V

El capitán Mendoza llegaba de los primeros a la reunión. No tenía más que veintiocho años y era verdaderamente guapo, y tan despreocupado de sí mismo, tan inconsciente de sus atractivos, que jamás había advertido la admiración de las mujeres, aunque todas ellas le adorasen.

Era más bien tímido, y estaba todavía en esa época en que, no disponiendo de una amante a la que dedicarse, se apasionaba por sus ideas hasta el heroísmo.

En los salones de Uriarte, Mendoza era la voz cantante de la oposición: voz bien timbrada de macho saludable, como la de un león adolescente que se sintiese ya seguro de sus músculos y se preparase a ensayar su primer salto. No había más que oírle para que las mujeres enmudeciesen y le escuchasen, aun sin entenderle, como hechizadas.

Pero se le entendía fácilmente: Ramiro Mendoza no era un ideólogo ni menos intelectual. Había leído pocos libros y sentía un marcado desprecio castrense por los periodistas, no a causa de sus ideas, sino de sus propias personas: el desprecio altanero del que maneja bien la espada por el que garabatea con la pluma. Ramiro Mendoza disponía de un número reducido de ideas, así como de los correspondientes ideales, pero tenía sobre los demás la ventaja de que creía en ellos, por la sencilla razón de que los había sacado de sí mismo. Si pedía Libertad, Generosidad y Justicia era porque inconscientemente él era libre, generoso y justo. Si proclamaba la Igualdad, se debía a un deseo sincero de que los inferiores ascendiesen a su propio nivel. Y si algunas veces hablaba de Fraternidad, por debajo de sus palabras ardía un auténtico afecto por todos los que, como él, eran honrados y sinceros. Aparentemente los discursos de Mendoza no se distinguían mucho de otros cualesquiera, porque usaba de los mismos tópicos, con el énfasis que los hace parecer pronunciados con mayúscula; pero la pasión compañera descubría al auditorio que no eran para él abstracciones ni comodines, sino realidades, por las que un día cualquiera se jugaría la vida en las barricadas.

Mendoza peroraba la primera parte de la velada, no porque fuese su propósito, sino porque venía rodado; siempre algún chisme de última hora, polacada de Lizárraga o chanchullo de los ministros, ponía sobre el tapete la discusión política. Y entonces, insensiblemente, Mendoza se iba quedando solo en el uso de la palabra, centro oratorio en un corro de embelesadas muchachitas, con el asentimiento tácito del senado varonil, que veía en Mendoza al que, llegada la ocasión combativa, habría de quitarles las castañas del fuego con su escuadrón. Hasta la llegada de Guadalupe, que solía venir un poco tarde, siempre melancólica y bonita. Entonces los hombres abandonaban el corro, y Mendoza, que no había aprendido a coquetear, enmudecía. Mas no por eso se sentía molesto: hallaba natural que la belleza femenina triunfase en un salón sobre el ímpetu revolucionario, sobre todo cuando el propietario del ímpetu se sentía vencido por la belleza. Admiraba de Guadalupe la tranquilidad y el desenfado, y, sobre todo, su facilidad para resumir en un epigrama lo que él hubiera expresado en un largo discurso.

No estaba enamorado de ella, porque el amor a una mujer como Guadalupe resultaba incompatible con su moralidad. Pero la contemplaba con gusto, y de muy buena gana se mantenía en el segundo término necesario para que Guadalupe brillase. Únicamente cuando ella metía baza en cosas de política se sentía molesto del respeto con que la escuchaban los demás, porque, para él, la política era negocio varonil que con una intervención femenina, una simple femenina presencia, sólo podía embarullarse y estropearse. Por lo demás, nunca había hablado a Guadalupe, y probablemente ella ignoraba su existencia, porque la señora de Uriarte, cuidadosa de los ejemplos que ofrecía a sus hijas, en cuanto llegaba Guadalupe sugería la conveniencia de que las damas pasasen al salón de música, dejando a los caballeros con sus políticas, y las damas, quieras que no, se llevaban consigo a su ídolo.