7
Después de oír a su mujer y a sus hijos bajar la escalera con los albornoces rozando la alfombra oriental, las niñas hablando del parvulario y el chico murmurando algo sobre el desayuno, Samuel T. Partridge se duchó perezosamente y se afeitó. Se vistió y bajó a tomar los huevos y el café.
En la sala contigua a la cocina vio a sus niños de pie, cerca de la mecedora. Su mujer estaba sentada en la mecedora. Todos tenían el rostro inexpresivo. En el sofá había tres hombres sentados. Llevaban unos cortavientos azules de nailon y se cubrían la cara con medias de nailon. Todos llevaban un revólver en la mano.
—Papá, papá —dijo su hijo.
—Señor Partridge —dijo el hombre que estaba más cerca. Tenía los rasgos aterrorizadoramente deformados por el nailon—. Usted es el primer vicepresidente del First Agricultural and Commercial Bank. Vamos a ir al banco. Usted, yo y mi amigo, aquí presente. Mi otro amigo se quedará con su mujer y los niños para asegurarse de que no les ocurre nada. Si hace lo que le digo, a ellos no les ocurrirá nada y a usted, tampoco. Si no lo hace, uno de ellos, como mínimo, recibirá un balazo. ¿Comprende?
Sam Partridge se tragó la rabia y la flema repentina que le había subido a la garganta.
—Comprendo —dijo.
—Póngase el abrigo —dijo el primer hombre.
Sam Partridge besó a su mujer en la frente y luego besó a cada uno de sus hijos.
—No temáis —les dijo—. Todo irá bien. Haced lo que mamá os diga. Todo irá bien. —Las lágrimas corrían por las mejillas de su mujer—. Vamos, vamos —le dijo—. No quieren hacernos daño, lo que quieren es el dinero.
Ella tembló en sus brazos.
—Tiene razón —dijo el primer hombre—. Hacer daño a la gente no nos pone. Lo que nos pone es el dinero. Si nadie comete una estupidez, no ocurrirá nada. Vámonos al banco, señor Partridge.
En la calzada de detrás de la casa estaba aparcado un Ford sedán azul de aspecto corriente. En la parte delantera había dos hombres sentados. Los dos llevaban una media de nailon sobre la cabeza y un cortavientos azul. Sam Partridge se sentó en el asiento trasero. Los hombres que lo acompañaban se sentaron uno a cada lado.
—Duerme hasta muy tarde, señor Partridge —dijo el conductor—. Llevamos mucho rato esperando.
—Lamento las molestias —dijo Sam Partridge.
El hombre que había hablado en la casa se hizo cargo de la conversación.
—Sé cómo se siente —dijo—. Sé que es un hombre valiente. No intente demostrarlo. El hombre con el que está hablando ha matado a dos personas, que yo sepa.
—Y no le cuento lo que he hecho yo. Mantenga la calma y sea razonable. El dinero no es suyo. Está todo asegurado. Solo nos interesa el dinero. No queremos hacer daño a nadie. Lo haremos si es necesario, pero no queremos. ¿Será usted razonable?
Sam Partridge no dijo nada.
—Apuesto a que va a ser razonable —dijo el portavoz. Sacó un pañuelo de seda azul del bolsillo del cortavientos y se lo tendió a Sam Partridge—. Quiero que lo doble y se vende los ojos con él. Yo se lo ataré por detrás. Luego se sentará en el suelo del coche.
El Ford empezó a moverse mientras Sam Partridge se encogió en el suelo entre los asientos.
—No intente mirar —dijo el portavoz—. Tenemos que sacarnos estas medias hasta que entremos en el banco. Cuando lleguemos allí, sea paciente y espere a que nos las pongamos otra vez. Entraremos por la puerta trasera, como hace usted siempre. Usted y yo nos quedaremos juntos. No se preocupe por mis amigos. Dígales a sus empleados que no abran la puerta delantera y que no levanten las cortinas. Esperaremos a que se abra el temporizador y mis amigos se ocuparán de la caja fuerte. Cuando terminemos, regresaremos a este coche. Usted explicará a su gente que no llamen a la policía. Les dirá por qué no tienen que llamar a la policía. Sé que es incómodo, pero usted volverá a casa del mismo modo en que viaja ahora. En su casa recogeremos a mi amigo. Cuando estemos a una distancia prudencial, lo soltaremos. Ahora mismo, no planeamos golpearlo en la cabeza, pero lo haremos si nos obliga. No tenemos previsto hacerle daño a usted ni a nadie a menos que alguien la joda. Lo que he dicho antes es verdad: queremos el dinero. ¿Comprendido?
Sam Partridge no dijo nada.
—Me está complicando la vida —dijo el hombre—. Y como voy armado, eso no es una buena idea. ¿Comprende?
—Comprendo —respondió Sam Partridge.
En el banco, la señora Greenan sollozó en silencio mientras Sam Partridge exponía la situación.
—Dígales lo de la alarma —dijo el portavoz.
—Dentro de unos minutos —dijo Sam—, se abrirá la cerradura de apertura retardada de la caja fuerte. Estos hombres se llevarán lo que han venido a buscar. Yo me marcharé con ellos. Me devolverán a mi casa. En mi casa hay otro hombre con mi familia. Lo recogeremos y nos marcharemos. Este hombre me ha dicho que, si nadie interfiere en sus planes, a mi familia no le harán daño y a mí, tampoco. Me soltarán cuando se hayan asegurado de que se han salido con la suya. No me queda más remedio que creer que harán lo que dicen, así que les pido a todos ustedes que no hagan sonar las alarmas.
—Dígales que se sienten en el suelo —le ordenó el portavoz.
—Siéntense en el suelo, por favor —dijo Sam.
La señora Greenan y los demás obedecieron con gesto incómodo.
—Vaya a la caja fuerte —dijo el portavoz.
Cerca de la puerta de la caja fuerte, Sam Partridge redujo su campo de visión para que abarcara solo dos objetos. En la puerta de acero había un pequeño reloj. Marcaba las ocho y cuarenta y cinco. No tenía segundero y el minutero parecía no moverse. A un palmo y medio del reloj, medio metro por debajo de donde estaba este a la altura de los ojos, el portavoz del grupo empuñaba con firmeza un pesado revólver en su mano enguantada de negro. Sam vio que había una especie de acanaladura en el cañón y que la empuñadura estaba moldeada de modo que cubría la parte superior de la mano que lo sostenía. Vio toques dorados dentro del metal negro de los cilindros. El revólver estaba amartillado y listo para disparar. El minutero parecía no haberse movido.
—¿A qué hora se abre? —preguntó el portavoz en un murmullo.
—A las ocho cuarenta y cinco —respondió Sam con aire ausente.
En julio, su mujer y él habían llevado a los niños a New Hampshire y habían alquilado una casita en un lago con forma de paleta de pintor al norte de Centerville. Una mañana, alquiló un bote, un bote de remos de aluminio con un pequeño motor, y llevó a los niños a pescar mientras su mujer dormía. Regresaron sobre las once porque su hijo quería ir al baño. Vararon el bote en la playa y los niños corrieron por la pendiente de gravilla hasta las altas hierbas y cruzaron el campo bajo el sol hasta la casita. Sam cogió un sedal en el que había ensartado cuatro lucios pequeños y lo dejó en la gravilla. Se inclinó a recoger las cañas y la caja de aparejos y el termo de leche y los jerséis, se incorporó con los objetos y se volvió hacia donde había dejado el pescado.
En la gravilla suelta de la arena, a un paso del sedal y los pescados, descubrió una gruesa víbora enroscada. Tenía la cabeza levantada un palmo del suelo y los crótalos de la cola caídos sobre uno de sus gruesos anillos. Había estado nadando, pues tenía las lisas escamas del cuerpo mojadas y brillantes al sol. A lo largo de la piel se repetían regularmente bandas marrones y blancas.
Tenía unos ojos vidriosos y oscuros y sacaba y metía la lengua sin que se notase que abría la boca. La piel de entre las mandíbulas era de color crema. El sol cálido y reconfortante bañaba a la gruesa víbora y a Sam, que fue presa de repetidos escalofríos, y la una y el otro permanecieron inmóviles durante una eternidad, a excepción de la lengua negra y delicada de la víbora, que salía y entraba de la boca de vez en cuando. Sam empezó a marearse. Le dolían los músculos por la posición en la que se había quedado paralizado, casi erguido, con las cosas de los niños y los aparejos en la mano. La víbora parecía tranquila. No emitía ningún sonido. Sam no podía pensar en otra cosa que en su incertidumbre. No sabía si aquellos reptiles atacaban sin hacer sonar el cascabel. Una y otra vez, se recordó que eso no cambiaba las cosas, que el animal realizaría cualquier ritual de ese tipo muy deprisa y seguramente lo alcanzaría antes de que tuviera tiempo de alejarse. Una y otra vez, siguió inquietándolo la misma cuestión. «Oye, mira —le dijo finalmente al animal—. Quédate con el maldito pescado. ¿Me oyes? Quédatelo».
La víbora permaneció en la misma posición durante un buen rato. Luego sus anillos empezaron a tensarse. Sam decidió saltar si el animal avanzaba hacia él. Sabía que si se tiraba al agua, la víbora nadaría más deprisa y no iba armado. La víbora controlaba por completo la situación y se volvió despacio en la gravilla, haciendo crepitar los guijarros con el peso de su cuerpo. Empezó a subir la pendiente, alejándose en diagonal de la casita. Al cabo de un rato, había desaparecido y Sam, con todo el cuerpo dolorido, dejó los objetos en los asientos del bote y empezó a temblar.
—¿Qué hora marca ahora? —preguntó el portavoz.
Sam apartó los ojos del revólver negro y miró el reloj.
—No parece moverse —respondió—. Las ocho cuarenta y siete, me parece. No es un reloj muy bueno para dar la hora. En realidad, lo único que hace es mostrar que el mecanismo funciona.
Cuando le había contado a su mujer lo ocurrido con la víbora, ella quiso marcharse de inmediato y renunciar a los cuatro días que quedaban del alquiler de la cabaña. Y él le dijo: «¿Cuánto llevamos aquí? ¿Nueve días? Esa víbora ha estado aquí toda su vida y es grande; es decir, que su vida ha sido larga. En cualquier otro lugar de Nueva Inglaterra habrá también serpientes. A los niños no los ha mordido, de momento. No hay ningún motivo para pensar que, de aquí al sábado, se pondrá más agresiva. No podemos irnos a vivir a Irlanda solo porque a los niños podría morderlos una serpiente algún día». Y se quedaron, pero durante el resto de la estancia se descubrían caminando con cautela entre las altas hierbas y vigilando dónde pisaban en la gravilla y, cuando salían a navegar, Sam estaba ojo avizor por si aparecía la pequeña cabeza y los gruesos y brillantes anillos en el lago azul.
—¿Quiere probarlo ahora? —preguntó el portavoz—. ¿O se dispara la alarma si lo intenta antes de la hora fijada?
—No —respondió Sam—. Sencillamente, no se abre. Pero, cuando llega a la hora fijada, se oye un clic. Antes de que suene ese clic, es inútil probar.
Al otro lado de la caja fuerte sonó un chasquido seco.
—Ahí está —dijo Sam y empezó a girar la rueda.
—Cuando esté abierta —dijo el portavoz—, vaya hacia los escritorios de allí, de modo que pueda controlarlo a usted y a los demás a la vez.
Sam se detuvo cerca de su escritorio y miró las fotos de su familia, fotos que él mismo había tomado. En el centro de la mesa había un juego de escritorio Zenith compuesto de dos bolígrafos y una radio AM-FM que su mujer le había regalado para que le hiciera compañía cuando tenía que trabajar hasta tarde. El Wall Street Journal del día anterior estaba doblado en la esquina más cercana del escritorio. La señora Greenan recogía el correo cada mañana y le llevaba el periódico antes de clasificar todo lo demás. Aquel día, su rutina había quedado interrumpida. La jornada sería desesperante. Por la mañana, llamarían clientes para preguntar por sus ingresos y reintegros o por qué las multas y los cheques no habían llegado cuando debían. No, no sería así. Lo ocurrido saldría en la prensa y también en televisión.
Los otros dos hombres abandonaron las posiciones que habían ocupado en el banco y se reunieron. Sacaron de debajo de la chaqueta sendas bolsas de plástico verde brillante y las sacudieron para abrirlas. Entraron en la caja fuerte sin pronunciar palabra. El revólver negro permaneció quieto.
Los otros dos tipos salieron de la caja fuerte. Dejaron las bolsas de plástico verde en el suelo. Uno de ellos sacó otra bolsa y la sacudió. Entró en la caja fuerte. El segundo hombre desenfundó el arma y asintió.
—Cuando salga —le dijo el portavoz—, recuerde a sus empleados lo de la alarma. Luego, dígales que habrá un tiroteo pero que nadie resultará herido. Tengo que cargarme esas cámaras que tienen ahí.
—¿Por qué van a preocuparse de eso? —dijo Sam—. Son para las personas que vienen a cobrar cheques falsos que el cajero no detecta en el transcurso de la operación. Todos los presentes los han visto durante los últimos diez minutos y no pueden identificarlos. ¿Por qué correr ese riesgo? Aquí al lado hay una farmacia y, a esta hora, ya está abierta. Si cree que el banco está insonorizado, se equivoca. Si empiezan a disparar, seguro que viene alguien.
—Realmente quiere cooperar, ¿verdad? —dijo el portavoz.
—No quiero que me hagan daño ni que hagan daño a nadie —replicó Sam—. Dijo que utilizaría el arma, ¿verdad? Yo le creo. Esas cámaras no han visto nada que no haya visto yo: un montón de gente asustada y tres tipos con medias en la cara. Tendría que matarnos a todos también.
—De acuerdo —dijo el portavoz. El tercer tipo salió de la caja fuerte con una tercera bolsa medio llena—. Dígales lo siguiente: mis amigos van a salir y montar en el coche. Luego saldremos nosotros y volveremos a su casa. Sus empleados abrirán el banco y no dirán nada a nadie durante una hora como mínimo. Si lo hacen, tal vez tengamos que matarlo.
—Escuchen, por favor —dijo Sam—. Ahora nos iremos. Tan pronto se cierre la puerta trasera, pónganse en pie y ocupen sus lugares de trabajo habituales. Abran las puertas y descorran las cortinas. Empiecen a trabajar como de costumbre, lo mejor que puedan. Es muy importante que estos hombres tengan como mínimo una hora para escapar. Sé que a ustedes les resultará difícil. Hagan lo que puedan. Y si viene alguien a retirar una suma cuantiosa de dinero, tendrán que decirle que hay una avería en la caja fuerte y que hemos llamado a la compañía y estamos esperando al técnico para que la abra.
Luego, se volvió hacia el portavoz y le dijo:
—¿Quiere pedir a uno de sus hombres que cierre la caja fuerte?
El portavoz señaló la puerta de la caja y uno de sus compinches la cerró. El portavoz asintió y los otros dos tipos cogieron las bolsas de plástico y desaparecieron por el pasillo que llevaba a la puerta trasera.
—Recuerden, por favor, lo que les he dicho —dijo Sam—. De ustedes depende que nadie resulte herido. Hagan cuanto esté en sus manos, por favor.
En el coche no había ni rastro de las bolsas de plástico. Entonces, Sam notó que uno de los hombres no estaba. Se acomodó en el asiento trasero con el portavoz. El conductor puso en marcha el motor.
—Ahora, señor Partridge —dijo el portavoz—, voy a pedirle que se vende de nuevo los ojos y que se eche en el suelo del coche. Mi amigo el chófer y yo nos quitaremos las medias. Cuando lleguemos a su casa, lo ayudaré a bajarse del coche. Se quitará el pañuelo de los ojos para que nadie se asuste. Recogeremos al colega que hemos dejado allí y volveremos al coche. Usted se pondrá la venda otra vez y, si todo va bien, al cabo de un rato estará sano y salvo. ¿Comprende?
En el salón de casa, su mujer y sus hijos parecían ocupar el mismo lugar que cuando él había bajado la escalera. Su mujer estaba sentada en la mecedora y los niños se apretujaban contra ella. Sin que nadie se lo dijera, supo que no habían hablado desde que se había marchado. El tipo que se había quedado a vigilarlos se levantó del sofá al verlos entrar.
—Ahora tengo que marcharme con estos hombres un rato y luego todo se arreglará, ¿de acuerdo? —anunció Sam. Los niños no respondieron. Se volvió hacia su mujer y le dijo—: Será mejor que llames a la escuela y les digas que todos hemos pillado una gripe intestinal y que los niños no irán a clase.
—No diga nada más —dijo el portavoz.
—Estoy haciendo lo que me ha pedido —replicó Sam—. Si no llamamos a la escuela, llamarán ellos.
—Bien —asintió el portavoz—, pero asegúrese que no hace la llamada a la policía estatal o algo así. Y ahora, vámonos.
Una vez fuera, a Sam le vendaron de nuevo los ojos. Los ojos le dolieron del repentino cambio de la luz solar a la oscuridad. Lo llevaron hasta el coche y lo hicieron tumbarse en el suelo. Oyó que ponían el motor en marcha y oyó engranarse la transmisión justo debajo de su cabeza mientras el coche daba marcha atrás. Luego, notó que se lanzaba hacia delante. Distinguió cuando salía del camino privado de la casa y doblaba a la izquierda. Cuando llegaron a un stop y dobló a la derecha, Sam supo que estaban en la Ruta 47. El coche circuló un buen rato sin detenerse. Sam buscó en su memoria el número de señales de stop y de semáforos que tenían que haber pasado, pero no lo recordó. Ya no sabía dónde estaban. En el coche todo el mundo permanecía callado. Oyó que alguien raspaba una cerilla para encenderla y a continuación olió a cigarrillo. Pensó «Debemos de estar llegando a algún sitio. Esto está a punto de terminar».
Sonó un crujido debajo del coche y este redujo deprisa la velocidad.
—Ahora voy a abrir la puerta —dijo el portavoz—. Apoye las manos en el asiento y siéntese. Yo lo cogeré por el brazo y lo sacaré del coche. Estamos al borde de un campo. Cuando se apee, yo le señalaré la dirección y empezará a caminar. Oirá que vuelvo al coche. La ventanilla estará bajada. Lo estaré apuntando con la pistola en todo momento. Empiece a caminar y camine lo más deprisa que pueda. En un momento dado, mientras camina, oirá que el coche sale de la cuneta, pero le prometo que nos quedaremos aparcados un rato en el asfalto. Por el ruido, no sabrá si seguimos ahí o no. Cuente hasta cien. Entonces, quítese la venda y pídale a Dios que ya nos hayamos marchado.
Sam tenía calambres y estaba agarrotado de pies a cabeza del rato que había pasado en el suelo del coche. Trastabillando, salió a la cuneta de la carretera. El portavoz lo tomó del brazo y lo llevó hasta el campo. Notó que se encontraba entre unas hierbas altas y húmedas.
—Empiece a caminar, señor Partridge —le ordenó el portavoz—. Y gracias por su colaboración.
Sam oyó que el coche se movía en la gravilla. Avanzó a ciegas con dificultad y la irregularidad del terreno lo asustó. Temía meter el pie en un agujero o pisar una serpiente. Contó hasta treinta y cuatro y perdió la cuenta. Contó de nuevo hasta cincuenta. No podía respirar. No más, pensó, no puedo esperar más. Se quitó la venda, esperando que le disparasen. Estaba solo en unos grandes y planos pastizales bordeados de robles y arces que habían perdido las hojas y cuyos troncos negros se alzaban desnudos en aquella cálida mañana de noviembre. Se quedó quieto unos instantes, parpadeando. Luego se volvió, vio la carretera vacía a una distancia de apenas veinte metros y empezó a correr, agarrotado, hacia el asfalto.