Capítulo 7

Diez minutos después, Eduardo salió de casa camuflado con un chullo, o sea un gorro peruano caqui con orejeras y borlas que le regaló un alumno, mallas de correr turquesas, plumífero rojo, botas de senderismo, una bufanda multicolor tejida por su madre que le tapaba la mitad del rostro, y unas gafas de sol de concha enormes de su abuela.

Salió del portal corriendo, pasó a toda velocidad por delante del coche de policía y, cuando creía que se había zafado de Rodríguez, le escuchó a lo lejos gritar:

—¿A dónde va con tantas prisas? ¿Ha aparecido Epi?

Eduardo se paró en seco porque no había nada que le diera más coraje que llamaran a su gato Epi, es más cuando le llamaban de esa manera Blas se ponía furibundo y arañaba al que osaba a confundirse. Y con muy bien criterio porque había cosas que no podían consentirse, pensó Eduardo.

—No. Todavía no…

—Entonces ¿adónde va a estas horas con este frío? —preguntó Rodríguez con medio cuerpo sacado por la ventanilla.

Por un momento, se le pasó por la cabeza subir a casa y bajarle al policía un caldito con un buen puñado de somníferos pero, como no quería llegar tarde a su cita con Soraya, prefirió responder:

—A correr….

—¿A estas horas y con esas pintas? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿No estará pensando colarse en el parque, verdad?

Eduardo se acercó un poco al policía para que viera que no tenía nada que ocultar y replicó:

—¿Qué dice? Voy a salir a un correr un poquito por la manzana.

—¿Las botas para alta montaña no son un poco incómodas para correr por la ciudad? —preguntó el policía, enarcando una ceja.

—¡Qué observador, Rodríguez! Está hecho todo un Sherlock, pero se equivoca. ¡Son perfectas! ¡Le recomiendo que las pruebe! Y ahora, si me disculpa, me voy que he quedado…

—¿No será con un compinche para saltar la reja del parque? —inquirió Rodríguez, arrugando la nariz.

—¡Mire que es usted obsesivo, Rodríguez! ¡Hágaselo mirar! He quedado con una chica, con mi chica… —concluyó para que no empezara a hacerle preguntas sobre Soraya.

—¿Y ella de dónde viene?

Eduardo se cruzó de brazos y luego replicó:

—Me parece que se está extralimitando en sus funciones de policía… ¡No sea tan cotilla, por Dios!

—¿De verdad pensaba que no le iba a reconocer con el gorro boliviano y las gafas que llevaba mi madre en los 80 en Benidorm? ¡Por no hablar de la bufanda tan discreta que se ha puesto! Habría llamado mucho menos la atención vestido de usted.

—Mire, me voy que mi novia me está esperando. No tengo tiempo para que usted analice mi atuendo.

—No se metan en el parque. El aviso ya está dado, lo mejor es que esperen al gato en casa… porque vive con su novia ¿no?

—Somos muy independientes los dos, cada uno en su casa y Dios en la de todos.

—Pues cuídela no le vaya a pasar con la novia lo mismo que con el gato… —dijo con sorna.

Eduardo dio un manotazo al aire a modo de saludo de despedida y corrió, aprovechando que llevaba las mallas que estrenaba ese día, hasta el lugar donde había quedado con Soraya.

Cuando llegó a la puerta de O’Donnell, no había un alma por ninguna parte. Solo una chica con una parka verde, con la capucha puesta, vaqueros, Converse All Star blancas, las manos en los bolsillos y mirando en todas las direcciones:

—¡Hola! ¡Soy yo! —gritó Eduardo agitando los brazos y casi sin aliento.

Soraya al ver a ese hombre llegar hecho un adefesio, con esa mezcla extraña de ropas y unas gafas de sol como de abuela antigua, le entraron unas ganas infinitas de salir corriendo.

¿No se había prometido que después de lo de Héctor no iba a ver más frikis en su vida? Entonces, ¿qué hacía esperando a ese poema horrible de hombre?

Fdadfefks —replicó Soraya que, con la ansiedad, no atinó ni a decir una palabra.

Eduardo se paró frente a ella y, doblándose hacia delante por el esfuerzo que había hecho en la carrerita que se había pegado, farfulló mientras se apartaba la bufanda de la nariz y la boca, y así poder respirar mejor:

—¿Cómo dices? ¡Soy Eduardo, el del gato Blas!

¡Blas! ¡Eso es! Ella estaba allí por Blas, y por nada más. Su vida seguía siendo bonita y feliz, seguía estando a salvo de impresentables y mamarrachos. Con ese tío del gorro de alpaca, con orejeras y borlas, y mallas de superhéroe no iba a tener nada, se lo juraba así misma. Nada. Pasara lo que pasara, jamás. En mayúscula, cursiva y negrita, o sea: JAMÁS.

Sin quitarse la capucha, Soraya sacó una mano del bolsillo y se la tendió para presentarse:

—Soy Soraya. ¿Qué tal estás?

Eduardo se incorporó, estrechó con fuerza la mano de helada de Soraya y sin soltarla respondió:

—Fatal, y no por la carrerita que me he pegado, que casi que también… Es que lo mío no es el running, me relajan más las pesas, fíjate que me compré estas mallas hace tres años con la intención de correr por el parque y las estreno hoy… Lo mismo están pasadísimas de moda…

—Si solo fueran las mallas… —susurró Soraya, sin poder evitarlo y sintiendo la agradable calidez de la fuerte mano de ese tío tan extraño.

—Oye que voy disfrazado para que el poli Rodríguez no me diera el alto, pero me lo ha dado igualmente.

Soraya respiró un poco aliviada al saber que aquel espanto era un disfraz, por eso más relajada y con la mano todavía aferrada a la de Eduardo, porque no la soltaba ni para atrás, dijo con una sonrisa:

—Se llama menos la atención siendo uno mismo…

—Ya, eso me ha dicho el poli… No tenía ni idea. Bueno, yo es que no suelo disfrazarme para colarme en parques con asiduidad… —explicó mientras se quitaba las gafas de sol de la abuela con la mano libre y las guardaba en el bolsillo de su plumífero.

Luego miró a Soraya a los ojos y ella al comprobar que eran azules, se relajó más… Los ojos azules no le atraían para nada, le parecían fríos, distantes, muchos menos expresivos y perturbadores que unos ojazos oscuros… Aunque para oscuro, lo de colarse…

—Lo de colarse está un poco chungo… —habló Soraya, pero Eduardo estaba fijándose en otra cosa.

—Ahora sí que te veo bien sin las gafas de sol de la pobre yaya, ¡tienes los ojos como Blas! —exclamó alucinado, fijándose en los ojazos verdes de Soraya—. ¡Y las manos heladas! ¡Trae que te las caliente! —exclamó colocando la otra mano sobre la de Soraya.

—No hace falta, gracias —mintió Soraya, liberando su mano y metiéndola en el bolsillo, porque lo cierto era que le había encantado sentir el calor de la mano de Eduardo.

—¡Ay madre! No te asustes  ni por el halago ni por el gesto, por favor. Normalmente, suelo ser un tío hosco y borde, pero es que lo de Blas me está matando… Te hablo de tus ojos, te cojo las manos… ¡Perdóname por favor! ¡Yo no soy así!

—No pasa nada —susurró retirándose hacia un lado el flequillo.

Por mucho que hiciera ese tío, estaba ya en la categoría de JAMÁS para los restos…

—Sí que pasa, yo detesto a los babosos, a los cursis, a los tiernos, ¡de hecho presumo de no ser amable! Habitualmente, siempre digo lo que pienso, sobre todo lo que nadie se atreve a decir, pero lo feo, lo desagradable, lo molesto; sin embargo, ahora con esto de Blas debe ser que estoy más blandito.

Soraya pensó que en otro tiempo se habría enamorado al instante tras escuchar esa declaración de intenciones. No había nada que le pusiera más que un borde, pero ya estaba vacunada contra esas repugnantes criaturas…

—Siento lo de Blas… —se limitó a decir, encogiéndose de hombros y al hacerlo se le bajó la capucha de la parka, quedándose con el cabello al descubierto.

Al ver que tenía una melena pelirroja ondulada que le llegaba a la altura de los hombros, Eduardo susurró fascinado:

—¡Eres pelirroja!

—Pues… —balbuceó Soraya, nerviosa, mientras se volvía a cubrir con la capucha.

—Tranquila, es que no me gustan nada las pelirrojas. Es algo que tengo ahí de siempre, como grabado a fuego: ¡Stop pelirrojas! Así que si te sigo diciendo cosas bonitas, debes tomártelo como blanduras mías por el dolor de la pérdida, no porque quiera nada contigo, de verdad.

—Te entiendo porque a mí me pasa lo mismo con tus ojos azules…

Eduardo dio un paso adelante para que la muchacha pudiese verle bien los ojos y susurró frente a ella:

—¿Te horrorizan?

Soraya asintió con la cabeza, mientras ese chico la miraba con los ojos azules y tristes y sintió lástima por lo mal que debía estar pasándolo. Luego él se quitó el gorro de un manotazo y confesó mordiéndose los labios:

—Soy rubio oscuro… ¿Lo detestas también?

—Me espanta. Soy rubia oscura y me tiño porque no soporto mi tono natural…

—Entonces, podemos estar tranquilos… Los dos estamos cerrados al amor, físicamente nos aborrecemos y de caracteres…

—Detesto a los bordes —le aclaró Soraya, por si acaso tenía alguna duda.

Y Eduardo tampoco tuvo ningún inconveniente en reconocer sus preferencias:

—A mí me molan las tías bordes, amargadas y estiradas… Nada que ver contigo tan dulce, tan encantadora, tan empática, tan…

—Tan pringada, ¡dilo abiertamente! ¡Sé lo que soy!

—Puede ser, pero te agradezco tanto que lo seas. ¿Y ahora me das la mano? —pidió Eduardo tendiéndole la mano.

Soraya miró asustada la mano ancha y fuerte de Eduardo y replicó:

—La llevo más calentita en el bolsillo, gracias.

—Eso no es cierto, pero no te la pido para calentártela sino porque la necesito para hacernos pasar por parejita…