XII

Aquel tipo ordenancista y estirado que mandaba en el castillo y que tenía ahora a su cargo la custodia de Guadalupe se llamaba José Suárez, había cumplido treinta y ocho años y era todavía capitán.

Guadalupe no le conocía; jamás había visto su cabeza cuadrada, sus firmes labios delgados, sus ojos bellos sin ilusión. No pensó en seducirlo, pero ante la perspectiva de unas horas en su compañía, sí en hacer de él un amigo. Por eso le preguntó amablemente por su nombre, asegurándole que si se veía obligada a llamarle capitán a secas no llegarían a la cordialidad deseable entre un caballero y una presunta condenada a muerte.

—El mío —agregó— es Guadalupe o, si lo prefiere para empezar, señorita Limón. Pero le ruego que prescinda cuanto antes de las ceremonias. Soy muy sencilla.

—¿Y quién la ha dicho, señorita, que pienso llegar a la intimidad? ¿Por qué supone que prescindiré de ceremonias?

Ella escuchó, sorprendida, su voz cortante y fina; sorprendida y súbitamente atemorizada.

—No es que pretenda ya seducirle —dijo—. Quería solamente que si hemos de estar juntos algunas horas fuese una entrevista agradable. No parece —añadió— una pretensión peligrosa para el Estado.

—En todo caso, es una pretensión que no estoy dispuesto a cumplir. Soy su guardián, no su amigo.

—¿Quiere usted recordarme el capítulo de las Ordenanzas en que se hacen incompatibles la custodia de un detenido y la cortesía? Se lo pregunto por pura curiosidad, pues, desde luego, he renunciado ya a toda amistad con usted.

El capitán la miró con evidente desprecio: un desprecio que Guadalupe no supo si atribuir a conciencia de superioridad o a rencor reconcentrado e inexplicable.

—El capitán José Suárez no tiene por qué guardar cortesía con Guadalupe Limón, que fue la amante de Clavijo.

Guadalupe se revolvió como una píntiga pisada.

—Es usted un hipócrita. Rosalía Lizárraga ha sido también amante de Clavijo y no creo que usted la trate groseramente. ¿Es porque manda como señora en el castillo?

—Es porque ella perdió al general Clavijo. Porque lo llevó a la muerte. Porque hizo su nombre despreciable. Rosalía Lizárraga es para mí la más grande de las mujeres. Beso el suelo que pisa.

La frialdad de José Suárez se había desvanecido y sus palabras ardían de pasión, y sus ojos, animados de un resplandor siniestro, miraban cruelmente.

Hubo un silencio breve.

—¿Por qué odia usted a Clavijo? —preguntó Guadalupe.

—Porque fue malvado, ladrón, traidor. Porque arruinó mi vida. Porque…

Ella vio la ocasión de hostigarle. Le interrumpió:

—Muchas veces he visto cómo el caballo de Clavijo pisoteaba una topinera. El general no se enteraba. Así habrá arruinado la vida de usted.

José Suárez reprimió un impulso y haciendo un gran esfuerzo se acercó a ella calmosamente.

—Escucha, zorra. Mañana a estas horas habrás muerto y los muertos no hablan. Quiero que lleves contigo una historia que no conté jamás a nadie, que no volveré a contar.

—Observe, capitán, que, contra su voluntad, me está usted entreteniendo. Acabaré por agradecérselo si la historia es divertida.

Él se sentó y puso el sable sobre las rodillas: el gran sable curvo que todavía llevaba en la empuñadura las armas españolas.

—¿Oyó usted hablar del sitio de Santa Catalina? Sí. Lo recordará usted, porque en él por vez primera sonó el nombre de Clavijo.

—Allí se le reconoció como gran militar y hombre valeroso.

—Yo era teniente de las fuerzas nacionales. Había dejado mi casa por ayudar a la independencia y ganar la gloria que apetecía. Me había distinguido en el sitio y esperaba, prometidas por el propio Bolívar, las estrellas de capitán.

»Llevábamos más de un mes en el asedio de la ciudad, pero no podíamos impedir que recibiese por la mar refuerzos y alimentos. Era necesario un golpe de mano, una hazaña audaz que nos permitiese apoderarnos del puerto y de la ciudadela. De lo contrario, los españoles resistirían en ella indefinidamente. Y dentro de la ciudad estaban nuestros hermanos, los patriotas, incapaces de prestarnos ayuda y, a la vez, nuestras víctimas involuntarias, porque inevitablemente morían muchos de ellos en los bombardeos. Su situación, que imaginábamos terrible, nos acuciaba.

»Yo conocía las fortificaciones, los puntos débiles de su defensa, porque he nacido en Santa Catalina. Acaso nadie, ni siquiera nuestro Estado Mayor, estuviese en posesión de datos mejores que los míos. Y yo era valiente, reputado entre los soldados, querido de los jefes. Me había comprometido ante mí mismo a llevar a cabo una hazaña, a distinguirme sobre todos. Yo había soñado que el asalto de Santa Catalina y la expulsión de los españoles fuese obra mía, personal, singularísima y heroica.

»Había que elaborar un plan. Yo lo elaboraba. ¿Cuántas veces me aproximé, peligrosamente, a las defensas españolas? Incontables. Las estudié a conciencia. Llegó, incluso, mi audacia a penetrar en la ciudad y a entrar en contacto con los patriotas escondidos, tratando de la ayuda interior que se había de recibir en el momento del asalto.

»Todo estuvo a punto. Me faltaban los soldados. No quería para compañeros de mi hazaña los que mis jefes quisieran designarme, ni los que voluntariamente se prestasen a ello. Deseaba elegirlos personalmente, uno por uno, a los cincuenta que necesitaba. Entonces me dediqué a recorrer el campo, a hablar a unos y otros, a sondearlos, a estudiarlos. Cada noche anotaba uno, dos, tres nombres. Cuando tuviera cincuenta, presentaría a mis jefes el plan y me ofrecería a realizarlo. Estaba tan premeditado, tan calculado, que no podía fracasar.

»¡Qué difícil me fue elegir, entre tanto buen soldado, a los cincuenta mejores! Pero no llegaron a cincuenta. La noche que había escrito en mi lista el número cuarenta y dos, al regresar a mi tienda me detuvo un revuelo. Un grupo numeroso de oficiales y soldados se congregaba en torno a un desconocido. Era un muchacho joven, como yo. Daba voces como éstas: “Estáis perdiendo el tiempo en este sitio. Santa Catalina sólo caerá por un golpe de mano.”

»Pregunté quién era. Me dijeron que acababa de fugarse de la ciudad. Venían con él una muchacha, un hombre, a quien yo conocía, abogado de Santa Catalina y patriota, y dos negros. Se habían fugado en una barca y luego, con gran peligro, habían alcanzado el campamento. Por lo que pude ver, la muchacha estaba enamorada de él. Después supe su nombre: era Marcela Galante, la hermana del que fue lugarteniente de Clavijo.

»Me interesé por aquellas palabras y seguí escuchándole. Hablaba bien, apasionadamente, y pronto tuvo seducido al auditorio. Algunos oficiales propusieron conducirlo a presencia de los jefes. Yo fui con ellos.

»La entrevista aconteció delante de todo el mundo. El recién llegado no hacía secreto de sus ideas. “¡Santa Catalina sólo caerá por un golpe de mano, y yo me atrevo a dirigirlo!” Le pidieron que expusiese su plan. Lo hizo en medio de todos. Yo escuché, con estupor, de sus labios, mi propio proyecto, el que había cuidadosamente ocultado, y presencié cómo seducía a los jefes, cómo los convencía con su labia diabólica. Porque no es natural encomendar la resolución de un sitio como aquel, fundamental para la causa, al primer desconocido. Si yo lo hubiera propuesto, los jefes lo hubieran estudiado antes de aceptarlo: se hubieran informado de mí, me hubieran puesto a prueba. ¿Por qué no dudaron cuando Clavijo les habló? ¿Sólo porque el plan era convincente, preciso, perfectamente estudiado, sin posibilidad de fracaso? Pero aquel plan era mío. ¿Cómo, por qué medios me lo había robado aquel hombre?

»Sin embargo, no me desanimé. Bien estaban las ideas, pero faltaban los hombres. Tendría que escogerlos trabajosamente, como yo los había escogido, y en ese tiempo yo esperaba encontrar una manera de adelantarme, si era posible; de dar mi golpe clandestinamente o de hacer fracasar a Clavijo, si no había otro remedio.

»Pero cuando nuestro general le preguntó: “¿Cuándo cree usted conveniente dar el golpe de mano? ¿Con qué hombres?”, Clavijo respondió sin titubeos: “Esta noche misma y con los hombres que yo elija.” El general mandó tocar, se juntaron las gentes y Clavijo les habló.

»Jamás he oído un discurso como aquel. La tropa ardía de entusiasmo. Se esperaba que Clavijo acabase pidiendo que el que quisiera seguirle diese un paso al frente y que todo el ejército se adelantase. Pero no lo hizo así. Recorrió las filas, una por una, y de aquí tomaba un hombre, de allí otro. Por fin, tuvo cincuenta apartados. Todos los que yo había escogido para compañeros míos estaban entre ellos.

»Entonces me convencí de que mi secreto había sido descubierto, no sé cómo, no sé por quién. Pero eran demasiadas casualidades para ser atribuidas a la fortuna. Yo no creo en poderes superiores y por eso estoy convencido de que por medio de alguna traición Clavijo se apoderó de mi idea y llegó a conocer incluso la lista de mis elegidos. No es increíble que alguien de Santa Catalina con quien hablé, uno de mis colaboradores, le haya dado la primera pista. No es increíble que, de la misma manera que yo entré en la ciudad, haya Clavijo venido al campamento y me haya espiado y me haya robado. Porque yo tenía escrito mi plan.»

—¿Y no pudo suceder —interrumpió Guadalupe— que el genio militar de Clavijo haya inventado fácilmente lo que usted descubrió con tanto trabajo? ¿No es de creer que, quien cómo él conocía tan bien a los hombres, haya elegido a los más valerosos con solo verlos?

—No. Bolívar había estado en el cerco, lo había estudiado y no llegó a lo que yo llegué. Bolívar era muy superior a Clavijo.

—Y a usted también, ¿verdad?

Suárez pareció no oírla y continuó su relato:

—Aquella madrugada, a la hora justa en que yo hubiera empezado el ataque, lo inició Clavijo. Era un domingo. Oímos misa de campaña en la plaza Mayor de Santa Catalina. Clavijo recibió, afectando indiferencia, las aclamaciones que me pertenecían y la investidura de coronel, que hubiera sido mía. Y todos los soldados querían pelear a sus órdenes, del mismo modo que hubieran querido pelear bajo las mías.

»Desde entonces fue mi obsesión. A mi sed de gloria se unía mi odio, espoleado por sus éxitos aparatosos y brillantes. Me propuse superar su carrera de meteoro, excederlo en valentía y en audacia, pero me cohibían su nombre y su fama, como cohibieron a tantos oficiales excelentes. Clavijo nos aplastaba como una losa pesada. ¿Quién osaba, existiendo él, hacer nada heroico o notable? Monopolizaba las admiraciones. Los hechos de los demás pasaban inadvertidos, como pasaron los míos. Yo estaba en la batalla de Zamalpoa y la batalla de Zamalpoa se ganó por mí, porque me metí con mis soldados en medio del enemigo y quebranté su línea de ataque. Pero su vencedor oficial fue Clavijo. Para él fueron las felicitaciones; yo me había limitado a cumplir con mi deber. ¡Con qué placer le hubiera asesinado! Pero nunca lo tuve bastante cerca.

»Se consiguió la independencia y vinieron las luchas civiles. Fue la ocasión de tantos hombres oscuros. Había muchas banderas que levantar y yo levanté la mía. Pero Clavijo se me había adelantado y le siguieron a él, no a mí. Yo hubiera recorrido victorioso los Andes, cómo él los recorrió, y hubiera impuesto mi ley a la República, como él la impuso. Nada hizo Clavijo que yo no hubiera hecho.

»Y cuando, fatigado el país, se dejó la guerra por la política, creí llegado, por fin, mi momento. Me presenté a diputado. Pero las elecciones no pudieron celebrarse porque Clavijo cayó sobre la ciudad con sus bandas camperas y hubimos de sufrir aquellos años de vergonzosa tiranía. Conspiré contra él y no quiso mi fortuna que fuera descubierta mi conspiración, que el tirano me fusilase y quedase mi nombre entre los nombres de los mártires. ¡Hasta esa honra póstuma me arrebató!

»Clavijo, al morir, tenía treinta y cinco años. Era general desde mucho antes. Y yo, que soy igual que él, no he pasado de capitán, ni pasaré en mi vida. Nací para la grandeza y mi papel consiste en custodiar a los presos políticos. He fracasado. Clavijo es responsable de mi fracaso. Lo detesto, y admiro a Rosalía Lizárraga, que lo condujo al desastre, y al general Lizárraga, que lo mató. Son mis vengadores.

»El que recuerda el nombre de Clavijo con admiración es un ser despreciable. El que fue su amigo es mi enemigo. Y usted, que fue su amante, que está prisionera por su causa, me proporcionará uno de los momentos felices de mi existencia: mandar el pelotón que ha de fusilarla. Entonces imaginaré que es Clavijo el que está delante de mis soldados y cuando usted haya muerto sentiré igual felicidad que si le hubiera matado a él. Y eso sucederá muy pronto.

»Por eso sonreí cuando el general Lizárraga me previno contra sus seducciones. No hay mujer en el mundo que pueda debilitar mi rencor. Pero la presencia de usted sólo consigue excitarlo.»

Las últimas palabras de su discurso habían sido pronunciadas de pie, con innecesaria exaltación de orador frenético, y le brillaba en los ojos un resplandor siniestro y atemorizante.

—¿No ha pensado usted —le respondió Guadalupe— que pueden venir mis amigos a libertarme antes de que me haya fusilado?

—¡No lo espere! La condenarán a muerte. Pero si no lo hicieran, la condenaría yo. Los soldados me obedecen más que al general. Yo soy el verdadero señor de la fortaleza y puedo prender a Lizárraga, si es necesario, y defenderme contra sus amigos si acuden. La fortaleza es inexpugnable, pero yo sólo necesito resistir el tiempo necesario para matarla a usted. Después me arrojaré al mar. Usted es mi esperada venganza. Cuando la haya cumplido no me importa la vida.

Guadalupe se puso en pie, se acercó al capitán y le miró fijamente.

—Es usted un pobre diablo, capitán Suárez. Un diablejo envidioso y miserable. Todo lo que me ha contado es mentira, una mentira que usted mismo cree, porque necesita creerla. ¿Qué sería su vida sin esa ilusión envidiosa? Sin ella se habría usted suicidado ya. Clavijo fue un genio. Usted es un pobre hombre. No hay cosa que haya hecho Clavijo que usted sea capaz de hacer, y puedo probárselo.

Se echó hacia atrás y, apoyándose en la chimenea, sonrió:

—Clavijo fue mi amante, gozó de mí. ¿Se cree usted capaz de hacer otro tanto? El general Lizárraga le previno contra mi seducción. ¿Se cree usted capaz de poseerme? Tiene usted para ello el tiempo que tarde Lizárraga en regresar.

Pero Lizárraga regresó mucho antes de lo que Guadalupe hubiera deseado. Regresó cuando el capitán Suárez había recogido el reto de Guadalupe y se lanzaba sobre ella, brutal.

—Naturalmente que soy capaz —dijo el capitán, y la cogió fuertemente.

Y entonces sonaron las espuelas en el corredor y entró Lizárraga.