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Dillon explicó que estaba asustado.
—Si no fuera por eso, ayudaría, ¿sabes? —Estaba sentado en un banco de la plaza, bajo un insistente sol de noviembre, encorvado para protegerse el estómago—. Quiero decir que entiendo lo que te ronda por la cabeza. Estás dispuesto a protegerme, pero te diré una cosa: no puedes, no podrás de ninguna manera, porque nadie puede, ¿comprendes? Nadie. Este es un asunto en el que me he metido yo solo y tendré que salir de él por mis medios.
Foley no dijo nada.
Siete indigentes ocupaban su espacio habitual en la entrada del metro de la esquina de Boylston y Tremont. Seis de ellos estaban sentados con la espalda apoyada en el muro y discutían asuntos de importancia. Aunque estaban a pleno sol, llevaban abrigos y gorros y pesados zapatos gastados, en parte porque solían tener frío y, en parte, porque la memoria todavía les funcionaba lo suficiente como para saber que el invierno llegaría de nuevo y necesitarían la ropa de abrigo que no se atrevían a dejar en los edificios vacíos donde dormían. El más joven de los indigentes abordaba a hombres de negocios y a mujeres que iban de compras. Se movía con diligencia para tenerlos siempre delante, intentando obstaculizarles el paso para que lo escucharan. Es difícil no dar un cuarto de dólar a un tipo después de haber advertido su presencia y de haberlo escuchado un buen rato. No imposible, pero sí más difícil. El joven indigente todavía tenía agilidad para maniobrar y lograba recaudar más deprisa que los demás lo que costaba una botella de vinacho. Dillon lo observó mientras hablaba.
—Te diré lo que pasa —dijo—. Lo que más me preocupa es el camión. Sé que te parecerá un poco raro, porque supongo que crees que lo que debería preocuparme son los tipos del camión o un tipo al que ni siquiera conozco y que veo que me está mirando con mucho interés en la barra o algo así.
Al norte de la calle Tremont, detrás del puesto de información y de la fuente y el quiosco Parkman, un par de predicadores cristianos se trabajaba a un grupo no muy numeroso de oficinistas, secretarias y turistas. La mujer era alta y tenía un potente vozarrón que remataba con un megáfono. El hombre era bajo y se movía entre la gente, repartiendo folletos. El aire transportó las palabras de la mujer para que Dillon dejase de mirar a los indigentes.
—Hay una cosa extraña —dijo—. Cuando venía hacia aquí, he tomado más o menos el camino más largo para ver si había alguien más interesado y quién podría ser. Así que voy andando, cruzo la calle y vengo hacia aquí y paso por delante de esa pareja y la mujer dice «Si no aceptas a Jesús, que es Cristo Nuestro Señor, perecerás, perecerás en las llamas eternas».
»Pero ¿por qué tengo yo que ponerme a pensar en una cosa así, me lo puedes decir? —añadió—. Hace un par de semanas, vienen esos dos caballeros de Detroit y toman un par de copas y luego echan un vistazo al local y, al cabo de un momento, me informan de que vamos a ser socios. Me dan un poco de tiempo para pensarlo y, mientras lo pienso, hago unas cuantas llamadas. Así que cuando termina el plazo, ya tengo allí a seis o siete amigos míos y aprovecho la oportunidad para salir a coger un trozo de tubería que guardo por ahí. Les pego un par de buenos mamporros a los tipos y los arrojamos a la calzada delante de un taxi.
»Luego, anteanoche, vienen cinco de esos micmacs, indios de verdad, para variar, y toman un poco de agua de fuego y empiezan a romper muebles. Así que unos amigos y yo volvemos a usar la tubería con ellos.
»Y ahora, hace unos minutos, esa tía me grita lo de las llamas eternas y… Mira, yo me considero un tipo bastante inteligente y todo eso, sensato, me emborracho de vez en cuando, pero no sabes cuánto me gustaría plantarme ahí con ese trozo de tubería debajo de la chaqueta y decirle “Bueno, ¿y qué hago con esos tipos de Detroit, quieres decírmelo? Y también con los indios. ¿Jesús me va a castigar por eso?”. Y luego arrearle a la mujer un par de veces en la jeta para que recupere la cordura.
El mendigo joven había acorralado a un ejecutivo de mediana edad y algo corpulento en medio del paseo, pero tenía espacio abierto a su alrededor.
—Te digo una cosa —prosiguió Dillon—. Ese chico de allí tal vez esté jodido y pirado, pero tiene buenos movimientos. Parece haber sido jugador de baloncesto.
»En cualquier caso, todavía me queda algo de lucidez y no llevo la tubería encima, así que no le he dicho nada ni le he arreado un par de mamporros como me habría gustado. Con esa gente no se puede razonar, ¿sabes? Tienen metida esa idea en la cabeza y lo único que hacen es plantarse ahí y chillarte el Evangelio hasta que pierdes la poca mollera que te queda.
»Conocí a un tipo, lo conocí cuando estuve en Lewisburg por aquel marrón federal, hace tres o cuatro años. No recuerdo por qué estaba él, no sé si por robo con allanamiento en un edificio federal o por un palo a una estafeta de correos. En cualquier caso, no es un mal tipo. Es grande, había boxeado un poco. Es de New Bedford o por ahí. Así que nos hicimos amigos.
»Yo salí antes y volví aquí. Le dije dónde podría encontrarme, así que, cuando le dieron la condicional, volvió a casa, a vivir con su mujer y su madre, pero sabía dónde encontrarme si me necesitaba. Y no pasó mucho tiempo hasta que me necesitó. Porque esas dos mujeres se propusieron volverlo del todo majara. Unas portuguesas estúpidas, ¿sabes? Mientras él estaba en la cárcel no se les ocurrió otra cosa que decir que ya no querían ser católicas y que iban a ser, ¿cómo se llaman?, testigos de Jehová. Magnífico. El tipo vuelve a casa, conoce bien el negocio de la construcción, se busca un trabajo, cada noche vuelve a casa, hay partido o algo, y ellas quieren que salga a la acera y se ponga delante del supermercado a predicar a Jesús a cualquier pobre desgraciado que se acerca a comprar medio kilo de pescado.
»Así que empieza a venir por aquí siempre que puede, para estar tranquilo y sentirse en paz. Y cuando me quiero dar cuenta, una de las veces viene y no se vuelve a ir, así que le pregunto “¿Qué haces aquí?”, y él me responde “Por el amor de Dios, ¿ahora vas a empezar tú?”.
»Yo tenía un poco de sitio en casa. En aquella época estaba separado de mi mujer y tenía algo de espacio. Lo dejo quedarse a vivir conmigo. Se bebe una cerveza y mira el partido mientras yo trabajo y durante el día… Bueno, no sé cómo se las apaña durante el día… Lo mejor que puede, supongo.
»Y claro, solo es cuestión de tiempo que el oficial de la condicional haga un informe diciendo que se está saltando visitas, lo cual es verdad, y que su familia dice que no aparece por casa, lo cual es verdad, y que está compinchado con un conocido delincuente, que soy yo, y eso también es verdad, y deja un trabajo fijo y está en paradero desconocido. Así que una noche vienen los oficiales de justicia y lo vuelven a entalegar por saltarse la condicional. Ah, y también por beber, se me olvidaba. Fíjate, esas dos mujeres lo mandaron de nuevo a la trena con sus prédicas. No se puede razonar con personas así. Hablar con ellas no sirve de nada.
Dillon se incorporó y volvió a encorvarse de inmediato. El ejecutivo de mediana edad hizo una finta rápida y se deshizo del mendigo joven.
—Eso es lo que me preocupa, ¿sabes? Quiero decir que, en fin, hay cosas en las que puedes hacer algo y hay cosas en las que no puedes hacer nada. Si ves la diferencia, mientras la veas, juegas con ventaja. Eso es lo que me ha molestado de esa tía grande del megáfono: que durante un minuto, más o menos, ha actuado como si no viera la diferencia. Te pones de tal manera que te encuentras en una de esas situaciones en las que ves que no vas a poder hacer nada.
La habitual bandada de palomas revoloteó brevemente sobre el paseo y se posó alrededor de una vieja que les daba de comer lo que llevaba en un arrugado cucurucho de papel.
—La otra noche, en la televisión, salió un tipo que habló de las palomas —dijo Dillon—. Dijo que eran como ratas voladoras, lo cual me pareció muy acertado. El hombre tenía un plan, darles la píldora o algo así para que se extingan. Lo que pasa es que no sé si hablaba en serio, ¿sabes? Seguro que era un tío al que ya se le habían cagado encima y, probablemente, se le volvieron a cagar y se cabreó. Le arruinaron el traje o algo así y decidió dedicar el resto de su vida a desquitarse de las palomas porque le habían destrozado un traje de cien dólares. ¡Pero si todavía se le han cagado poco! Solo en Boston, debe de haber diez millones de palomas, que ponen huevos todos los días, de los que normalmente salen más palomas y todas ellas cagan toneladas de mierda, llueva o haga sol. Y ese tipo de Nueva York cree que va a conseguir que no queden más palomas en el mundo.
»Ya ves lo que te digo. Tendrías que entenderlo. No se trata de que no confíe en ti ni nada de eso. El jefe dice que eres legal y con eso me basta. Lo acepto. Pero si yo hiciera lo que tú andas pensando, si yo hiciera eso, tendría que pasarme el resto de la vida en otro sitio, escondiéndome, ¿sabes? Y uno no puede esconderse, las cosas son así. No puede esconderse.
»¿Sabes ese tipo del que te hablaba, el de la mujer testigo de Jehová? Bueno, pues esa religión suya no afectaba a lo que a ella le gustaba hacer. Y, por lo que él me contó, le gustaba hacerlo muy a menudo. Unas dos veces cada noche, digamos. En Lewisburg me contaba que ahorraba para ella, que no se hacía pajas, porque cuando llegara a casa, tendría que rendir cuentas de todo lo que debía. Y la primera vez que viene por aquí, todo cabreado, le pregunto “Bueno, ¿y ese asunto al menos cómo va?”. ¿Y sabes qué me dice? Va y me dice “¿Sabes una cosa? Hay algo que ella siempre ha detestado, y es hacerme una mamada. Y, desde que he vuelto a casa, si quiere lo otro, hago que me la chupe, porque, al menos, mientras lo hace, está callada”. ¿Entiendes lo que quiero decir? El tipo se desespera, hace unas cuantas cosas, sabe que no funcionará, lo deja enseguida y coge sus bártulos y se va a otro sitio. Es la única manera.
»Mira, una cosa sé. Si algo tiene que ocurrir, ocurrirá. No sé, un colega mío, al que probablemente me negué a servir una copa una noche, empezó a divulgar que he ido a ver a gente que, en su opinión, no debería haber ido a ver. Lo cual es cierto, porque, si no, ¿qué demonios hago yo aquí? Pero, probablemente, él también debe de estar viendo a gente. Todo el mundo busca algún contacto y uno no caga en el pozo, porque, probablemente, otro día querrá beber de él. En cualquier caso, corre el rumor de que va a haber un gran jurado y lo siguiente que me cuentan es que… Bueno, ya sabes qué me cuentan.
»He visto el camión. Eso es lo que me impresiona. Metes a dos tíos en ese camión y podrían cargarse al Papa. La única vez que vi un motor así fue en un Cadillac. Así que no vas a escaparte porque el camión te pillará. Y el parabrisas… Ese maldito trasto parece un viejo camión rural, un camión de la leche, quizá, y tiene el parabrisas abatible, con una manivela en el lado del pasajero, y puedes abrirlo y sacar por él un rifle de cazar venados. Si conduces un coche delante de ese camión y van a por ti, ya puedes despedirte. Me han dicho que llevan en él incluso un giróscopo, ¿sabes? Como si fuera un avión, joder. Así que pueden fijar el blanco. Pues bien, estás en el puente Mystic y esa cosa se te pega detrás y el parabrisas se abre y yo te pregunto qué vas a hacer. Pues vas a hacer un buen acto de contrición, eso es lo que vas a hacer, porque solo puedes elegir entre el rifle y el agua y la diferencia no es mucha.
»Yo no conduzco, claro. Si pudiera comprarme un coche, no trabajaría para ti por veinte pavos a la semana. Solo cruzo el puente cuando vuelvo a casa desde la parada del autobús. Pero ya sabes adonde quiero ir a parar. Esos tipos son serios. Los conozco muy bien y tú lo sabes. Si tienen un camión para la gente que va en coche, seguro que tienen algo para los peatones como yo.
»Ya ves lo que te digo —masculló Dillon sentado al sol bajo los árboles, el cielo y las palomas—, ya ves adonde quiero ir a parar. Ahora mismo, lo que quieren es acojonarme y lo han conseguido. Estoy acojonado. Y me acojono y no hago nada que no hagan los demás: yo no me presento ante ese gran jurado y tal vez, solo tal vez, baste con estar acojonado para que ellos se den por satisfechos: estaba acojonado y no se chivó. O tal vez no baste. Pero si me meto en eso, si te ayudo, lo que ahora tengo, sea lo que sea, no volveré a tenerlo nunca más. Puedo andar por ahí y todavía veo la diferencia.
»El otro día, recibí una carta de este menda del que te hablaba, ¿y sabes qué decía? Decía: “Me quedan siete meses por cumplir y luego quedaré totalmente libre. No tendré agentes de la libertad condicional ni nada de eso. Lo que intento decidir es si mato a esa mujer o no. Ahora mismo, creo que no lo haré”.
»Ya ves lo que quiero decir —concluyó Dillon—. Nunca puedes estar seguro de nada. No puedes estar seguro de lo que un hombre va a hacer. Creo que si lo estuviera, a mí no me importaría y ellos no necesitarían el camión. Me mataría yo solo.
—De acuerdo —dijo Dave—, de acuerdo. Escucha, ¿te he dicho alguna vez que podríamos protegerte? ¿Te he contado alguna vez esa bola?
—No —respondió Dillon—. Siempre has sido legal, eso lo reconozco.
—Bien —dijo Dave—. Entiendo en qué posición estás. Si no puedes hablar del Polaco, no puedes hablar del Polaco. Está bien.
—Gracias —dijo Dillon.
—Que te jodan —dijo Dave—. Somos amigos desde hace mucho tiempo. Todavía no le he pedido nunca a un amigo que haga algo que realmente no pueda hacer, cuando sé que no puede. En cualquier caso, toda la ciudad está callada por lo de ese gran jurado. No había visto nunca las cosas tan tranquilas.
—Sí, está todo bastante parado —dijo Dillon.
—Dios —dijo Dave—, ya lo sé. Me destinaron a otra sección, ¿sabes? Drogas. He estado fuera de la ciudad unas tres semanas, vuelvo, y no pasa nada. No me he perdido nada en absoluto. Debéis de haber estado haciéndoos pajas en grupo o algo así. Tendría que haber un gran jurado de esos cada tres o cuatro semanas. Seguro que así no salíais de casa en un tiempo. No me importa que nunca pillen a esos tipos. El índice de criminalidad ha bajado un sesenta por ciento, solo haciendo que los tipos duros anden preocupados con eso.
—Que te jodan —dijo Dillon.
—Mira —dijo Dave—, todo está absolutamente parado. Puedes hablar todo lo que quieras, pero el gran jurado os tiene tan pillados por el pescuezo que os vais a asfixiar. A finales de semana, Artie Van estará haciendo de limpiabotas, vendiendo periódicos, macarreando o lo que sea. Te vas a quedar en el paro.
—Corta el rollo —dijo Dillon.
—Vale —dijo Dave—. Ha sido un golpe bajo. Lo siento, pero de verdad que no pasa nada.
—Sí pasa algo —replicó Dillon.
—¿Un grupo de chicos que se juntan para ver películas guarras? —preguntó Dave.
—¿Quieres la verdad? —replicó Dillon—. No sé lo que es. Parece como si la gente me evitara, pero pasa algo. Tipos que llaman preguntando por tipos que no están. No sé qué es, pero algo se llevan entre manos.
—Aquí tienes veinte —dijo Dave—. ¿Quién llama?
—¿Te acuerdas de Eddie Dedos? —preguntó Dillon.
—Perfectamente —respondió Dave—. ¿A quién busca?
—A Jimmy Scalisi —dijo Dillon.
—¿En serio? —preguntó Dave—. ¿Y lo ha encontrado?
—No lo sé —dijo Dillon—. Yo solo soy el mensajero.
—Te han dado números —dijo Dave.
—Números de teléfono —dijo Dillon—. Tengo licencia para vender alcohol. Soy un ciudadano que cumple con la ley.
—Trabajas para un tipo que tiene una licencia para vender alcohol —dijo Dave—. ¿Lo ves alguna vez? Eres un delincuente convicto.
—Ya sabes cómo son las cosas —dijo Dillon—. Trabajo para un tipo que tiene una licencia para vender alcohol. Algunas veces se me olvida.
—¿Quieres olvidarte de esto? —preguntó Dave.
—Lo antes posible —respondió Dillon.
—Feliz Navidad —dijo Dave.