III

—Se ha retrasado mucho, Guadalupe. Estábamos impacientes por usted.

Guadalupe le tendió la mano mientras decía:

—¿Qué había de pasarme, criatura?

—Pudieron detenerla.

—A mí no me da miedo la Camorra. Además, venía muy bien acompañada. ¿Hay alguien de más inofensiva apariencia, de apariencia más protectora que Juanito? Nadie sospechará jamás que sea una conspiradora la dama a quien él acompañe.

—Un descuido, una casualidad infeliz y estaría usted en la cárcel a estas horas.

—Pero estoy aquí ¿verdad?, sana y salva y a tiempo de bailar. Porque tengo verdaderas ganas de bailar. Fueron dos meses de prisión y soledad.

—He retrasado el rigodón sólo por usted.

—¡Qué amable! ¿Y su esposa también lo ha retrasado? Quiero decir si estuvo conforme con el retraso.

—Mi mujer está siempre conforme conmigo.

Atravesaban un claustro iluminado de bujías. Llegados al salón, el mayordomo dijo un nombre y los danzantes quedaron como petrificados. La señora de Lizón mentalmente rezó el «Avemaría» y puso los cinco sentidos en su actitud al adelantarse a la recién llegada.

—De mi tranquilidad —pensó— depende el éxito.

Guadalupe, entre Lizón y Vélez, esperaba. Deslumbraba su traje carmesí, sus brillantes, su cabello dorado, peinado con perlas. La señora de Lizón estuvo a punto de detenerse admirada, pero tuvo fuerzas para seguir y adelantar la mano a Guadalupe.

—Bien venida, señorita.

—Ha sido usted muy amable al invitarme.

Las palabras fueron lo de menos. Lo importante fue el gesto, la modestia del gesto, la gracia de la reverencia. La señora de Lizón tardó en darse cuenta de que le iba dedicada, de que era ella, y no otra persona, el objeto de aquel saludo tan gentil, mesurado y elegante.

Vaciló antes de responder.

Y después respondió con un elogio descolorido y, sin embargo, sincero:

—¡Qué bonita es usted! ¿Por qué ha tardado tanto tiempo en venir a mi casa?

Guadalupe le sonrió agradecida.

—Una avería en el coche. Cosa sin importancia.

Los invitados se habían acercado, y todos los conocidos de Guadalupe se disputaban la primacía del saludo. Entre los rezagados alguien dijo: «Fue la amante de Clavijo»; pero las palabras no sonaron a reproche. Más bien contenían admiración y envidia. Una muchacha, recién presentada en sociedad, las escuchó e inmediatamente se abrió camino hasta Guadalupe, y cuando estuvo junto a ella quedó muda, contemplándola. Le hubiera gustado aproximarse más, interrogarla, saber de ella todo lo que deseaba conocer desde hacía poco tiempo: desde que le habían hablado de Clavijo: ¿Cómo amaba? ¿Era tan seductor como decían? ¿Era, en efecto, un hombre verdaderamente peligroso para las muchachas? ¡Oh!, y muchas cosas más que ella misma no se atrevía a plantearse.