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A las seis y cinco, Dave Foley huyó del tráfico de la Ruta 128 y aparcó el Charger en el restaurante Red Coach Grille de Baintree. Entró en el bar y ocupó una mesa en el rincón del fondo que le permitía ver la puerta y el televisor que había encima de la barra. Pidió un vodka martini con hielo y unas gotas de zumo de limón. Después de que un locutor blanco leyera los titulares en tono cansino, empezó el noticiario de la noche. Mientras llegaba la camarera con la bebida, un negro con unos carrillos prominentes y un acento muy cerrado comentó la primera noticia.

—Esta mañana, cuatro hombres armados, con la cara cubierta con medias de nailon, han huido del First Agricultural and Commercial Bank en Hopedale con un botín que se calcula en noventa y siete mil dólares. Los atracadores irrumpieron en el domicilio del vicepresidente del banco, Samuel Partridge, poco después del amanecer. Después de tomar a su familia como rehenes y dejarla bajo la vigilancia de uno de los miembros de la banda, obligaron a Partridge a que los acompañara al banco. Amenazando a los empleados a punta de pistola, saquearon casi todo el efectivo de la caja fuerte, dejando solo las monedas y algunos billetes pequeños. Luego, llevaron a Partridge de nuevo a su casa, donde recogieron al vigilante que habían dejado allí. Después de vendarle los ojos, Partridge fue liberado en la Ruta 116, en Uxbridge, cerca de la frontera de Rhode Island. El vehículo que, al parecer, se utilizó para la huida, un Ford azul, ha sido encontrado a tres kilómetros de distancia. El FBI y la policía estatal se han hecho cargo de la investigación. Partridge ha dicho esta tarde…

Un negro corpulento que vestía un traje de seda azul con chaqueta cruzada entró en el bar y se detuvo un instante. Foley se puso en pie y lo llamó con una seña.

—Deetzer —dijo Foley—, ¿cómo va la batalla por la igualdad de derechos?

—Definitivamente, estamos perdiendo —respondió el negro—. Esta mañana le he dicho a la parienta que no iría a cenar y ahora me toca sacar la basura durante tres meses y llevar a los chicos al zoo el sábado.

—Bien, Deetzer, viejo, ¿qué has sabido? —dijo Foley.

—He sabido que aquí, de vez en cuando, sirven copas —respondió el negro—. ¿Puedo tomar una de esas?

Foley llamó a la camarera y señaló su vaso. Luego levantó dos dedos.

—¿Vamos a comer aquí, Foles? —quiso saber el negro.

—¿Por qué no? —respondió Foley—. Un bistec me vendría bien.

—¿Paga el tío Sam? —preguntó el negro.

—No me extrañaría —respondió Foley.

—Ahora recuerdo haber oído algunas cosas —dijo el negro—. ¿De qué tenemos que hablar?

—He pensado meterme en el negocio de los atracos —respondió Foley—. Lo que quiero es montar una banda de atracadores integrada, sin discriminación racial. Seríamos invencibles, Deetzer. Esta mañana, cuatro hijos de puta que no son más listos que tú o que yo se han llevado noventa y siete mil dólares de un pequeño banco en las afueras. Todo fetén, ningún problema. Y aquí estamos nosotros, unos jóvenes dignos, padres de familia, malviviendo con un sueldo de mierda.

—En la radio han dicho ciento cinco mil —replicó el negro.

—Pues ya ves, Deetzer —dijo Foley—. Un día de trabajo y lo único de lo que deben preocuparse es del FBI. Tú sacarás la basura hasta Pascua y ellos estarán bronceándose en una playa de Antigua y yo iré de acá para allá con nieve hasta los cojones hasta el aniversario de Washington, persiguiendo amas de casa que pagan diez pavos por ciento sesenta gramos de té Lipton y sesenta gramos de maría mala.

—Estaba pensando en meterme en una comuna —dijo el negro—. He oído hablar de una, cerca de Lowell. Admiten a cualquiera, te despelotas y jodes todo el día y bebes vino de moras toda la noche. Lo que ocurre es que me han dicho que, para comer, solo tienen nabos.

—Eres demasiado viejo para una comuna —dijo Foley—. No te aceptarían. No se te empinaría lo suficiente como para cumplir los requisitos. Lo que necesitas es un trabajo pagado por el gobierno con una secretaria que aparezca todas las tardes, se desnude hasta quedarse en liguero y haga que se te levante.

—Ya he solicitado ese trabajo —dijo el negro—. Sé bien a cuál te refieres. Cobras treinta de los grandes al año y te ponen un Cadillac con un chófer blanco. Me dijeron que ya estaba adjudicado. A un tipo de la Escuela de Derecho de Harvard con el pelo largo hasta el ombligo, barba y botas. Me dijeron que yo no estaba preparado para llevar a la gente a la tierra prometida, que lo que necesitaban era un buen chico judío que no se lavara.

—Creía que tenían sus derechos —dijo Foley.

—Yo también —dijo el negro—. Lo que quieren ahora son buenos empleos.

—Los hermanos se pondrán muy tensos cuando se enteren de esto —dijo Foley—. ¿Debo llamar a Inteligencia Militar y decirles que preparen las cámaras para filmar una manifestación inminente?

—Probablemente, no —respondió el negro—. Lo que hay que hacer es pasarle la información a un fiscal de distrito irlandés, estúpido y quisquilloso, y él lo estropeará todo enseguida.

—¿Y no serviría un concejal del ayuntamiento? —preguntó Foley.

—Sí, mejor —dijo el negro—, pero aún sería mejor una concejala. Son las más fetén. Siempre sabes de qué lado están.

—Y, por cierto, ¿cómo están los hermanos? —inquirió Foley.

—Oh, Deetzer, Deetzer, no aprenderás nunca —dijo el negro—. Cada vez que el hombre blanco llama es porque vuelve a ponérsele dura con los Panteras. ¿Son los Panteras, esta vez, Foles?

—No sé —respondió Foley—. No sé quiénes son. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera sé si son. Me sorprendería que fueran los Panteras. Por lo que he leído en el periódico, se pasan la vida en los juzgados por dispararse unos a otros.

—No todos —dijo el negro—. La base del partido tiene un negocio de hostelería.

—¿Y alguno de ellos quiere comprar ametralladoras? —preguntó Foley.

—Supongo —respondió el negro—. Siempre van por ahí diciendo «Muerte a la pasma». Si yo me dedicara a eso, me gustaría tener unas cuantas ametralladoras para cuando la pasma se cabrease.

—¿Conoces a alguien que quiera comprar ametralladoras? —inquirió Foley.

—Vamos, Dave —dijo el negro—, ya me conoces: soy el negrata del hombre blanco. No sé más de los Panteras que tú. Ni de ellos, ni de ningún otro hermano. ¿Soy lo mejor que podéis conseguir? ¿No tenéis a nadie infiltrado ahí que pueda informaros? O sea, si vienes a preguntarme a mí es porque realmente necesitas ayuda. Si quieres saber lo que oigo en la calle, puedo decírtelo, pero yo también dependo de la teta del gobierno. Un gobierno diferente y todo eso, pero es la teta del gobierno. Los hermanos no me hablan. Bueno, me hablan, pero no hablan en serio. Si estuvieran comprando cañones, no me lo dirían.

—Deetzer —dijo Dave—. Necesito un favor. Quiero que salgas a ver qué puedes oír. Me han llegado rumores de que los hermanos se están compinchando con la mafia, que están comprando armas a alguien que tiene contactos con los mafiosos. La idea me preocupa.

—Jesús —dijo el negro—. De competencia sí que he oído hablar. Siempre hay algún majara que quiere hacerse con el negocio de otro, pero ¿una alianza? Eso es absolutamente nuevo para mí.

—Y para mí —dijo Foley—. Mira a ver qué puedes averiguar, ¿vale, Deets?