropo—, si no estás de acuerdo conmigo, te jodes y haces lo que yo digo.

—Callad los dos de una vez, cabrones, y manos a la obra —dijo Scalisi con voz queda—. Estoy harto de oíros.

Se apearon sin prisas y ajustaron las puertas del coche sin que quedaran cerradas del todo. Antes de seguir, se miraron unos a otros a través del nailon a la luz de la mañana. Luego, reconocieron la zona. Avanzaron con cautela por la gravilla de la entrada y después por la hierba. Se acercaron a la casa en fila india, recorriendo el césped junto al sendero de gravilla. La escarcha se fundía y les mojaba las zapatillas deportivas. Cerca de la puerta trasera de la casa, Scalisi y Valantropo se rezagaron unos seis o siete pasos por detrás de Webber. Todos llevaban el revólver en la mano. Webber se cambió el revólver a la mano izquierda. Con el arma apuntando al cielo, sacó de la manga una delgada espátula de metal con el mango de madera. Dejó el césped y subió el primer peldaño del porche trasero. Scalisi y Valantropo se situaron a ambas esquinas de los escalones.

Webber se agachó ante la puerta de tela metálica e inspeccionó el tirador. Se colocó la espátula entre los dientes y tanteó el pomo de la puerta, que se abrió despacio y silenciosamente. Detrás de la puerta de tela metálica había una puerta de madera con nueve pequeños paneles de cristal. Scalisi, que sostenía la puerta de tela metálica con la mano izquierda, se inclinó hacia delante para inspeccionar la jamba cerca del tirador.

—¿Qué tal es? —preguntó entre susurros.

—Un cilindro corriente —respondió Webber, también susurrando. Se incorporó unos instantes y miró a través del cristal.

—¿Tiene cierre de cadena? —cuchicheó Scalisi.

—No —murmuró Webber.

Retiró la mano izquierda y se metió el revólver en el cinturón, a la altura de la cadera. Se inclinó otra vez y Scalisi vio que su colega introducía la hoja de la espátula entre el borde de la puerta y la jamba. Oyó un sonido metálico y observó que Webber ejercía cierta presión sobre la puerta, que finalmente se abrió en silencio.

Valantropo estaba ya en las escaleras. Dejando huellas de calzado mojado, entraron por la puerta trasera. A la tenue luz del amanecer, rozaron unos abrigos colgados en el vestíbulo, subieron un tramo de tres gastados peldaños y abrieron otra puerta que daba a la cocina. Salvo el leve chapoteo de sus zapatillas mojadas, en la casa reinaba el silencio.

Ya en la cocina, Webber se volvió hacia los demás y trató de sonreír debajo de la máscara de nailon.

—¿Todo bien? —susurró.

En el patio situado detrás de la casa y del garaje, Ernie Sauter apoyó la culata de su Winchester del calibre 12 en la cadera y señaló hacia los matorrales de la parte trasera de la casa. Deke Ferris, agachado, corrió en dirección al garaje. Llevaba una metralleta Thompson. Sauter echó un vistazo a la segunda planta de la casa. Vio a Tommy Damon apostado al otro lado de una ventana que daba a la puerta trasera. Sauter levantó la mano con la palma hacia arriba. El rostro de Damon desapareció de la ventana.

Scalisi cruzó la cocina de puntillas y con cautela hacia la puerta del otro lado. Puso la mano enguantada en uno de los paneles de cristal de esta, a la altura de su cintura, y empujó. La puerta se abrió en silencio. Scalisi miró el vestíbulo y dejó que la puerta volviera a cerrarse despacio. Se volvió hacia Valantropo y Webber y levantó el pulgar.

Valantropo estaba junto a la mesa de la cocina. Cuando Scalisi hizo la señal, levantó una de las sillas y volvió a depositarla silenciosamente en el suelo. Dejó el revólver encima de la mesa y se sentó.

Scalisi volvió a la mesa. Sin hacer ruido, cogió otra silla y se sentó. Apoyó los codos en los muslos y sostuvo el revólver en la mano derecha.

Webber se puso delante de Valantropo. Dejó el revólver encima de la mesa. Movió una silla en silencio y se sentó.

—¿Cuál es el programa? —susurró.

—Por lo que he visto, el viejo se levanta primero y baja a la cocina —respondió Scalisi—. No sé cuándo baja la vieja. Habrá que esperar a ver.

Oyeron pasos en el piso de arriba y prestaron atención. Las personas que andaban eran más de una.

—Magnífico —dijo Webber—. Papá y mamá bajarán juntos.

Atentos a los pasos en las escaleras, empuñaron los revólveres. Estaban todos de cara a la puerta del vestíbulo principal cuando Ferris y Sauter entraron en la cocina por la puerta trasera. Cuando se volvieron hacia el sonido, Damon y Rufus Billing entraron por la puerta del vestíbulo, apuntándolos con las escopetas.

—Hijos de puta —dijo Sauter—, sois unos pardillos.

Durante lo que pareció una eternidad, nadie se movió; luego, los tres enmascarados dejaron los revólveres en la mesa con cuidado.