VI

En el interior del acreditado establecimiento del Pasaje, el aroma del café competía con el tufo de los mecheros, y el humo de los cigarros hacía que los contornos de las cosas temblasen en el aire, como a través del agua. Pero en las calles, barridas por el viento austral, hacía frío, y, así, la atmósfera tibia del café envolvía confortablemente.

Se había construido, cerca del rincón donde habitualmente se sentaban los miembros de la Sociedad Científica y Literaria, un tabladillo con tres poltronas para la presidencia y una mesita para la lectora. Rosalía vestía un precioso modelo de moaré negro, muy severo, apropiado a la undécima musa. En torno a ella mariposeaban los caballeretes, que aquel día disfrazaban de elogios literarios sus galanterías.

Fraques, sombreros altos; miriñaques y peinados de bucles a un lado y a otro de la cara. Y en todas las mujeres, la esperanza de escuchar una conmovedora narración de amor, adulterio y muerte. La buena sociedad colonial se ensayaba por primera vez en el romanticismo.

El general Clavijo llegó puntual, cubierto de oros gloriosos; y como si sólo a él se esperase, en cuanto saludó a Rosalía, la presidencia subió al estrado y la lectora, con gesto lánguido y afectadamente torpe, desempaquetó un mazo de galeradas, pues la novela estaba en trance muy adelantado de publicación.

Se hizo el silencio, aunque no total, porque las mujeres no pudieron evitar los comentarios, en voz baja, del peinado, el traje y la belleza de Rosalía. Fue necesario que el presidente reclamase silencio; y no un silencio cualquiera, sino el silencio religioso que exigen las grandes revelaciones del espíritu. Aprovechó la ocasión para endilgar a los oyentes un discurso que fue muy celebrado.

El general Clavijo bebía, con el café, una copa de aguardiente. Su posición cerca del corazón de Rosalía le había asegurado un lugar de privilegio, desde donde podía contemplar la concurrencia. Bien es cierto que a él sólo le importaban las mujeres y los enemigos políticos, pero aquella noche abundaban unos y otras.

«Arminda o la mujer entre dos hombres, novela de pasión. Capítulo primero. El escenario. Imaginemos una enorme sabana, llanura inconmensurable donde la mies amarillea bajo los rayos del sol naciente, bajo un cielo de topacio que surcan veloces los vuelos de las aves. Imaginemos un silencio profundo, sólo turbado por el canto del tecolote o por la brisa que, como sobre una guitarra, arranca de la mies sonidos armoniosos. Imaginemos…»

El presidente dijo a su compañero de la derecha:

—¡Briosa manera de comenzar!

Y el compañero de la derecha le respondió:

—Es de una extraordinaria originalidad.

Rosalía leía con áspera voz de contralto, una voz con trémolos dramáticos y cadencias coloniales, y cierta dificultad para pronunciar las erres, herencia de sus antepasados negros. De vez en cuando, levantaba la mirada de las páginas, como para investigar la atención del auditorio, pero, en realidad, para saber que el general Clavijo se mantenía atento.

Y el general Clavijo simulaba atención, pero comenzaba a aburrirse. Había acudido a la lectura con prevenciones contra la inesperada faceta intelectual de Rosalía, y sus virtuosismos descriptivos, apenas iniciados, le fatigaban.

Ya había concluido la descripción de la sábana, de su silencio, de sus ruidos, de su flora y de su fauna, cuando entró Guadalupe. Entró con sigilo, como un ladrón, pero soltó la puerta a destiempo y la puerta se batió estrepitosamente. (Rosalía sostuvo siempre que fue un portazo adrede.) Todos los rostros se volvieron hacia ella, indignados y estupefactos, pero inmediatamente dulcificados, y hasta sonrientes, cuando Guadalupe, con el mohín de un niño compungido, explicó:

—Ahí fuera hace un viento endiablado.

Esperaba que nadie le respondiese. Esperaba, incluso, que, hostiles, todas las miradas censurasen su impertinencia. Deseaba que todos los lugares estuviesen ocupados y que ningún caballero le ofreciese su asiento. Pero los caballeros se levantaron, e incluso el presidente inició el ofrecimiento, olvidando la intransferibilidad de su sitial. Ella, sin embargo, caminó taconeando, hacia el estrado, sin mirar a otra parte, con un rumor de sedas y una estela de perfume intenso, más fuerte que el aroma del café, que el tufo de los mecheros y el olor de los cigarros.

Rosalía había suspendido la lectura y, furibunda, miraba a la intrusa. En el rostro resplandeciente del presidente, recobrado del entusiasmo inicial, se reflejaba el enojo, como si hubiesen vulnerado el artículo fundamental de la Constitución. Pero Guadalupe se adelantó inocente, sonriente, moviéndose con un garbo condenado y tan perfectamente vestida que Rosalía se sintió empequeñecida en su elegancia.

Guadalupe, junto al estrado, se empinó un poquito sobre sus pies hasta que su mano pudo pellizcar cariñosamente la mejilla oscura de Rosalía.

—¡Hola, bonita! ¿Te he interrumpido? ¡Cuánto lo siento! Pero por mí no dejes de leer. Ya buscaré donde sentarme.

Giró sobre sí misma y el miriñaque giró también, plegándose como un abanico. Eran graciosos sus movimiento, y simpática su aparente inocencia.

—Sigue leyendo, preciosa, que ya buscaré sitio. No te preocupes por mí. ¿Está usted solo en la mesa, general? —dijo, dirigiéndose a Clavijo—. ¡Si fuese tan amable que me ofreciese una silla!

Todos fueron testigos de la cumplida reverencia que Clavijo le hizo, y de la sonrisa que ella le dirigió. Rosalía apretó las galeradas con la mano convulsa, y Guadalupe, ya sentada, quedó muda y atenta, como la cosa más natural del mundo. Sin embargo, en los presentes se había operado un cambio, desplazándose la atención de la novela a Guadalupe. No interesaban ya las llanuras plantadas de mies, ni el colibrí, ni el arroyuelo, sino lo que pudiera suceder entre Guadalupe y Clavijo. Se espiaban sus movimientos, sus miradas; se interpretaban gestos y actitudes, y hubo un acuerdo tácito al estimar que Rosalía había sido derrotada. La misma Rosalía lo comprendió y en aquel momento sintió nacer en su corazón un extraño germen, sólo vengativo en la apariencia, pero que encerraba en su misterio genético décadas de la Historia Nacional. Creyó por un momento que el ímpetu de su epifanía la arrastraría al escándalo, pero supo contenerse y sólo por respeto a sí misma continuó la lectura.

—«Capítulo segundo. Arminda. Por las abiertas ventanas entraban los primeros rayos del sol naciente, envueltos en los relinchos de la caballada, en los balidos de las ovejas, en los mugidos del ganado vacuno, pues todos ellos alababan a su modo la alegría pagana del amanecer. Arminda se incorporó en su lecho y contempló a su marido, que dormía apaciblemente…»

—¡Qué hermosa voz! —susurró Guadalupe a su compañero de mesa.

—Sí. Tiene usted una voz deliciosa —le respondió Clavijo.

—¡Me refería a la voz de la señorita Prados, general!

—¡Ah! Pero yo me refería a la de usted.

—Es usted muy galante.