22
El cabo Vardenais, de la policía estatal de Massachusetts, desayunaba a las dos de la madrugada en la cantina de Eastern Airlines del aeropuerto de Logan. Apoyado delante de él tenía el Record. Leía la noticia cuyo titular rezaba: «UN SEGUNDO BANCARIO MUERE POR LAS HERIDAS RECIBIDAS EN UN ATRACO EN W. MARSHFIELD». En la noticia se decía que el director de la sucursal, Harold D. Burrell había muerto debido a la fractura de cráneo sufrida tres días antes al ser golpeado con una pistola durante un atraco en que los ladrones se llevaron un botín de sesenta y ocho mil dólares. También mencionaba el tiroteo en el que había muerto Robert L. Biggers.
Wanda Emmett, vestida con su uniforme de la Northeast, se sentó en el mostrador al lado del cabo Vardenais.
—Desde que te han ascendido ya no saludas a los amigos, ¿eh, Roge?
—Hola, Wanda —dijo el cabo Vardenais—. ¿Cómo va la vida?
—Ni bien ni mal —respondió ella—. Ya sabes.
—¿Vas o vienes? —preguntó Vardenais.
—Acabo de llegar —dijo ella—. Ahora hago la ruta de Miami. Salí ayer y he vuelto hoy.
—¿Has tenido un buen viaje?
—En esta época del año hay poco trabajo, ya sabes. Me gusta así, pero empiezo a pensar en cómo será dentro de un mes, con todo el avión lleno, niños que chillan, mujeres que siempre quieren algo… Solo de pensarlo, me deprimo tanto como cuando ocurre de verdad. Curioso, ¿no?
—Y ahora, ¿qué haces aquí? —inquirió Vardenais.
—Dejé el coche aquí —respondió ella—. Al venir, llegaba tarde y el aparcamiento estaba lleno, lo dejé aquí, en la terminal.
—No había imaginado que te movieras en coche —dijo Vardenais—. Creía que te sería más fácil venir en taxi.
—Oh, es que ya no vivo en la calle Beacon —dijo ella—. Me he mudado.
—¿Y eso?
—Bueno —dijo ella—, me llegó una oferta mejor. Al menos, en ese momento pensé que era mejor. Estaba harta de Susie y de sus malditos rulos y entonces me enteré de esa otra cosa y me trasladé.
—¿Y dónde vives ahora?
—No te lo vas a creer —respondió ella—. Vivo ahí arriba, en Orange. Ahí arriba.
—Dios —dijo Vardenais—. Eso está en el quinto pino. ¿Cuánto tardas en coche? ¿Tres horas?
—Dos horas —dijo—. Pensé que estaría muy bien para poder esquiar y esas cosas, pero no fue una idea muy buena.
—¿Tienes un apartamento ahí arriba? —preguntó él.
—Un remolque —dijo ella—. Vivo en un remolque.
—¿Y qué tal te va? El otro día recibí la factura de los impuestos y pensé que tal vez debería buscarme un trasto de esos. ¿Están bien?
—Pero tú no podrías —dijo ella—. ¿Cuántos niños tienes? ¿Dos? Tu mujer se volvería loca. Quiero decir que nosotros solo somos dos, y yo a veces no estoy, y aun así está atestado de cosas. No creo que te fuera bien. No hay sitio para guardar nada, ¿sabes? Y no tienes ninguna intimidad. No te gustaría.
—Supongo que no —dijo Vardenais—, pero me llegó ese recibo y se me rompió el corazón. Empecé a pensar que me cuesta dos o tres dólares al día vivir en esta ciudad.
—Eh, Roge, todavía somos amigos, ¿verdad? —dijo Wanda.
—Pues claro —dijo él.
—Bueno, lo que quiero saber —dijo Wanda— es si, en el caso de que te contara una cosa, como amigo y eso, podrías hacer que mi nombre no se mencionara.
—Claro —dijo él—. Al menos puedo intentarlo.
—No, no, intentarlo no es suficiente. Mi nombre no tiene que salir para nada. Si no, no te lo contaré.
—De acuerdo —dijo él—. No saldrá.
Wanda abrió el bolso y sacó un talonario de cheques de color verde. En la cubierta ponía «First Florida Federal Savings and Loan».
—¿Ves esto? —preguntó.
—Sí —respondió él.
—Ayer hice un ingreso —dijo Wanda—. Abrí una cuenta. Quinientos dólares.
—Sí —dijo él.
Wanda abrió el bolso de nuevo. Sacó talonarios rojos, azules, marrones y verdes sujetos con una gruesa goma elástica.
—Y lo mismo con estos. Ayer hice ingresos en todos estos bancos.
—¿Todos son bancos de Florida? —dijo él.
—Sí, todos de Florida —respondió ella—. Y hace dos semanas, aproveché un bono con un viaje de regalo de la compañía y fui a Nassau y allí también abrí cuentas bancarias. Y en Orange también he abierto algunas más.
—¿Cuántas en total? —preguntó Vardenais.
—Unas treinta y cinco —dijo Wanda—. Treinta y cinco o quizá cuarenta.
—¿Y cuánto hay en ellas? —preguntó él.
—Bueno, así por encima diría que cuarenta y cinco mil dólares. Más o menos. Algo así.
—Eso es mucho dinero para una chica que trabaja —comentó Vardenais.
—Sí que lo es —asintió ella—. Y lo más curioso del caso es que era todo en efectivo. Y todo en billetes pequeños, de cincuenta dólares o menos.
—Creo que me he equivocado de trabajo —dijo Vardenais—. La última vez que vi un documento bancario a mi nombre decía algo de una hipoteca. No sabía que hay personas que tienen dinero para ahorrarlo. Pensaba que el dinero era para pagar cosas.
—Yo no he dicho que mi nombre esté en ninguno de estos talonarios —dijo ella.
—¿Y a nombre de quién están? —preguntó él—. ¿Crees que lo reconocería si lo oyera?
—No están a un solo nombre —dijo Wanda—. Creo que no reconocerías ninguno de ellos. Mira, conozco al tipo que los escribió, pero me parece que no son de personas reales, ¿sabes? Creo que todos son él.
—Debe de ser un tipo riquísimo —dijo Vardenais.
—Si lo es, lo escondía muy bien —dijo ella—. Yo no sabía nada de todo esto.
—¿Se le murió un tío rico y le dejó dinero? —dijo Vardenais.
—Tres tíos ricos —respondió ella—. Y los tres se han muerto este mes.
—Es curioso, ¿no? —dijo Vardenais.
—Lo es —dijo ella—. Y, por lo que he oído, tiene otro que está muy mal de salud.
—¿Y todos eran banqueros? —preguntó Vardenais.
—No me ha hablado mucho de ellos —dijo Wanda—. Lo único que sé es que un día se levanta muy temprano por la mañana, sale y vuelve por la tarde o así, muy excitado. Bebe ocho o nueve whiskies y se interesa por la prensa del día y ve la televisión. A la hora de la cena, siempre le duele la cabeza y no puede conducir, así que tengo que salir yo a comprar los periódicos. Ah, sí, y tiene una de esas radios grandes de ocho frecuencias, de esas que oyes la AM y la FM y la onda corta y los aviones, ¿sabes? Y también la policía. Sí, las llamadas de la policía. Cuando va a visitar a uno de sus tíos, lleva la radio consigo en el coche y, cuando vuelve, entra con la radio y la escucha toda la noche. Bueno, así me enteré de que uno de sus tíos no se encuentra bien y de que él ha ido a visitarlo.
—¿Y no va nadie más con él? —preguntó Vardenais.
—Que yo sepa, no —respondió ella—. A veces viene un hombre a verlo y hablan y el hombre deja una bolsa de papel que pesa mucho, como si en ella hubiese algo de metal. Eso ocurrió una vez. Fue antes de que uno de sus tíos se muriera. Y también se pone muy tenso cuando piensa que uno de sus tíos empeora de salud. En el remolque no hay teléfono, ¿sabes? Y cuando cree que uno de sus tíos se encuentra mal, sale un rato a hacer llamadas.
—Para ver cómo andan de salud —dijo Vardenais.
—Supongo —dijo ella—. Y luego, al cabo de unos días, me da unos sobres, unos sobres blancos corrientes y me dice que los coja y me da una lista de nombres que creo que son inventados y yo tengo que pasarme toda la escala en Florida yendo de un lado a otro, abriendo cuentas corrientes.
—¿Y cuánto tiempo crees que tardará en morirse el que ahora está enfermo? —inquirió Vardenais.
—No es fácil saberlo —respondió ella—. Uno murió anteayer. Y es curioso porque, normalmente, no se mueren a la vez. Mueren de semana en semana más o menos. Y, como ya he dicho, siempre se ponen muy enfermos a primera hora de la mañana y él tiene que ir a verlos. No me sorprendería que el que ahora está enfermo aguantara hasta la próxima semana. Pero si yo estuviera en su lugar, no haría planes más allá del martes por la mañana, digamos.
—Y no sabes dónde vive el que sigue vivo, ¿verdad? —preguntó Vardenais.
—Te he dicho lo que sé —respondió ella—. El otro día, yo estaba en casa y se presentó ese tipo al que llama Arthur, pero yo estaba en el baño y abrió él, algo que no hace nunca. Supongo que piensa que, como soy azafata, siempre tengo que estar dispuesta a servir a la gente. A lo que íbamos, él estaba de un humor de perros, absolutamente enfurecido. Lo digo porque olvidó lo amable que yo había sido con él, utilizando mis escalas para hacer todas esas gestiones bancarias en su nombre, y me interrumpió un par de veces porque supongo que dije algo que no le gustó. Así que yo estaba en el baño, arreglándome el pelo, y él dejó entrar a ese tal Arthur y, aunque no oí nada de lo que decían, Arthur también estaba muy alterado. Y hablaron de esto y de lo otro en voz baja y, de repente, Arthur dice «Bueno, ¿y esto qué tiene que ver con Lynn?», y mi amigo le responde «Esto no sucederá en Lynn», y le dice que lo que tienen que hacer, lo único que tienen que hacer, es asegurarse de una puñetera vez de que Fritzie no vuelva a perder los papeles. Que lo lleven a casa de Whelan y dejen a Donnie en el banco esta vez, porque nadie sabe nada, de momento, y todavía pueden terminar lo que han empezado. Y entonces él, mi amigo, dice «Habla en voz baja, ¿quieres? Está ahí dentro. Ya sabes que no se puede confiar en las mujeres».
—Así que crees que ese otro tío suyo vive en Lynn —dijo Vardenais—. ¿Sabes en qué parte de Lynn?
—Pues no —respondió ella—. Lo que oí es lo que te he contado.
—¿Y no podrías averiguar el sitio concreto de Lynn y llamarme? —dijo Vardenais.
—No —respondió ella—. No podría. Como ya he dicho, hablan poco delante de mí, aunque a mi amigo le gusta contar delante de sus amigos cómo folla conmigo, eso sí que lo hace, y además le parece bien hablar de ello. Pero, por lo general, me excluyen de todo lo demás, ¿sabes?
—Sí —dijo Vardenais—. Bueno, te agradezco que me lo hayas contado, Wanda.
—De acuerdo —dijo ella—. Pero mi nombre, ni lo menciones, ¿eh? Y ahora no me vengas con que quizá sí porque podrían hacerme daño.
—Lo sé —asintió Vardenais—. Ese del que estamos hablando, el que tiene todos esos tíos, es Jimmy, ¿verdad?
—En este momento no recuerdo su nombre —dijo Wanda—, pero ya me vendrá a la cabeza.
—Gracias, Wanda —dijo Vardenais.
—De nada, Roge —dijo ella—. Siempre has sido muy amable.