V

El general Lizón ocupaba la presidencia, porque le correspondía, porque era el dueño de la casa y por cierta irreprimible tendencia a presidir. Ofreció el asiento de su derecha a Guadalupe y el de la izquierda al profesor Saavedra. Uriarte se acomodó al lado de Guadalupe y Piñeiro enfrente. Sandino y Vélez se sentaron a continuación. En la otra cabecera, un poco olvidado —porque todas las miras convergían en Guadalupe y hacia ella se dirigían las palabras—, el capitán Mendoza.

Sobre la mesa había dos quinqués. Delante de Lizón, muchos papeles. Los caballeros fumaban cigarros largos, si no es Mendoza, que lo hacía en pipa.

Nada de la reunión la hacía parecer siniestra o peligrosa. Aparentaba no más que un conciliábulo de honorables caballeros alrededor de una agradable muchacha.

La reunión ha sido tema favorito de muchos pintores. Los más de ellos se empeñaron en atribuir a aquellos ocho rostros un gesto dramático y trascendental. Es necesario devolverles la conducta a los ocho conspiradores: ninguno de ellos se portó de una manera inusitada ni menos se vistió para la reunión inspirándose en modelos escultóricos. No hay que olvidar que todos ellos venían de un baile, de un baile romántico.

Hay también un drama, titulado Guadalupe Limón, donde la famosa entrevista inicia el segundo acto. La posterioridad ha tomado la escena como versión fiel de lo sucedido y sus palabras como tanscripción de las que se pronunciaron. Francisco José Fierros, el dramaturgo, quiso, efectivamente, ser verídico; más que verídico, realista. Pero insensiblemente gravitaba sobre él la lectura de Hernani. Además, como se verá, la necesidad dramática y las exigencias de un público entusiasta le obligaron a deformar situaciones y caracteres. Su drama, si por una parte es un mal drama, por la otra es un documento que no merece fe.

He aquí la famosa escena, según el drama:

«Se representa la biblioteca del brigadier Lizón. En escena, Lizón, Uriarte, Saavedra y Vélez, vestidos de etiqueta civil; Sandino y Mendoza de gran uniforme, con bandas.

LIZÓN. — Caballeros patriotas, mi preocupación comienza a ser insoportable, y ya no domino las riendas de mi imaginación. Cada minuto que pasa el presentimiento de nuevos males me atribula. ¿Qué habrá sido de nuestra amiga? ¿La habrán raptado? ¿Algún vil delator habrá puesto al tirano sobre su pista?

MENDOZA. — Nadie, sino nosotros, conocemos el secreto de su llegada, y entre nosotros no hay traidores.

LIZÓN. — Sin embargo, fuerza es reconocer que este retraso no está de acuerdo con sus costumbres.

SANDINO. — El viaje es largo, y cualquier incidencia…

LIZÓN. — Sí. Los imprevistos de un viaje. Eso es lo que me dicta la razón. Pero no puedo evitar que las potencias más oscuras nublen mi cerebro y comience a verlo todo perdido.

MENDOZA. — Yo conservo toda la confianza en nuestra amiga. Ha dado en todo momento pruebas de gran talento y de un nobilísimo y entero carácter. Ella no fallará en el momento supremo.

SAAVEDRA. — ¡Maravillosa ingenuidad juvenil! Si usted tuviese, como yo, cincuenta años, dudaría, a pesar de todo.

MENDOZA. — Caballero, mi juventud es la más preciada de mis virtudes, y de ella nacen todas mis esperanzas y las de la Patria. ¡Juventud! ¡Juventudes doradas y heroicas, que mañana os ofreceréis en holocausto a la sagrada libertad! Merced a vosotras, todavía un sol de justicia alumbrará la noble tierra de mis padres.

Se abre la puerta del fondo y entra Guadalupe.

GUADALUPE. — ¡Amigos míos! ¡Compañeros pacientes y esforzados! Por fin me encuentro entre vosotros.

TODOS (con entusiasmo). — ¡Guadalupe Limón!

GUADALUPE. — Sí, Guadalupe Limón ha llegado, a través de la noche y del peligro.

LIZÓN. — ¿Lo ven cómo no me equivocaba? ¡Mis presentimientos fueron acertados!

GUADALUPE. — Todos los caminos tomados, y, en ellos, sicarios del tirano, puñales de la traición, emboscadas, lazos y trampas, como si se persiguiera una alimaña. Pero el gaucho, astuto y fiel, me acompañaba; el gaucho, que sabe leer en la tierra y en el vuelo de las aves.

TODOS. — ¡Nobilísimo gaucho! ¡Gaucho bronco y audaz, savia de la madre tierra!

GUADALUPE. — He entrado en la ciudad como un ladrón, y aun en la ciudad no me dejó el peligro.

MENDOZA. — ¡Y nosotros, aquí, en medio de músicas y bailes!

GUADALUPE. — Sí. Pero también la música y el baile son necesarios. Son la trampa que nosotros tendemos al tirano. Traición contra traición, engaño contra engaño. Noble traición, noble engaño los nuestros. Gracias a ellos, mañana seremos libres.

TODOS. — ¿Mañana?

GUADALUPE. — Mejor pasado mañana. Porque, sabedlo, cabalga hacia aquí, como una tempestad que lo arrasa todo, que pone el espanto en los huesos, la tropa vengadora de los campesinos. Partieron de las montañas, como un alud, y por donde pasan se les unen todos los que, como nosotros, tienen hambre y sed de justicia. Ese es su grito: «¡Justicia, justicia por Clavijo!». Mañana llegarán con la noche y rodeando la ciudad aguardarán nuestra señal para desbordarlo todo. Y nuestra señal se hará a la hora del alba, a esa hora en que el sueño ha rendido a los tiranos, y sus viles ejecutores, hartos de sangre, se retiran como coyotes a sus madrigueras. ¡Será el más hermoso espectáculo del mundo verles entrar y triunfar!

SANDINO. — ¡Entrar y triunfar: hermosas palabras!

VÉLEZ. — ¡Entrar y triunfar: hermosas acciones!

SAAVEDRA. — ¡Entrar y triunfar: difíciles actos! Porque ¿quién mandará a esa tropa ciega como el huracán? ¿Quién la dirigirá y la encaminará al reducto de la tiranía? Señores, desde un principio me pareció el punto vulnerable de nuestro plan. Carecemos de un jefe. No hay quien cabalgue delante de los gauchos y les diga: «¡Seguidme hasta la muerte!».

LIZÓN. — ¿Y Clavijo? ¿No es nuestro jefe. Clavijo?

SAAVEDRA. — Clavijo es nuestro jefe, pero es un nombre y un símbolo. Ahora necesitamos de un hombre que sepa mandar.

GUADALUPE. — Efectivamente, nos hace falta un hombre. ¿Quiere ser usted ese hombre, Lizón?

LIZÓN. — Soy viejo y apenas puedo con la espada. Mi cerebro es prudente y frío. Para mandar a los gauchos se necesita ser como Clavijo: hervoroso y audaz.

GUADALUPE. — ¿Y usted, Sandino?

SANDINO. — Yo no me atrevo a suceder al más valeroso de los generales. He peleado bajo su bandera, he seguido su voz. ¿Cómo podría ahora tomar la bandera que él enarboló y pronunciar sus palabras? Las oiría en el viento y me sonarían débiles e inútiles, ahogadas por las voces del recuerdo. La gigantesca figura de Clavijo me embaraza; yo no puedo ocupar su puesto.

GUADALUPE. — ¿No hay, pues, quién se atreva? ¿Hemos de renunciar al fin? ¿No hay entre todos vosotros quien quiera ser como Clavijo, quien se crea capaz de alcanzar su gloria, quien sepa gritar su nombre, como él gritó el nombre de la Patria?

MENDOZA. — Yo me atrevo.

TODOS. — ¡Mendoza!

MENDOZA. — Sí, caballeros; el capitán Mendoza, el representante de la juventud, el más humilde, el más indigno. Yo me atrevo, porque siento nacer un noble anhelo de emulación que me domina y me empuja a las mayores hazañas. Pero entendedlo todos; entiéndalo usted, Guadalupe, más que otro alguno. Usted, depositaria de la sagrada tradición, de la idea madre, del recuerdo confortador: yo no quiero la gloria de Clavijo. No quiero enfrentarme con él y pedir a la posteridad que nos iguale. No. Yo quiero servir como él sirvió y morir como él murió. Ahí se acaba mi ambición. Es lo que pido.

GUADALUPE (enternecida). — ¡Ramiro!

SAAVEDRA (a los demás). — Dejémosles solos.

Salen todos, menos Guadalupe y Mendoza.

MENDOZA (se arrodilla a los pies de Guadalupe). — Señorita, yo pido para mí el puesto de peligro. Sólo usted me lo puede conceder.

GUADALUPE. — Capitán, yo le tenía reservado un puesto mejor.

MENDOZA. — No quiero otro.

GUADALUPE. — ¿Piensa usted en que la muerte…?

MENDOZA. — Lo he pensado todo.

GUADALUPE.— ¿Y la acepta alegremente?

MENDOZA. — Alegremente, no. Soy joven y amo la vida.

GUADALUPE. — ¿Nada más que la vida?

MENDOZA. — Amo a mi Patria y a sus gentes. Amo los campos en que nací y las montañas nevadas que vieron mis ojos a lo lejos, y de las que aprendí la fortaleza y el orgullo. Amo…

GUADALUPE (emocionada). — ¿Qué más ama, capitán?

MENDOZA. — Amo también, por encima de todo, una ilusión con figura de mujer, pero no me pertenece. Me la robó Clavijo, y yo no puedo ser su rival. Por eso, a pesar de mis amores, deseo el peligro y la muerte.

GUADALUPE (con voz velada por el llanto). — Levántese, capitán. (Mendoza se levanta.) Yo le prometo que el corazón que amó a Clavijo se entregará enteramente a aquel que sea su digno sucesor.

MENDOZA. — Gracias, señora.

GUADALUPE. — Quiero que esta seguridad, capitán, le empuje a vencer, pero también a vivir, porque… (Se arroja en sus brazos.) ¡Si tú mueres, tampoco me importará la vida!

Suenan unos golpes en la puerta.»

He aquí lo que pasó en realidad:

LIZÓN (muy en su papel). — Caballeros, me ha correspondido el honor de que la última de las presidencias turnantes, acordadas hace dos meses, haya recaído en mí, y con ella determinados trabajos de índole delicada. Tengo la satisfacción de decirles que todos ellos se han cumplido.

URIARTE. — Un voto de gracias para el brigadier Lizón.

LIZÓN. — Gracias, muchas gracias. (Carraspea.) Pues… no creo necesario hacer ahora el resumen de mis gestiones.

MENDOZA. — Yo las ignoro en absoluto.

LIZÓN. — El capitán Mendoza, que sólo fue testigo de nuestra primera junta, lo es también de la última, y no está, por tanto, al corriente de los acontecimientos.

GUADALUPE. — Me parece imprescindible que sepa tanto como los demás, ya que su intervención es necesaria.

LIZÓN. — Yo creo que sería alargar inútilmente esta entrevista el dar al capitán cuenta detallada de la conspiración. ¿No es suficiente con una referencia?

GUADALUPE. — Creo que al capitán le será suficiente con una referencia.

MENDOZA. — Lo que ustedes quieran.

LIZÓN. — ¡Hum! Pues… he aquí el estado de las cosas: hay una guardia cívica, organizada y armada secretamente, con sus jefes militares; la mayor parte de la guarnición (me refiero, naturalmente, a los jefes) se ha comprometido a secundarnos; el pueblo ha sido preparado con una inteligente y callada propaganda y no le sorprenderá que nos echemos a la calle; contamos con depósitos de armas y municiones a cubierto de incidencias desagradables. El plan acordado es: apoderarse de la residencia presidencial y de los ministerios a la misma hora, creo que a las ocho de la mañana, y poner sitio, sin grandes urgencias, al castillo, donde no hay más que una pequeña guarnición al mando de un capitán.

GUADALUPE. — ¿Se ha intentado atraer a ese capitán?

LIZÓN. — Por razones muy largas de explicar, el capitán Suárez, comandante del castillo, es enemigo nuestro. Él ha hecho imposible todo contacto con los otros oficiales.

SANDINO. — Conozco al capitán Suárez. Es un fanático. No haríamos nada con él. Hay, empero, dos tenientes razonables. Uno de ellos sirvió en el ejército, a las órdenes de Clavijo.

LIZÓN. — Lo tendremos en cuenta al rendirse la guarnición del castillo. Yo cuento con que se dilatará algún tiempo, porque Lizárraga no querrá entregarse por las buenas. Pero eso no es un obstáculo: podemos organizar el Gobierno prescindiendo de él. Naturalmente, las guarniciones fronterizas están comprometidas y se sublevarán el mismo día al grito de «¡Viva Clavijo!».

MENDOZA. — ¿Qué día?

LIZÓN. — Nos hemos reunido para acordar la fecha, que puede ser cualquiera desde mañana.

MENDOZA. — ¿Y mi participación?

GUADALUPE. — Pronunciarse, el día y la hora señalados, en su cuartel y salir a la calle con la caballería. La caballería tiene un papel importantísimo, como usted sabe, un papel principalmente psicológico. Nadie es capaz de oponerse a un escuadrón mandado por un oficial de coraje. Puedo añadirle que con sus jinetes colaborarán los gauchos.

URIARTE. — ¿Los gauchos? ¿Ha dicho usted los gauchos?

GUADALUPE. — Naturalmente. Mi trabajo durante estos dos meses ha consistido en convencer a algunos de los cabecillas campesinos, casi todos ellos capitanes de bandidos, de que se unan a nosotros.

URIARTE. — ¡Pero, querida Guadalupe, eso es un disparate! ¿Esa caterva de forajidos suelta por las calles? ¡Dios lo haga mejor!

TODOS (menos Mendoza). — ¡No, no! ¡Nada de gauchos!

GUADALUPE. — ¿Por qué ese temor? Para que dejen de ser caterva de forajidos y se conviertan en tropa utilísima sólo basta que a su cabeza se ponga un hombre en el que puedan confiar, que sepa ordenarles y, si hace falta, castigarles. Ese es el papel del capitán Mendoza.

JUANITO VÉLEZ. — ¡Los gauchos son ingobernables!

GUADALUPE. — Clavijo hizo de ellos una tropa adicta.

JUANITO VÉLEZ.— Clavijo fue una especie de capitán de bandidos.

GUADALUPE (encogiéndose de hombros). — ¿Qué más da? Le siguieron a través de toda América.

SANDINO. — El capitán Mendoza no es Clavijo. Yo soy partidario de que si es necesario meter a los gauchos en la ciudad, que no lo creo, se les elija un jefe más veterano que el capitán.

GUADALUPE. — ¿Usted, por ejemplo?

SANDINO. — Yo nunca mandé gauchos. ¡Hum! No entiendo su psicología.

GUADALUPE. — Es muy sencilla: siguen al que sabe entusiasmarles. Y sólo se les entusiasma con valor. Para ser su jefe no hay más que hacer algo muy sencillo: cabalgar siempre delante.

URIARTE. — Nos desviamos de la cuestión. Yo no estimo necesaria la colaboración del gauchaje. Cuanto más lejos estén, mejor.

GUADALUPE. — ¡Hay un millar de ellos a las puertas de la ciudad!

URIARTE. — Se les puede alejar con engaños o promesas. Cualquier cosa menos darles entrada.

GUADALUPE. — Insisto en que son imprescindibles. Clavijo contaba con ellos.

SANDINO. — Fue su jefe natural, y se explica.

GUADALUPE. — Nosotros hemos seguido sus planes. ¿Por qué apartarnos en este punto? La única garantía del éxito es la fidelidad al plan.

LIZÓN. — Mi querida amiga, usted exagera su entusiasmo. No cabe duda de que el recuerdo de Clavijo nos ha sido utilísimo en este tejemaneje. Gracias a él, la gente tiene una ilusión y nosotros un ambiente. El pueblo le dará frenéticas vivas, con lo cual, sin embargo, no se logrará resucitarlo…, afortunadamente. Tampoco discuto la genialidad de su plan conspiratorio en líneas generales. Pero en pequeños detalles, ¿por qué seguirle? Yo comparto la opinión de Uriarte: nada de gauchos en la ciudad.

GUADALUPE. — Y usted, Mendoza, ¿qué opina?

MENDOZA. — Yo, antes de discutir la cuestión de los gauchos, necesito que se me aclaren algunos puntos oscuros.

GUADALUPE. — No tenemos otra cosa que hacer. Pregunte.

MENDOZA. — ¿Por qué se hace esta revolución?

TODOS. — ¡Oh, capitán!

PIÑEIRO (abandonando su mutismo). — ¡Porque desde los tiempos ominosos de la Perricholi…!

LIZÓN. — ¡Por la injusticia en la distribución de cargos!

URIARTE. — ¡Por la equivocada política económica!

VÉLEZ. — Porque, de vez en cuando, conviene animar la cosa con una revolución.

SANDINO. — Por la dignidad nacional.

SAAVEDRA. — Por razones puramente intelectuales y estéticas, si usted lo quiere.

MENDOZA. — ¿Y cuando hayan ustedes triunfado piensan dirigir al pueblo un manifiesto en que le escupan al rostro maltratado todas esas razones? ¿Piensa usted, señor brigadier, confesar que se ha metido en esto por considerarse postergado? ¿Y usted, Vélez, porque se aburría? ¿Y usted, coronel, porque no le han condecorado? ¿Piensa el señor Saavedra confesar sus motivos? ¿Piensa confesarlos el señor Piñeiro? ¡Y no quiero referirme, por cortesía, a la señorita Limón! Pues bien, señores: yo no considero que esas razones sean suficientes para derribar a un Gobierno. Las encuentro, más que frívolas, despreciables. Yo colaboraré y daré mi vida por algo que llene de ilusión al pueblo.

GUADALUPE. — Clavijo. ¿No está el pueblo ilusionado con Clavijo?

MENDOZA. — ¿A eso le llama usted una ilusión? Eso es un engaño. Y yo no me uno a una tropa de mentirosos.

GUADALUPE. — ¿Es su última palabra?

MENDOZA. — Es la misma que le di hace dos meses, señorita. Como ve, no ha cambiado mi modo de pensar.

GUADALUPE (poniéndose en pie). — Señores, por mi parte, esto ha terminado.

LIZÓN. — ¡Aún no hemos acordado nada en concreto!

URIARTE. — Ya contábamos con que el capitán se negaría.

SANDINO. — Yo nunca lo consideré imprescindible.

GUADALUPE. — Pero yo tengo mi punto de vista.

LIZÓN. — ¿Nos abandona?

GUADALUPE. — Aún no lo sé. Pero esta noche me encuentro fatigada. Vengo de hacer un largo viaje. ¿Qué les importa mi presencia? Continúen sin mí. Ya hablaremos mañana.

LIZÓN. — Guadalupe, usted ha sido nuestra musa, nos ha alentado, nos ha aconsejado como un hombre.

GUADALUPE. — ¿Y bien? Ya está hecho. Tienen ustedes en las manos los hilos del golpe de Estado, tiren de ellos y que salga lo que Dios quiera. Sin los gauchos y sin el capitán Mendoza, ya no será el golpe de Estado que Clavijo planeó y que yo tenía la misión casi sagrada de realizar.

SANDINO. — Pero ¿quiere usted convencernos de que Clavijo había pensado en el capitán Mendoza?

GUADALUPE. — No. Había pensado en sí mismo, y yo entiendo que Mendoza es de todos nosotros el que más se le parece.

LIZÓN. — Entonces, señores, demos gracias a Dios de que Mendoza no haya aceptado, y usted delas también, querido capitán. Un porvenir como el de Clavijo no se lo deseo a nadie.

GUADALUPE. — Buenas noches, señores.

LIZÓN (se levanta). — Yo la acompaño.

GUADALUPE. — No. Gracias.

VÉLEZ. — ¡No puede usted ir sola a estas horas por las calles!

SANDINO. — Debemos acompañarla todos.

GUADALUPE. — Sería una imprudencia. Supongo que el señor ministro de Policía está más o menos enterado de mi regreso y vigilarán mi casa. ¿Qué sería de la conspiración si meten en la cárcel al Comité?

VÉLEZ. — Insisto en acompañarla yo. Mi presencia no es indispensable. Me adhiero a cuanto se acuerde.

GUADALUPE. — No, Juanito. Usted continúe en su puesto, que muy pronto será el de ministro. Yo marcho sola, a menos que el capitán Mendoza, que nada tiene que hacer aquí, se brinde a acompañarme. ¿Se atreve usted, capitán?

MENDOZA (cuadrándose). — Con mucho gusto, señorita.