17

Jackie Brown quedó atrapado en un atasco de tráfico en Watertown. Logró escapar de él un momento y volvió a quedar atrapado en Newton. Al llegar a la 128, el Roadrunner se encontró con una vía de tres carriles atestada de trabajadores del primer turno de las fábricas de electrónica que volvían a casa y avanzó a unos discretos ochenta kilómetros por hora. En Needham había habido un accidente con tres coches implicados y esperó pacientemente en el carril central, rodeado de miles de vehículos, mientras el sol descendía y caía el atardecer. A las cuatro y diez, consiguió liberarse del atasco y volvió a los ochenta por hora. Tomó la rampa que salía a la estación de tren de la 128 a las cuatro y veinticinco. Avanzó a treinta kilómetros por hora hasta el aparcamiento en busca del microbús marrón. Como no lo vio, aparcó cerca de la estación. Abrió la guantera y sacó un casete. Lo metió en el reproductor y Glen Campbell empezó a cantar. Jackie Brown, que tenía los ojos enrojecidos e hinchados, se hundió en el asiento de cuero y cerró los ojos. En las últimas veinticuatro horas, había conducido casi quinientos kilómetros y solo había dormido cuatro horas.

Dave Foley y Keith Moran estaban sentados en el Charger verde, a dos hileras de coches aparcados.

—Podríamos detenerlo ahora —dijo Moran.

—Podríamos —dijo Foley—. Y también podríamos hacer lo que hemos venido a hacer, que es esperar a ver quién se presenta a comprar el material. Y eso es lo que vamos a hacer.

En la entrada de la estación, Ernie Sauter y Deke Ferris, de la policía estatal de Massachusetts, vestidos con chaquetas deportivas y pantalones anchos, conversaban de manera informal. Ferris estaba de espaldas al Roadrunner.

—¿Qué dices? —preguntó—. Podríamos detenerlo ahora mismo.

—Sí —dijo Sauter—. Y entonces Foley nos dispararía y tendría razón. Cálmate de una vez, joder.

Llegó un Skylard descapotable de color azul y estacionó en la misma hilera que Jackie Brown, a seis coches de distancia. El conductor era Tobin Ames. El pasajero era Donald Morrissey.

—¿Foley ya está aquí? —preguntó Morrissey.

—Me parece que es ese de ahí —dijo Ames—. El del Charger verde. ¿Es él?

—Sí, es él —dijo Morrissey.

—No le quites el ojo de encima —dijo Ames—. Yo vigilaré el Roadrunner. Cuando Foley se mueva, dímelo.

A las cuatro cuarenta y ocho, cuando el microbús marrón entró en el aparcamiento procedente del carril norte de la 128, ya casi había atardecido. Recorrió la primera hilera del aparcamiento hasta el final y enfiló la segunda en dirección contraria a unos quince kilómetros por hora, dando sacudidas cuando el motor necesitaba revoluciones, acelerando y reduciendo otra vez la velocidad. Mientras el vehículo avanzaba, las cortinas de las ventanillas se movían. Redujo momentáneamente la velocidad detrás del Roadrunner y luego continuó hasta la siguiente hilera. El conductor encontró un espacio y aparcó el microbús. Un joven de pelo largo y cara hinchada se apeó por el lado izquierdo. Llevaba una camisa de franela azul, una chaqueta deportiva de pana oscura, un pantalón con peto azul y botas negras. Por la otra puerta apareció una chica delgada de unos veinte años que tenía el pelo rubio, muy fino y corto. Vestía unos pantalones Levi’s y una camisa de algodón azul.

Los dos se detuvieron detrás del autobús y cruzaron unas palabras. Luego caminaron hacia el Roadrunner.

—No son negratas —dijo Tobin Ames—. No son negratas en absoluto. Son blancos.

—Oh, calla, Tobin —dijo Morrissey—. No esperarás que siempre haya un cabrón de los vuestros metido en el ajo.

La voz de Morrissey sonaba algo ahogada. Se volvió y agachó el cuerpo a fin de coger dos Remington de cañón corto, escopetas del calibre 12, que estaban en el suelo de la parte trasera. De la chaqueta sacó diez cartuchos rojos de postas doble cero y empezó a cargar el arma.

Mientras, en el Charger, Foley preguntó:

—¿Los reconoces?

—No —respondió Moran—. Parecen estudiantes radicales, pero hay muchos jóvenes que parecen estudiantes radicales y no lo son. Y también hay muchos que no lo parecen pero lo son.

—Recuerda que estos tipos buscan ametralladoras —dijo Foley.

—Eso tendría que distinguirlos —dijo Moran—, pero no los reconozco de ningún sitio. En cualquier caso, a todos esos hijos de puta los veo iguales.

Foley y él continuaron sentados con las escopetas en el regazo.

Ernie Sauter vigilaba al joven y a la chica por encima del hombro de Ferris desde el andén de la estación.

—Vaya par de rufianes, joder —dijo—. Son militantes. ¿Sabes una cosa, Deke? Alguien está loco. No sé si ellos o yo, pero es evidente que alguien está totalmente loco. Ojalá lo supiera, así lo sabría, ¿entiendes?

El joven se inclinó hacia el Roadrunner y llamó al cristal con los nudillos. Jackie Brown abrió el ojo izquierdo. Sin darse ninguna prisa, bajó la ventanilla.

—¿Sí? —dijo.

—Mira —dijo el joven—, lamento tener que molestarte y todo eso, pero ¿no teníamos una cita o algo así? ¿No habíamos quedado en encontrarnos aquí?

—Sí —dijo Jackie Brown.

—¿Y bien? —preguntó el joven.

—Y bien, ¿qué? —dijo Jackie Brown.

—¿Vamos a hacer algo o no? —dijo el joven.

—Claro —respondió Jackie Brown—. Mira a tu alrededor.

—Déjate de jueguecitos, joder —dijo la chica—. ¿Qué coño pasa aquí? ¿Por qué nos has traído a un sitio plagado de gente para vendernos las ametralladoras? ¿Es una broma o qué?

—Soy un hombre muy cauteloso —respondió Jackie Brown—. Mi plan es quedarme aquí sentado un par de horas y echar una cabezada, quizá. Si entretanto no se marchan todos los coches que he visto cuando he llegado, lo sabré. Hacia las seis y media, sabré si estáis intentando delatarme. Si no es así, os diré algo e iremos a otro sitio, os daré las ametralladoras, vosotros me daréis la pasta y asunto concluido.

—¿Y nos has hecho venir hasta aquí para que hagamos de señuelos? —inquirió la chica.

—Mi negocio consiste en no ir a la cárcel —dijo Jackie Brown—. Ahí dentro, en el maletero, llevo cinco cadenas perpetuas. Hago todo lo que sea necesario para no ir a la cárcel. Dentro de lo razonable, claro. Ahora, esperad. No he dormido en toda la noche y una siesta me vendría bien.

—¿Qué dices? ¿Qué nos sentemos y esperemos? —dijo el joven.

—Mira —dijo Jackie Brown—. No me importa lo que hagáis. Mi intención es quedarme aquí y echar una cabezada y despertarme de vez en cuando. No tengo por costumbre pasar ametralladoras delante de todo el mundo, pero es una buena manera de saber si tenéis compañía, otra gente interesada en lo mismo. Podéis quedaros o marcharos. A las seis y media me largaré de aquí, iré a otro sitio. Podéis esperar por aquí o marcharos y regresar a las seis y media y, si todo va fetén, entonces os diré dónde encontrarnos.

—Mierda —dijo el joven.

—No —dijo la chica—. Este tío tiene razón, toda la razón. Estoy de acuerdo con él.

—Bueno, ¿y qué se supone que tengo que hacer? —dijo el joven—. ¿Quedarme aquí sentado y desmayarme de hambre, joder?

—Podrías ir a comer algo —respondió Jackie Brown—. A unos nueve kilómetros de aquí hay un Ho-Jo.

—De acuerdo —dijo el joven—. Nos vamos a comer. Luego volvemos. Y entonces, ¿qué pasará?

—Ahora mismo, no lo sé —dijo Jackie Brown—. Si todos esos que estaban esperando trenes cuando he llegado ya no esperan trenes cuando vosotros volváis, iremos a otro sitio y os venderé las ametralladoras. Si para entonces todavía queda alguien de esos que estaban aquí cuando he llegado, quizá no lo haremos. Si lo hacemos, saldremos de aquí, nos meteremos en el tráfico y vosotros iréis hacia el sur o quizá hacia el norte, yo iré en la dirección contraria y nos encontraremos en un lugar que todavía no he decidido y yo os daré las ametralladoras y vosotros me daréis el dinero.

—Y munición —dijo la chica—. También nos pasarás munición.

—No —dijo Jackie Brown—. No he conseguido munición.

—Hijo de puta —dijo la chica.

—No voy a responder a eso —dijo Jackie Brown—. Os he conseguido las ametralladoras muy deprisa. No he conseguido munición. Si puedo conseguirla, lo haré. Lo estoy intentando. Pero ahora mismo no tengo nada de munición. Estoy trabajando en ello.

—¿Dónde conseguiremos la munición? —preguntó el joven.

—Si supiera dónde podéis conseguir la munición —dijo Jackie Brown—, yo mismo la iría a buscar y os la traería ya. Os aseguro que la conseguiré. Si podéis conseguirla vosotros solos, adelante. Si queréis que la busque yo, dejadme en paz para que lo haga. Francamente, me importa un carajo.

—Esto es una trampa —dijo la chica.

—Si crees que es una trampa —dijo Jackie Brown—, lo único que tenéis que hacer es montar en vuestro maldito cacharro y marcharos de aquí de una puta vez, no os preguntaré nada. No me perjudicáis. Tengo cinco ametralladoras y cincuenta personas, por lo menos, que querrían comprarlas. Haced lo que queráis, pero no ofendáis. A las seis y media, iré a un sitio. Si también queréis ir y que os pase unas ametralladoras, regresad aquí. Pensadlo bien.

—El dinero —dijo el joven—. Devuélvenos el dinero.

—A tomar por culo —dijo Jackie Brown—. Hemos hecho un trato. Yo todavía estoy dispuesto a seguir adelante. Si vosotros os echáis atrás, pues os echáis atrás, pero no os devolveré la pasta del adelanto.

—Hijo de puta —dijo el joven.

—Déjalo, Pete —dijo la chica—. Vamos a comer algo y hablaremos.

—Muy sensata —dijo Jackie Brown. Subió la ventanilla y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.

El joven y la chica se incorporaron y se alejaron del Roadrunner. Caminaron el uno al lado del otro y hablaron. Cuando llegaron al microbús, montaron en él. Las luces de freno se encendieron y el tubo de escape emitió un humo azulado. El vehículo salió del lugar donde estaba aparcado y recorrió el carril.

—Cabrones —dijo Foley.

—Eh, no te pongas tan nervioso —dijo Moran—. Tal vez vayan a situarse detrás del coche de él.

El microbús continuó por su carril y, al llegar al final, dobló a la derecha y tomó la rampa en dirección norte que salía del aparcamiento de la estación de tren.

—Cabrones —dijo Foley.

—Piensa deprisa —dijo Moran—. Antes de que se pierdan en el tráfico. ¿Podemos detenerlos por algo?

—No —respondió Foley—. Por nada, maldita sea.

—Bien —prosiguió Moran—, entonces tenemos dos posibilidades. Él todavía está aquí y parece que va a quedarse. Podemos esperar a que se marche y entonces detenerlo.

—Si no lo perdemos en el tráfico —dijo Foley.

—Exacto —dijo Moran—. O podemos esperar y tener la suerte de que los otros vuelvan y los pillamos a todos juntos.

—O vuelven y se van a otro sitio y los perdemos en el tráfico —dijo Foley.

—Exacto —dijo Moran—. Tres posibilidades. ¿Qué hacemos?

—El tipo no se mueve —dijo Foley—. Parece que está durmiendo, así que podemos esperar. Pero, si la cagamos, habrá cinco ametralladoras que irán a parar a manos del movimiento o algo así. ¿Cómo vamos a responder de eso?

—No lo sé —respondió Moran—. ¿Cómo?

—No podemos —dijo Foley—. A mí me parece que el trato ha salido mal. Pero tenemos suficiente como para arrestarlo ahora, ¿no?

—Exacto —dijo Moran.

—Déjame pensar —dijo Foley.

—Tú llevas el caso —dijo Moran.

—A por él —dijo Foley. Tocó el botón de destellos de emergencia del salpicadero. Los intermitentes parpadearon cuatro veces en el oscuro crepúsculo.

En el andén de la estación, Sauter y Ferris desenfundaron unas Chief’s Specials del calibre 38 y se las metieron en el bolsillo de la americana. Abandonaron juntos el andén y salieron a la hilera de aparcamiento, delante del Roadrunner y la fila de coches que lo bloqueaban.

Tobin Ames encendió el motor, salió despacio marcha atrás del sitio donde estaba aparcado y giró el volante hasta encarar el descapotable que había más adelante.

Jackie Brown seguía con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo.

Foley y Moran se apearon del Charger. Se pusieron sendas gabardinas, metieron la mano en el coche y sacaron las escopetas. Se las pusieron debajo de las gabardinas. Los dos metieron la mano derecha a través del forro de la gabardina y sostuvieron el arma pegada al cuerpo. Echaron a andar hacia el Roadrunner.

Foley y Moran hicieron una pausa para que un pequeño grupo de viajeros los adelantara.

Una vez detrás del Roadrunner, Foley y Moran se separaron. Foley se quedó quieto. Moran caminó un par de metros y se detuvo. Ferris y Sauter se quedaron hablando al final de la siguiente hilera de coches.

Ames condujo despacio el Skylard. Llevaba los faros apagados.

—¡Eh! ¡Ponga las luces! —le gritó un peatón.

Ames siguió avanzando despacio.

Cuando llegó detrás del Roadrunner, a un metro de distancia, se detuvo. Puso el motor en punto muerto, abrió la puerta y se apeó. Tenía la escopeta en las manos. Morrissey salió por la puerta del pasajero con otra escopeta. Se apoyó en la puerta del Skylard y cruzó la escopeta sobre el pecho. Ames se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el capó del coche. Levantó la escopeta y apuntó.

Jackie Brown seguía durmiendo, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo.

Sauter y Ferris se separaron. Sauter se quedó quieto, desenfundó el revólver y lo mantuvo pegado al costado. Se situó en diagonal al parachoques izquierdo delantero del Roadrunner. Ferris ocupó una posición similar en el lado derecho.

Dos viajeros habituales que pasaban se detuvieron.

—Eh, ¿qué ocurre aquí? —dijo uno de ellos.

Sin moverse, Tobin Ames respondió:

—Estafa. Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Sigan adelante.

Los viajeros habituales apresuraron el paso y se detuvieron cinco coches más allá. Anochecía y la niebla empezaba a levantarse sobre las marismas de Dedham, formando halos alrededor de las farolas.

Foley se acercó al Roadrunner desde atrás, por el lado izquierdo. Moran se acercó por el lado derecho.

Foley sacó la escopeta de debajo de la gabardina. Levantó despacio el cañón hasta la base de la ventanilla del Roadrunner y lo apoyó en el cristal.

Moran retrocedió a dos pasos de distancia del coche. Con el codo derecho doblado, apoyó la culata de la escopeta a la altura de la cintura. Con la mano izquierda, agarró la corredera. Levantó la boca del cañón hasta apuntar a la ventanilla.

Todavía con los ojos cerrados, Jackie Brown se recuperaba de una larga noche al volante y de muchas frustraciones.

Foley llamó al cristal del Roadrunner. Jackie Brown volvió la cabeza perezosamente. Abrió el ojo izquierdo. Enfocó la mirada en el rostro de un desconocido.

—¿Sí? —dijo.

Foley le indicó que bajara la ventanilla con un gesto de la mano izquierda.

Jackie Brown sacudió la cabeza. Alargó la mano y le dio a la manivela.

—¿Sí? —dijo de nuevo.

—Departamento del Tesoro de los Estados Unidos —dijo Foley—. Estás detenido. Sal despacio, sin movimientos bruscos y con las manos a la vista. Un solo movimiento y eres hombre muerto, joder.

Foley levantó la escopeta con la mano derecha. Puso la izquierda debajo de la corredera y la mantuvo firme.

—Me cago en… —dijo Jackie Brown. Miró a la derecha. Moran estaba allí, apuntándolo con la escopeta a través de la ventana. Delante del Roadrunner dos hombres avanzaban empuñando sendos revólveres que lo apuntaban a través del parabrisas—. ¡Eh! —exclamó.

—Baja del coche —le ordenó Foley. Metió la mano por la ventanilla, levantó el seguro de la puerta y la abrió desde fuera—. ¡Sal!

La escopeta seguía apuntando a Jackie Brown a la cabeza.

—¡Eh, escuchen! —dijo Jackie Brown, sacando las piernas del vehículo.

Mientras se apeaba, Foley lo agarró y lo volvió de espaldas a él.

—Pon las manos en el techo del coche —dijo Foley—. Los pies hacia atrás.

Jackie Brown hizo lo que le ordenaban. Notó que unas manos lo cacheaban.

—¿Qué carajo es todo esto? —preguntó.

Moran, Sauter y Ferris rodearon el Roadrunner y se detuvieron ante Jackie Brown, apuntándole con sus armas. Ames y Morrissey se quedaron quietos. Moran le pasó su escopeta a Sauter, que desamartilló su Chief’s Special y apuntó a Jackie con el arma de Moran. Este sacó la cartera del bolsillo trasero, extrajo de ella una tarjeta plastificada y, a la luz azulada de las farolas del aparcamiento, empezó a leer:

—«Queda detenido por violación de la ley federal. Antes de que le hagamos preguntas, queremos que conozca cuáles son sus derechos al amparo de la Constitución de los Estados Unidos».

—Conozco mis derechos —dijo Jackie Brown.

—Cállate de una puñetera vez y escucha —dijo Foley—. Cierra el pico, joder, y escucha lo que te dice el jefe.

—«No tiene obligación de responder a ninguna pregunta —dijo Moran—. Tiene derecho a permanecer en silencio. Si responde a alguna pregunta, esa respuesta podrá utilizarse en su contra ante un tribunal». ¿Entiendes lo que te he leído?

—Por supuesto que lo entiendo —dijo Jackie Brown—. ¿Crees que soy idiota, joder?

—Cierra el pico —dijo Foley— y estáte quieto o te volaré los sesos. —Apoyó la Remington en el hombro de Jackie Brown y le rozó la base del cráneo con la boca del cañón.

—«Tiene derecho al consejo de un abogado» —dijo Moran—. ¿Tienes abogado?

—No, por el amor de Dios —respondió Jackie Brown—. Claro que no. Acaban de detenerme.

—«Si quiere un abogado —prosiguió Moran—, solo tiene que decirlo y se le concederá tiempo para que lo contrate y converse con él. Tiene derecho a consultar con su abogado antes de decidir si responde a las preguntas». ¿Has entendido lo que te he leído?

Jackie Brown no respondió. Foley lo golpeó con la boca de la Remington.

—Responde —le dijo.

—Pues claro que lo he entendido —dijo Jackie Brown.

—«Si no puede costearse un abogado —dijo Moran—, el tribunal le asignará uno de oficio». ¿Lo entiendes?

—Sí —respondió Jackie Brown.

—«Si quiere, puede prescindir de estos derechos y responder a nuestras preguntas. ¿Está dispuesto a responder a nuestras preguntas?».

—No, joder —dijo Jackie Brown.

—¿Entiendes tus derechos? —preguntó Moran.

—Sí —dijo Jackie Brown—. Sí, sí, sí.

—Calla —dijo Moran—. Date la vuelta y extiende las muñecas. —Foley le puso las esposas—. Quedas detenido por violación del Artículo 26, Sección 5861, del Código Penal de los Estados Unidos, tenencia ilícita de armas de guerra.

—Eh —dijo Jackie Brown.

—Calla —dijo Foley—. No quiero oír ni una palabra más, joder. Mantén la boca cerrada, coño. Y ahora, entra en el coche. En el asiento trasero. Moran, entra con él y vigila a ese hijo de puta. Si se mueve, vuélale la cabeza.

Foley sacó el transmisor de banda ciudadana del bolsillo de la gabardina. Lo puso en marcha.

—Dile —dijo—, dile que tenemos al hombre que estaba en el sitio donde se suponía que iba a estar y dile que queremos una orden judicial para registrar el maldito coche. Volveremos enseguida.

—Lo sabíais —dijo Jackie Brown—. Lo sabíais. Sabíais que iba a estar aquí.

—Pues claro —dijo Foley, montando en el Roadrunner—. Ames —dijo—, dile a Morrissey que traiga mi coche. Las llaves están debajo del asiento. ¿Qué más? —le dijo a Jackie Brown.

—Ese hijo de puta —dijo Jackie Brown—. Ese hijo de puta.

—¿Qué hijo de puta? —preguntó Moran.

Jackie Brown lo miró.

—Oh, no —dijo—. Oh, no. Esto ya lo arreglaré yo.