13

En Desi’s Place de la calle Fountain, en Providence, Jackie Brown encontró a un chico con el pelo moreno y graso y una tez enfermiza. Vestía una barata camisa deportiva de cuadros y unos pantalones de algodón y necesitaba un afeitado. Parecía preocupado. Estaba sentado en un reservado al fondo del local, a solas.

Jackie Brown se detuvo junto a su mesa y le dijo:

—Si te dijera que ando buscando a un tipo que estuvo en los Marines con mi hermano, ¿crees que podrías ayudarme?

Al chico se le llenaron los ojos de emoción.

—Empezaba a preocuparme —dijo—. Dijiste que estarías aquí a las siete y media. Ya me he comido tres platos de huevos.

—Tendrías que pasar de los huevos —dijo Jackie Brown—. Los pedos de huevo huelen peor que los de cerveza.

—Me gustan los huevos —replicó el chaval—. Lo que quiero decir es que allí siempre son de polvos, huevos revueltos. Cada vez que tengo un poco de libertad, salgo y me pido unos de verdad.

—¿Y también pides galletas? —le preguntó Jackie Brown.

—¿Qué? —dijo el chico.

—No, nada —respondió Jackie Brown—. No he venido hasta aquí para hablar de huevos, joder. He venido a hacer una cosa. Hagámosla. ¿Adónde vamos?

—Mira —dijo el chico—, no sé si todavía están aquí. Quiero decir que casi son las diez, ¿entiendes? No tengo manera de ponerme en contacto con ellos. Se suponía que íbamos a estar allí a las ocho y cuarto. Ya no sabía qué hacer.

—¿Tenemos que ir en coche a algún sitio? —inquirió Jackie Brown.

—Pues claro —dijo el chico—. Ese era el plan. Me dejaron aquí para que te esperase y ellos se marcharon, ¿sabes? Y entonces yo tenía que llevarte allí a las ocho y cuarto y ocuparme del asunto. Así entendí que lo íbamos a hacer, quiero decir. Llevamos retraso, eso es todo. Lo único que te digo es que no sé si estarán allí todavía. No podemos hacer otra cosa que ir a comprobarlo. No es culpa mía.

—¿Adónde tenemos que ir? —quiso saber Jackie Brown—. Y no me digas que es en dirección sur.

—Pues sí, es hacia el sur —respondió el chico—. Tenemos que seguir la carretera hasta el lugar en el que estábamos citados. Lo íbamos a hacer así.

—Dios —dijo Jackie Brown—. Llevo todo el día en la carretera, maldita sea. Bueno, vamos.

El chico se quedó muy impresionado con el Roadrunner.

—¿Cuánto te costó? —preguntó.

—Mira, no lo sé —respondió Jackie Brown—. Lo compré hace cosa de un año. Cuatro mil, me parece.

—¿Lleva el motor Magnum? —quiso saber el chaval.

—No. Es un Hemi —dijo Jackie Brown—. Un Hemi 383. Funciona.

—¿Y cómo es que llevas cambio automático? —dijo el chico—. Si yo tuviera uno, me gustaría que fuese un cambio manual Hurst.

—Cuando empezaras y no pararas de comprar embragues para él, no te gustaría tanto —dijo Jackie Brown—. Sueltas esa cosa unas pocas veces y enseguida empiezas a oír fuertes ruidos en el protector del embrague. O salta una marcha y las válvulas amenazan con atravesar el capó como si fueran balas. Pero la transmisión automática Torqueflite es bastante buena; con el diferencial de deslizamiento limitado consigues una buena tracción y acelera que da gusto. ¿Adónde vamos?

—Mira, toma la autovía hacia el sur. Si quieres, con este buga, podemos estar allí dentro de cinco minutos.

—No quiero —dijo Jackie Brown—. Si esta noche me pillaran con lo que llevo, no volvería a ver la luz del sol. Hay un límite de velocidad en todo el trayecto.

—Mierda —dijo el chico—. Siempre he querido ver qué puede hacer un cacharro como este.

—Bueno, yo te lo contaré —replicó Jackie Brown—. Si me consigues veinticinco o treinta rifles más de estos, podrás comprarte uno y comprobarlo por ti mismo, pero esta noche voy a cumplir la ley y no hay más que hablar.

El Roadrunner salió de la interestatal 495 por la rampa de Warwick-Apponaug y recorrió las calles tranquilas con un ronroneo del motor.

—Sigue recto por aquí un kilómetro y medio o así y cuando casi llegues a East Greenwich, dobla a la derecha. Pero tienes que mantener los ojos bien abiertos porque desde allí baja hasta el agua y entonces tienes que doblar a la derecha de golpe y tomar una carretera sin asfaltar.

—¿Dónde demonios me estás llevando? —preguntó Jackie Brown.

El coche entró con una sacudida en una calle estrecha que bajaba una cuesta empinada. Las ramas que colgaban de los árboles rozaron el techo y los laterales del vehículo. Cada vez que el coche daba un tumbo, los faros iluminaban las copas de los árboles. Al pie de la colina, la carretera terminaba junto a un pequeño edificio rojo y unos amarres para yates. Unos pequeños botes de mariscar estaban cómodamente anclados en las aguas oscuras.

—Ahora, a la derecha —dijo el chico—. Sigues unos cien metros y llegarás a un claro. Ahí es donde están ellos. En la parte de atrás hay una granja de caballos. Puedes alquilar uno y salir a montar.

Jackie Brown metió el morro del Roadrunner en la zona de aparcamiento sin asfaltar que había delante del edificio rojo. Apagó los faros. Puso la marcha atrás y salió reculando. Cuando se detuvo, el coche estaba encarado hacia la colina que acababan de bajar. La luna se reflejaba en el agua del embarcadero. Jackie Brown puso el coche en punto muerto, abrió la ventanilla y dejó que el aire salado entrara en el coche.

—Baja —dijo.

—No —dijo el chico—. Allí, en lo alto de la colina.

—Exacto —dijo Jackie Brown—. Baja, sube caminando, llama a tus amigos y baja con ellos y los rifles. El negocio lo haremos aquí, no allí.

—¿Por qué? —preguntó el chico.

—Porque creo que te conviene hacer ejercicio —respondió Jackie Brown—. Los caballos me dan miedo. Me gusta la luz de la luna. Y no soy tan estúpido como para meter este coche en el bosque y encontrarme con dos tipos con ametralladoras que saben que tengo el dinero. La vida es dura, pero todavía lo es más si cometes estupideces. Ahora, baja y ve a buscarlos. Yo esperaré aquí. Cuando vuelvas, ya te diré lo que hay que hacer a continuación. Vamos, muévete.

El chico se apeó y cerró la puerta. Jackie Brown alargó el brazo y la cerró por dentro. De la guantera sacó una automática cromada del 45. Encendió las luces interiores, comprobó el seguro de la automática, movió la corredera hacia atrás y metió una bala en la recámara. Soltó la corredera, quitó el seguro y dejó la pistola en el salpicadero. De un compartimento, sacó una linterna cromada, la enchufó en el encendedor y la colocó en el salpicadero, al lado de la pistola. El motor Hemi ronroneó quedamente. Oyó los botes chapoteando en los amarres. Observó la carretera con atención.

Tres figuras llegaron a la zona de aparcamiento iluminada por la luna. Dos de ellas llevaban rifles. Se aproximaron con cautela.

—Hasta ahí está bien —les dijo, enfocándolos con la linterna—. Vosotros dos, los de los rifles, dádselos al tipo que estaba conmigo. Y luego, quedaos quietos.

El chico tuvo problemas para cargar todos los rifles en los brazos.

—Ahora, ven al coche. Cuando llegues, abriré el maletero desde dentro. Déjalos ahí y yo cerraré. Acércate a la ventanilla y te daré el dinero. Los demás, os quedáis quietos y tranquilos. Os estoy apuntando con uno del 45. La más mínima tontería y os meto un buchante.

El chico hizo lo que le habían dicho. Jackie Brown pulsó el botón de apertura del maletero con la rodilla. Oyó que el maletero se abría de golpe. Oyó el sonido metálico de los rifles al caer en el compartimento de las maletas.

—Cierra el maletero, joder —dijo y, al oír que se cerraba, añadió—. Acercaos pero no me tapéis la luz.

El chico se acercó a la ventanilla.

—¿Dónde está la munición? —preguntó Jackie Brown.

—¿Eh? —dijo el chico.

—¿Dónde están las malditas balas, joder? —dijo Jackie Brown—. Os encargué quinientas. ¿Dónde coño están?

—Oh —respondió el chico—. No hemos podido conseguir la munición.

—No la habéis conseguido —dijo Jackie Brown—. Habéis robado los malditos rifles de la tienda pero no habéis conseguido balas. ¿Qué demonios queréis que haga con rifles sin balas? No puedo conseguirlas en otro sitio.

—Escucha —dijo el chico—, te las conseguiremos, hablo en serio. Lo que ha ocurrido es que el chico que iba a dárnoslas está enfermo. Cuando llegamos, no había ido a trabajar y no quisimos correr el riesgo de conseguirlas a través de otro del que no supiéramos seguro que no nos causaría problemas.

—Muy bien —dijo Jackie Brown—, voy a ser amable con vosotros. Aquí están los quinientos por los rifles. Tendría que quedarme doscientos porque me habéis dejado tirado con la munición, pero, qué carajo, mi punto flaco es la amabilidad. Cuando tengáis el resto del material, me llamáis, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo el chaval—. Muchas gracias.

—Y pasa de los huevos —dijo Jackie Brown—. Acabarán contigo antes de tiempo.