VIII
El capitán Mendoza se aburría inevitablemente todas las mañanas en el cuarto de banderas. Vivía en radical disconformidad con todo lo que le rodeaba y no hallaba gustosas las ocupaciones, entonces casi exclusivamente burocráticas, de su profesión castrense.
Cada día, al enfrentarse con sus deberes —que, por otra parte, eran muy escasos—, no dejaba de hacerse un íntimo razonamiento, cuya conclusión era siempre la misma: «Perteneces a un ejército que no es otra cosa que la salvaguardia de una pandilla de vividores».
Y, por lo general, de la conclusión sacaba la misma deteminación práctica: «Hay que acabar urgentemente con todo esto». Es decir, hay que hacer cuanto antes una revolución.
Para el capitán Mendoza —veintiocho años ardientes— la palabra revolución conservaba el prestigio original, y la resonancia heroica, pero en modo alguno se la representaba como acontecimiento en el que su propio papel pasase de una intervención anónima y disciplinada. Jamás había pensado: «Tengo que hacer la revolución». Y menos todavía: «Voy a encumbrarme por ella». Porque de la revolución nunca había esperado obtener otra cosa que satisfacciones espirituales.
Pero mientras esa hora luminosa no llegaba, las mañanas del capitán Mendoza transcurrían melancólicas y ociosas. El cuartel, un antiguo convento franciscano, estaba casi vacío. La soldadesca picardeaba por los alrededores, y en el aire flotaba un insoportable olor a caballerías. Tan penetrante, que la señora de Uriarte, al detener su coche frente a la puerta del cuartel, pensó que si el capitán tardaba mucho en acudir a su llamada acabaría desmayándose.
El capitán acudió rápidamente. Había olvidado el incidente de la noche anterior y no creyó que la visita de Sofía Uriarte tuviese que ver con él. Se aproximó al coche y la saludó gentilmente.
—¿Tiene que hacer a estas horas, capitán?
—Nunca tengo que hacer.
—¿Quiere entonces acompañarme? Me gustaría que hablásemos un rato.
El capitán aceptó y montó en el coche. La señora de Uriarte hizo algunas consideraciones sobre el mal olor, y cuando ya estuvo alejado el peligro del desmayo se fue derecha al tema, con cierta brusquedad.
Mendoza la escuchó confuso y asombrado.
—Pero, mi querida amiga, si lo de ayer no tuvo ninguna importancia. ¿Me cree usted ofendido por la señorita Limón?
No. La señora de Uriarte no lo creía ofendido. Pero estaba segura de que aquel incidente resultaría peligroso para la causa revolucionaria, etc., si no se le ponía un remedio inmediato.
—Bien —respondió el capitán—. Si está en mi mano, cuente con mi ayuda.
No era tan fácil como parecía. La verdad era que en aquel momento se entraba en lo espinoso de la cuestión. La señora de Uriarte vaciló antes de preguntar:
—Dígame, capitán: ¿está usted enamorado de Guadalupe? ¿Está usted, por lo menos, interesado por ella?
—¡De ninguna manera! Jamás se me ha pasado por la imaginación.
—No olvide usted, capitán, que parece muy bonita.
—No lo niego, y le aseguro que en mi falta de interés no existe asomo de desdén. Pero yo no voy a enamorarme de todas las mujeres bonitas que me tropiezo en mi vida.
—Sin embargo, es indudable que fue ella, precisamente, la que le impidió ayer noche seguir hablando.
El capitán quedó un momento meditabundo.
—En efecto, así fue. La descubrí, de pronto, entre las otras mujeres y se me fue la palabra y todas las ideas me volaron de la cabeza. Pero no se debió a que su presencia me impresionase sentimentalmente, sino de otra manera muy distinta, que acaso no le pueda explicar. ¡Qué sé yo! Sentí algo así como disgusto o desagrado. La señorita Limón pertenece a una clase molesta de mujeres.
—No haga usted caso de habladurías, capitán. Es muy rica y fue bonita, y es natural que si una mujer así se empeña en permanecer soltera se cebe en ella la murmuración. Pero yo le aseguro que nadie ha podido comprobar ninguna de las aventuras que se le atribuyen.
—Yo no me refería a eso. ¡Válgame Dios! Naturalmente, no la haría mi esposa. Incluso admito la posibilidad de cierta amistad cortés, pero siempre que dejase de meterse en política. Esto es lo que me la hace insoportable.
—¡Pero, capitán, si es nuestra madame Récamier! Lo ha dicho el profesor Saavedra, que, como usted sabe, estuvo en Francia y frecuentó mucho los salones en tiempo de Bonaparte. Hay allí muchas mujeres como Guadalupe, que intervienen desde sus salones en los negocios públicos, y no lo hacen del todo mal.
El capitán se encogió de hombros.
—No sé quién es esa madame Récamier; pero, en todo caso, aquí no estamos en Francia.
—¿Y si yo le dijera, capitán, que Guadalupe nos es políticamente indispensable?
Mendoza se encogió de hombros.
—Puede. Yo no entiendo de política. No soy más que un soldado.
La señora de Uriarte continuó, como si el capitán no le hubiese respondido:
—Mucha gente piensa que nuestros enemigos son solamente Lizárraga y su pandilla. Están en un error. Rosalía es quien los alienta. Me consta que empujó a su marido al pronunciamiento, que interviene en los Consejos y gobierna a través de su marido. ¿Conoce usted la manera de deshacerse de ella?
—Sí. Desterrándola.
—Eso será al final. Pero antes es necesario vencerles en las urnas o en la calle, y para vencerlo a él primero necesitamos vencerla a ella. Y nadie, sino Guadalupe, puede hacerlo.
Mendoza preguntó con cierta ingenuidad:
—¿Es que van a pelearse la señorita Limón y la señora de Lizárraga? ¿Hay concertado algún duelo? Porque me gustaría asistir.
—¡No bromee, capitán! Ya sabe usted que me refiero a otra clase de pelea. Una pelea con armas femeninas, con esas armas que Guadalupe maneja mejor que nadie.
—Sigo sin comprender, pero tampoco lo intento. Yo no soy, ya lo dije, más que un soldado. Allá ustedes.
De pronto, repentinamente serio, se encaró con Sofía:
—Pero, dígame, ¿tengo que hacer alguna cosa especial? ¿Habré de cortejar a la señorita Limón… por razones políticas?
—¡Todo lo contrario, querido capitán! No necesita usted adoptar frente a ella ninguna actitud especial, salvo evitar que se le crea enamorado.
—Nadie puede creerlo, si no lo estoy.
—Pues mejor todavía. Pero evite momentos como el de ayer. ¡No le será difícil! Y, si le es posible, llegue con ella a una inteligencia. ¡Por favor, no se alarme! Me refiero a la amistad que debe existir entre dos personas que persiguen un mismo fin.
—Yo pretendo que en mi Patria haya justicia; pero la señorita Limón no creo que se preocupe demasiado de estas cosas.
—¡Qué equivocado está usted! ¡Ella es una liberal ardiente! ¿Por qué no tiene usted una conversación con ella? Casualmente mañana vendrá a mi casa a merendar. No habrá nadie más que nosotros. Venga usted también. Se convencerá de que las intenciones de Guadalupe son honestas y de que es mujer de gran talento y simpatía. Ya se lo dije antes: una madame de Récamier criolla.
El capitán hizo un gesto de fastidio.
—Mi querida amiga, no tengo inconveniente en importar de Francia las buenas ideas, pero me revientan las malas costumbres. Y, créame usted, las mujeres metidas en política son una costumbre detestable, de la que no puede salir nada bueno.
Hizo una pausa y miró hacia fuera del coche, que rodaba por la Gran Avenida de la Independencia.
—Pero, a pesar de todo, iré mañana a su casa para persuadirme de que no estoy equivocado.
Cuando la señora de Uriarte quedó sola repasó cuidadosamente su conversación con el capitán. Recordó que su intención era convencerle de que no dejase de asistir los jueves a sus reuniones. Ahora proyectaba que, después de la entrevista con Guadalupe, tuviese un motivo más para no faltar.