VII
Guadalupe y Mendoza fueron los primeros visitados.
Guadalupe dormía aún cuando Garambaina entró a decirle que la señora de Uriarte insistía en verla. Le vinieron ganas de mandarla al diablo, pero pensó que podría saber por ella más detalles del capitán, y así, componiendo ante el espejo un desarreglo propicio (se limitó a simular unas arrugas que diesen a su rostro aspecto cansado, a fingir, decaimiento y fatiga para satisfacción de la visitante), pasó al salón, donde la esperaban.
La señora de Uriarte se deshizo en disculpas y Guadalupe en respuestas tranquilizadoras. Después hablaron del tiempo, lo necesario para que la señora de Uriarte hallase cauce apropiado para plantear el objeto de su visita.
—Convendrá usted conmigo, querida Guadalupe, en que lo de ayer noche fue lamentable.
—Y usted, querida amiga, en que yo no tuve la culpa.
—No quiero ni pensar en una intención perversa por su parte; pero es indudable que el capitán enmudeció sólo por verla, y que después no pudo continuar hablando.
—¿Y quién lo habrá sentido más que yo? Le escuchaba con verdadera satisfacción. ¡Tiene una voz tan encantadora!
—El capitán es un muchacho inexperto y un poco tímido con las mujeres. Saberla presente a usted, tan enterada de política, tenía que acobardarle.
—Pero yo no podía sospecharlo. ¡Le aseguro que, si lo supiese, me hubiera escondido detrás de una cortina sólo por seguir escuchándole!
—Nadie lo creyó así, sobre todo las damas. Tiene usted fama de no tolerar rivalidades ni quien le dispute el primer puesto en un salón. Y yo estoy conforme con que usted brille en el mío, porque lo merece. ¡Es usted tan linda y tan inteligente!
—Gracias.
—No me lo agradezca. ¿Hago más que decir lo que todo el mundo? Pero el capitán Mendoza también tiene… llamémosle su clientela.
—Entre la cual me cuento desde ayer.
—¡Eso es lo malo, Guadalupe! Si usted se hubiera limitado a interrumpirle (y ya sé que no lo hizo adrede), todo se hubiera reducido a unas cuantas murmuraciones, que a usted no deben preocuparle, porque forman parte de su gloria. Pero usted hizo más que reducir a silencio al capitán. Usted le miró como con gula, y esto es lo que no le perdonan las demás mujeres.
Guadalupe tardó un poco en responderle. Adivinaba instintivamente que era menester ponerse un freno y meditar las respuestas.
—¿Quiere usted decirme por qué? ¿Está casado el capitán? ¿Está, siquiera, comprometido?
—No, que yo sepa.
—¿Entonces?
Esta vez fue la señora de Uriarte la que tardó en responder.
—Debe usted sentirse halagada —dijo luego—. Si las admiradoras del capitán se sienten un poco inquietas es porque la saben a usted dueña de mejores armas que las que ellas poseen. En una palabra: que la temen como rival.
—¡Ah! ¡Es por eso!
Miró de frente a la señora de Uriarte.
—Pero usted no lo cree, ¿verdad?
La señora de Uriarte se deshizo en remilgos.
—¡Mi querida Guadalupe! ¡La tengo a usted por la mujer más bonita de toda la República, por la más simpática, por la más atractiva!
—Le repito las gracias. Pero dígame: después de haberme visto al natural, sin afeites, como me vería todas las mañanas el capitán si fuese mi amante o mi marido, ¿me cree todavía tan temible?
La señora de Uriarte quedó un poco confusa.
—Bueno… Verdaderamente no sé que decirle. Está usted muy bien.
—¿Como en su casa? ¿Estoy tan linda como en su salón? ¿Puedo, así como estoy, rivalizar con las muchachitas amigas de sus hijas?
—Es posible que su cutis no sea tan fresco; que haya en su cara un par de arrugas, por otra parte, fácilmente disimulables. Pero ¿y su talento? ¡Tiene usted más talento que todas nosotras juntas!
—Pero el talento de las mujeres asusta mucho a los hombres. Lo sé por experiencia.
Se pasó las manos por el rostro, exagerando un gesto disgustado.
—Querida amiga, estoy gozando de mis últimos resplandores. He cumplido los treinta años. Sé que fui bonita, pero eso ya pasó. Ahora sólo me queda conservar, a fuerza de ingenio, una apariencia agradable y triunfar a la luz de las velas… o a oscuras.
Lo dijo con tal humildad, con tan entristecido gesto, que la señora de Uriarte se creyó en el deber de animarla, renovando sus halagos con el recuerdo de Ninón de Lenclós, que se había conservado atractiva hasta muy entrada en años: su erudición galante no disponía de otros ejemplos.
Asegurándose en su aparente derrota, Guadalupe, después de insistir en sus lamentaciones, llevó la conversación hacia Mendoza.
—Es un verdadero encanto, ¿verdad? Usted y él son los ornatos de mi salón. Usted atrae a los hombres y él a las mujeres, menos a usted, naturalmente —dijo la de Uriarte.
—En todo caso, tampoco él se siente atraído por mí.
—Podía asegurarlo hasta ayer. Pero ¿qué será en lo sucesivo?
La señora de Uriarte hizo un gesto vago con la mano, un gesto que quería decirlo todo, y continuó:
—Usted tiene mucha personalidad, y el capitán es un adolescente impresionable. Y ya conoce usted la tendencia de los muchachos a enamorarse de mujeres…
—¿De mujeres viejas?
—Digamos de mujeres con experiencia.
—Si el capitán cometiera el error de enamorarse de mí, usted lo desengañaría inmediatamente, describiéndole lo que ahora mismo ve: este comienzo de ruina.
—¿Y por qué habría de hacerlo, criatura? A mí no me importa que se enamore de usted o usted de él. Más aún: le aseguro que no me desagradaría. Usted debía casarse. ¿Quién mejor que un hombre como Mendoza?
—Olvida usted su salón. Porque, una vez casados, yo no toleraría que él fuese la atracción de las mujeres, ni él permitiría que yo lo fuese de los hombres.
—No tendría inconveniente en que así fuera, siempre y cuando tardasen ustedes algún tiempo en casarse y llevasen sus relaciones en secreto una corta temporada. Entonces yo pondría de mi parte todo lo necesario para protegerles.
—¡Pero, querida amiga, está usted hablando como si ayer el capitán Mendoza me hubiese declarado el amor y yo lo hubiera aceptado!
—Como dice mi marido cuando hace cálculos de sus ganancias, estoy hablando en hipótesis. Porque lo esencial es que usted y él sean como lo fueron hasta aquí, mis principales atracciones…, hasta que mi marido sea ministro. Una vez que esto suceda, mi salón se sostendrá por sí solo.
(En aquel momento Guadalupe pensó para sí misma: «¡Soy una de las personas más burras que he conocido!», y le vinieron ganas de golpearse el rostro.)
—¿Pero es cierto lo que me dice? ¿De veras que su marido va a ser ministro?
E inmediatamente, con fingida inocencia:
—¿Lo sabe ya Lizárraga?
—¡No creerá usted a mi marido capaz de ser ministro con ese borracho!
—Ya me lo figuraba. Pero entonces, ¿se prepara algo?
La señora de Uriarte temió haberse ido de la lengua, pero, iniciada la confesión de sus propósitos, tenía que llegar al fin. Y puesta en tal trance, prefirió la sinceridad, por si convertía a Guadalupe en algo más que decorativa colaboradora.
—De momento, todavía no. Pero está a puntó de suceder.
—¿Y Mendoza? ¿Tiene algo que ver con todo esto?
—Mendoza goza de un gran prestigio entre sus compañeros y entre los mismos soldados. Arrastraría consigo a la guarnición. No necesito decirle —añadió— que habría para él un puesto destacado en el ejército.
—¡El más destacado del ejército! Eso es lo que se merece.
—No creo que nadie pudiese discutírselo.
—¡Eso depende de su marido!
—¡Pues ya ve usted si importa que mi salón no se desmorone por una quisicosa de celos mal entendidos!
Guadalupe, con entusiasmo que no le costaba trabajo disimular, abandonó su asiento y se sentó en el sofá, al lado de su visitante, cuyas manos tomó:
—¡Mi querida Sofía! —era la primera vez que la llamaba por su nombre propio—. ¡Mi querida Sofía! ¿Qué debo hacer? ¿No aparecer por su casa? ¿Es eso lo que me pide? ¡Porque estoy dispuesta a cualquier sacrificio!
—De ninguna manera, preciosa. ¿Qué haríamos sin usted? Con su ausencia perderíamos la mitad de nuestros amigos. Debe usted seguir honrándonos como hasta ahora.
—¿Entonces?
—Limítese a llegar tarde, cómo siempre. Hágase anunciar, para que el capitán pueda, también como siempre, pasar a segundo término sin humillaciones que ofendan a las damas. Déjelas que lo adoren y no intente acapararlo, por lo menos en público. Y dedíquese a los hombres: convenza a los tibios, anime a los indecisos, empuje a los cobardes. No hay nadie que pueda hacerlo como usted.
—¡Mi querida Sofía! ¿Me deja usted que la bese?
—¡Pues no faltaba más!
Ofreció su mejilla a los labios de Guadalupe.
—Y ahora, querida —continuó—, confiéseme que ama al capitán Mendoza.
—Le confieso que me gusta.
—¿Y él le corresponde?
—¡Cómo ha de hacerlo, si hemos hablado ayer por primera vez!
—Le agradaría una entrevista casi privada, ¿verdad?
—¡La deseo ardientemente!
—Estoy tan conmovida, que yo misma he de procurarla. ¡Pero, por Dios, Guadalupe Limón, no olvide usted que el capitán Mendoza es el hombre guapo de mi salón!
—Le aseguro que me costará trabajó olvidarlo.
—Y no olvide tampoco las aspiraciones de mi marido. ¡Qué ministro de finanzas haría!
—Yo sugeriré su nombre cuando llegue el momento. Y hasta entonces tendrá en mí la mejor propagandista de su talento.
El final de la entrevista fue un intercambio de piropos y caricias.
Cuando ya se marchaba, la señora Uriarte, respondiendo a una ocurrencia momentánea, le dijo a Guadalupe:
—Venga mañana a mi casa, por la tarde, a tomar el chocolate. Acaso venga también el capitán Mendoza.
Guadalupe entró en su tocador dando saltos de alegría. Se lavó inmediatamente la cara, y, viéndosela en el espejo, recobrada su juventud, rio alegremente hasta que Garambaina vino a anunciarle que la bañera la esperaba.
Permaneció en el agua más tiempo del acostumbrado, porque en su tibieza halló vehículo para sus ensueños, y en el soñar una felicidad anticipada y profunda. No dudaba que el capitán se enamoraría fácilmente de ella, y que una vez enamorado llegarían a una inteligencia legal o clandestina; aunque Guadalupe, puesta a soñar, prefirió inmediatamente la inteligencia legal: por primera vez en su vida pensaba en casarse y tenía su amor por tan firme que resistiría una larga convivencia. Eran precisamente sus detalles los que amorosamente imaginaba y no el entusiasmo primerizo, sino la vida cotidiana, muchos años de comer juntos, de proyectar y de realizar en común, acaso de sufrir y desengañarse. Pensó, sin dolor, en que los hijos destruirían paulatinamente su belleza, pero, contemplándola, se alegró de los que había de nutrir a sus pechos, y aun se palpó el vientre, como esperando sentir el pálpito estremecedor de una nueva vida.
Cuando salió del baño su rostro había adquirido una seriedad desconocida que ahuyentaba todo matiz picaresco y ponía en sus ojos una emoción cálida, y daba a sus movimientos la seguridad y la calma de la madurez. Se vio en el espejo, y con naturalidad, sin sorpresa, pero firmemente, se recató, como escondiendo a su propio mirar algo que no le perteneciera.
—Es la hora de comer, niña —anunció Garambaina—. El señor Villegas ha llegado.
Se vistió y bajó al comedor.
—Hola, Villegas.
—Buenos días, Guadalupe.
Se sentaron en silencio. Garambaina iba y venía sirviendo las viandas. Guadalupe comenzó a comer absorta y metida en sí, como sola, y tan ensimismada que en un momento olvidó la comida.
—¿Está usted enferma, Guadalupe? —le preguntó Villegas. Ella levantó los ojos y tardó en responder, como si regresara de algún lugar muy distante. Movió la cabeza, negando.
—No, amigo mío.
—La encuentro a usted extrañamente silenciosa.
Entonces ella rio, nada más que un poco, y tomó con cariño la mano de Villegas.
—Me sucede que estoy enamorada, y me siento feliz.
Villegas dio un respingo.
—¡Criatura! Jamás le he oído semejante cosa con tanta seriedad.
—Es que, hasta ahora, jamás me había enamorado, y he descubierto que no es ninguna tontería.
Villegas la miró, no cómo a una mujer distinta, sino como a una mujer que se hubiera transformado precisamente en algo imprevisible.
—Por favor, Guadalupe, le ruego que se explique. Es decir…, si me está permitido ser curioso.
—¿Por qué no? Así como así, siento necesidad de decir lo que me pasa y a nadie mejor que a usted puedo decírselo.
Vaciló un momento.
—Pero, en realidad, ya se lo dije todo: estoy enamorada.
—¿Puedo preguntarle de quién?
—Del capitán Ramiro Mendoza.
Se echó atrás en el asiento, olvidándose del plato.
—Ayer le conocí. ¡Le aseguro que fue milagroso! Mire: yo entraba en el salón de los Uriarte, adonde voy todos los jueves. Entraba, como siempre, con ganas de divertirme y murmurar un poco. Y, de pronto, una voz me detuvo y me dijo: «Guadalupe, abandona tu frivolidad y prepárate a grandes novedades». Bueno, no fue así exactamente. No oí ninguna voz desde luego. Es decir, oí al capitán Mendoza. Estaba echando un discurso.
—¿Un discurso político?
—Sí. Hablaba de la reforma agraria.
Villegas se permitió reír francamente.
—Nunca esperé que se enamorase usted de un hombre porque hablase de la reforma agraria.
—¡Oh, si no decía más que tonterías! Pero las decía con tanta ingenuidad, con tal honradez, que me quedé sorprendida.
—Deduzco que el capitán Mendoza es un tonto que se cree a sí mismo.
—¿Y no lo encuentra usted admirable? Querido Villegas, de todos los hombres a los que conocí hasta ahora ninguno creía en lo que decía. Todos me dieron la impresión de doblez, de falsedad, de hipocresía o de estupidez. Y, de pronto, sin esperarlo, descubro que hay uno honrado, conmovedoramente honrado, que, además, es guapo, y valiente y encantador. ¡No se ría, por Dios! Estoy hablando en serio.
—No lo dudo. Río porque pienso que se enamoró usted de su apostura, no de su honradez.
—¡Es usted un viejo escéptico, Villegas; un insoportable viejo! Le aseguro que se equivoca. ¡Oh, si usted hubiera estado allí, si me hubiera visto, si pudiera haber leído en mi alma! Entré. El capitán hablaba y nadie me hizo caso. Yo me acerqué un poco molesta y entonces me llegó la voz y me sacudió, ¿comprende?, me sacudió como un rayo sacude un árbol. Todavía no había visto al capitán.
—Alguna vez le he oído también. Su voz, efectivamente, es convincente.
—¡Oh, mucho más que eso! Es una voz que le entra a uno en el alma y le dice: aquí hay un hombre.
—¿Eso fue lo que le dijo?
—Sí. Pero me dijo mucho más. Me dijo que aquella era la voz hecha para mandarme, y yo quedé inmediatamente sumisa a su mandato. ¿No le parece un prodigio?
—¿El qué? ¿Que usted se deje mandar por alguien? Desde luego.
—También eso es raro. ¡Y es tan hermoso!
—Pero no es más que la primera parte. Ahora dígame usted la impresión que causó al capitán Mendoza su voz y todo lo demás. Porque para un mozalbete, o casi un mozalbete, usted debe ser también impresionante.
Guadalupe le miró un poco acongojada.
—¿Por qué no me toma en serio?
Acercó su silla a la de Villegas.
—Usted es mi amigo. Me gustaría que fuese mi padre. ¿No se lo dije nunca? Y si usted fuese mi padre, yo le diría lo que acabo de decirle para que usted me escuchase sin reírse y me dijese que estaba bien mi amor. Imagino que mi padre me hubiera abrazado también, porque soy feliz, y a un padre siempre le gusta que sus hijos sean felices. Pero usted se ríe de mí, usted que debería comprenderme mejor que nadie.
Se levantó de pronto, airada.
—¿O es que se ha olvidado de Ña Rosita? ¿Es que ya no la quiere?
—¿Por qué me la recuerda?
—Porque si, recordándola, no comprende que yo estoy enamorada como ella lo estaba de usted, habrá dejado de ser mi amigo. ¿No sabe que desde aquella noche en que la trajeron a mi casa y la vi morir adiviné que algo muy hermoso y muy grande me había sido vedado? Es cierto que lo olvidé en seguida o creí olvidarlo; pero ahora lo recuerdo otra vez. Lo recuerdo, porque ya lo tengo.
Villegas se puso de pie.
—Perdóneme, Guadalupe. Me he equivocado. No merezco ser su amigo.
Hizo ademán de marchar, pero Guadalupe lo detuvo.
—¿A dónde va? ¡Oh, no sea usted bobo! Claro que es usted mi amigo, y que me comprende… Siéntese otra vez. ¡Vamos, no se ponga sentimental! ¿Qué iba yo a hacer sin usted?
Villegas alzó la cabeza. Si Guadalupe no hubiera estado tan preocupada con su amor hubiera advertido que también su amigo se había transformado; si bien las modificaciones de su gesto no representaban una renovación, como en Guadalupe, sino una reaparición del antiguo patetismo. El que tenía delante era, por obra de un error y un recuerdo, el mismo traidor Villegas, en cuyos brazos conmovidos había muerto Ña Rosita.
—No me abandone, don Juan —continuó Guadalupe—. ¡Tengo tantas cosas que preguntarle y tantas de que aconsejarme! ¿No comprende que soy completamente inexperta?
—De poco le valdrá mi experiencia. ¿No ve que me equivoco siempre? Antes me llamó usted viejo escéptico. Lo que soy en realidad es un viejo chocho.
Se habían vuelto a sentar, y Guadalupe reanudaba la comida. Villegas tomó la cuchara e intentó comer, pero volvió a dejarla.
—Mire, Guadalupe, seré un viejo chocho, pero no un desleal. Si usted esta enamorada de veras del capitán Mendoza, no tengo más remedio que decirle algo muy doloroso.
Ella le miró asustada.
—¡Dígamelo!
Todavía Villegas vaciló.
—El capitán Mendoza no se enamorará nunca de usted —dijo luego—. Y, si se enamora, no se casará jamás.
—¿Es que hay otra mujer?
—¡Oh, eso no tendría importancia!
—¡Por favor, Villegas, sea usted claro!
—Mendoza es… un hombre de honor.
—Eso ya lo sabía. ¡Lo comprendí nada más que oyéndole hablar!
—Es que un hombre de honor no puede casarse con usted.
—¿Y por qué? ¿Teme que vaya a engañarlo, como engaña Rosalía a su marido?
—No se trata del futuro, sino del pasado.
—¿Y qué puede importarle a nadie mi pasado?
Villegas se atrevió a sonreír.
—Lo más probable es que le interese al que piense ser su marido, si es un hombre de honor. Y le aseguro que Mendoza lo es. No es que lo conozca demasiado, pero puedo asegurarle que su manera de pensar en estos asuntos me es muy familiar. Es la misma que tenía yo a su edad.
—¿Usted no se hubiera casado conmigo?
—Él traidor Villegas se hubiera casado con usted, pero el capitán Villegas no lo hubiera hecho jamás.
—No lo comprendo.
Miró de una manera implorante a Villegas, pero su voz continuó firme.
—Se refiere, supongo, a que he tenido algún amante.
—Yo no quería decirlo.
—Y bien; es cierto. ¿Quién me lo prohibió? ¿A quién he faltado? Mi padre no me lo prohibió, ni he tenido un marido o un hijo que me lo prohibiesen.
—Se lo prohibían a usted ciertas ideas, ciertas normas.
—¡Al diablo las ideas y las normas, querido Villegas! Yo no creo en las ideas y las normas no me las enseñó nadie. Tampoco he conocido demasiada gente que las siguiese. Dicen que mi padre era casado, pero yo no soy hija de su mujer: me puso un padre postizo, y mi padre postizo fue un viejo crapuloso. Sus amigos eran por el estilo, y las gentes que me rodearon toda mi vida no fueron mejores. Les llevo la ventaja de que no sé mentir a las personas de mi afecto. Si yo me casara con un hombre cualquiera, aunque no estuviese enamorada de él, no le engañaría jamás. Pero si estoy enamorada, no necesito ni de la lealtad: le pertenezco y el amor me empuja hacia él. Aunque él no me ame. ¿Sé, acaso, si me ama Mendoza? ¿Sé si me amará nunca? Sin embargo, le aseguro, Villegas, que ya no soy dueña de mí. Un beso de otro hombre me mancharía los labios. No se me ocurre que pueda pedirme más ni exigirme más.
Villegas la contempló con los ojos semicerrados, buscando una respuesta satisfactoria, pero no la encontró. Allá, muy en el fondo de su recuerdo, resurgían, como razones últimas, viejas enseñanzas recibidas en su niñez, en las cuales hacía mucho tiempo que no creía. Estuvo a punto de mentar a Dios, pero comprendió que para Guadalupe aquel nombre no pasaba de ser una interjección, y no se sentía con fe ni con ánimos para convertirla. Alzó los hombros, como sacudiéndose de la imaginación todo lo que no era humano, y dijo:
—Para usted y para mí eso no son más que prejuicios. Usted no los conoció jamás, y yo los abandoné en el momento mismo en que dejé de ser honrado. Pero el capitán Mendoza los toma muy en serio. Es un militar de arriba abajo. Cuando camina, cuando entra en un lugar, lo hace mirando a un punto situado a treinta y dos pasos de distancia, porque así lo manda el reglamento. Del mismo modo, su espíritu mira siempre treinta y dos pasos delante de él, a un lugar donde hay escritas unas cuantas palabras convencionales: como honor, hidalguía y todo lo demás. Da la casualidad de que usted está más acá de esos treinta y dos pasos: lo más probable es que Mendoza pase por su lado sin fijarse.
—Eso ha hecho hasta ahora, pero yo meteré el ruido suficiente para que se fije.
Dijo estas palabras con energía, adelantando, decidida, la barba, y al mismo tiempo como final de la conversación y como norma de su conducta en el futuro. Llevó la cuchara a los labios, pero, de pronto, se detuvo.
—¿O haré mal en eso? ¡Dígamelo, Villegas! ¿Debo callarme, y esconderme y apartarme siempre de su camino?
Villegas no supo responderle.