Capítulo 2
—¡AERON! ¡Aeron!
En la fortaleza, los pies de Aeron se posaron en la terraza que llevaba a su dormitorio. Aquella voz femenina desconocida lo sobresaltó y soltó a Paris.
—¡Aeron!
Tras aquel tercer grito penetrante de terror y desesperación, Paris y él se volvieron a mirar la colina debajo de ellos. Árboles espesos se elevaban hacia el cielo, oscureciendo la visibilidad, pero entre los tonos verdes y marrones, consiguió divisar una figura vestida de blanco.
Una figura que corría hacia su casa.
—¿La mujer sombra? —preguntó Paris—. ¿Cómo puñetas ha pasado nuestra verja tan rápidamente y a pie?
Aeron le había explicado por el camino lo ocurrido en el callejón.
—No, no es ella —la nueva voz era más aguda, más vibrante y mucho menos segura—. La verja... no lo sé.
Semanas atrás, después de que Paris y él se recuperaran de las heridas sufridas en un combate con los Cazadores, habían erigido una verja de hierro alrededor de la fortaleza. La verja tenía tres metros de altura, estaba cubierta de alambre de espino y tenía puntas lo bastante afiladas para cortar cristal. También vibraba con electricidad suficiente para producirle una parada cardiaca a un humano. Nadie que intentara escalarla viviría lo suficiente para llegar al otro lado.
—¿Crees que es un Cebo? —Paris la observó con más intensidad—. Pueden haberla dejado caer de un helicóptero.
Los Cazadores habían usado antes a hermosas mujeres humanas para hacer salir a los Señores a campo abierto, distraerlos, capturarlos y torturarlos. Aquélla, desde luego, parecía responder a esos criterios. Poseía un largo pelo color chocolate, piel tan pálida como una nube y un cuerpo etéreo y lleno de curvas. Aeron no conseguía ver sus rasgos faciales todavía, pero estaba seguro de que eran exquisitos.
Desplegó las alas mientras contestaba:
—Tal vez.
Los malditos Cazadores y su sentido de la oportunidad. La mitad de sus amigos estaban fuera. Habían viajado a Roma a buscar el Templo de los No Mencionados, cuyas ruinas habían salido recientemente del mar. Esperaban encontrar cualquier cosa que los llevara a las reliquias divinas todavía no encontradas. Cuatro artefactos que, usados juntos, indicarían la posición de la Caja de Pandora.
Los Cazadores esperaban usar la Caja para volver a encerrar a los demonios dentro y acabar así con los Señores, que no podían vivir sin su demonio. Los Señores simplemente querían destruirla.
—Allí hay alambres tensados —cuanto más hablaba Paris, más notaba Aeron un temblor en su voz. Por culpa de la mujer sombra, como la había denominado su amigo, no había tenido tiempo de acostarse con nadie en la ciudad y su fuerza se debilitaba—. Si no tiene cuidado... Aunque sea un Cebo, no merece morir así.
—¡Aeron!
Paris se agarró a la barandilla de la terraza y se inclinó para ver mejor.
—¿Por qué te llama a ti?
¿Y por qué usaba su nombre con tanta familiaridad?
—Si es un Cebo, los Cazadores probablemente estarán ahora ahí fuera esperándome. Yo intentaré ayudarla y ellos atacarán.
Paris se enderezó. La luz de la luna bañaba su rostro. Tenía moratones debajo de los ojos.
—Llamaré a los otros y nos encargaremos de ella. O de ellos —se marchó antes de que Aeron pudiera contestar, golpeando con sus botas el suelo de piedra del dormitorio.
Aeron mantuvo su atención en la chica. Cuando estuvo más cerca, pudo ver que la tela blanca que la envolvía era una túnica. Y la parte de atrás, que no había podido ver antes, estaba manchada de rojo brillante.
No llevaba zapatos. Sus dedos descalzos tropezaron con una piedra y ella cayó, con aquella masa de pelo color chocolate formando cascadas en torno a su rostro. Había flores entrelazadas con los rizos y faltaban algunos pétalos. También había ramitas, pero él no creía que las hubiera colocado allí intencionadamente. Le temblaban las manos, que alzó para apartarse el pelo.
Finalmente, su rostro quedó a la vista y todos los músculos del cuerpo de Aeron se tensaron. Como había supuesto, era exquisita. Incluso con el rostro manchado e hinchado por las lágrimas. Tenía unos ojos enormes de color azul pálido, una nariz perfectamente formada, pómulos y barbilla bien esculpidos y unos labios perfectos que formaban un corazón lujurioso.
No la había visto nunca, porque de ser así, la recordaría. Pero de pronto había algo casi... familiar en ella. La mujer se incorporó gimiendo y siguió su marcha. Volvió a caerse. Un sollozo dolorido salió de sus labios, pero insistió en levantarse y continuar hacia la fortaleza. Cebo o no, tal determinación era admirable.
Consiguió de algún modo esquivar las trampas, moviéndose a su alrededor como si supiera que estaban allí, pero cuando chocó con otra piedra y cayó al suelo por tercera vez, permaneció allí temblando y llorando.
Aeron le miró la espalda. ¿Lo rojo... era sangre? ¿Sangre fresca, todavía húmeda? La brisa transportó su olor metálico, confirmando sus sospechas. Oh, sí. Lo era.
¿De ella o de otra persona?
—Aeron —ya no era un grito, sino un aullido patético—. Ayúdame.
Él desplegó las alas sin detenerse a pensar. Sí. Los Cazadores habían herido otras veces a los Cebos antes de enviarlos a la guarida de los leones, con la esperanza de conseguir así su compasión. Sí, probablemente acabaría con la espalda llena de flechas y balas, pero no la iba a dejar allí, herida y vulnerable. No iba a permitir que sus amigos arriesgaran la vida para salvar (o destruir) a la visitante.
Saltó desde la terraza y se elevó primero en el aire antes de caer hacia ella. Voló en zigzag para no resultar un blanco muy fácil, pero ninguna flecha cruzó el aire y no se oyeron disparos. Aun así, en lugar de aterrizar a su lado, aumentó la velocidad, extendió los brazos y la alzó en ellos sin frenar en absoluto.
Quizá ella tenía miedo de las alturas y por eso se puso rígida de pronto. Quizá esperaba que lo mataran antes de llegar hasta ella y, al verse capturada por él, se había puesto tensa de terror. Fuera como fuera, a Aeron le daba igual. Había hecho lo que se había propuesto. La tenía.
Ella empezó a gemir débilmente contra sus brazos.
—¡No me toques! ¡Suéltame! Suéltame o juro que...
—Estate quieta o por los dioses que te suelto —la había agarrado por el estómago y la cara de ella miraba al suelo. Así podría ver la altura desde la que caería.
—¿Aeron? —estiró el cuello para verlo. En cuanto sus miradas se encontraron, se relajó. Incluso sonrió un poco—. Aeron —repitió con un suspiro de placer—. Tenía miedo de que no vinieras.
Aquel placer, genuino y sin pizca de malicia, le sorprendió y confundió. Las mujeres nunca lo miraban así.
—Tu miedo no era realista. Deberías haber temido que viniera.
La sonrisa de la mujer se evaporó.
Mejor. Lo único que le perturbaba ahora era el silencio de su demonio, que debería estar bombardeándolo ya con imágenes e impulsos, como había ocurrido con la mujer sombra. «Ya te preocuparás de eso más tarde».
Siguió volando en zigzag hasta su dormitorio, sin parar en la terraza como de costumbre. Necesitaba estar a cubierto lo antes posible. Por si acaso. Pero cuando estaba plegando las alas, éstas golpearon ambos lados de la puerta y un dolor de fuego subió desde las puntas hasta los arcos.
Aeron ignoró el dolor y se quedó de pie. Se acercó a la cama y depositó con gentileza su carga boca abajo. Le pasó un dedo por la columna y ella lanzó un gemido de agonía. Él había esperado que estuviera empapada con la sangre de otra persona, pero no. Sus heridas eran reales.
Aquello no debería ablandarlo. Probablemente se las había infligido ella misma... o les permitido hacerlo a los Cazadores para suscitar su compasión. «Yo no tengo compasión, sólo irritación». Cuando se acercó al armario, intentó plegar las alas, pero estaban rotas y no entraban en las ranuras. Aquello aumentó aún más su irritación.
No tenía una cuerda y no quería salir de la habitación para buscarla, así que tomó dos corbatas que le había regalado Ashlyn por si alguna vez quería «vestir bien» y regresó a la cama.
Ella tenía la mejilla apoyada en el colchón y seguía con la mirada todos sus movimientos, como si no pudiera evitar mirarlo... y no con repulsión, como la mayoría de las mujeres. Ella lo miraba con algo parecido al deseo.
Seguramente fingía.
Y, sin embargo, aquel deseo... había algo familiar en él. Algo perturbador. Pensó que eso era lo que había notado antes. Cuando ella había pronunciado su nombre, aquel mismo deseo había sido evidente, y en el fondo él sabía que lo había encontrado antes. ¿Cuándo? ¿Dónde?
¿En ella?
Siguió mirándola y se dio cuenta de que Ira seguía silencioso. Se suponía que aquélla era la primera vez que estaba en su presencia, pero su demonio no pasaba los pecados de ella por su mente. Aquello era raro. Con anterioridad sólo había sucedido una vez. Con Legión. Por qué, no lo sabía. Los dioses sabían que su diablesa había pecado.
¿Y por qué se repetía ahora? ¿Y nada menos que con un posible Cebo?
¿Aquella mujer no había pecado nunca? ¿Nunca había dicho una mala palabra a otra persona? ¿Nunca había hecho caer a alguien adrede ni había robado aunque sólo fuera una chocolatina? Aquellos ojos puros como el cielo decían que no. ¿O, al igual que Legión, había pecado pero, por alguna razón, esquivaba el radar de Ira?
—¿Quién eres? —él tomó una de sus muñecas, de piel cálida y suave, y la ató a la cama con una corbata. Repitió la operación con la otra muñeca.
Ella no protestó en ningún momento. Casi parecía que esperara recibir ese tratamiento y lo hubiera aceptado.
—Mi nombre es Olivia.
Olivia. Un nombre hermoso. Que encajaba con ella. Delicado. En realidad, lo único que no era delicado en ella era su voz. Capa tras capa de... ¿qué era aquello? La única palabra que se le ocurría para describirlo era «sinceridad», y emanaba tanta de ella que él retrocedió.
Aquella voz nunca había dicho una mentira. No podría.
—¿Qué haces aquí, Olivia?
—Estoy aquí... estoy aquí por ti.
De nuevo aquella verdad. Era una fuerza que fluía desde sus oídos al interior de su cuerpo y lo dejaba tambaleándose. No había lugar para la duda. Ninguno en absoluto. Simplemente, se veía obligado a creerla.
A Sabin, guardián de Duda, le habría encantado. Nada complacía más a ese demonio que destruir la confianza de alguien.
—¿Eres un Cebo?
—No.
De nuevo la creyó; no tenía más remedio.
—¿Has venido aquí para matarme? —se enderezó y se cruzó de brazos. La miró de hito en hito, esperando.
Sabía que tenía un aspecto muy fiero, pero ella no reaccionó como solían hacer las mujeres, temblando y llorando. Parpadeó, aparentemente herida por la pregunta.
—No, claro que no —hizo una pausa—. Bueno, ya no.
¿Ya no?
—¿O sea, que en otro tiempo pensabas matarme?
—Me enviaron para hacer eso, sí.
—¿Quién?
—Al principio me envió la Única Deidad Verdadera sólo a observarte. No era mi intención espantar a tu amiguita. Yo sólo hacía mi trabajo —sus ojos se llenaron de lágrimas, que convertían aquellos iris azules en lagos de remordimiento.
«Nada de ablandarse».
—¿Quién es la Única Deidad Verdadera?
Una expresión de amor puro iluminó la expresión de la mujer y apartó momentáneamente el brillo del dolor.
—Tu deidad y la mía. Él es mucho más poderoso que vuestros dioses, aunque normalmente se conforma con permanecer en las sombras y por eso lo conocen pocos. Padre de humanos. Padre de... ángeles. Como yo.
«Ángeles. Como yo».
Aeron abrió mucho los ojos. Ahora entendía que su demonio no pudiera encontrar maldad en ella. Y también entendía por qué su mirada le resultaba familiar. Era un ángel. Mejor dicho, el ángel. Enviada para matarlo según sus propias palabras. Aunque ya no pensaba acabar con él. ¿Por qué?
¿E importaba eso? Aquella delicada criatura había sido, en cierto momento, elegida para ejecutarlo.
Sintió ganas de reír. Ella jamás habría podido vencerlo.
«Tú no podías verla. ¿Crees que habrías sido capaz de pararla si se hubiera lanzado a por tu cabeza?».
Dejó de reír. Ella era la que lo había observado todas aquellas semanas. Era la que lo había seguido sin ser vista y la que había espantado a Legión.
Lo cual suscitaba la pregunta de por qué Ira no reaccionaba igual que Legión. Con miedo e incluso agonía física. Quizá el ángel controlaba qué demonios la percibían. Sería estupendo tener una habilidad así, mantener a sus víctimas ignorantes de su presencia... e intenciones.
Esperaba que lo invadiera una rabia brutal. La rabia que había prometido desencadenar contra aquella criatura si alguna vez se ponía a su alcance. Cuando la rabia no apareció, esperó que llegara al menos determinación. Tenía que proteger a sus amigos a toda costa.
Pero eso tampoco hizo acto de presencia. ¿Y qué tenía en su lugar? Confusión.
—Tú eres...
—El ángel que te ha estado observando, sí —repuso ella, confirmando sus sospechas—. O mejor dicho, era un ángel —cerró los ojos y sus pestañas se llenaron de lágrimas. Le tembló la barbilla—. Ahora no soy nada.
Porque la creía, porque no podía ser de otro modo, Aeron tendió una mano y le apartó el pelo, con cuidado de no tocar su piel herida. Tomó el cuello de la túnica y tiró con gentileza. La tela suave se rompió fácilmente, dejando al descubierto la espalda.
Una vez más, abrió mucho los ojos, sorprendido. Entre los omoplatos, donde deberían haber estado las alas, había dos largos surcos de piel rota, tendones rotos en la columna, músculos arrancados... incluso asomaba algo de hueso. Eran heridas salvajes, violentas e inmisericordes, que todavía exudaban sangre. A él también le habían arrancado las alas a la fuerza una vez y había sido la herida más dolorosa de su larguísima vida.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz ronca.
—He caído —repuso ella avergonzada. Enterró el rostro en la almohada—. Ya no soy un ángel.
—¿Por qué?
Aeron no había conocido nunca a un ángel (aparte de Lysander, claro, pero ese bastardo no contaba porque se negaba a hablar a los Señores de nada que tuviera importancia) y no sabía gran cosa de ellos. Sabía sólo lo que le había dicho Legión y, por supuesto, había muchas posibilidades de que su punto de vista se viera influido por el odio que sentía por ellos, pues nada de lo que le había contado encajaba con la mujer que había en su cama.
Legión había dicho que los ángeles eran criaturas sin alma ni sentimientos que sólo tenían un objetivo: destruir a los demonios. También había dicho que, de vez en cuando, un ángel sucumbía a la atracción de la carne, curioso por los mismos seres a los que se suponía que tenía que detestar. A ese ángel entonces lo arrojaban al Infierno, donde los demonios a los que antes había derrotado podían vengarse por fin.
¿Era eso lo que le había ocurrido a aquélla? ¿Un viaje al Infierno, donde la habían atormentado los demonios? Era posible.
¿Debería desatarla? Sus ojos... tan puros... tan inocentes... ahora decían: «Ayúdame». Y «sálvame».
Pero a él lo habían engañado otras veces con una inocencia parecida. Y a Baden también, y había muerto por ello.
Un hombre listo averiguaría antes algo más sobre aquella mujer.
—¿Quién te ha cortado las alas? —gruñó.
Ella se estremeció.
—Cuando me han...
—¡Aeron, estúpido! —dijo una voz de hombre—. Dime que no has... —Paris entró en la habitación y se detuvo al ver a Olivia. Achicó los ojos y se pasó la lengua por los dientes—. O sea que es cierto. Has volado hasta ella y la has traído.
Olivia se puso tensa y mantuvo la cara escondida. Los hombros le temblaban como si sollozara. ¿Finalmente se había asustado? ¿Precisamente ahora?
¿Por qué? Las mujeres adoraban a Paris.
«Concéntrate». Aeron no tenía que preguntar cómo sabía Paris lo que había hecho. Torin, el guardián del demonio Enfermedad, vigilaba la fortaleza y la colina sobre la que se levantaba ésta veinticuatro horas al día, nueve días a la semana (o eso parecía).
—Creía que habías ido a buscar a los otros.
—Torin me ha puesto un mensaje de texto y he ido primero con él.
—¿Y qué te ha dicho de ella?
—Pasillo —su amigo señaló la puerta con la barbilla.
Aeron movió la cabeza.
—Podemos hablar aquí. No es un Cebo.
Paris suspiró.
—Y tú dices que yo soy estúpido en lo relativo a las mujeres. ¿Cómo sabes lo que es ella? ¿Te lo ha dicho y no has podido evitar creerla? —preguntó con burla.
—Es un ángel, déspota. El ángel que me estaba observando.
Aquello borró la burla de la expresión de Paris.
—¿Un ángel de verdad? ¿Del Cielo?
—Sí.
—¿Como Lysander?
—Sí.
Paris la miró detenidamente. Con lo experto en mujeres que era, probablemente se sabía de memoria su cuerpo cuando terminó. El tamaño de los pechos, la forma de las caderas, la longitud exacta de las piernas. Aeron se dijo que no le importaba. Ella no significaba nada para él. Nada excepto problemas.
—Sea lo que sea —dijo Paris, mucho menos enfadado que antes—, eso no significa que no trabaje con el enemigo. ¿Necesito recordarte que Galen dice que él es un ángel?
—No, pero él miente.
—¿Y ella no puede mentir?
Aeron se pasó una mano por el rostro repentinamente cansado.
—Olivia, ¿trabajas con Galen para perjudicarnos?
—No —murmuró ella; y Paris retrocedió como había hecho Aeron, apretándose el pecho.
—¡Por todos los dioses! —susurró—. Esa voz...
—Lo sé.
—No es un Cebo y no está ayudando a Galen —declaró Paris.
—Lo sé —repitió Aeron.
Paris movió la cabeza.
—De todos modos, Lucien querrá registrar la colina en busca de Cazadores. Por si acaso.
Una de las muchas razones por las que Aeron siempre había seguido a Lucien era por su inteligencia y su cautela.
—Cuando termine, convoca una reunión con quien haya aquí y háblales de la otra mujer. La del callejón.
Paris asintió y le brillaron los ojos.
—¡Vaya noche!, ¿eh? Me pregunto a quién más te encontrarás.
—¡Qué los dioses me ayuden si hay otra mujer! —murmuró Aeron.
—No deberías haber desafiado a Cronos, amigo mío.
Aeron miró al ángel y se le encogió el estómago. ¿Había respondido el rey dios a su desafío y tendría que perseguir a Olivia? Se dio cuenta de que el corazón le latía con fuerza y le hervía la sangre.
Apretó los dientes. Ella podía intentar tentarlo, pero no lo conseguiría.
—No lamento mis palabras —dijo.
No sabía si era verdad o mentira. No sabía que Cronos tuviera algún poder sobre los ángeles, pero, si no, ¿cómo había podido enviársela? ¿O él no era el responsable? Quizá Aeron estaba confundido y Cronos no tenía nada que ver.
Pero no importaba. No sólo Olivia no conseguiría tentarlo, sino que además él se cercioraría de que se fuera antes de que tuviera tiempo de causar ni un solo momento de preocupación.
—Para que lo sepas —dijo Paris—. Torin vio a ésta en la colina con sus cámaras ocultas. Dice que salió del suelo.
Del suelo. ¿Eso quería decir que la habían arrojado al Infierno y se había visto obligada a liberarse con las uñas? No podía imaginar a aquella mujer frágil haciendo algo así. Pero entonces recordó la determinación con la que había corrido hacia la fortaleza. Tal vez sí.
—¿Eso es verdad? —la miró con ojos nuevos. Desde luego, tenía tierra debajo de las uñas y la tierra manchaba también sus brazos. Pero su túnica, sin embargo, estaba perfectamente limpia aparte de la sangre.
De hecho, mientras la observaba, el desgarro que él le había hecho en la túnica desapareció, más o menos como cuando el cuerpo de él regeneraba las heridas. Un trozo de tela con propiedades curativas. ¿No acabarían nunca las sorpresas?
—Olivia, contesta.
Ella asintió sin alzar la vista. Él oyó un sollozo.
Un dolor le cubrió el pecho, pero lo ignoró. «No importa lo que sea ni lo que haya soportado. Tú no puedes ablandarte. Ella asusta y perjudica a Legión y tiene que irse».
—Un ángel de verdad —musitó Paris, claramente admirado—. Si quieres, me la llevo a mi habitación y...
—Está demasiado herida para juegos de cama —lo interrumpió Aeron.
Paris lo miró con curiosidad. Sonrió y movió la cabeza.
—No estaba pensando en eso, así que no te pongas celoso.
Aquello ni siquiera merecía una respuesta. Él nunca había tenido celos y no iba a empezar ahora.
—¿Y por qué te has ofrecido a llevártela a tu cuarto?
—Para vendarle las heridas. ¿Quién es ahora el déspota?
—Yo cuidaré de ella —quizá. ¿Los ángeles toleraban la medicina humana o les hacía daño? Él conocía bien los peligros de dar a una raza algo creado para otra. Ashlyn había estado a punto de morir por beber vino destinado sólo a los inmortales.
Le habría gustado llamar a Lysander, pero éste vivía en ese momento en los Cielos con Bianka y, si había algún modo de ponerse en contacto con él, Aeron no lo conocía. Además, él no le caía bien a Lysander y éste no solía estar dispuesto a dar información sobre su raza.
—Si quieres ser tú el responsable, vale. Pero admítelo —sonrió Paris—. La quieres para ti.
—No es verdad —no tenía el menor deseo de algo así. Era simplemente que ella estaba herida y no podía curarse sola y, por lo tanto, no estaba en posición de ser la compañera de cama de nadie. Y Paris sólo la querría para una cosa. Sexo. Por mucho que afirmara lo contrario.
Además, ella lo había llamado a él. Había gritado su nombre.
—Un ángel no es un humano —prosiguió Paris—. Es algo más.
Aeron frunció el ceño.
—He dicho que no la quiero para mí.
Paris se echó a reír.
—Lo que tú digas. Disfruta de tu mujer.
Aeron apretó los puños.
—Ve a decirle a Lucien lo que hemos hablado, pero no puedes decir a las mujeres, bajo ningún concepto, que hay un ángel herido aquí. Asaltarán mi habitación para conocerla y éste no es el momento.
—¿Por qué? ¿Te vas a poner a hacer algo con ella?
Aeron apretó los dientes con tanta fuerza que temió que pronto no fueran otra cosa que un buen recuerdo.
—Pienso interrogarla.
—¡Ah! Ahora se llama así. Que te diviertas —Paris salió sonriendo de la habitación.
Aeron miró a Olivia. Ésta dejó de sollozar en silencio y lo miró.
—¿Qué haces aquí, Olivia? —decir su nombre no debería afectarle. Lo había dicho antes. Pero le afectó. Su sangre se calentó un grado más. Debían de ser aquellos ojos... penetrantes...
Ella suspiró.
—Conocía las consecuencias. Sabía que renunciaría a mis alas, a mis habilidades, a mi inmortalidad, pero lo hice de todos modos. Porque... mi trabajo cambió. Ya no podía dar alegría, sólo muerte. Y no me gustaba lo que querían que hiciera. No podía hacerlo, Aeron. Simplemente, no podía.
Oír su nombre en labios de aquella mujer, pronunciado con tanta familiaridad, también le afectó. Contuvo el aliento. ¿Qué le ocurría? «Endurécete. Sé el guerrero frío y duro que sé que puedes sen>.
—Te observaba... a ti y a los que te rodean y... sufría —continuó ella—. Te deseaba y quería lo que tenían ellos... libertad, amor y diversión. Quería jugar. Quería besar y tocar. Quería alegría propia —lo miró a los ojos—. Al final, tuve que decidir. Caer... o matarte. Decidí caer. Así que aquí estoy. Soy tuya.