X

Guadalupe regresó a su casa con renovada melancolía, casi con desaliento. Buscó la soledad, y en ella, a oscuras, sin otro ruido que el que hacía en la jaula su canario, pensó en sí misma. Y del largo pensar, dando vueltas a la misma ingrata realidad, concluyó que su amor no se resignaba a la desesperanza, sino que espoleado, se le remejía con más fuerza en el corazón, exigente. Pero, frente a este razonamiento cordial, la fuerza de los hechos la abrumaba; jamás el capitán podría enamorarse de ella, porque hablaban un lenguaje distinto, porque nada en sus almas coincidía, porque ni siquiera la belleza de Guadalupe parecía importarle.

Cuando vino Villegas al día siguiente, Guadalupe le recibió con señales de insomnio y cierto matiz dramático en el rostro; dramático, pero resuelto.

Refirió la entrevista en casa de los Uriarte y repitió las palabras de Mendoza.

—Es un hombre admirable. ¡Si usted le hubiera escuchado! Habla como un apóstol o como un héroe. Y todo es honrado en él, hasta el movimiento de sus manos, y su modo de mirar, limpio como el de un niño. Pero, precisamente por eso, no puede amarme. Supongo que soy para él algo peor que una mujer frívola o perversa: soy, sencillamente, incompatible. Si yo le dijese: «Déjalo todo por mí», se reiría. Y si le ofreciese ser su compañera, vivir a su lado en silencio, ayudarle, no me creería, o acaso me respondiese que un hombre como él no puede permitir un estorbo a su lado.

—Todo eso, Guadalupe, se me antoja pura vanidad.

—¡De ninguna manera! Es el hombre menos vanidoso del mundo. Pero es distinto de nosotros. Cree en algo, se ha propuesto hacerlo y todo lo que se lo impida lo apartaría de su lado, aunque le doliese.

Villegas fumaba en una larga pipa. Miro a Guadalupe a través del humo, pantalla de su sonrisa.

—¿Quiere esto decir que ha renunciado usted?

—¡No! ¡Eso nunca! ¿Cómo voy a renunciar? Aunque quisiera, no podría. Por el contrario, me siento cada vez más empujada hacia él. Mañana me será más necesario que hoy, y hoy le aseguro a usted que es como mi alimento. Tengo un proyecto —añadió; y Villegas alzó la cabeza con asustada sorpresa.

—¿Un proyecto?

—Llámele, si lo quiere, una locura. En cualquier caso, será un modo de acercarme a él con la esperanza de que no me resulte, como ahora, inaccesible.

—Explíquemelo.

Guadalupe tardó en responder, como buscando palabras. Luego dijo:

—¿Usted cree posible una conspiración contra Lizárraga?

—¿Cómo no? ¡He visto tantas en pocos años! Una más no puede sorprenderme.

—Y usted, puesto a organizarla, ¿qué haría?

—Ni más ni menos lo que han hecho todos: prometer cosas que luego no se cumplen.

—Pongamos que eso ya está hecho. ¿Y después?

—Después, querida Guadalupe, no quedan más que dos caminos: sublevar a la guarnición o sublevar al gauchaje. Queda también una tercera posibilidad, que es sublevar al gauchaje y a la guarnición al mismo tiempo.

—¿Y no cree usted necesario un jefe?

—Pero, querida amiga, con eso ya se cuenta. ¿Usted ha conocido alguna conspiración sin jefe? Hace falta un hombre que lo mueva todo, que lo organice todo y que tenga el cinismo suficiente para engañar a los que le siguen. Claro está que también puede ser un ingenuo y prometer con sinceridad lo que luego las circunstancias le impedirán cumplir. Supongo que a esta última clase pertenece su capitán.

—Ahora no hablemos del capitán. Quiere decir que habiendo cabecilla usted considera posible el triunfo de cualquier golpe de Estado.

—Naturalmente, pero con ciertas condiciones. Un golpe de Estado no triunfa por la generosidad de sus móviles ni por la audacia de sus empresarios, sino por su oportunidad. Hay que elegir un momento de cansancio de los que gobiernan, el momento de su máxima impopularidad. Lizárraga lleva un año gobernando, y todos, hasta yo, estamos cansados de él. Pero en la actualidad aun cuenta con algunos amigos. Dentro de dos meses estará absolutamente solo, y entonces bastará con que alguien grite en la calle y dispare cuatro tiros, o que entren en la ciudad unas cuadrillas camperas e incendien un par de casas y cometan tres o cuatro desafueros en personas significadas.

—Pero si eso es tan fácil, los caudillos no podrán luego pasar la cuenta.

—Es que el pueblo ignora siempre que las cosas se hayan realizado fácilmente. La mayor habilidad del conspirador consiste en convencernos a todos de que ha expuesto su vida por las libertades públicas, etc.; entonces nosotros lo creemos y le votamos, y cátale ahí hecho presidente o lo que quiera.

—¿Usted, de preparar una revolución, lo haría en nombre de ciertos ideales?

—Es uno de los procedimientos, pero no el único. Puede hacerse en nombre de ciertas personas o contra ellas. Lo mismo se gana una revolución gritando: «¡Viva la Libertad!», que «¡Muera Fulano!», aunque, por lo general, ambos gritos coinciden.

—Continuemos las suposiciones: la revolución ha triunfado. Sus directores han alcanzado el poder. ¿Qué le pasa a un hombre cuando tiene el Poder en sus manos?

—Una de dos: o se envanece o se desvanece. Son muy pocos los que saben usar de él con prudencia y sin detrimento de su persona.

—Imagine usted un tipo recio, honrado, lleno de fe…

—¿Al capitán Mendoza?

—Pongamos que es el capitán Mendoza.

—Si el capitán Mendoza llega al Poder, lo primero que sentirá es una enorme y sincera sorpresa, puesto que, como usted me ha contado, él no lo busca. Querrá imponer a todos sus ideas o sus ideales, es decir, querrá hacer una revolución, como otros muchos lo han querido. Y una revolución consiste siempre en violentar la realidad dolorosamente, a veces trágicamente, en nombre de una fantasía. Pero llega un momento en que la realidad puede más, y entonces el revolucionario claudica o se retira. Si claudica hábilmente, puede llegar a ser un Napoleón. Si fracasa, vivirá el resto de sus días amargado y desesperado, enemigo de todos y de todo, refugiado, para justificarse, en una idea en la que ya no cree y que el tiempo convirtió en ridícula.

—Bien. Pero el revolucionario en cuestión tiene tras de sí una persona experimentada, con menos fe. Alguien que le advierte del exceso y del peligro. Alguien…

—¿Se llama Guadalupe Limón esa persona?

—Sí.

—Hay una cosa que usted no podrá evitar: que su capitán, al año, a los dos años, haya perdido la ingenuidad y la grandeza. Si quiere conservar el Poder, aunque sea con intención honrada, el Poder le habrá corroído. Entonces su capitán no la mirará a usted ni a nadie limpiamente. Acaso siga diciendo lo mismo, pero el tono será distinto. Hoy le parece a usted un ángel, un santo o un apóstol. Entonces será sólo un hombre, y usted lo verá como hombre.

Guadalupe saltó de júbilo en su asiento.

—¿Está usted seguro de que sucederá eso?

—Es lo más probable —respondió Villegas encogiéndose de hombros—, Dentro de unos años el Poder habrá transformado de tal manera a su capitán que ya no le amará.

—Eso sí que no —saltó ella, poniéndose en pie—. Le amaré siempre, entonces más, si es posible, porque él me amará también.

Permaneció un momento silenciosa, mirando a Villegas, con las manos apoyadas sobre la mesa, el gesto sereno, aunque un poco tribunicio el ademán.

—Mi proyecto consiste en desmoralizar al capitán por medio del Poder.

Y, de pronto, con voz temblorosa, dubitante, un poco de niña asustada:

—¿Le parece una majadería? ¿Es, como todas las cosas que se me ocurren, una fantasía o una estupidez?

Villegas dio una chupada a la pipa, que se había apagado. Sacó del bolsillo los trebejos y se puso a encenderla sin responder.

—Por favor, contésteme —imploró Guadalupe.

—Todo consiste en que Mendoza llegue al Poder.

—¡Oh, eso está descartado! ¿Verdad que es un buen proyecto?

—Si usted pensase en convertir a la bondad a un descarriado, dudaría del éxito; pero arrebatar a un hombre la honradez, la ingenuidad y la fe siempre es posible.

—No crea usted que no me apena. ¡Es tan hermoso el capitán Mendoza con su heroísmo! ¡Pero está al mismo tiempo tan lejos de mí! Me parece una fortaleza inatacable y majestuosa, y yo, frente a él, una tropa traidora que no puede atacar de frente y busca derribar la majestuosidad para pasar por encima y vencer. Estoy enamorada de un gigante y sólo conseguiré una melancólica ruina, pero por melancólica, será más mía. Entonces ya no estará seguro de sí mismo y encontrará en mí ayuda, y ya no soportará la soledad, y yo seré su compañía. Y, sobre todo —agregó con amargura—, tampoco será totalmente honrado, y no sentirá vergüenza de mí, como ahora la sentiría.

Se sentó. Villegas fumaba en silencio. Las bujías de la mesa dejaban en penumbra las esquinas del ancho comedor virreinal, y en alguna parte Garambaina ajetreaba, moviéndose con lenta eficiencia, pero sin ruido. Guadalupe recostó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos. Quiso imaginar al capitán cuando ya no lo fuera, pero sólo podía evocar su figura actual, estupenda, en la que había empapado la mirada. Abrió los ojos y la imagen permanecía entre las sombras, derecha y escueta como el deber, un poco apagada.

Entonces Guadalupe recordó también a Clavijo: su atuendo resplandeciente de oros y triunfo sobre todo; y de las dos imágenes quiso hacer una sola, vistiendo a Mendoza con la casaca del Poder, y cuando lo consiguió, Mendoza había cambiado: su espalda se encorvaba un poco, sus manos se movían con cautela, en todo su ademán había suspicacia y doblez. La boca se plegaba un poco amargamente, y donde antes hubiera gallardía había ahora astucia. Era el mismo Mendoza, aunque desvirtuado.

La voz de Villegas desvaneció sus imaginaciones.

—Todo me ha parecido muy bien. Pero ¿y la conspiración? ¿Espera usted salir a la calle chillando: «¡Libertad, libertad!», y que por su cara bonita le siga todo el país y haga lo que usted quiera? ¿O piensa, por el contrario, dirigir al pueblo un manifiesto en que narre la singularidad de sus amores y cómo sólo pueden ser felices si se hace una revolución? ¿Es esto lo que usted proyecta? —añadió con sorna.

—No, querido; proyecto un golpe de Estado en serio.

Movió las manos de una manera afirmativa y redonda al tiempo que hablaba:

—Pienso en hacer un golpe de Estado simplemente porque aquí es siempre posible. Subió Clavijo al Poder, y todos deseábamos su caída. Subió Lizárraga, y la deseamos con mayor vehemencia. Pregunte usted, uno por uno, a todos nuestros paisanos, incluso a sus amigos: ya están cansados y desean jaleo. Lizárraga gobierna mal y es natural que quieran echarle; pero, aunque gobernase bien, pasaría lo mismo. No me pregunte usted por qué. Y si son así las cosas, si cada quisque sólo espera a que otro arme la gorda para meterse en ella, ¿por qué no he de ser yo quien la arme?

—La cuestión consiste en que usted pueda.

—Podré. Lizón lo está deseando, pero no confía en Uriarte. Saavedra, afectando escepticismo, desearía poder contar con Uriarte y Lizón. Y así todos. Están prácticamente disgregados: yo puedo unirlos. Temen que el uno estorbe al otro; yo intentaré que se entiendan y lleguen a un acuerdo. La conspiración es un hecho si alguien se encarga de empujar los ánimos y de mover las voluntades. De momento, usted lo ve como fantasía. Haré todo lo posible para que sea una realidad y para enredar en ella a Mendoza. Él no quiere el Poder, pero, si el Poder le llega, no sabrá rechazarlo. Tendré que engañarle, pero ¿qué me importa?

—¿Es que piensa usted hacer de él un caudillo?

—Le perdería. No es ése el camino. Ya le dije que necesito engañarle, y el engaño consistirá en que le envuelvan los hechos y se vea metido en ellos hasta las corvas y tenga que salir adelante, aunque sea contra su voluntad.

—Un plazo muy largo.

—Sí. Un plazo tan largo que acaso, cuando termine, ya no valga la pena mirarme a la cara. Pero es todo lo que arriesgo.

Daba una hora. Villegas se levantó para marchar.

—Le ayudaré en lo que pueda, si mi ayuda es necesaria.

—Ya lo creo que lo es. De momento, necesito que usted me haga un estudio de conspiración. ¡Un estudio en serio! Usted es un militar, o lo fue, y algo se le alcanza de estas cosas. Usted sabe cuánto ha pasado aquí desde que acabaron las guerras de la independencia. Inspírese en cualquier golpe de Estado bien planteado; repítalo, si lo quiere, pero cuidando de disfrazarlo. Es necesario que parezca original, que contenga algo de seductor. Y, si es posible, piense también en un jefe, en el jefe que mejor cumpliría esas condiciones de que habló antes.

Villegas tomó el sombrero y tendió la mano a Guadalupe.

—¡El jefe! ¿Quién podría ser el jefe?