XIII

Las entrevistas siguientes no fueron, sin embargo, más satisfactorias. El coronel Sandino se comportó como un desmedulado; el orador Piñeiro era demasiado vanidoso; Juanito Vélez, demasiado majadero. Y los tres ponían condiciones inaceptables para asumir toda la responsabilidad. Guadalupe sospechó que se amparaban en ellas para eludir una empresa a la que temían. En cambio, se conformaban con una participación secundaria a cambio de un puesto político brillante o ganancioso.

Así, el jueves siguiente Guadalupe se sintió malhumorada en la tertulia de Uriarte. Las visitas de Sofía habían sido fructíferas: nunca se había visto tanta gente en el salón ni de tanta valía. La situación política le añadía dramaticidad: se comentaban los últimos escándalos del Parlamento; se profetizaban rebeliones para fechas inmediatas; se referían las últimas palabras de Lizárraga al final de una tumultuosa sesión plenaria en el Parlamento Nacional: «Ahogaré con mano dura todo intento de subversión. Desde ahora queda proclamada la ley marcial. El que no esté conmigo, está contra mí, y para esos no hay otro remedio que el fusilamiento o la huida».

Entre tanto barullo, el capitán Mendoza parecía achicado. Escuchaba desde un rincón, y las invitaciones reiteradas de las damas no conseguían hacerle hablar.

—No entiendo una palabra de lo que sucede —decía—. Todo se desarrolla de manera distinta a mis previsiones.

Era tan grande el hervor político, que la llegada de Guadalupe pasó inadvertida. Pudo instalarse a gusto, en un lugar desde el que contemplaba a Mendoza, y, contemplándolo, pensó que si los acontecimientos se precipitaban o no intervenía ella en su desarrollo, el porvenir político de Mendoza quedaría en proyecto y con él todos sus sueños.

En mitad de las disputas, indiferente a ellas, Guadalupe Limón se sentía triste cómo una madre que no puede dar carrera a su niño.

Junto a ella, el banquero Uriarte matizaba de chillidos miedosos su conversación.

—Hay que obrar con cuidado —decía—. Ese salvaje es capaz de hacer lo que piensa: fusilarnos a todos. Y yo no estoy dispuesto a que me fusilen. Mañana me presentaré al Gobierno y le garantizaré mi adhesión. ¿Qué otra cosa puede hacerse?

El venerable señor Menéndez, diputado en todas las legislaturas, hizo ademán de rasgarse la veste.

—¡No, no y cien veces no! ¡Hay que resistir en la oposición y soportar la muerte si hace falta!

—¿Y qué saca usted con la muerte? —arguyo Uriarte—. ¿Es que su muerte o la mía van a servir de algo, como no sea de diversión a Lizárraga?

—La sangre de los mártires nunca se pierde —respondió Menéndez con voz campanuda.

Y entonces fue cuando, sin razón que lo justificase, apareció un nombre en la mente de Guadalupe, y, con el nombre, una claridad y una esperanza. Los historiadores no han calibrado bien este momento, no le han concedido la importancia que tuvo, probablemente la ignoraron. Y, sin embargo, muchos años de vida nacional surgieron de él, opulentos y granados, «como del grano humilde la mies dorada».[1] Los poetas, sin embargo, supieron comprenderlo. Existe una «Oda descriptiva» que, naturalmente, lo describe, y una «Oda», a secas, que, naturalmente, lo canta. Incluso los poetas satíricos de épocas posteriores, cuando en torno a este momento se había hecho mucha literatura, lo tuvieron en cuenta, y a él se refiere, en algunos versos, un conocido poema anónimo recogido hoy en todas las antologías como espécimen de la vena humorística criolla. Es aquél escrito en décimas, una de cuyas estrofas dice así:

Don Juan Bautista Lizón,

carcamal militarista,

tuvo nocturna entrevista

con Guadalupe Limón.

Diz que la revolución

tramaron de mutuo acuerdo,

pero imagina el más lerdo

que la entrevista cabal

fue un remedo conyugal

en que Lizón hizo el cerdo.

Forma parte, es cierto, de la leyenda negra de Guadalupe; pero una leyenda negra es sólo la expresión siniestra de la gloria. El satírico poeta no lo hubiera escrito de imaginar que sus versos habrían de ser reproducidos con la coletilla que puede verse en todas sus ediciones, en nota al pie: «Transcribimos las famosas décimas no por sentirnos solidarios con su contenido, sino como ejemplo de las posibilidades satíricas de la raza»; hubiera preferido que los lectores y antologistas se sintieran solidarios del contenido del poema, porque él perteneció a aquella casta difamadora que supuso, efectivamente, un contubernio entre Lizón y Guadalupe, y que, sobre todo, negó siempre que procediese de ella la inspiración genial. Resentida ralea, envidiosa gentuza que llegó a atribuir —¡y ya hace falta tupé!— toda la responsabilidad histórica del momento al profesor Saavedra, según se insinúa en un cuarteto de cierto soneto, hoy olvidado:

… Un profesor te regaló la gloria;

te hizo la propaganda una putuela,

y esa es la compañía con que vuela

tu nombre por los cielos de la Historia.

Pero Guadalupe gozó siempre de la veneración patriótica. En los seis o siete dramas que representan su heroicidad y desventura se ha utilizado, como final pintiparado del primer acto, ese momento solemne en que Guadalupe alteró el curso de la Historia.[2] Pero Guadalupe no disfrutó siempre de igual fortuna literaria o, por lo menos, de buena fortuna dramática. En las obras referidas, los dramaturgos, rindiendo, es posible, fidelidad a su tiempo, prescindieron de la hermosa sencillez en que transcurrió la realidad y acumularon retórica sobre retórica, haciendo hablar a Guadalupe en párrafos hinchados o en versos alejandrinos, cuando es sabido que ella siempre habló en prosa lisa y llana. Además, sus contemporáneos no dieron importancia al momento, que pasó como ocurrencia casual. Ni siquiera el sagaz Saavedra pudo calcular sus consecuencias. Cuando se lo refirieron a Lizárraga rio con sus habituales carcajadas de teatro. La misma Rosalía, que en otras ocasiones acreditó su buen olfato, se limitó a tratar de estúpida a Guadalupe. Sólo ésta adivinó la delicada preñez de aquel instante, su riqueza incalculable, su imprevisible oportunidad. Se la ha comparado con César ante las ondas mansas y azules del Rubicón, y la comparación no va descaminada, salvada la distancia y un poco las proporciones. La decisión de César cambió el rumbo de un imperio y del mundo; la de Guadalupe, sólo el de una República democrática. La frase de César se consigna en todas las Historias universales, y, en compensación, a fuerza de correr, se ha desgastado en los bordes, ha perdido tensión, está al alcance de cualquier manipulador de tópicos. La de Guadalupe no tuvo esa fortuna: por eso se conserva su primitiva eficacia. Finalmente, César acuñó una fórmula de validez general, y Guadalupe dijo unas palabras tan concretas, tan ceñidas al instante, que fuera de él carecen de aplicación. El manipulador de tópicos no sabe qué hacer con ellas y las desdeña. Al dramaturgo truculento parecen poco sonoras y les pone solfa. Y los autores de libros de texto, obligados por la brevedad, no suelen aludirla. Por todas estas razones las palabras de Guadalupe se pueden repetir, colocándolas en su lugar, sin el menor peligro.