Capítulo 1
—NO parece que les importe estar muriéndose.
Aeron, un guerrero inmortal poseído por el demonio Ira, estaba en el tejado de los Apartamentos Bübájos en el centro de Budapest y miraba a los humanos que se movían por la calle. Unos compraban, otros hablaban y reían, y algunos comían algo mientras caminaban. Pero ninguno de ellos caía de rodillas e imploraba a los dioses más tiempo en aquellos cuerpos débiles. Ni lloraban porque no podían conseguirlo.
Cambió su foco de atención de la gente a lo que había a su alrededor. La luz de la luna caía del cielo y se mezclaba con el brillo ámbar de las farolas, lanzando sombras sobre las calles pavimentadas. Había edificios por todas partes y algunos de los puntos más altos tenían marquesinas de color verde claro, el contraste perfecto con el verde esmeralda de los árboles que crecían a sus pies.
Hermoso... para ser un ataúd.
Los humanos sabían que decaían. Qué narices, crecían sabiendo que tendrían que abandonar todo y a todos los que amaban y, sin embargo, como ya había notado, no exigían ni pedían más tiempo. Y eso... le fascinaba. Si él se enterara de que se iba a separar pronto de sus amigos, los demás guerreros poseídos por demonios con los que había pasado los últimos miles de años, haría cualquier cosa, incluso suplicar, para cambiar su destino.
¿Por qué los mortales no? ¿Qué sabían que no supiera él?
—No se están muriendo —dijo su amigo Paris, a su lado—. Viven mientras pueden.
Aeron hizo una mueca. Aquélla no era la respuesta que buscaba. ¿Cómo podían vivir mientras podían, cuando sólo podían hacerlo durante un simple parpadeo?
—Son frágiles. Se destruyen fácilmente. Como tú bien sabes.
Era cruel por su parte decirlo, porque la... ¿novia? ¿amante? ¿mujer elegida?... no sabía cómo llamarla, pero a la mujer elegida de Paris la habían matado hacía poco delante de él. Aun así, Aeron no lamentaba sus palabras.
Paris era el guardián de Promiscuidad y se veía obligado a acostarse con una humana distinta cada día si no quería debilitarse y morir a su vez. No podía permitirse llorar la pérdida de una amante concreta. Y menos de una amante enemiga, que era lo que había sido Sienna.
Aeron odiaba admitirlo, pero en cierto modo se alebraba de que la mujer hubiera muerto, pues pensaba que ella habría utilizado las necesidades de Paris contra él y habría acabado por destruirlo.
«Yo, sin embargo, procuraré siempre su bienestar», era un juramento. El rey de los Titanes le había concedido a Paris elegir: el regreso del alma de Sienna o la libración de Aeron de una horrible maldición que le hacía ansiar sangre y lo mantenía obsesionado con la idea de matar. Obsesión que, para vergüenza suya, había llevado a la práctica una y otra vez.
Debido a esa maldición, Reyes, el guardián del demonio Dolor, había estado a punto de perder a su adorada Danika. De hecho, Aeron se disponía a lanzar su daga bien afilada hacia el hermoso cuello de ella cuando Paris eligió liberarlo. La locura lo había abandonado y había perdonado la vida a Danika.
En cierto modo, Aeron se sentía todavía culpable por lo que había ocurrido... Y por las consecuencias de la elección de Paris. Una culpa que era como ácido en sus huesos y lo destrozaba. Paris ahora sufría por su amante y él disfrutaba de su libertad. Pero eso no significaba que le fuera a mostrar compasión a Paris en aquel tema. Quería demasiado a su amigo para eso. Además, estaba en deuda con él. Y Aeron siempre pagaba sus deudas.
De ahí la razón de que estuvieran en el tejado.
Pero cuidar de Paris no era tarea fácil. En las seis últimas noches, Aeron había arrastrado allí a su amigo entre protestas incesantes. Paris sólo tenía que elegir a una mujer y Aeron se la procuraba y se aseguraba de que estuvieran a salvo mientras tenían sexo. Pero cada noche la elección se producía más tarde.
Aeron tenía la impresión de que esa vez estarían sentados allí hasta el amanecer.
Si el ahora deprimido guerrero hubiera despreciado a aquellos débiles mortales como él, no estaría ahora deseando lo que no podía tener. No ansiaría desesperadamente algo que le sería negado toda la eternidad.
Aeron suspiró.
—Paris, ese luto tiene que acabar. Te está debilitando.
Su amigo se pasó la lengua por los dientes.
—Mira quién habla de debilidad. ¿Cuántas veces has sido víctima de Ira? Incontables. ¿Y de cuántas de esas incontables veces puedes culpar a los dioses? Sólo de una. Cuando te vence tu demonio, pierdes todo el control de tus actos, así que no añadas la hipocresía a tus demás pecados, ¿vale?
Aeron no se ofendió. Por desgracia, la afirmación de Paris era irrefutable. A veces Ira se hacía con el control de su cuerpo y lo llevaba volando por la ciudad, golpeando a todos los que se ponían al alcance y disfrutando con su terror. En esos casos, Aeron era consciente de lo que sucedía, pero no podía cambiarlo.
Aunque no siempre quería que cesara la carnicería. Algunas personas merecían lo que les pasaba.
Pero sí odiaba perder el control de su cuerpo como si fuera una marioneta movida por hilos. O un mono que bailara cumpliendo órdenes. Cuando se veía reducido a ese estado, despreciaba a su demonio, pero no tanto como se despreciaba a sí mismo. Porque con el odio, experimentaba también orgullo. Arrebatarle las riendas del control a Ira exigía poder, y el poder de cualquier tipo era un motivo de orgullo.
Lo que no quitaba para que aquella lucha entre su demonio y él también le perturbara.
—Puede que no fuera tu intención, pero acabas de darme la razón —dijo—. La debilidad lleva a la destrucción. No hay excepciones —en el caso de Paris, el luto era simplemente una forma de distracción. Y distracciones así podían ser fatales.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo? ¿Qué tiene que ver con los humanos de ahí abajo? —preguntó Paris.
—Esa gente envejece y se deteriora en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y qué?
—Y déjame terminar. Si te enamoras de una mujer humana, puede que la tengas casi un siglo. Eso, si no sucumbe antes a la enfermedad o a un accidente. Pero será un siglo que pasarás viéndola debilitarse y morir. Y todo ese tiempo sabrás que te espera una eternidad sin ella.
—¡Qué pesimismo! —musitó Paris—. Tú lo ves como un siglo perdiendo lo que eres incapaz de proteger. Yo lo veo como un siglo disfrutando de una gran bendición. Una bendición que te ayudará el resto de la eternidad.
¿Ayudarte? Absurdo. Cuando uno perdía algo precioso, su memoria se convertía en un recuerdo torturante de lo que no podría volver a tener. Esos recuerdos aumentaban los problemas y distraían, no fortalecían.
La prueba estaba en que eso era lo que sentía él respecto a Baden, guardián de Desconfianza y antes su mejor amigo. Hacía tiempo que había perdido al hombre al que quería más de lo que habría podido querer a un hermano de sangre y ahora, siempre que estaba solo, pensaba en él y se preguntaba por lo que podría haber sido.
No quería eso para Paris.
—Si tan capaz eres de aceptar la pérdida, ¿por qué sigues llorando a Sienna? —preguntó implacable.
Un rayo de luna cayó sobre el rostro de Paris y Aeron vio que tenía los ojos levemente vidriosos. Obviamente, había vuelto a beber.
—Yo no tuve un siglo con ella, sólo tuve unos días.
—Y si te hubieran dado cien años con ella antes de que muriera, ¿ahora aceptarías su muerte?
Hubo una pausa.
—¡Basta! —Paris dio un puñetazo en el tejado y tembló el edificio entero—. No quiero hablar más de esto, por favor.
—La pérdida es pérdida y la debilidad es debilidad —continuó Aeron con decisión—. Si no nos permitimos querer a los humanos, no sufriremos cuando nos dejen. Si endurecemos nuestros corazones, no desearemos lo que no podemos tener. Nuestros demonios nos enseñaron eso muy bien.
Todos sus demonios habían vivido en el Infierno y deseado la libertad, así que habían luchado juntos por salir. Sólo que habían acabado cambiando una prisión por otra y la segunda había sido mucho peor que la primera.
En lugar de soportar azufre y llamas, habían pasado mil años encerrados en la Caja de Pandora. Mil años de oscuridad, desolación y dolor. No habían tenido independencia ni esperanzas de algo mejor.
Si los demonios hubieran sido más fuertes, no habrían ansiado lo que les estaba prohibido y no habrían sido capturados.
Si la voluntad de Aeron hubiera sido más fuerte, no habría ayudado a abrir la Caja. No habría sufrido la maldición de albergar dentro de su cuerpo a uno de los demonios liberados. No lo habrían echado de los Cielos, el único hogar que había conocido, para que pasara el resto de la eternidad en aquella Tierra caótica donde nada permanecía igual.
No habría perdido a Baden guerreando con los Cazadores, mortales despreciables que aborrecían a los Señores y los culpaban de todos los males del mundo. ¿Un amigo moría de cáncer? Los Señores eran responsables. ¿Una adolescente descubría que estaba embarazada? Los Señores habían vuelto a atacar.
Si hubiera sido más fuerte, no se habría visto atrasado de nuevo en la guerra, luchando, matando. Siempre matando.
—¿Nunca has deseado sexualmente a una humana? —preguntó Paris, sacándolo de sus pensamientos oscuros.
Aeron soltó una risita.
—¿Recibir a una mujer en mi vida un día para perderla al siguiente? No —él era más listo que todo eso.
—¿Quién dice que tengas que perderla?
Paris sacó una petaca de la chaqueta de cuero y tomó un trago largo.
¿Más alcohol? Estaba claro que aquella conversación no ayudaba nada a su amigo.
—Maddox tiene a Ashlyn, Lucien tiene a Anya, Reyes a Danika y ahora Sabin tiene a Gwen —añadió Paris, después de tragar—. Hasta la hermana de Gwen, Bianka la Terrible, ha encontrado un consorte.
—Esas parejas se tienen el uno al otro, pero cada una de esas mujeres tiene algo que la diferencia de las demás de su especie. Son más que humanas —pero eso no implicaba que vivirían para siempre. Hasta los inmortales podían ser sacrificados. Él había tenido que recoger la cabeza de Baden sin el cuerpo del guerrero. Había sido el primero en ver aquella expresión traumatizada congelada para siempre.
—Pues ya tienes la solución. Busca una mujer que tenga algo que la distinga de las demás —dijo Paris con sequedad.
Como si fuera tan fácil. Además...
—Tengo a Legión y con ella me sobra por el momento.
Pensó en la pequeña diablesa que era como una hija para él y sonrió. Ella, de pie, le llegaba sólo hasta la cintura. Tenía escamas verdes, dos cuernos pequeños encima de la cabeza y dientes afilados que producían saliva venenosa. Su adorno favorito eran las diademas y la carne viva era su alimento preferido.
Aeron disfrutaba regalándole lo primero y estaban trabajando en lo segundo.
Se habían conocido en el Infierno. O en lo más cerca del Infierno que podía acercarse un hombre sin derretirse en sus llamas. Él estaba encadenado en la puerta de al lado, por así decir, borracho de aquella maldita sed de sangre, decidido a destrozar hasta a sus amigos, cuando Legión se abrió paso hasta él y su presencia le despejó la mente y le dio la fuerza que tanto valoraba. Ella lo había ayudado a escapar y desde entonces estaban juntos.
Aunque no en ese momento. Su querida diablesa había vuelto al Infierno, un lugar que despreciaba, porque una mujer ángel vigilaba a Aeron acechando en las sombras, invisible, esperando... algo. Qué, no lo sabía. Sólo sabía que esa mirada intensa no se posaba en él en ese momento pero volvería. Siempre volvía. Y Legión no podía soportarla.
Se echó hacia atrás y miró el cielo nocturno. Las estrellas eran vividas esa noche, como diamantes esparcidos por raso negro. A veces, cuando ansiaba la ilusión de soledad, planeaba tan alto como lo llevaban sus alas y caía después rápido y seguro, para frenar sólo segundos antes del impacto.
Paris tomó otro trago de licor y el aroma a ambrosía flotó en la brisa, gentil y dulce como el aliento de un niño. Aeron movió la cabeza. La ambrosía era la droga elegida por su amigo, la única que podía nublar la mente y el cuerpo de hombres como ellos, pero su uso empezaba a descontrolarse y volver torpe al que antes era un soldado feroz.
Con Galen, líder de los Cazadores y también un guerrero poseído por un demonio, al acecho, necesitaba a su amigo lúcido. Y si incluía también al ángel en la ecuación, lo necesitaba en plena forma. Hacía poco que se había enterado de que los ángeles eran asesinos de demonios.
¿Aquel ángel quería matarlo? No estaba seguro y Lysander, que además de ser otro ángel también era el consorte de Bianka, no querría decírselo. Pero, en realidad, la respuesta no importaba. Pensaba degollarla en cuanto tuviera el valor de presentarse ante él.
Nadie lo separaría de Legión sin sufrir por ello. Legión podría estar sufriendo en aquel momento, física y mentalmente. Aeron apretó los puños con tal fuerza que casi se fracturó los huesos. Los demás diablos disfrutaban atormentándola y sólo los dioses sabían lo que podían hacerle si la capturaban.
—Por mucho que quieras a Legión —dijo Paris, antes de vaciar lo que quedaba en la petaca—, ella no puede satisfacer todas tus necesidades.
Se refería al sexo. ¿No podían dejar aquel tema de una vez? Aeron suspiró. No se había acostado con una mujer en años, tal vez siglos. Simplemente, no valían el esfuerzo. Debido a Ira, el deseo de hacerles daño superaba enseguida al deseo de darles placer. Además, con sus tatuajes y sus huellas de la guerra, tenía que trabajarse mucho cada muestra de cariño que recibía. Las mujeres le tenían miedo... y con razón. Ablandarlas requería tiempo y paciencia, y él no los tenía. Después de todo, había mil cosas más importantes que podía hacer. Cosas como entrenar, guardar su hogar, proteger a sus amigos. Satisfacer todos los deseos de Legión.
—Yo no tengo tales necesidades —y, en su mayor parte, era cierto. Disciplinado como era, raramente se permitía placeres de la carne. Sólo lo hacía cuando estaba solo—. Tengo todo lo que deseo. ¿Pero hemos venido aquí a hablar de mis sentimientos o a buscarte una amante?
Paris lanzó con un gruñido la petaca vacía al edificio de enfrente. Chocó en la pared y levantó nubecillas de polvo y piedra.
—Un día una mujer te fascinará y esclavizará y tú la anhelarás con todas las fibras de tu cuerpo. Espero que te vuelva loco. Espero que, por un tiempo al menos, se niegue a ti y tengas que cazarla. Quizá entones comprenderás algo mi dolor.
—Si eso es lo que se necesita para devolverte el favor que me hiciste, sufriré con placer ese destino. Incluso se lo suplicaré a los dioses —Aeron no podía imaginarse deseando tanto a una mujer, humana o inmortal, como para que eso alterara su vida. No era como los otros guerreros, que buscaban compañía constantemente. Él era más feliz cuando estaba solo. O mejor dicho, a solas con Legión. Además, era demasiado orgulloso para perseguir a alguien que no correspondiera a su ardor.
Pero hablaba en serio. Por Paris, estaba dispuesto a soportar lo que hiciera falta.
—¿Has oído eso, Cronos? —gritó mirando al cielo—. Quiero que me envíes a una mujer que me atormente. Una que se niegue a quererme y a quien desee perseguir.
—Chulo bastardo —Paris soltó una risita—. ¿Y si te envía de verdad esa mujer inalcanzable?
—Es dudoso —Cronos quería a los guerreros concentrados en derrotar a Galen. Esa derrota era su obsesión desde que Danika predijera que el rey de los Titanes moriría a manos de Galen.
Danika era el Ojo, y sus predicciones siempre acertaban. Las malas también. Pero había una parte buena: esas visiones se podían utilizar para provocar cambios. Al menos en teoría.
—¿Pero y si lo hace? —insistió Paris.
—Si Cronos responde a mi plegaria, disfrutaré de lo que me envíe —mintió Aeron con una sonrisa—. Pero basta ya de hablar de mí. Vamos a hacer lo que hemos venido a hacer —se incorporó y miró la calle, observando a la multitud.
Los coches no podían entrar en aquella parte de la ciudad, así que todos iban caminando. Por eso había elegido ese lugar. No le gustaba sacar a una mujer de un vehículo en movimiento. Y así Paris sólo tenía que elegir y Aeron extendía las alas y bajaba al guerrero. Una mirada a aquel guerrero hermoso de ojos azules bastaba para que la mujer elegida cayera a sus pies. A veces sólo se necesitaba una sonrisa para convencerla de que se desnudara allí mismo en público.
—No encontrarás a nadie —dijo Paris—. Ya he mirado yo.
—¿Y... ella? —Aeron señaló a una rubia regordeta y poco vestida.
—No —Paris no vaciló—. Demasiado... obvia.
Aeron señaló a otra.
—¿Y ésa? —era una mujer alta con muchas curvas y pelo corto rojo. Y muy conservadora en el vestir.
—No. Demasiado masculina.
—¿Qué narices significa eso?
—Que no la quiero. Siguiente.
Aeron pasó una hora señalando compañeras de cama potenciales y Paris las rechazó todas por distintas razones. «Demasiado limpia, demasiado desordenada, demasiado bronceada, demasiado blanca». El único rechazo que importaba era «la he poseído antes», y aunque Paris había tenido a muchas mujeres, Aeron oía esa frase demasiado a menudo.
—Al final vas a tener que decidirte por una. ¿Por qué no nos ahorras a los dos la molestia, cierras los ojos y señalas con el dedo? La que señales será la ganadora.
—Ya he jugado a ese juego una vez y acabó... —Paris se estremeció—. Olvídalo. No tiene sentido recordar eso. No. Simplemente, no.
—¿Y por qué no...? —Aeron se interrumpió bruscamente cuando la mujer a la que miraba desapareció en las sombras. No había desaparecido de la vista, como habría sido lo natural. Simplemente había dejado de existir, las sombras habían tirado de ella como si estuviera atada a una cadena.
Aeron se puso en pie y sus alas salieron automáticamente de las ranuras de su espalda y se desplegaron.
—Tenemos un problema.
—¿Qué ocurre? —Paris también se puso en pie. Aunque se tambaleaba un poco por la ambrosía, seguía siendo un guerrero y empuñaba ya una de sus dagas.
—La mujer morena. ¿La has visto?
—¿Cuál de ellas?
Aquello respondía a la pregunta. No, Paris no la había visto. Si la hubiera visto, no necesitaría preguntar a quién se refería Aeron.
—Vamos —éste abrazó a su amigo por la cintura y saltó del edificio. El viento movía los rizos de Paris y los lanzaba sobre su cara a medida que se acercaban más y más al suelo—. Atento a una mujer de pelo negro hasta los hombros, liso, alrededor de un metro setenta, veintitantos años y vestida de negro. Muy probablemente, es más que humana.
—¿Matar?
—Capturar. Tengo preguntas que hacerle —por ejemplo, cómo había desaparecido así o qué hacía allí. O para quién trabajaba.
Los inmortales siempre tenían un objetivo.
Justo antes de chocar contra el suelo, Aeron agitó las alas y frenó sólo lo suficiente para aterrizar de pie. Soltó su carga y se lanzaron inmediatamente en direcciones distintas. Después de miles de años luchando juntos, sabían cómo actuar sin tener que especificar cada movimiento.
Aeron corrió por el callejón de su izquierda, la dirección que llevaba la mujer, y guardó sus alas en las ranuras mientras corría. Divisó a varias personas... una pareja agarrada de la mano, un mendigo que vaciaba una botella de whisky, un hombre que paseaba a su perro... pero ninguna mujer morena. Llegó a una pared de ladrillo y se dio la vuelta. ¡Maldición! ¿Ella sería como Lucien, capaz de transportarse a cualquier lugar con sólo el pensamiento?
Hizo una mueca. Registraría todas las calles de la zona de ser preciso. Pero hacia la mitad del callejón, las sombras a su alrededor se hicieron más densas, nublando el resplandor dorado de las farolas. Miles de gritos enmudecidos parecían brotar cerca. Gritos torturados. Gritos agónicos.
Se detuvo para no chocar con algo o con alguien y agarró sus dos dagas. ¿Qué demonios...?
Una mujer, la mujer de antes, salió de entre las sombras a poca distancia de él. Sus ojos eran tan negros como la oscuridad que la rodeaba, sus labios tan rojos y húmedos como la sangre. Era hermosa, de un modo fiero.
Ira siseó dentro de la cabeza de Aeron.
Éste temió por un momento que Cronos le hubiera hecho caso después de todo y hubiera enviado a una mujer para atormentarlo. Pero al mirarla no sintió calor en las venas ni palpitaciones en el corazón, como había oído decir a los otros Señores que habían sentido al conocer a «su mujer». Aquélla era como cualquier otra para él: fácil de olvidar.
—Vaya, vaya, vaya. Soy una chica con suerte. Tú eres uno de ellos, un Señor del Submundo, y has venido a mí —dijo ella con voz áspera como el humo—. Ni siquiera he tenido que pedirlo.
—Soy un Señor, sí —no había razón para negarlo. La gente de la ciudad los reconocía. Algunos incluso los consideraban ángeles. Los Cazadores también los reconocían al verlos, pero ellos los calificaban de demonios—. Y he venido en tu busca.
Su confirmación pareció sorprender a la mujer.
—Es un gran honor, desde luego. ¿Por qué me buscabas?
—Quiero saber quién eres —o mejor dicho, qué era.
—A lo mejor no tengo tanta suerte como pensaba —los labios rojos de ella se fruncieron en un mohín y fingió secarse una lágrima—. Si mi propio hermano no me reconoce.
—Yo no tengo hermanas.
Ella enarcó una ceja negra.
—¿Estás seguro?
—Sí —no había nacido de un hombre y una mujer; Zeus, rey de los Griegos, lo había creado con palabras. Igual que a todos los Señores.
—Testarudo —ella chasqueó con la lengua—. Debería haber sabido que seríamos parecidos. En cualquier caso, es un placer ver por fin a solas a uno de vosotros. ¿Quién me ha tocado? ¿Furia? ¿Narcisismo? Tengo razón, ¿verdad? Admítelo, tú eres Narcisismo. Por eso te llenaste el cuerpo con tatuajes de tu propio rostro. ¿Puedo llamarte Narci?
¿Furia? ¿Narcisismo? Ninguno de sus hermanos transportaba esos demonios. Duda, Enfermedad, Tristeza y muchos otros sí, pero ésos no. Movió la cabeza... y entonces recordó que había otros inmortales poseídos por demonios. Inmortales a los que no había visto nunca. Inmortales a los que se suponía que tenían que encontrar.
Como sus amigos y él habían sido los que abrieron la Caja de Pandora, siempre habían asumido que eran los únicos con aquella maldición. Pero Cronos les había dado hacía poco unos pergaminos con los nombres de otros como ellos. Al parecer, había habido más demonios que guerreros y, como nadie podía encontrar la Caja, los Griegos, los dioses de aquel momento, habían colocado a los demás demonios dentro de algunos prisioneros inmortales del Tártaro.
Un descubrimiento que no presagiaba nada bueno para los Señores, quienes, en su calidad de centinelas de élite de Zeus, habían encerrado a muchos de esos prisioneros... y los criminales a menudo sólo vivían para vengarse. Algo que Ira le había enseñado muy bien.
—Hola —dijo la mujer—. ¿Hay alguien en casa?
Él parpadeó y se maldijo. Se había permitido distraerse en presencia de una posible enemiga.
—Quien yo sea no es de tu incumbencia —musitó.
Aquella información se podía usar en su contra. Sobre todo porque, últimamente, Ira se sentía provocado tan fácilmente que los comentarios más inocentes podían lanzarlo (y a Aeron con él) a una locura asesina que pondría en peligro aquella ciudad y a todos sus habitantes.
Aeron culpaba de eso al ángel que lo acosaba.
Excepto porque no podía culpar al ángel cuando Ira empezó a rugir dentro de su mente y a clavarle las garras en el cráneo, desesperado por entrar en acción. Por hacer daño. La mayor habilidad del demonio había sido siempre percibir los pecados de la gente cercana. Y los de aquella mujer debían de ser muchos.
—Asumo que esa expresión ausente significa que no, no eres Narci, y no hay nadie en casa.
—Deja... de hablar —él se tocó las sienes, con las dagas frías apretando la piel, en un intento por parar el bombardeo mental que sabía que se acercaba, otra distracción que no podía permitirse. Fue inútil. La multitud de pecados de aquella mujer pasó una vez por su cabeza, como películas en pantallas separadas. Hacía poco que había torturado a un hombre, lo había encadenado a una silla y le había prendido fuego. Antes de eso, había destripado a una mujer. Había engañado y había robado. Había secuestrado a un niño de su casa. Había atraído a un hombre a su lecho y le había cortado el cuello. Violencia... ¡tanta violencia!, ¡tanto terror, dolor y oscuridad! Podía oír los gritos de sus víctimas. Olía a carne quemada y sentía sabor a sangre.
Quizá ella había tenido razones para hacer esas cosas, o quizá no. Fuera como fuera, Ira quería castigarla, usar sus crímenes contra ella. Primero la encadenaría, después la destriparía, luego le cortaría la garganta y le prendería fuego.
Así era el demonio de Aeron. Golpeaba a los que golpeaban, asesinaba a los asesinos, y a todos los demás. Así que Aeron había hecho esas cosas llevado por el impulso de Ira. Muchas veces.
Apretó todos los músculos de su cuerpo para clavar todos los huesos en su sitio. «Tranquilo. No puedes perder el control. Tienes que mantenerte cuerdo». Pero la necesidad de castigar era muy fuerte, una necesidad que le gustaba más de lo que debería haberle gustado. Como siempre.
—¿Qué haces en Budapest, mujer? —bien. Aquello iba bien. Bajó lentamente los brazos.
—¡Vaya! —ella ignoró la pregunta—. Ha sido una gran muestra de autocontrol.
¿Ella sabía que el demonio quería atacarla?
—A ver si lo adivino —la mujer se llevó un dedo a la barbilla—. No eres Narci, así que tienes que ser... Machismo. He acertado, ¿verdad? Crees que una cosita linda como yo no puede afrontar la verdad. Pero no importa. Guarda tus secretos. Aunque ya aprenderás. Oh, sí, aprenderás.
—¿Me estás amenazando, mujer?
Ella lo ignoró una vez más.
—Por ahí se rumorea que Cronos os dio los pergaminos y pensáis usarlos para cazarnos. Para utilizarnos. Quizá incluso sacrificarnos.
A Aeron le dio un vuelco el estómago. En primer lugar, ella sabía lo de los pergaminos cuando sus amigos y él se habían enterado hacía poco. En segundo lugar, sabía que estaba en esa lista. Lo que implicaba que aquella mujer era en verdad una inmortal, y una criminal, y si decía la verdad, también estaba poseída por un demonio.
Aeron no la reconocía, lo que quería decir que sus amigos y él no habían sido los que la habían aprisionado. Eso implicaba que ella había llegado antes del periodo de los Señores en los Cielos. Lo que significaba que era una Titán y un gran peligro, pues los Titanes eran mucho más salvajes que sus homólogos los Griegos.
Peor, los ahora liberados Titanes estaban al mando. Ella podía contar con ayuda divina.
—¿Qué demonio llevas tú? —preguntó él.
Ella sonrió con malicia.
—Tú no me has dado esa información. ¿Por qué voy a dártela yo a ti?
—Te has referido a más personas —Aeron miró por encima del hombro, medio esperando que alguien se lanzara a atacarlo. Sólo se veía oscuridad... y sólo se oían aquellos gritos apagados—. ¿Quiénes son los otros?
—No lo sé —ella extendió las manos vacías—. Estoy sola, como siempre, y así es como me gusta estar.
Probablemente otra mentira. ¿Qué mujer se acercaría a un temible Señor del Submundo sin contar con algún apoyo? Aeron la miró a los ojos sin bajar la guardia.
—Si has venido a luchar con nosotros, has de saber...
—¿Luchar? —rió ella—. ¿Cuando podría mataros mientras dormís? No, sólo he venido a daros un aviso. Dejad de perseguirnos o borraré vuestra presencia de este mundo. Y si alguien puede hacer eso, soy yo.
Después de las cosas que había visto en su mente, él la creía. Ella atacaba en las sombras, como un fantasma sin anunciarse. Sin duda, no había ningún crimen que le pareciera demasiado vil. Lo que no implicaba que él fuera a cumplir sus exigencias.
—Por muy poderosa que te creas, tú no puedes derrotarnos a todos. Lo que vas a conseguir si sigues con esas advertencias es la guerra.
—Lo que tú digas, guerrero. Ya he dicho lo que quería decir. Más vale que pidas que ésta sea la última vez que me veas —las sombras se hicieron densas de nuevo hasta envolverla y no dejar ninguna señal de su presencia. Finalmente, él oyó al lado de su oído—: Oh, y otra cosa. Ésta ha sido una visita de cortesía. La próxima vez, no seré amable.
El mundo que rodeaba a Aeron recuperó su ambiente habitual. Los edificios de los lados, los cubos de basura en las aceras, el hombre ebrio tumbado en el suelo. Ira por fin en calma.
Aeron permaneció alerta, buscando con los ojos y con el cuerpo preparado. Escuchó, oyó sólo su aliento, el ruido de pasos humanos más allá del callejón y el canto de los pájaros nocturnos.
Una vez más, desplegó las alas y se elevó por los aires, decidido a buscar a Paris y regresar a la fortaleza. Tenía que informar a los demás Señores. Fuera quien fuera aquella mujer sedienta de sangre, había que lidiar con ella. Pronto.