XVII
Cuando el primer carruaje ministerial llegó al patio de armas, su estrépito despertó a Guadalupe, que se había acostado y dormía. Alarmada, corrió a la ventana, echando sobre su desnudez la capa de terciopelo y armiño. Y vio llegar, uno tras otro, a los miembros del Gabinete. Supuso que se congregaban para juzgarla, y una tremenda sensación de desamparo la sacudió. Carecía de armas para defenderse, porque no esperaba que lo fuesen su belleza y su ingenio.
Desanimada, se aproximó al tocador para arreglarse un poco y vestirse; mas al soltar la capa se vio en el espejo. O, mejor, no se vio personal y entera, sino partes de su cuerpo: los brazos y los hombros, el descote, las manos, y adivinó lo que ocultaba la camisa. Y, contemplándose, una súbita pena la atenazó la garganta hasta hacerla sollozar, porque lo que sólo al capitán Mendoza pertenecía verdaderamente, no había llegado a pertenecerle. Y tuvo por inútiles su rostro y su figura, su garbo y hasta sus sentidos, reducidos a un anhelo que ahora sabía irremediablemente insatisfecho.
Lloraba, y el llanto no le sirvió de consuelo, sino de espuela que la empujaba a llorar más todavía. Debruzada sobre el tocador, le caía el cabello sobre la espalda y los brazos, y unos rizos, que la tapaban el rostro, se le mojaban en las lágrimas.
Un ruido de llaves en la puerta la levantó. Tuvo tiempo de cubrirse con la capa antes de que entrase Suárez.
—¿No le enseñaron a pedir permiso, capitán? ¡Salga usted inmediatamente!
El capitán no se movió.
—Vengo a llevármela.
—Aguarde fuera. Tengo que arreglarme primero.
—Los señores que la esperan no tienen paciencia. Venga.
Guadalupe, recatándose en la capa, se retiró hasta el fondo de la habitación.
—¡No iré! ¡No puedo ir! —y casi imploró—. ¡Por favor, unos minutos!
Pero Suárez se le acercó, impasible.
—Inútil que se arregle, no le servirá ele nada. Porque puede usted conmover a los ministros, pero no a mí. Y yo soy el que ha de fusilarla.
Guadalupe se aproximó a la ventana y su mirada resbaló por el haz azul de las olas. Volaban los albatros, y en la raya del horizonte alborotado se descubría una vela.
Bajó la cabeza y cerró más la capa sobre su cuerpo.
—Cuando quiera.
El capitán la empujó hacia fuera, y entre cuatro soldados armados caminaron por el paseo de ronda.