XIII
Guadalupe había pasado una mala noche. Llegó a casa insomne y al despedirse de Clavijo tuvo la sensación de que no le vería jamás. Tardó en acostarse, pero no halló sosiego en la lectura de galantes historias francesas. Formaba parte de un pasado con el que comenzaba a sentirse en desacuerdo. Se acostó y oyó dar las horas al reloj vecino de Santa María; y cuando, por fin, sobre la madrugada, consiguió dormir, la agitaron angustiosas pesadillas en las que veía a Clavijo ahorcado y arrastrado por las turbas; a Rosalía triunfante y vengadora y a ella misma, acosada por los remordimientos, proclamándose responsable de la catástrofe.
La despertó al medio día Garambaina, anunciándole la visita de un militar. Pensó que fuese Clavijo, pero la mucama aseguró que sólo venía de su parte. Lo mandó pasar, sin preocuparse de si su belleza matinal estaba realmente a tono con su fama. El enviado era un ayudante, que traía una carta y un paquete alargado. Pero Guadalupe no se fijó en lo que traía, sino que preguntó, sin responder al saludo, si le había pasado algo al general; y sólo cuando la respuesta del ayudante la tranquilizó, pudo recibir la carta y el paquete.
Partido el visitante, rompió las obleas del pliego y lo leyó. Venía escrito de la mano de Clavijo, y decía así:
«Querida Guadalupe:
»Le ruego acepte ese obsequio mío. ¿Por qué se lo mando? Créame que no es gratitud, sino admiración. Estaría bien que dijese: por su belleza. Pero no es cierto. Admiro en usted algo que no sé descubrir, pero que existe.
»Acabo de enterarme de un curioso suceso: el coronel Lizárraga se ha comprometido en matrimonio con Rosalía Prados. Lo he sabido de tan peregrina manera que sospecho en ellos el propósito de que sea yo el primer enterado. ¿No lo encuentra usted chocante? ¿Acaso serán ciertos sus temores de anoche? En el mejor de los casos, Rosalía tiene demasiada prisa por ser mi amante, pues está claro que yo sólo la cortejaré cuando se haya casado.
»No me diga que es un disparate: forma también parte de mi destino.
»Probablemente no volveremos a vernos, pero siempre será su amigo, Clavijo.»
Lo primero que hizo Guadalupe fue preguntarse: «¿Por qué no me tutea?».
Luego echó mano del envoltorio y lo abrió. Contenía una hermosa miniatura del general y un sable de honor, en cuya hoja, grabadas, constaban las hazañas de Clavijo en pro de la Patria libre.
Guadalupe recordó que aquel sable le había sido regalado por el Concejo y el pueblo en una gran fiesta cívica, de la que ya nadie se acordaba.
Quedó con él en las manos, perpleja.
«¿Para qué me lo manda? ¿Qué voy a hacer con este sable?»
Le dio una y otra vuelta, mientras su pensamiento desatinaba buscando una respuesta. Y como salida de un almacén de trastos inútiles y desusados surgió en su conciencia la palabra «caballeresco».
Guadalupe no había leído nunca libros de caballería ni su experiencia era tanta que pudiera tener una noción exacta de qué es y en qué consiste una conducta caballeresca, porque la gente de que se había rodeado, o que la había rodeado, se repartía entre comerciantes y políticos truhanes y los pocos militares conocidos, o estaban, como Villegas, descalificados, o, como Lizárraga, habían convertido la caballerosidad en retórica. Ella, sin embargo, adivinaba la existencia de algo distinto de la retórica y de la picaresca, que suspendía el ánimo de la gente cuando alguien contaba tal frase o tal acción de los Libertadores. Algo que a todo el mundo parecía noble y ejemplar menos a los comerciantes, que se burlaban o pretendían aprovecharlo del mismo modo que al heroísmo. Pero ignoraba el comportamiento adecuado ante un acto de aquella índole, y conforme su ignorancia se hacía más patente se convencía de que el envío de la espada gloriosa simbolizaba, sin saber qué, y comprometía, sin saber a qué.
«Quizá Villegas pueda explicármelo.»
Y envió a Garambaina en su busca. Cuando llegó, Guadalupe no se anduvo con rodeos. Le refirió pe a pa todo lo sucedido y acabó colocando la espada en las manos de Villegas, que la recibió con cierto temblor vergonzoso, como si sus manos la mancillasen.
—Mire usted, Guadalupe —le dijo—, si usted espera de mí un buen consejo, o, por lo menos, un consejo útil, temo que voy a defraudarla. No sé siquiera si podré darle una interpretación satisfactoria de lo que me ha contado. Es indudable que ha enojado a Rosalía, como era de esperar. Pero ¿pretendía ella algo más que un marido? Y si sus aspiraciones no iban más allá, ¿no le es igual Lizárraga que Clavijo? En este caso, usted vio visiones y se le antojaron los dedos huéspedes. Sus temores son pura fantasía. La presunción de Lizárraga no era más que necesidad de exhibir la primera conquista valiosa de su vida. Estaría como niño con zapatos nuevos, en el lugar preferente y acariciado por las miradas amorosas de la lectora. ¿Y qué hacer en tal caso, sino presumir de zapatos? Si las cosas son así, el matrimonio sosegará a Rosalía y acaso sosiegue a Lizárraga. Claro está que la pondrán a usted verde, pero eso ya no importa: es lo menos que puede suceder. Pero supongamos que Rosalía, despechada, ha visto en Lizárraga un instrumento útil para cualquier venganza o cualquier maniobra política contra Clavijo. No es increíble, porque Lizárraga tiene un gran crédito entre los descontentos, y en la guerra se portó siempre con valor, aunque fuese un valor aparatoso. Carece de inteligencia, pero Rosalía tiene la que a él puede faltarle. Si esto es así, entonces sus temores tienen un fundamento, pero no podría hacer nada. Porque no la creo capaz de hacer una revolución.
—¡Ya lo creo que soy capaz! No sabe usted bien lo que entiendo de esas cosas.
—¿Llama usted entender de revoluciones al entender de intrigas? Aun así, el general Clavijo acostumbra a valerse por sí mismo, sin consejeros ni consejeras. Es orgulloso y solitario, aunque algún día el orgullo y la soledad le pierdan.
Guadalupe cerró los ojos, como ante un pensamiento deleitoso.
—Es estupendo, ¿verdad? Orgulloso y solitario. Y, de pronto, me conoce y comprende que puedo ser su amiga y entonces me envía su espada como símbolo. Y yo la acepto y esto quiere decir que cuando me necesite acudiré a su lado.
—¿Y qué haría usted a su lado?
—Ayudarle.
—¿Cómo? ¿En qué?
—Pero, Villegas, ¿por tan inútil me tiene?
—En lo que pudiera sucederle a Clavijo si algún día Lizárraga conspirase contra él, completamente inútil.
—¡Qué poca imaginación! Supóngase que me hago amiga de Lizárraga y estoy al tanto de sus tramas y en el momento las denuncio.
—Pero usted no puede ser amiga de Lizárraga. No sólo porque él la tenga ya por enemiga, sino porque a usted ese tipo le da asco.
—Es cierto.
Y, después de una pausa, sorprendida:
—¡Ay, Villegas, usted actúa hoy de jarro de agua fría!
Se levantó un tanto airada y recorrió agitada el dormitorio.
—En consecuencia, todo lo que hice son puras tonterías. El regalo del señor Clavijo es una fineza original, lo que se envía a una mujer que no puede aceptar un vestido o una credencial de sargento para un pariente. Yo no tengo ninguna obligación para con él. Y si, como temo, un día de éstos aparece una conspiración capitaneada por Lizárraga y dirigida en la sombra por Rosalía, yo soy la responsable, por haberme metido donde no me llamaban. ¿No es esto?
Villegas la miró con melancolía.
—Mucho me temo, querida Guadalupe, que sea así.
—¿Y qué debo hacer ahora?
—Nada.
—¿Nada? ¿Quedarme quieta, contemplar los resultados de mi propia estupidez?
—Eso es lo que se hace generalmente.
—Pues yo no me conformo.
Se sentó con desaliento.
—No me conformo o no quiero conformarme, pero no me queda otro remedio. Porque no es cosa de que vaya a pedir perdón a Rosalía Prados. Eso sí que no sería capaz de hacerlo, aunque el mundo se viniese abajo, aunque volvieran a mandar los españoles. Porque usted no me lo aconseja, ¿verdad?
—Naturalmente que no. En una comedia que vi representar en mi juventud, un personaje decía estas palabras, que me parecen buena norma de conducta:
Procure siempre acertalla
el honrado y principal,
pero si la acierta mal,
defendella y no enmendalla.
—Y eso es lo que usted hizo, ¿verdad Villegas?
—Por lo menos, lo que aspiré a hacer.
—Yo haré lo mismo.
Acercó su silla a la de su amigo y le tomó una mano con las suyas.
—Eso haré; pero no podré evitar esta especie de arrepentimiento que ya empiezo a sentir. Es la primera vez que me sucede. ¿Quiere usted creer, Villegas, que hay muchas otras cosas que también empiezan a sucederme por primera vez?
—¿Cuáles?
—Yo misma no lo sé.
Dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo del asiento, y se pasó la mano por la frente.
—Creo que debo marcharme por una temporada.
—¿A dónde? ¿Para qué?
—Al campo, y no sé para qué. O, mejor, si lo sé: para que mi derrota pase inadvertida.
—Pero usted, Guadalupe, no es mujer que pueda vivir en el campo.
—No lo fui; pero ¿quién le dice que no pueda serlo? Me encuentro muy cambiada. Seguramente que la vida campestre será muy atractiva: madrugar, cabalgar con los vaqueros, preocuparse de la hacienda. ¿Usted sabe que poseo, cerca de aquí, una finca muy linda? La hizo no sé qué español de campanillas y es una verdadera delicia. ¿Por qué no me acompaña?
—Parece haber olvidado, Guadalupe, que esa delicada finca suya tiene para mí recuerdos dolorosos.
—¡Es verdad! Sí, fue allí donde nos conocimos y donde está enterrada aquella mujer… Bien. Entonces me iré sola.
—¿Decidida?
—Totalmente. Me parece lo mejor.
Otra vez cogió la mano de Villegas.
—Marcharé, y usted me escribirá largas cartas contándome lo que pase aquí y yo le contaré lo que hago y lo que pienso. Y sólo regresaré cuando a usted le parezca que ya debo regresar.
El resto de la conversación la monopolizó Guadalupe exponiendo sus repentinos proyectos de vida campesina.