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WILLIAM, Señor del Inframundo honorario, y un hombre tan perfecto que una vez había ganado el concurso del Inmortal Más Bello de Todos los Tiempos, aunque él hubiera sido el único juez de aquella competición, estaba en el salón de una residencia humana.

Strider el Renegado debería estar allí con él. Se lo había prometido, pero en vez de cumplir su promesa, aquel idiota afortunado estaba con la misma Arpía a la que él había querido seducir.

William había estado con mujeres vampiro, humanas, brujas, cambiadoras de forma y diosas, pero nunca había estado con una Arpía.

Tal vez cuando terminara su tarea retara a Strider para ver quién se ganaba el afecto de Kaia. Después de todo, al guerrero le gustaba competir, y William era muy generoso. Siempre pensaba en los demás antes que en sí mismo.

Aquella naturaleza generosa era el motivo por el que estaba allí.

Era una casa corriente, con estancias corrientes, que necesitaba urgentemente los servicios de un decorador. Mobiliario de color beige, paredes de color beige, alfombra de color beige… Parecía que a los dueños les daba miedo el color. Además, había botellas de vodka medio vacías escondidas entre los libros, dentro de los colchones, y en los respiraderos.

Aquel paraíso alcohólico era el lugar donde se había criado Gilly.

Gilly Shaw. Una muchacha humana, de ojos castaños, demasiado sensual para su propio bien. Tenía diecisiete años, pero ya conocía más horror y más terror que el que habían experimentado muchos inmortales durante toda la eternidad. Y todo por culpa de los propietarios de aquella casa de Nebraska.

William no tenía muchos amigos, así que cuidaba de los que tenía. Le caían muy bien los Señores del Inframundo. Era divertido torturarlos, y ver cómo iban enamorándose uno a uno, como moscas que quedaban atrapadas en la miel. Por ejemplo, Strider. Hasta que interviniera él, claro. Kaia sucumbiría a sus encantos y se olvidaría del guardián de la Derrota.

Solo aquel entretenimiento compensaba el precio que tenía que pagar por el billete a la fortaleza de Budapest donde vivían los Señores: permitir a la diosa de la Anarquía que retuviera la posesión más preciada de William como rescate. Pasaba las noches en vela pensando en cómo podía recuperar aquella posesión. Se trataba de un libro escrito en un código que explicaba la forma de liberarlo de todas las maldiciones que le habían echado los dioses. Sin embargo, no iba a pensar en eso en aquel momento.

Solo iba a pensar en su Gilly. La había conocido hacía unos meses, cuando la mujer del guardián del Dolor la llevó a la fortaleza, y se había enamorado de ella a primera vista. No de una manera sexual, por supuesto; ella era demasiado joven para eso, sino al estilo de un caballero andante.

Ella lo había mirado y había visto a aquel impresionante guerrero inmortal, que podía darle a su cuerpo un placer indescriptible. Por supuesto; a todo el mundo le ocurría lo mismo. Además, ella había visto a un impresionante guerrero inmortal que podía matar a sus dragones.

Él quería matar a sus dragones. Lo haría.

Durante aquellos últimos meses, había vuelto varias veces herido a la fortaleza, a causa de una batalla. Gilly se había ocupado de él, siempre con dulzura. Se había asegurado de que comiera y estuviera cómodo en la cama. Él no la intimidaba. Se reía con él, bromeaba con él, y cuando él la enfadaba, permanecía a su lado y se enfrentaba a él, en vez de ir a esconderse.

Ella sabía que él nunca le haría daño. Incluso aunque, a veces, ni él mismo estaba seguro. Por dentro tenía una oscuridad, una oscuridad que había surgido de los pozos más inmundos del averno. Una oscuridad que nunca había amado más que en aquel momento.

Casi nadie percibía su lado perverso. Solo veían la imagen de irreverencia que proyectaba. Y no, aquella imagen no era mentira: él era irreverente hasta la médula, pero tenía otra parte, y de algún modo, Gilly veía esa parte.

Y de todos modos, lo aceptaba. Nunca le había pedido que cambiara. Solo pensaba en disfrutar de su compañía, en protegerlo. Nadie había querido protegerlo nunca.

Y ahora, él la protegería a ella. Su familia la había hecho daño de las peores formas posibles, así que ellos iban a morir de la peor forma posible. Llevaba tiempo queriendo vengarse en su nombre, y eso no había cambiado. De hecho, la necesidad era cada vez más fuerte.

William se paseó por el salón, tomando adornos, dejándolos caer y sonriendo cuando se hacían pedazos contra el suelo. La madre y el padrastro de Gilly estaban en el trabajo, y sus hermanastros ya no vivían allí, así que no tenía que preocuparse por el ruido. Cuando terminó aquel pequeño ejercicio, observó las fotografías que había sobre la repisa de la chimenea.

No había ninguna de Gilly. Era evidente que la habían borrado de sus vidas, sin preocuparse por lo que había sido de ella cuando se había marchado.

Lo que vio fue una rubia teñida de treinta y tantos años, con el pecho operado, y un tipo de aspecto corriente, de la misma edad.

William le dio un puñetazo a la fotografía. Aquel desgraciado iba a pagar bien caro cada uno de los toques ilícitos, cada punzada de vergüenza que había causado. La madre pagaría por haber permitido que ocurriera. Los hermanos pagarían por no haberla salvado.

Su familia no le había dejado otra opción que huir a la edad de quince años. Había tenido que sobrevivir en la calle, por sí misma, hasta que Danika la había encontrado y la había llevado a Budapest. Sin embargo, a causa de todo lo que le habían hecho, a causa de lo que ella había tenido que hacer para comer, Gilly ya no se valoraba a sí misma. Se consideraba algo usado, sucio, sin valor. No lo había dicho nunca, pero él lo sabía. Cuando se quedaba en la fortaleza de los Señores, ella dormía en la habitación contigua a la de él, y él la había oído llorar por las noches. Sabía que tenía pesadillas.

Su familia también iba a pagar caro todos y cada uno de aquellos malos sueños.

De repente oyó la puerta del garaje, que se abría. Sonrió. Oh, bien. La primera de sus víctimas acababa de llegar.

William había dejado su bolsa de juguetes en el suelo, y se agachó a recogerla. Aquello iba a ser muy divertido.

ooo

Kane, el guardián del demonio del Desastre, recorrió un corredor largo y serpenteante del palacio celestial donde se encontraba. Las paredes eran verdaderamente raras. Eran miles y miles de fibras trenzadas y cosidas entre ellas.

Con otras hebras más gruesas se habían creado imágenes de gente. Eran unas imágenes tan reales que parecía que esa gente respiraba y vivía frente a él, y que solo tenía que alargar la mano para tocarlos. Era la imagen más impresionante que había visto en su vida, ¿y no eran Strider y Kaia, ascendiendo por la ladera de una colina, a la luz de la luna, perseguidos por mujeres que les apuntaban con armas a la cabeza?

Se detuvo a observar aquella escena y apretó los puños. Un dolor explosivo le atravesó las sienes, y solo se mitigó cuando él miró hacia delante y se apartó de la mente la imagen que acababa de ver.

Respiró profundamente. Se le nubló el pensamiento y después se le aclaró de nuevo. Entonces, ya no pudo recordar qué era lo que le había molestado. Oh, bien. Dentro, fuera. Dentro, fuera. Cada vez más claro. Se dio cuenta de que el aire estaba perfumado de ambrosía. ¿Era para mantener dóciles a los visitantes?

Ojalá aquel tipo de cosas funcionaran con él. Sin embargo, las diosas que vivían allí podrían haberle inyectado gasolina en las venas, y no le habría afectado en absoluto. Su demonio amaba las artimañas y las acciones clandestinas que podían suponer una amenaza para la vida. Y tal vez, solo tal vez, ese amor impidiera que el demonio abriera en dos el suelo por el que caminaba Kane, o que derrumbara el techo que había sobre su cabeza, para saciar su necesidad de calamidades durante un rato.

Ojalá.

Kane volvió a ponerse en marcha. Tenía un propósito, ¿no? Ah, sí. Las Moirai lo habían llamado. ¿Por qué?

Fuera cual fuera el motivo, él había sonreído como un niño. No quería enfurecer a las Moirai, y debía tener cuidado, porque no sabía lo que estaba ocurriendo. Ellas no pertenecían al grupo de los Griegos ni al de los Titanes, y sin embargo, ninguno de aquellos dioses había levantado jamás una mano contra las tres mujeres que vivían allí. Y nunca lo harían, porque las Moirai eran las Tejedoras del Destino. Hilaban y tejían, y las escenas que creaban sucedían siempre.

Nadie se acercaba a ellas sin ser llamado, ni siquiera Cronos, el dios rey. Y durante todos sus siglos de vida, Kane no había conocido a nadie que hubiera recibido una convocatoria. Él, Desastre, era el primer afortunado.

Acababa de volver de la ciudad después de pasar la noche entera buscando Cazadores. No había encontrado a ninguno, porque Strider debía de haberlos matado a todos antes de irse, el muy avaricioso. Había caído directamente en la cama sin quitarse las armas, ni siquiera las botas. Antes de que pudiera apagar la lámpara de la mesilla de noche, del techo había bajado, desenrollándose, un papel amarillento.

Había leído el mensaje y se había quedado confundido. Era una mezcla entre invitación de boda y receta médica. Estaba escrito en griego antiguo.

 

Estás cordialmente invitado al Templo del Destino. Si no acudes a la llamada, tal vez sufras la decapitación o la muerte.

 

¿La decapitación o la muerte? ¿De veras? Entonces, un momento después, lo que le rodeaba había desaparecido, y él se había visto en el interior de aquel templo, rodeado por las paredes de tapiz. Y se había puesto en marcha rápidamente, pensando que cualquier titubeo por su parte podría terminar en su decapitación. Y en su muerte.

Así que, aunque sabía dónde estaba, no sabía por qué estaba allí. ¿Por qué él? ¿Y por qué en aquel momento?

Seguramente, iba a averiguarlo muy pronto.

Parecía que los tapices continuaban para siempre. Pero por fin llegó al final de aquel pasillo interminable y entró en una sala. En aquella sala había tres mujeres ancianas, sentadas en taburetes de madera, encorvadas, con el pelo largo y blanco, vestidas con túnicas blancas, prístinas, sin una sola arruga.

La que tenía las manos llenas de manchas de la edad era Cloto, que hilaba las hebras. La que tenía los dedos retorcidos era Láquesis, que tejía los hilos, y la que tenía los ojos sin pupilas era Átropos, que cortaba los finales.

Kane apretó los labios y permaneció en silencio. Esperó a que ellas lo saludaran, porque sentía un inmenso respeto por el poder de aquellas tres mujeres, que era mucho mayor que el suyo. Y tal vez aquel era el motivo por el que lo habían elegido, pensó. Ninguno de los otros Señores las habría tratado con la deferencia que merecían, y tendrían que haberlos castigado.

Ojalá ellas supieran la verdad. Tal vez fuera respetuoso, pero era el más torpe de todo el grupo. El que no podía hacer nada bien. El que siempre tenía que quedarse atrás, porque tenía tendencia a causar más perjuicios que ventajas. Sin embargo, nunca perdía la sonrisa. Ni allí, ni delante de sus amigos. No quería que supieran la verdad. No quería que supieran que, por dentro, era un desastre.

Durante la mayor parte del tiempo funcionaba con el piloto automático. Cuando no podía controlar a su demonio, cuando la necesidad de arrasar lo dominaba, él… hacía cosas. Destruía cosas.

Sabin, el guardián de la Duda, y el guerrero a quien Kane habría seguido hasta el infierno, era el único que lo sabía. Y, sorprendentemente, aprobaba su violencia y le ayudaba a canalizarla. Antes de marcharse con su esposa, Sabin le había dejado un pequeño regalo. En parte, estaba deseando volver, hacer lo que tenía que hacer. La otra parte estaba conforme con permanecer allí, esperando. Después de todo, había ignorado aquel regalo para irse a la ciudad, porque pensaba en resistir la tentación. Incluso había pensado en dormir hasta su regreso. Cualquier cosa, con tal de salvar su alma de más estragos.

Permaneció allí durante una hora, quizá dos. Normalmente, la inactividad provocaba a su demonio, y la bestia creaba algún desastre que otro. Tal vez fuera la ambrosía, o tal vez fuera porque su demonio temía a las ancianas, pero Desastre se comportó bien, y ni siquiera canturreó en la mente de Kane, cuando aquel era un sonido que rara vez cesaba.

—¿Por qué estás aquí, chico? —le preguntó por fin Cloto, sin levantar la vista de su tarea.

—Yo… eh… recibí vuestra llamada, milady —respondió él.

—¿Que te hemos llamado? Pero si eso fue hace miles de años —dijo Láquesis—. Estoy segura.

—Sí, seguro —intervino Átropos—. Pero tú no viniste.

Él se quedó boquiabierto. ¿Que lo habían llamado hacía miles de años? Entonces, ¿por qué no lo habían decapitado, si aquel era el castigo por no acudir a esa llamada?

—No quisiera ser irrespetuoso, pero acabo de recibir vuestra amable invitación.

—Eso no es culpa nuestra.

—Seguramente no estabas prestando atención.

—Tal vez debas aprender a prestar atención.

—Puedes marcharte por donde has venido.

Por mucha reverencia que les tuviera a aquellas ancianas, Kane no podía marcharse de allí sin haber satisfecho su curiosidad. Además, si ellas lo habían llevado allí para decirle cosas que pudieran salvarlo a él, o a sus amigos, o para hacerle una advertencia, quería saberlo. Por lo tanto, no iba a marcharse.

—¿Puedo compraros la información? —inquirió.

—¿Qué información?

—¿Quién ha dicho algo de información?

—Estás un poco chiflado, ¿no?

—Puedes marcharte por donde has venido.

Él se pasó la lengua por uno de los incisivos.

—Si no deseabais informarme de nada hace miles de años, ¿por qué me llamasteis?

—Cloto, ¿te acuerdas de lo que ocurrió la última vez que alguien intentó hablar en círculos con nosotras?

—Oh, sí. La tejimos dentro de lo eterno.

—Tal vez haya aprendido la lección.

—O tal vez todavía no haya aprendido la lección.

—Ella no se marchó por donde había venido.

—¿Quién es ella? —preguntó Kane. Tal vez fuera una estupidez por su parte, pero no podía marcharse por donde había venido, así que, ¿qué otra cosa podía hacer?

—¿Ella? Es tu mujer, por supuesto —dijo Átropos.

Él pestañeó.

—¿Qué mujer?

—La que está en lo eterno.

—No, no —dijo Cloto—. No es suya. Es la otra. ¿O es al revés?

—Tal vez las dos sean suyas —replicó Láquesis.

—¿Es mía? ¿Las dos son mías? —preguntó él con un jadeo. ¿Sus qué? ¿Sus amantes? No, gracias. Ya había tenido amantes, y había causado demasiados destrozos por su causa. Sus mujeres siempre sufrían. Desastre se aseguraba de que sufrieran. Kane estaba mejor solo.

—Por supuesto que es tuya, aunque no es la que está en lo eterno. Ella no le pertenece a nadie. A menos que te pertenezca a ti.

Las tres ancianas se echaron a reír.

—Muy bueno, hermana mía. Tendré que acordarme de eso para las próximas convocatorias del guerrero.

—¿Quién me pertenece o no me pertenece? —preguntó Kane, mirándolas a las tres. Y, ¿siguientes convocatorias?

—Irresponsabilidad, por supuesto.

—Irresponsabilidad —repitió él. ¿La guardiana de la Irresponsabilidad?

Kane sabía que había otros inmortales en el mundo. En la caja de Pandora había muchos más demonios que guerreros, así que los dioses, que estaban desesperados por contener a los que no habían podido colocar en ningún sitio, se los dieron a los prisioneros del Tártaro. La Irresponsabilidad era uno de aquellos a los que no habían podido colocar en ningún sitio.

Él lo había buscado, incluso, pero siempre había pensado que el guardián era un hombre. Eso había sido un error que no volvería a cometer. Sus amigos y él querían que todos los inmortales poseídos estuvieran de su lado. Y eso significaba que tenían que encontrarlos antes de que lo hicieran los Cazadores.

Después de todo, Galen, el guardián de la Esperanza y líder de los Cazadores, podía convencer a cualquiera de cualquier cosa. Y lo que menos necesitaban los Señores era que convencieran a los suyos de que había que destruirlos.

—¿No acabo de decirlo? —preguntó una de las ancianas.

—Acabas de decirlo.

—No eres muy listo, ¿verdad, chico?

—¿Y cómo voy a sacarla de lo eterno? —preguntó él, ignorando la pregunta—. ¿Qué es lo eterno?

—¿Y cómo es que él no sabe las respuestas a estas preguntas?

—¿No le dimos ya esas respuestas?

—Tal vez hayamos perdido otra vez la noción del tiempo —sugirió Cloto.

¿Otra vez? ¿Cuántas veces sucedía aquello? ¿Y cuáles eran las consecuencias cuando ocurría?

—¿Deberíamos volver atrás?

—¿Deberíamos saltar hacia delante?

Ninguna de aquellas opciones le parecía sabia.

—Sí —dijeron al unísono, y sacudieron el tapiz en el que estaban trabajando. Pasó un momento en silencio, y después otro.

Entonces, hubo una pregunta.

—¿Qué estás haciendo aquí, chico?

Kane pestañeó. No había cambiado nada. Ni la sala, ni las mujeres. Todo era igual que cuando había entrado allí… ¿y ellas ya se habían olvidado de él?

—Me habéis llamado —respondió con la voz entrecortada.

—Sí, sí. Te hemos llamado.

—Esta misma mañana. Has sido muy amable por venir tan rápidamente.

—Impresionante.

Debían de haber vuelto mil años atrás. Cuando saliera de aquel templo, ¿volvería a la antigua Grecia? Kane notó un nudo en el estómago.

—Eres un gran guerrero.

¿También podían leerle el pensamiento, además de manipular el tiempo? Debería haber seguido su consejo y haberse marchado por donde había llegado. Aquello era… un caos.

—Como si nosotras fuéramos a alterar el tiempo por ti.

—Volverás por el camino por el que has venido.

Gracias a todos los dioses.

—Habéis mencionado a una mujer.

—Yo no he mencionado a ninguna mujer. ¿He mencionado yo a alguna mujer?

—No, yo no. Yo no le he mencionado ninguna mujer al guardián del Desastre durante más de mil años.

—Tal vez hayamos perdido otra vez la noción del tiempo.

Las ancianas volvieron a agitar el tapiz que tenían entre las manos. Él esperó durante varios segundos, en silencio, con la boca seca, con las rodillas temblorosas.

—Yo… creo que me voy a ir por donde he venido —murmuró Kane, y comenzó a retroceder lentamente. No podía soportarlo más. Aquellas mujeres no eran capaces de darle una respuesta, porque no eran capaces de distinguir entre el pasado y el futuro—. Les doy las gracias por haberme invitado, y por su hospitalidad. Si pudieran decirme cuál es la salida…

Átropos, con los ojos tan blancos que parecían un manto de nieve, alzó la cabeza y dirigió su mirada hacia él.

—Por fin te has presentado ante nosotras. Después de todo este tiempo, habíamos perdido la esperanza.

Él se frotó la nuca. ¿A todo el que llamaban le hacían pasar por eso?

—Sí, por fin —dijo, y dio dos pasos hacia atrás—. Me disculpo por hacerlas esperar, y de nuevo les doy las gracias por el tiempo que me han dedicado, pero de veras debo marcharme…

—Cállate —le ordenó Láquesis, aunque sus dedos retorcidos no se detuvieron—. Siempre hemos sabido lo que ocurre, pero no por qué ocurre. Tú siempre has hecho que nos lo preguntáramos, y nos gustaría conocer la respuesta.

—¿La respuesta a qué? —preguntó él.

La tercera anciana, Cloto, no lo miró, sino que se limitó a decir:

—Queremos saber por qué comenzaste el Apocalipsis —dijo, y continuó hilando sin preocuparse de nada más.