I
Eran cuarenta o cincuenta gauchos la cuadrilla de Juan Arenas: cuatreros, raptores y salteadores de caminos, bien acreditados por un año de ejercicio profesional, hasta el punto de que mentarlos ponía espanto. Llegaron a la hacienda con la noche. La peonada comía alrededor de la hoguera; negros mucamos y mucamas cantaban melancólicamente en las lindes de la luz, y en alguna parte sonaban las guitarras. La aparición del tropel fue súbita, y llenó de temor todos los corazones. Hubo soponcios y pequeños chillidos, pronto ahogados por la voz imperiosa del jefe:
—A callar todo dios. Quiero ver al ama.
Los cuarenta jinetes se desplegaron silenciosamente alrededor de la casa, escondiéndose en las sombras. Sólo Arenas permaneció iluminado: la luz temblona de la hoguera le daba fantástica apariencia y ponía brillos en la plata de su rebenque, de su cinturón y sus espuelas: estampa de soldado que se echa al monte, enjuto y bigotudo, con sonrisa cruel en la boca.
—A ver, el capataz. ¿Quién es el capataz aquí?
El llamado se adelantó tembloroso.
—Quiero ver a tu ama, ¿me oyes? Dile que soy Arenas y que vengo de visita.
Se apeó de un salto y cogió al capataz por la camisa.
—Y nada de escapatorias, ¿eh? Estáis en una ratonera.
El capataz dijo que sí, y se escabulló hacia la casa.
—Vamos, que siga el canto, peones. No vengo más que por el ama.
En la hoguera se asaba un becerro. Arenas lo hurgó con una estaca y añadió:
—También vengo por comida y vino para mi gente.
Guadalupe se columpiaba en una mecedora. A su lado cosía Garambaina. El capataz entró sin pedir permiso.
—¡Juan Arenas, mi ama! ¡Juan Arenas!
—¡Jesús! —dijo la negra.
—¿Juan Arenas? ¿Qué me quiere?
El capataz explicó, tartamudeando, las costumbres del bandido: llevarse a la gente y ponerla luego a rescate.
—Bien. ¿No es más que eso? Que suba. ¿Oyes? ¡No te quedes ahí como un pasmarote! Baja y dile a ese caballero que deseo verle yo también.
—No se puede escapar, amita. Han rodeado la casa.
—¿Quién habló de escapar? He dicho que suba.
Se volvió hacia la negra, que hacía conjuros.
—Y tú vete. No necesito testigos.
Salieron, silenciosos y aterrados, el capataz y la negra. Guadalupe se levantó y encendió todas las bujías de la chimenea. Aun no había acabado y ya sonaba en la puerta un tintineo de espuelas.
—Adelante, Juan Arenas —dijo sin volverse.
El gaucho quedó a la puerta, puesto en jarras, un poco deslumbrado.
—¿No he dicho adelante? Hay permiso —añadió ella.
Y volviéndose rápidamente agregó, mirándole:
—Has tardado mucho, Arenas. Temí que fuera menester enviarte un recado.
El gaucho pasó el umbral pisando fuerte.
—¿Sabe a qué vengo?
—Yo, sí. Tú, no.
—Vengo a llevármela.
Guadalupe meneó la cabeza.
—No —dijo luego.
—Ya lo creo. Usted vale mucho dinero.
—Quizá. Pero no lo ganará Juan Arenas.
—¡A ver! ¿O va usted a desafiarme? ¿Tiene usted escondido uno para matarme? Ya ve que he subido solo. No tengo miedo, y estoy seguro de que me la llevaré.
Guadalupe abandonó la sonrisa amable.
—Siéntate, Arenas. ¡He dicho que te sientes!
El gaucho la miró calmoso. Luego sacó tabaco y se puso a liar un cigarrillo.
—Hasta que lo encienda tiene para coger sus cosas. Después la llevaré como sea. Mis hombres la preferirán desnuda. Yo, no, porque se me celaría la china.
—Eres un animal, Arenas. Un animal mal educado. Desacreditas el bandillaje nacional.
Estaba apoyada en la chimenea, entre los dos candelabros. Se apartó y con un gesto señaló la repisa.
—Coge esa espada.
Arenas miró por encima del hombro de Guadalupe.
—Yo no uso espada.
—Coge esa espada, pero arrodíllate al cogerla. Y bésala antes de desenvainarla. ¿Vamos? ¿O no te atreves?
El gaucho se adelantó y tomó la espada por la vaina.
—Ya está. ¿Y qué?
—¿No la conoces?
—No.
—¿Sabes leer?
—Algo.
—Pues lee en la hoja. Acaso te interese.
El gaucho titubeó.
—Tienes miedo, ¿eh? Trae. No está envenenada.
Se la arrebató y luego se la tendió desnuda.
—Anda. Lee ahí. A ver si te recuerda algo.
Arenas deletreó dificultosamente. Luego soltó la espada, que cayó al suelo, clavándose.
—¿No preguntas por qué la tengo? ¿No me preguntas cómo llegó a mí? ¿No dices nada?
—Dejemos en paz a los muertos, ¿quiere?
—¿Los muertos? ¿Quién es el muerto?
—El general murió. Yo vi arder su casa sobre su cuerpo, ¿sabe?
—Y entonces te acobardaste y te echaste al campo, a robar mujeres y ponerlas a rescate. El general te hubiera ahorcado por esto.
—Puede. Pero él ya no está.
—No está. Y vosotros, sus hombres, dejáis que hayan insultado su memoria y que en el lugar donde él mandaba mande ahora un capón. ¿Qué os importa a vosotros? El general está muerto.
—¿Qué quiere? Se acabaron las guerras y el tiempo de los gauchos. Ahora mandan esos de la capital.
—¿Tú has hecho algo para evitarlo? ¿Lo hicieron tus amigos? ¿Lo hicieron todos los que, como tú, merodean por los ranchos para robar el ganado que se pierde?
—¡Yo no robo a los pobres!
—¿Qué más da? Robas. Antes eras soldado. Llegaste a sargento con Clavijo.
—Eran otros tiempos.
—Los de ahora son mejores. Habéis perdido el honor, y te atreves a raptar a la que fue mujer de tu general. Es mucho más fácil que ir a la guerra y menos peligroso. Tu general no me dejó hijos que me defendiesen. Me dejó esa espada.
El gaucho se rascó la cabeza.
—Clavijo tuvo muchas mujeres.
—Sí. Pero yo tengo su espada.
—Sí, claro.
Guadalupe empuñó el arma, que se balanceaba a sus pies.
—¿Tu sabes, Juan Arenas, que he jurado sobre esta cruz vengar al general? ¿Tú sabes que sólo faltáis vosotros, los camperos, para ayudarme a la venganza? Hay en la ciudad muchos amigos que sólo esperan una señal para levantarse en nombre de Clavijo, pero esa señal no se dará hasta que los gauchos hayáis dejado el bandidaje para uniros a nosotros. Hay muchos Arenas, ¿verdad? Roban, como tú. Ponen a las mujeres a rescate, como tú. No son ya más que bandidos. El general creyó que siempre serían soldados.
Arenas irguió, airado, la cabeza.
—¿Y qué quiere? Nos quitaron las tierras. ¿Vamos a hambrear? Robar es bueno, y a veces se parece a la guerra.
—Pero yo te ofrezco ser otra vez soldado. Os lo ofrezco a todos. Y después del triunfo se os devolverá lo que Clavijo os repartió. Tierras, ganados, todo lo que os quitaron.
—Promesas.
—¿Promesas? ¿Y las puertas de la ciudad abiertas no son una garantía? ¿Y las tropas a vuestro lado? ¿Y el nombre del general?
Arenas se golpeó el cinturón con el rebenque.
—Bueno. Ya está bien. No hay que hablar de eso. Yo venía a buscarla, y me la llevo.
—Ya sabía que eras una marica.
Arenas no manifestó enojo. No se movió su cuerpo ni tembló de ira. Alzó el látigo, que silbando, se ciñó a Guadalupe. Su punta metálica arañó el pecho. Saltó un hilo de sangre sobre el escote y manchó los encajes. Pero Guadalupe no gritó, ni se llevó las manos a la herida, ni se mordió los dientes. Miró al gaucho, y el gaucho la miró a ella, largo tiempo. El látigo se había aflojado, pero el gaucho lo empuñaba fuertemente. Inmóvil, parecía concentrar toda su energía, incluso toda su vida, en la mano crispada sobre el mango de cuero. Del mismo modo, Guadalupe apretaba la empuñadura de la espada hasta blanquearle los nudillos. Ninguno de los dos pestañeó, ni habló, ni pareció enterarse de que la sangre seguía brotando y de que por encima del hombro enrojecía, lastimada, la piel. Se miraba.
Fuera, como lejanas, sonaban las canciones, y una guitarra, y el chisporroteo de los leños. Más cerca, por encima de la cabeza de Guadalupe, una bujía chisporroteaba también. Acaso crujiese alguna madera o acaso no crujiese. Pero el quejido del tecolote entraba, con determinados perfumes campesinos, por la ventana abierta. A Guadalupe le dolía la herida, le dolía como si le hubieran clavado algo ardiente y agudo, con un dolor creciente que le ganaba el hombro, y el cuello, y los huesos. Su cuerpo se había concentrado en el dolor, y todo recuerdo, toda imagen, toda idea le habían abandonado el espíritu como si fuese a desfallecer, pero en algún lugar muy escondido le sonaban insistentes, repetidas, estas palabras: «Debes resistir. Debes resistir». Por el contrario, imágenes y recuerdos atravesaban como ráfagas el espíritu de Juan Arenas, lo llenaban, salían, volvían a él. Un hombre a caballo, envuelto en un sarape, a la cabeza de una tropa victoriosa. El mismo hombre, brillante de oros, a la cabeza de un ejército. Escenas de batallas, fragmentos de arengas, noches junto a las hogueras. Y un solo nombre: «Clavijo, Clavijo, Clavijo», envuelto en una nostalgia que parecía sonora, cómo si el nombre fuesen ruidos de trompetas, de combates, de canciones. Y una sensación extraña, desconocida, de haber obrado mal se le extendía por dentro, cómo se extiende una mancha de aceite.
Al fin, su mano comenzó a aflojarse. Retiró el látigo, lo enrolló con lentitud y se golpeó el cinturón con la contera del mango. Guadalupe no se había movido.
—Bien. Usted gana —dijo el gaucho.
Ella no contestó.
—Hablaré a todos los que se echaron al monte y volveremos a ser soldados. Usted dirá cuándo.
Silencio.
—Ahora le traeré medicina para eso.
Titubeó antes de salir. Cuando dejó de oírse: el tintineo de sus espuelas, Guadalupe aflojó la espada y cayó sobre la alfombra. Cayó pesadamente, sin cuidar la postura, sinceramente desmayada.