13. El final de la ambición (1981-1991)

Diez años, toda una década, y hoy apenas parece un incidente en la biografía de Adolfo Suárez. Desde que sale del secuestro del Parlamento, el 24 de febrero de 1981, convertido en presidente de facto, hasta el final de su invención política más genuina, el CDS, pasan exactamente diez años y pocos meses; un tiempo cargado de densidad política que va a ser trascendental en su vida pero que empalidece tanto la figura, empequeñece tanto el icono en el que se convertirá más tarde, que lo común es dedicarle unas líneas, como si se tratara de una aventura intrascendente. Una desproporción que conviene señalar como una obviedad cronológica: el Adolfo Suárez presidente del Gobierno no alcanza los cinco años; el Adolfo Suárez inventor de un partido político sobrepasa los diez.

Sin embargo nadie se interesa por ese Suárez renacido, autosuficiente, seguro de sí mismo, como en sus mejores tiempos presidenciales, que tiene conciencia vaga de que va a iniciar una travesía del desierto. La enésima de su vida. Porque los biógrafos olvidan que desiertos hubo de cruzar varios en su carrera política. ¿Cuántas veces se le dio por muerto? ¿Cuántas como un desesperado náufrago a la espera de que alguien le echara una mano? Siempre se dijo de él que la derrota le vigorizaba, pero hete aquí que esta vez, desde la mañana del 24 de febrero de aquel infausto año 81, que se había inaugurado con su forzada dimisión, ahora daba un giro. El viento le soplaba a favor. Vivía momentos delicados, pero exultantes.

El 23 de febrero por la mañana había entrado en el Congreso de los Diputados para cumplir con la ceremonia de investir a aquel a quien su dedazo, como decían en el México corrupto del PRI, había designado como su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo. Pero ésa no era la situación de la mañana del 24 de febrero. En menos de veinticuatro horas todo había cambiado, o más exactamente, todo había de volver atrás. Agarrar la moviola y descargar imágenes. ¿Quién se había comportado como un presidente en ejercicio sino él? ¿Acaso Leopoldo Calvo Sotelo podía asumir la sucesión tras levantarse de la humillante posición del suelo?, ¿limpiarse las rodilleras y asumir sin más el cargo para el que no había demostrado ni siquiera la gallardía de pelearlo o disputarlo, o gritar alto y fuerte? Porque él y no otro iba a ser quien ocupara la vacante de la Presidencia.

El 24 de febrero, por la mañana, había dejado de haber vacante alguna y menos en la presidencia del Gobierno. El presidente era aquel a quien no habían logrado humillar y menos aún doblegar; el mismo que había defendido con riesgo de su vida a su vicepresidente Gutiérrez Mellado ante toda la ciudadanía, perpleja y acongojada al ver y repasar el vídeo demoledor de la asonada, cuando un payaso armado, con disfraz auténtico de Guardia Civil y gritando, dijo aquello de «¡Al suelo todos!». Fueron tantos en echarse al suelo, tantos, que el aspirante a la presidencia no parecía llamar la atención en su solícita asunción de la orden impuesta por un coronel golpista. Lo que evidentemente resultaba más provocador para aquel intruso era ver que en la primera fila, en el primer asiento de la bancada gubernamental, seguía quieto, y mirándole, el más odiado de todos los políticos, incluidos los comunistas. Más detestado que Santiago Carrillo, que al fin y al cabo era un enemigo susceptible de ser exterminado, nada más. Pero Suárez no; Suárez era, además de un enemigo, un traidor, y los traidores en el mundo limitado y picudo de un tricornio no sólo cabe exterminarlos sino además ensañarse con ellos, hasta hacerles pagar ese plus que es la traición.

Y no lo había conseguido. En la mañana del 24 de febrero de 1981, Calvo Sotelo había perdido su capacidad de mando y de prestigio que consentía hacerle nuevo presidente del Gobierno, y Adolfo Suárez había logrado asumir el mando y el prestigio, demostrando a quienes habían estado ciegos que los golpistas iban a por él sólo porque representaba una transición a la democracia, que detestaban porque les retiraba el dominio que habían ejercido hasta entonces, y que no había, para ellos, razón que legitimara ese cambio. Una vez que esto había quedado diáfano, que los conspiradores se habían desenmascarado, no había pues razón alguna para no reconsiderar lo que Adolfo Suárez se había visto obligado a hacer: dimitir. Nadie probablemente lo tenía tan claro como él. Quería volver a asumir la presidencia del Gobierno. Eso era algo tan obvio que el propio Leopoldo así lo reconoció, y propuso a Adolfo que su intención tras lo ocurrido era retirarse y devolverle la plaza.

Como Suárez no había explicado a nadie las razones de fondo y forma que le habían forzado a la dimisión, Calvo Sotelo creía que se trataba de algo superable y corregible ahora que las cosas se habían disparado con el golpe, y que la persona en mejores condiciones para el reto de asumir y afrontar la asonada no era otro que Adolfo Suárez. Había pasado por unas malas rachas, pero todo quedaba en sordina tras la gallardía de su actitud ante los golpistas. Él era el único presidente posible.

Dentro de las lagunas abundantes en la biografía de Suárez, creo que los dos días que siguieron al golpe de Estado del 23-F merecen una explicación, porque en ellos se concentra la que sería tragedia del destino de Adolfo. No la tragedia de su vida, que en modo alguno fue trágica sino gozosa por más que al final, muy al final, los avatares familiares le desarbolaran lo poco que quedaba del disfrute de la grandeza pasada. Lo que adelantan esos dos días de febrero, posteriores al golpe, es el carácter tragicómico de su trayectoria política. En apenas cuarenta y ocho horas pasará de sacar pecho legítimamente, porque nadie ha sido capaz de humillarle y menos de doblegarle, a tragar la dosis de ricino que ahora suponía para él tener que votar y hacer presidente a Leopoldo Calvo Sotelo.

El día 23-F Suárez se convierte en el paradigma de la democracia, en el líder de una transición que en esencia él representa, tanto, que los golpistas le consideraron como objetivo primordial a derribar y humillar. El mismo día que él, ante el conjunto de la sociedad española, se ganó todos los galones que jamás nadie habría de ganar en el período democrático. Pero ese mismo día ha cavado definitivamente su fosa política. Su gesto digno y valiente es el RIP de su carrera política. Ya nada podrá ser igual; ni recuperado, ni superado, ni redimido. Hubiera sido igual ponerse de rodillas ante los invasores del Parlamento, o meterse debajo de la butaca azul. Les hubiera facilitado las cosas, pero hubiera dado lo mismo. Es brutal decirlo, pero el único fin glorioso que le hubiera convertido entonces en el icono que luego se habrán de inventar, hubiera sido un martirio democrático; su muerte a manos de «un picoleto». Pero no ocurrió. Nadie murió el 23-F. Nadie, salvo la vergüenza.

Y ahí está también lo patético de su trayectoria a partir del 23-F: la creencia en que su valeroso gesto, su actitud, se traduciría en un caudal de votos y adhesiones, que no debía permitir que le usurparan otros; ni sus adversarios en el partido, ni las esferas más altas, que tanta responsabilidad tenían en lo acaecido. Ahí estará la base para la construcción del icono, pero también el elemento destructor de su futuro político, porque los iconos se cuelgan, se alzan, se exhiben, pero siempre han de estar quietos, preferiblemente muertos o simulándolo. De haberse retirado de la vida política entonces, Adolfo Suárez hubiera sido un inquietante referente con el que más de uno habría tenido que practicar vudú noche tras noche. Pero ¿cómo se le va a pedir a un político de su estilo, con su pasado y su presente, que en lo mejor de su vida, con cuarenta y ocho años, se vaya al Aventino, se despida de todo o de casi todo, se vuelva intelectual estoico y mire la vida con distancia inabordable? ¡Pedirle eso a él, que había sido capaz de parar a los bárbaros y con un gesto, y solo, o casi!

El 24 de febrero de 1981, con el país acongojado y él exultante, lo único que de seguro no se le pasó por la cabeza fue retirarse. Al contrario, si se había podido deshacer la conjura hasta su fracaso total, ¿acaso no era el momento de volver a la situación anterior? Desenmascarados los golpistas, y muy especialmente su acérrimo enemigo personal, Alfonso Armada, no había ninguna razón para que él no pudiera seguir siendo el presidente. ¿O sí la había?

La respuesta se la dio el Rey la misma mañana del 24 de febrero, cuando Adolfo, aún presidente, le pidió a Juan Carlos expresamente que quería seguir y éste le respondió que ése era ya un capítulo cerrado. O en otras palabras, una cosa era que los golpistas hubieran fracasado en la envergadura de su plan y de sus objetivos, y otra que siguieran existiendo las razones primordiales que habían urdido la conspiración y organizado el golpe. Adolfo Suárez no podía ser presidente. Y esta imposibilidad, impuesta por los poderes fácticos como algo incontestable, sería el baldón que Suárez tratará de quitarse cruzando un desierto durante diez años. Para que llegara un momento que el Rey se tragara sus palabras, y los golpistas y los poderes fácticos sus miserias. Será el techo que Adolfo nunca entendió hasta que hubo de rendirse a la evidencia. Todo él, hiciera lo que hiciera, estaba amortizado. O icono o nada. Lo dirá en la intimidad su sucesor Leopoldo Calvo Sotelo en una frase versallesca: «Suárez no quiere entender por qué le han hecho duque».

Tratando de romper con su destino, como había hecho en otras ocasiones, hubo de advertir que esta vez debía conformarse con la inocencia. Y entonces llegaría el momento en que le harían icono, porque ya sería un humilde servidor sin capacidad para hacer mal a nadie. Pero para llegar ahí fueron necesarios diez años, los que van desde la primavera de 1981 hasta su abandono del CDS, su criatura, en medio del rechazo generalizado a un Adolfo Suárez convertido en un tipo sin crédito y sin vergüenza, en el sentido más genuino de la palabra, incluso para sus propios allegados que acabaron repudiándole también en la primavera de 1991.

Esos diez años, que luego desaparecerían de las hagiografías como por ensalmo, hay que contarlos aunque no den para mucho y resulten tediosos si hubiera que hacerlo por lo menudo. Pero ahí están, existieron, e incluso en tiempo contante y sonante constituyeron el doble que su etapa como gobernante. Bastaría una insidiosa comparación. La Unión de Centro Democrático, la UCD creada por el presidente, duró apenas cinco años y tiene historiadores y galanteadores por demás. El Centro Democrático y Social, el CDS parido por el ex presidente, se mantuvo y ejerció influencia política durante diez años, y aún es el día que no tiene a nadie que lo historie. Y si siguiéramos con el contraste entre los años de gobierno y los de travesía del desierto, habría que proporcionar otro ángulo, y es que los descensos son siempre más acelerados que las ascensiones; una obviedad que sucede en la montaña y en la vida. Veinte años, o quizá algo más, fueron de dura escalada hacia el poder, por eso le parecía a él tan ingenua la pretensión de que abandonara apenas llegado a la cumbre. Como si el objetivo ya conseguido no exigiera instalarse en él, consolidarse. Pero la caída será vertiginosa, con alguna pausa, como para hacerle más dura la continuación desde el descenso hasta lo más bajo.

La salida del encierro obligado en el Parlamento fue un aluvión de sorpresas. Si el Adolfo presidente aún creía que lo peor había pasado ya, fue de sorpresa en sorpresa hasta la ruptura. Y denomino ruptura al rechazo a la UCD, que él había creado y que se lo debía prácticamente todo, para crear en el verano de 1982 un nuevo partido, el Centro Democrático y Social, capaz de participar en las inminentes elecciones que iban a celebrarse en octubre. Toda esa faramalla que va de febrero a octubre del año siguiente, esos veinte meses, suele saltarse en ese recorrido turístico que parece haberse convertido la extraordinaria vida de Adolfo Suárez, con lo que se pierden rasgos muy característicos de su personalidad y de sus intenciones. Ciertamente que pone en muy difícil situación a los hagiógrafos de última hora. Uno de ellos llega a escribir con un acento retórico que se vuelve cómico en el contraste con la realidad: «Aquel momento trágico pero glorioso para Adolfo, el de su dimisión, demostraba que su pasión por el poder tenía un límite».[1] Las pasiones, si se distinguen por algo, es decir, si son pasiones, es porque no tienen límites. Y la pasión de poder menos que ninguna.

No sé si puede resumirse en una semana, dos días o contarlo por horas, pero así podría hacerse para medir el tiempo entre la dimisión de Suárez ante el Rey y su salida del secuestro en el Congreso con ambición —legítima— de volver, y aun así, al ser rechazado, convencerse de lo irrecuperable de UCD y la necesaria creación del CDS. Todo en un tiempo récord, porque las secuencias se superponen. Están contadas con algún detalle en la parte final del capítulo 4. Ahora toca partir de aquellas situaciones para narrar al Adolfo Suárez durante su muda de piel.

Si la primera intención del presidente Suárez, aún en ejercicio, fue la confirmación de su cargo por el Rey, lo cual, desde el punto de vista constitucional, era no solamente factible sino probablemente la única oportunidad de que UCD conservara el poder y cerrara filas —elementos concomitantes—, la segunda se resumía en la inevitabilidad de un Gobierno de coalición con el PSOE. Se cierra filas mucho mejor cuando se tienen las arcas del Estado que cuando se está en la oposición o de vísperas; por muchos interrogantes que se abrieran al futuro, había uno intolerable para los militares descontentos. Adolfo Suárez en la presidencia significaba convocar elecciones inmediatamente, como había ya manifestado sin éxito al propio monarca, y por tanto pactar con el PSOE un Gobierno post 23-F. La peor de las opciones para los conspiradores de la UCD, para la obsesiva «mayoría natural», para los militares y, por supuesto, para el Rey.

Las condiciones estaban dadas para esta salida; primero, porque Adolfo había solicitado al Rey Juan Carlos continuar en la presidencia, petición que estaba en su derecho y conforme a derecho, y más teniendo en cuenta que Calvo Sotelo, su eventual sustituto, le había propuesto renunciar a la investidura «porque la situación ha girado ciento ochenta grados», según expresó al propio Suárez y a bastantes más en la cúpula del Gobierno y del Estado.[2] Pero le bastaron unas horas para tomar conciencia de que nada había cambiado tras el 23-F, que todo seguía igual para él, y que incluso para muchos de los suyos —no digamos de sus enemigos— empezaba a ser considerado como el primer causante del estropicio. Adolfo Suárez, con su manera de ser y con su política, ¡y hasta con su dimisión inexplicada!, había sido el provocador por excelencia del 23-F. Esto llegó a ser caldo común no sólo entre la extrema derecha golpista y fracasada, sino también entre las figuras de la UCD que mantenían, ahora más que nunca, la necesidad de ir a la formación de la «mayoría natural», la unión de la derecha (Alianza Popular) y el centro (UCD), para frenar la avalancha socialista. Sólo estaba de más él y su puñado de incondicionales.

Necesitó muy poco tiempo para darse cuenta de que no tenía posibilidad alguna de hacerse con la marca de UCD que él había patentado. Todo lo más, como ocurrirá en los procelosos meses de comienzo del 82, se la regalaban pero con todo dentro, para que él asumiera la responsabilidad de rematarla. Se lo propondrá, como veremos, un Leopoldo Calvo Sotelo convertido en deslabazado bombero pirómano. Resulta difícil entenderlo hoy, pero apenas liberado del secuestro en el Congreso, recién elegido presidente ¡al fin! Calvo Sotelo, con la ayuda en última instancia de la minoría catalana de Convergència i Unió, la figura de Adolfo Suárez se va deslizando hacia la inanidad. Su desprestigio, por motivos que aún no han sido analizados, se incrementa hasta extremos hoy increíbles. Él, que es una víctima de la conspiración que le obligó a dimitir, no sólo se convierte en el principal culpable de la inestabilidad del país, sino que incluso se le hace responsable de manera subrepticia del propio golpe. Se cultiva un cierto clima que viene a vincular la dimisión del presidente con el golpe, pero al revés de lo sucedido. Simplificándolo: si no hubiera dimitido Suárez no se hubiera producido el 23-F. Por tanto, su comportamiento valiente —casi podríamos añadir heroico, por exclusión— está atenuado por su responsabilidad en los hechos. Enmarañando las verdaderas causas o motivos de su forzada dimisión, se le hace responsable de sus efectos. ¡Y él, que había creído que su retirada —momentánea— aplacaría a las fieras! Ahora resultaba que más de una fiera le hacía responsable del desaguisado.

No podía hacer otra cosa que callar. Se imponía la ley del silencio, esa complicidad de los protagonistas de la transición que fue la norma no escrita de la operación. ¿Acaso iba a salir echando los pies por delante y contando los días previos a su dimisión? O hubiera muerto en el intento o se lo hubiera llevado todo por delante. Cualquiera de las dos opciones hubiera sido su final. Y él aspiraba a seguir. Su vida era aquello. Ni se le pasaba por la cabeza retirarse. ¡Si tenía cuarenta y ocho años! ¡Si apenas hacía cuatro era ministro secretario general del Movimiento!

Retirado en apariencia de la primera fila, deja en manos de varios colaboradores la creación de un futuro grupo «suarista», o de «centrocentro», como se denominaba entonces. Su cabeza de fila es Rafael Arias-Salgado, último de sus ministros de Presidencia. Le ayuda José Ramón Caso, un técnico casi desconocido a la sazón, que hará toda la andadura final con Adolfo. Se asegura que Arias-Salgado contaba con 33 diputados «suaristas»; menguada fuerza a la altura de abril de 1981, cuando el grupo de UCD en su conjunto aún lo forman más de 160. Es curioso el escaso interés de historiadores y cronistas por esos veinte meses, políticamente terribles, por suicidas, con Calvo Sotelo como presidente del Gobierno mientras Suárez va tejiendo el nuevo partido, el CDS, y destejiendo con fruición la UCD. Su plan requiere tiempo y tiene dos años hasta las próximas elecciones, previstas en el 83. Pero en política hay siempre uno que toma decisiones y los demás que deben apechugar con ellas. Y ese que toma las decisiones es el presidente y el presidente ya no es él sino Leopoldo Calvo Sotelo.

Ha de afrontar también un fenómeno nuevo para él, o por mejor decir, unas actitudes que no conocía desde hacía años, exactamente desde la muerte de Franco: el ninguneo. Su crédito ha caído en picado. Él, el héroe gallardo del 23-F, ha de mendigar entrevistas con la prensa. Cuando le pide a su fiel ex jefe de prensa, Julián Barriga, que le organice un almuerzo con los periodistas, al viejo estilo —los Oneto, Aguilar, Cándido, Cernuda, Cebrián…—, todos ellos, sin excepción, alegarán sus agendas llenas para dar largas a una charla con el hombre que lo sabe todo, el que conoce el susurro de los caballos. Serán los mismos que años después olvidarán el gesto y servirán de testigos en su canonización, pero en aquel verano de 1981 a Adolfo Suárez no hay plumilla que no le haya perdido el respeto.[3]

A partir de ahora será «el Duque». No Adolfo Suárez, ni el duque de Suárez, sino «el Duque», a secas. Ese título, entre el sarcasmo y la concesión, se convertirá en el referente, como si no hubiera ningún otro duque en España más que él. Pasó a ser el único duque, el duque por antonomasia. Con decir «el Duque» ya se sabía a quién se referían. Le habían apeado de la presidencia del Gobierno para concederle un ducado, y una decisión llevaba a la otra. Eran simultáneas; tanto, que el Rey le promete el ducado el 29 de enero, ratificación de su dimisión, pero no se lo concederá hasta el 26 de febrero, un día después de que Leopoldo Calvo Sotelo haya tomado posesión de la presidencia.

Hay quien asegura que el padre del Rey, don Juan, que detestaba a Suárez —el desprecio que tenía el presidente Suárez por don Juan y los derechos históricos de aquel perillán eran tan notorios que se negaba a concederle hasta la más mínima consideración—, trató por todos los medios de que ese «chuletón de Ávila poco hecho» —expresión de la aristocracia madrileña para referirse al presidente, como si fuera un plato ordinario pero castizo: «¡Manolo, ponme un Suárez con algo de ensalada!»— no pudiera obtener el acceso a la nobleza de corte, pero intuyó que la demora en la nominación, a la antigua usanza, se debía más bien a la lógica desconfianza del Rey: «Adolfo es capaz de montarme una trampa y tener al tiempo ducado y presidencia». Por eso Juan Carlos esperó a que su cese fuera ya irreversible, para confirmar el título.

Hasta eso, el ducado, contribuyó a deteriorar la figura de Suárez. Ante la ciudadanía quedó como un honorable gesto del Rey para honrar los servicios prestados. Una canonjía titulada, para mayor comodidad en aquella hora de su jubilación. Para Su Majestad resultaba una obviedad considerar la carrera de Adolfo Suárez como concluida, al menos en sus aspiraciones presidenciales. Podría hacer de su capa un sayo, pero a Moncloa estaba convencido de que no podría volver. Y en lo que estuviera de su mano y de sus colaboradores contribuiría a ello. Ellos le habían aupado, ellos le habían apeado. Alabado sea el Señor.

Antes de que comience el mes de abril —por tanto, menos de dos meses después del golpe y del último intento de seguir en la presidencia que fue bloqueado por el Rey—, Adolfo toma dos decisiones personales. La primera, cambiarse de casa; los hijos se han hecho mayores y son cinco, más ellos dos y el servicio. Vende su antiguo domicilio en Puerta de Hierro —calle San Martín de Porres— y se hace construir un chalet en La Florida —parcela de tres mil metros—, una de las zonas residenciales más exclusivas de las afueras de Madrid. La segunda, en la misma tacada, consiste en abrir un bufete. Lo hace en lugar postinero, nada menos que en el antiguo palacio de los Duques de Riansares, calle de Antonio Maura, número 4, en el Madrid aristocrático, vecino al hotel Ritz, a la Bolsa, al Museo del Prado y la iglesia de los Jerónimos. Debe procurarse una buena intendencia porque no será hasta 1983 que Felipe González y su Gobierno socialista regulen un generoso estatuto para ex presidentes, notable en gastos y servicios.

En el llamado «bufete del Duque», Adolfo va a recuperar a los más cercanos. Su hombre de los secretos y las operaciones oscuras, José Luis Graullera, auténtico experto en convertir los panes en peces y los peces en panes, sin equivocarse nunca; pasó de la embajada española en la Guinea Ecuatorial de Obiang Ngema al despacho de la calle Antonio Maura. También incorpora al inefable Lito —su cuñado Aurelio Delgado—, cuya inclinación a los negocios de dudosa reputación limitará sus dotes de relaciones públicas. No podía faltar Eduardo Navarro, fiel entre los fieles, discreto entre los discretos, pese al desdén y el maltrato que Suárez le dispensó en sus épocas doradas; para los tiempos de aflicción y escalada, nadie mejor en quien confiar que Eduardo Navarro, sobre todo porque carece de ambición política, es culto, es hábil y —¡muy importante!— sabe Derecho, conoce las leyes. Están otras dos adquisiciones del entorno reciente: el diplomático Alberto Aza, y Josep Melià, periodista y coleccionista de arte moderno, recién cesado como delegado del Gobierno en Cataluña. A él se deben las joyas que iluminan los cuatro mil metros cuadrados habitables de las cuatro plantas del edificio, que empezaron alquilando —al principio sólo la señorial primera planta— y luego compraron con la ayuda estelar y obviamente interesada de Mario Conde.

Tratándose de Adolfo Suárez, abonado a la suerte en tiempos sombríos, no es de extrañar que el intermediario que consienta el primer negocio del bufete sea nada menos que el Midas de los negocios internacionales, Henry Kissinger, que todo lo que toca lo convierte en dólares (por lo general, libres de impuestos). El flamante despacho del duque hace su primera operación internacional: los marcadores electrónicos Mitsubishi para los campos de fútbol. Aparecen en el mejor momento; van a celebrarse los Mundiales de 1982. La denuncia del periodista radiofónico José María García sobre tráfico de influencias empañaron aún más la imagen de Suárez y provocaron ya un inicial desapego por el despacho. De los negocios se ocuparían su cuñado Lito —hasta que hubieron de echarle a finales de 1984—,[4] Graullera, Melià y Aza; de legalizarlos se encargaba Eduardo Navarro, porque si bien todos eran abogados menos Lito, el único que sabía Derecho era Navarro. El último día de julio de 1982, Adolfo explicó a sus socios que iba a dedicarse a su nuevo partido, el CDS, y que usaría el despacho de Antonio Maura como sede de su presidente y fundador. En otras palabras, él se dedicaría a lo único que sabía hacer y le gustaba, la política. De la retaguardia económica se ocuparán los otros. Desde finales del 84, en el despacho de abogados de la calle Antonio Maura ya sólo figuraban Suárez, Graullera, Eduardo Navarro y el funcionario adscrito al servicio del ex presidente, cuyo nombre y segundo apellido retratan su idoneidad para el puesto: Inocencio Fernández Amores.

Si Suárez había explicado a sus socios de despacho la nueva aventura a la que se lanzaba era porque Leopoldo Calvo Sotelo, presidente de un Gobierno huérfano de todo salvo de la capacidad de decidir, había tomado la trascendental decisión de adelantar las elecciones a octubre de 1982. Una opción que se revelará suicida; no es que hubiera mucha capacidad de maniobra, ni otras salidas vistosas como no fuera aguantar hasta cumplir la legislatura, apaño tras apaño. Pero Leopoldo era así. Después de haber metido a España en la OTAN, después de celebrar una especie de juicio a los golpistas del 23-F, ¿qué le quedaba por hacer, si el tenderete se le caía a pedazos? Es verdad que el proceso a los golpistas había sido una parodia de juicio; la condena, una parodia de condena; la autoridad de su Gobierno, una parodia de gobierno, y hasta el ingreso en la OTAN tenía las características de una decisión paródica, porque la inmensa mayoría de la ciudadanía entonces era contraria a ello. Pues bien, si él había metido a España en la OTAN porque había que hacerlo, y a cualquier precio, ahora había que convocar elecciones porque no sabía qué otra cosa hacer.

Pretendía repetir el fenómeno de su antecesor y cubrir todas las grietas de la UCD, amenazada de ruina, desde la presidencia, llamando a las urnas; lo que en un partido gubernamental era tanto como tocar a rebato. Y estaba su ego. Los demás no habían percibido el cacho de estadista que había en él y su talento político para los momentos difíciles. Leopoldo era de esos tontos majestuosos, con talento mediano, que se creen tocados por los dioses para salvar los momentos difíciles de la patria. De ésos en cuyas manos ha caído la suerte, o la maldición, de tener que tomar decisiones para las que carecen de astucia, de humildad y de perspectiva. Los que atesoran la vanidad insaciable del huérfano, del huérfano desde la más tierna infancia, de toda la vida; mimado sin mimos, acariciado por el mundo sin haber recibido jamás una caricia, seguro de sí porque nadie le ha dado ocasión de ponerse en duda. Uno de esos individuos que están en el momento más difícil de su vida y de su carrera, y toman una decisión creyendo que va a ser una más y que no va a ser la última. Como nunca le dieron una gran oportunidad de hacerse grande, ahora se la tomaba.

La idea de revitalizar la UCD y el Gobierno, y a ellos mismos, llegaba en el peor momento. Demasiado tarde. El cronista político entonces más atendido y más perverso, también más golfo —todo hay que decirlo—, se hacía llamar Pedro Rodríguez; gallego, genuino representante de la prensa franquista «escuela Emilio Romero»,[5] reconvertido ahora al juego democrático. Inveterado covachuelista, Rodríguez escribió en enero de 1983, apenas dos meses después de la derrota de UCD en las elecciones generales, uno de sus más desfachatados y brillantes artículos. Lo tituló «Confesiones (infames) de un ex ministro».[6] Se trata de una transcripción de las reflexiones en voz alta de un ex ministro durante el último período de la UCD. Pese al carácter confidencial y anónimo, no es difícil detectar el modo de expresarse de Pío Cabanillas, gallego también y fuente de información y amistad con el periodista. Considero que no hay relato más revelador de la situación creada por Calvo Sotelo que este documento tan demoledor como verosímil.

Un mes después de lo de Tejero, se quiso disolver las Cortes y convocar elecciones. La idea fue de Rosón, de Pío y de Rodolfo [Martín Villa]. Estábamos todos humillados por el vídeo [se refiere al vídeo del asalto al Parlamento]. Algunos de nosotros tuvieron [esta fórmula verbal la hizo famosa Pío Cabanillas] que ir al psiquiatra. No es que nos sintiéramos avergonzados políticamente; los socialistas se levantaron tan tarde o más que nosotros, pero la mayoría de nosotros encontrábamos a nuestros hijos pasando el vídeo a escondidas y en los colegios les decían barbaridades de sus padres. Ellos no nos decían nada, no había reproches, hablo de la mayoría, pero en nuestras familias se podía cortar el aire en las comidas. Y luego estaba el plano de Leopoldo presidente levantándose penosamente del suelo y sacudiéndose el polvo mientras Adolfo permanecía con las piernas cruzadas. Muchos, algunos, nos dimos cuenta que aquel Gobierno, que aquel presidente, Leopoldo, estaba manchado por el polvo de la moqueta del Congreso y había que legitimarlo en las urnas. Por lo visto, Pío, Rosón y Rodolfo se reunieron a cenar, y luego delegaron en Pío para que convenciera a Leopoldo de que disolviera. Creo que Leopoldo se enfureció, que dijo que eso era una conspiración. Leopoldo se sentía legitimado, allá él, por Mallorca [el Congreso de UCD] y jugaba a la OTAN creyendo que la OTAN iba a ser milagrosa y el Ejército le iba a arreglar todos los problemas. En aquel momento, las encuestas nos daban, seguro, ciento cincuenta escaños. Hubiéramos podido gobernar hasta 1985 y, además, los socialistas no estaban preparados para la disolución ni para las elecciones tras lo de Tejero. Por eso lanzaron la campaña del Gobierno de coalición para parar el golpe de la humillación de Tejero. Fue el primero, el inmenso error de Leopoldo. Estaríamos gobernando ahora.

Las grietas de la UCD calvosotelista, que aún nominalmente sigue siendo suarista en la persona de Rodríguez Sahagún y su ayudante, Calvo Ortega, se transforman en boquetes. Frente a los 33 diputados del centro-centro, los pata negra del suarismo, también conocidos como «los 33 de Rafael Calvo Ortega», están los 39 diputados de la Plataforma Moderada, nuevo embeleco democristiano que el 23 de julio (1981) forman una facción organizada, la primera plenamente constituida, que alcanza incluso a publicar un Manifiesto con firma al pie. La encabezan Herrero de Miñón, que sigue de portavoz de UCD, Óscar Alzaga, Álvarez de Miranda y Emilio Attard, entre otros, y lo que ya constituiría una provocación de por sí, lo multiplican, porque el Manifiesto Moderado tiene forma de carta y va dirigida al presidente de la UCD, Rodríguez Sahagún.

Los democristianos se hacen portavoces del electorado ucedeo, de todo él, en una actitud muy eclesial y apostólica, y exigen una vuelta al programa de la UCD de 1979, que, según ellos, ha sido incumplido y abandonado. El gesto constituye un reto y una provocación, porque la Plataforma Moderada no es otra cosa que la reclamación de los conservadores de la UCD, en su mayoría democristianos, para forjar la «mayoría natural», la Gran Derecha arrastrando al Centro. Baste decir que entre sus objetivos económicos plantean sin ambages «el fortalecimiento del sector privado a través de las imprescindibles medidas de moderación de los costes que graban el empleo, apoyo fiscal al ahorro y reducción de las cargas financieras [léase fiscales] que soporta la empresa». Era el mismo lenguaje y pretensión de los «aliancistas» de Manuel Fraga. Esos moderados democristianos recordaban a aquellos otros de Narváez, en el siglo XIX, a quienes denominaban «polacos», que se consideraban a sí mismos garantía de la moderación, por falta de asumir su conservadurismo a ultranza. Hay que ser un cínico redomado, como Herrero de Miñón, para exclamar con su voz de contratenor que «nadie, tras el advenimiento de la democracia, ha tenido más poder que el presidente Calvo Sotelo». Lo que no deja de ser el modo de echar toda la responsabilidad de lo ocurrido, tras la caída de Suárez, a su sucesor. De ahí la importancia de los dietarios de Manuel Fraga que señalan con rigor notarial la hoja de ruta del grupo democristiano, de sus conspiraciones, sus contactos, sus iniciativas. Es probable que algún día se considere que uno de los mayores méritos de Fraga Iribarne fue el de haber suministrado, con fidelidad y delectación, la hoja de ruta del fracaso democristiano. El vía crucis conspiratorio y obstruccionista de la UCD que fue organizado por los democristianos Herrero y Alzaga, contado paso a paso por su mayor beneficiario, Manuel Fraga Iribarne.[7]

Menos de una semana después de la aparición del epistolar Manifiesto Moderado, la Ejecutiva de UCD decidió, en sesión durísima, prohibir las facciones. Cuando se vuelvan a reunir, en plena canícula agosteña, será para decidir el ingreso de España en la OTAN, al que se mostrarán reticentes los «suaristas» de Arias-Salgado y los socialdemócratas de Fernández Ordóñez, que ya tienen un pie fuera; esperará hasta el último día de agosto para presentar su dimisión como ministro de Justicia, provocando una crisis en el crítico gabinete de Calvo Sotelo, que se resolverá por el procedimiento del enroque. Traslada a Pío Cabanillas, el hombre para todo, a Justicia y asciende al novato Matías Rodríguez Inciarte haciéndole ministro de la Presidencia. En la crisis permanente en la que estaban metidos, la Ley de Divorcio, planteada, desarrollada y ejecutada por Fernández Ordóñez, había conseguido, de una parte, desesperar a los democristianos, que se sumaron a la cruzada de la Iglesia y en contra de su propio partido, la UCD; de otra, facilitó el tránsito de Fernández Ordóñez hacia el PSOE, con un apeadero intermedio que se llamó PAD (Partido de Acción Democrática), un engendro de matriz socialdemócrata que no llegó a sietemesino.

Creo que la mejor descripción de la UCD ante la Ley de Divorcio, y los prolegómenos a la espantada del ministro de Justicia, la hizo el periodista Carlos Yárnoz:

Los ánimos progresistas de Fernández Ordóñez chocaron de lleno con democristianos y críticos de UCD —con Herrero y Alzaga a la cabeza—, hasta el punto de que, para evitar mayores males, el propio Calvo Sotelo apartó al ministro de las negociaciones con su propio grupo y con la oposición. El equipo de Fernández Ordóñez, sin embargo, consiguió que el Senado aprobase sus modificaciones y, por fin, llegó el día clave de la votación última, definitiva y secreta en el Congreso. Era el 21 de junio y la situación resultaba kafkiana: el ministro defendía un proyecto radicalmente diferente al propuesto por su Gobierno; el portavoz de UCD, Herrero, pugnaba para que su grupo votara en contra; y la oposición estaba encantada de apoyar las tesis del ministro. Y el ministro ganó. UCD perdió las principales votaciones el 21, el 22 y el 23 de junio, porque más de una docena de sus parlamentarios votó junto con la oposición. La traca final fue apoteósica. Nada más acabar las votaciones, el jefe de los democristianos, Alzaga, declaró en el propio Congreso: «Hoy mismo pediré al presidente la dimisión del ministro de Justicia».[8]

Era difícil que alguien tomara en serio a un partido cuyos diputados exigían la dimisión de su ministro, y donde un ministro hacía una política que no querían ni los diputados ni, si me apuran, el propio presidente.

Por si fuera poca la incomodidad e inseguridad en que se movía Calvo Sotelo, le había saltado la colza. A lo largo de un año (mayo del 81mayo del 82) van a morir más de doscientas personas por consumir aceite de colza adulterado; al menos ésa es la tesis que al final logra imponerse para explicar tanta muerte y tanta enfermedad. Las víctimas se cuentan por millares. La máxima responsabilidad correspondía al ministro de Sanidad y Consumo, Jesús Sancho Rof, miembro del clan político de los «azules», antiguos falangistas convertidos en veteranos de la Administración; una facción discreta pero permanente de la UCD cuyo miembro más conspicuo y adaptable es Rodolfo Martín Villa, de quien se aseguraba que había montado en coche oficial, apenas pasada la adolescencia, sin abandonarlo nunca. El escándalo de la colza debilitó aún más al Gobierno, si es que necesitaba más frentes abiertos, y distanció a los «azules» del propio presidente Calvo Sotelo, porque no se sintieron suficientemente respaldados por él.

El poder y el partido y las facciones se les iban de las manos. El último intento de mostrarse unidos ante la gente lo hacen en vísperas de las autonómicas gallegas, convocadas para el 20 de octubre (1981). Calvo Sotelo, Adolfo Suárez y Landelino Lavilla escenifican una unión en la que ninguno de ellos cree. Como esos matrimonios que se odian y ya están preparando la separación porque cada uno tiene un plan alternativo, pero que visitan juntos al notario dando pruebas de amabilidad, condescendencia y buena voluntad, con la única idea de arramblar con la mayor parte de patrimonio que puedan.

Las elecciones en Galicia fueron premonitorias y anunciaron el inminente final de la UCD. Por primera vez en lo que había sido un feudo suarista y ucedeo, perdían la hegemonía y eran sobrepasados por Fraga y su Alianza Popular. Como escribe Carlos Abella desde dentro, «había quedado claro que Calvo Sotelo y UCD se habían opuesto a la tesis de la “mayoría natural”». Y ése era el sentir general de empresarios —Ferrer Salat—, banqueros —Termes— y numerosos diputados de UCD —las huestes democristianas de Herrero de Miñón, el infiltrado, y Alzaga, el displicente—. Cuenta Abella que el vicepresidente de Calvo Sotelo, García-Díez, un «rabanito» de la cosecha de Fernández Ordóñez, a quien había dado Leopoldo la oportunidad de su vida, una vicepresidencia, le pagó con un consejo: «No desembarques en el partido, ¡disuelve ya y convoca elecciones!». Pero el presidente atendió a su aurúspice particular, el tétrico Pérez Llorca, que ya había llevado a Adolfo Suárez hasta los peldaños del cadalso, e hizo exactamente lo contrario. No convocó elecciones, apurando el desbarajuste parlamentario hasta las heces, y además desembarcó en el partido, con esa impostada seguridad en sí mismo típica de los soberbios, «eso lo arreglo yo».

Galicia había despojado a la UCD de la hegemonía política que ejerció de manera omnímoda desde el comienzo de la transición. Pasados unos días de la derrota gallega, exactamente el 2 de noviembre, conocido como «de Difuntos», Fernández Ordóñez y sus socialdemócratas dejaban de ser los rabanitos de la ensalada ucedea y abandonaban el partido, o la coalición, o «La Empresa» o lo que fuera. Nueve diputados y seis senadores. Por esas fechas pronunciaría Adolfo, en plena sesión de la ejecutiva, las demoledoras palabras que consagraban el final: «Es tal el deterioro que nos hemos infligido, es tal el ejemplo que estamos transmitiendo, que si no fuéramos nosotros de UCD, no nos votaríamos a nosotros mismos».

Es decir, salgamos de UCD para poder votarnos al menos a nosotros mismos. El 13 de noviembre, Rodríguez Sahagún deja la presidencia de UCD; Rafael Calvo Ortega, la secretaría general, y Adolfo anuncia que abandona la ejecutiva. No se va, espera para ver cómo se matan a picotazos. A finales de noviembre, el día 30, Leopoldo Calvo Sotelo asume la doble presidencia, del Gobierno y del partido, haciendo de sí mismo un remedo de Suárez. En un gesto de fatuo equilibrio, cesa a Herrero de Miñón de la engorrosa tarea de portavoz de la UCD, que comparte con el ejercicio de correveidile de Fraga, y lo sustituye por Jaime Lamo de Espinosa.

Resulta evidente que el nuevo partido, el CDS, ya está en marcha, pero todos esperan a ver cómo acaba la cosa, por si queda algo que llevarse. Se puede decir que desde aquel 13 de noviembre de 1981, Rodríguez Sahagún, Calvo Ortega, Jesús Viana y José Ramón Caso están trabajando a tiempo completo en la formación de un nuevo partido suarista. Adolfo, por su parte, se adentra en uno de sus períodos taciturnos que le valdrán el apodo de «la Esfinge». Por tanto, la Esfinge hace como que no se entera, disimula porque sabe que cuanto más demore su marcha, más posibilidades tendrá de aumentar su partido.

El 1 de diciembre, cuando Calvo Sotelo se vea obligado a remodelar de nuevo el Gobierno, ya se puede decir que los restos de lo que fue imperio ucedeo deberá administrarlos él en precario. La secta de los «azules» pierde en el Gobierno a su figura más representativa, Rodolfo Martín Villa. Y del partido, que ha entrado en la UCI hospitalaria, ha de ocuparse la nueva mano derecha de Leopoldo, Lamo de Espinosa. El goteo de abandonos se hace escandaloso cuando, con bombos y platillos, muchos platillos, se pasan ¡al fin! a la competencia tres figuras mediáticas de la UCD que llevan más de un año haciendo de quintacolumnistas de Fraga Iribarne. Miguel Herrero de Miñón, el eterno clarividente; Ricardo de la Cierva, el empresario de la historia, y el casi ignoto Francisco Soler, alias «Paco», antiguo «rabanito» de Fernández Ordóñez, se integran en Alianza Popular. Los democristianos no tardan en constituirse en partido propio, dejando solo a quien era el primero de los suyos, Landelino Lavilla. Son los segundos. Los primeros, está ya dicho, habían sido los socialdemócratas de Fernández Ordóñez, que formaron el PAD (Partido de Acción Democrática). Ahora ellos se llaman PDP (Partido Democrático Popular) y se llevan a sus parlamentarios. El grupo de UCD, en el Parlamento, que había contado con 168 diputados, bordea ahora los 140. Gobernar en estas condiciones se convierte en una tortura y un desgaste brutal que Calvo Sotelo asume porque está convencido que dejará huella en tres capítulos esenciales: el ingreso en la OTAN, el juicio a los golpistas del 23-F y la puesta en marcha de la LOAPA —Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, o lo que es lo mismo, un freno a las aspiraciones autonómicas del País Vasco y Cataluña.

El juicio contra los golpistas del 23-F se inició en Madrid el 18 de febrero, vísperas del primer aniversario del golpe, y habrá de durar hasta el 3 de junio, cuando se emitió una vergonzante sentencia. Si los acontecimientos que rodearon al 23-F demostraban que la democracia no era vigilante de sus instituciones sino que estaba vigilada por quienes detestaban el sistema democrático, el juicio al 23-F demostró el carácter alambicado y pasicorto de la transición. En primer lugar, el Gobierno de Calvo Sotelo, el más débil de cuantos hasta entonces había tenido la democracia, encajonado entre la necesidad de juzgar —¡no los iban a absolver sin juicio!— y el temor a irritar a los complotados, exigió a los directores de los medios de comunicación un pacto de manipulación, que no otra cosa era aquel contubernio del miedo y el silencio.

Es obligado remitirse en este asunto a las páginas escritas años más tarde por Carlos Abella, a la sazón director general de Relaciones Informativas de la Presidencia del Gobierno. «El presidente Calvo Sotelo decidió convocar a los directores [de periódicos] para pedirles que suscribieran un acuerdo de tratamiento informativo, que en grandes líneas se basaba en no tratar de provocar gratuitamente a las Fuerzas Armadas en su conjunto y en respetar la figura del Rey». No creo que haya habido un caso más escandaloso que éste en la historia de los medios de comunicación en democracia. «No tratar de provocar gratuitamente» es una tautología para idiotas, no para periodistas. «Provocar» y «gratuitamente» ya son expresiones más que significativas de lo que se da a entender, pero añadir el «tratar de» alcanza lo despreciable.[9]

Cada día que duraba el juicio —casi cuatro meses— la humillación del Gobierno Calvo Sotelo y el papel aleatorio de la sociedad civil se hacían más patentes. La arrogancia de los procesados alcanzó la chulería de decidir a quién echaban de la sala y a quién, si se portaba bien, le dejaban estar. El acoso de los golpistas y sus familias, y los sicarios que les acompañaban, todo ello formaba un magma; la radiografía de un cuerpo ulcerado. Aunque nunca se haya señalado, el transcurrir de la farsa de juicio al que se sometió a los golpistas ejercería, meses más tarde, como un acicate para barrer a aquellos personajes atemorizados que aseguraban que gobernaban. La clase política de la transición fue más humillada aún durante el juicio a los golpistas que en el propio golpe. El castigo que sufriría el partido del Gobierno en las elecciones andaluzas del 23 de mayo, entre sesión y sesión del juicio, es inseparable de la indignación y el rechazo que estaban produciendo tantos paños calientes y el amilanamiento de Calvo Sotelo y sus representantes. Ese castigo en las urnas ya preludiaba lo que iba a suceder cinco meses más tarde.

La sentencia fue tan benévola que hasta el propio Leopoldo se vio obligado a manifestar públicamente su disconformidad. Anunció su intención de recurrir, cosa que por supuesto ni hizo ni pensó en hacer. Para él, con cumplir el trámite bastaba. Fue una característica de su Gobierno el de cumplir trámites y luego meterse en vía muerta. Al día siguiente de aparecer la sentencia, el 4 de junio, Adolfo Suárez publicaba un artículo muy cauteloso, titulado «Yo disiento».[10]

Pero al rebufo de esa LOAPA que llevaba al cuello el Gobierno de Calvo Sotelo, iban a ser las autonomías, y muy en concreto la de Andalucía, las que volverían a ser letales en el proceso de decadencia y derrumbe de UCD. El 23 de mayo de 1982, las autonómicas andaluzas confirman de nuevo el fin de la hegemonía ucedea. Si unos meses antes, en Galicia, habían sido los conservadores de Alianza Popular quienes habían desbancado a UCD, ahora en Andalucía eran los socialistas. Pero en este caso es una doble derrota, no sólo porque la victoria del PSOE había sido tan descomunal que dejaba a los demás en la marginalidad política,[11] sino porque Alianza Popular superaba —¡también en Andalucía!— al partido gubernamental, en dos escaños.

Con ese talento de bomberos pirómanos que caracterizó a la derecha durante este período, las autonómicas andaluzas habían sido previstas como un ensayo general por los agudos estrategas de la Gran Mayoría o Mayoría Natural. Se quitaron las caretas y los trajes de alpaca y se calzaron los zapatos de carretera. La CEOE en pleno, con sus jefes Ferrer Salat y José María Cuevas a la cabeza, echó mítines y charlas por toda Andalucía a favor de Alianza Popular. De esta manera consiguieron que los de Fraga ganaran a los ucedeos, aunque fuera a costa de facilitar al PSOE la mayoría absoluta, que desde entonces se haría casi eterna en Andalucía. El presidente Calvo Sotelo, en obvio reconocimiento de la situación, escribiría años más tarde: «Al terminar el escrutinio, UCD era en Andalucía un partido testimonial». Reunido con los barones tronados de la UCD, todos ministros, al día siguiente de la debacle de Andalucía, llegan a una patética conclusión por su demorada obviedad: «Hemos fracasado como UCD y como Gobierno, así no podemos llegar al final de la legislatura». Ese horizonte, que se situaba en el mes de marzo de 1983, les quedaba en una lejanía imposible.

Esa larguísima primavera de 1982, tan importante y tan poco estudiada, vivirá el intento de un Leopoldo Calvo Sotelo desbordado e impotente, tratando de reconstruir un triunvirato en el partido y hasta en el Gobierno. Ofreció dos vicepresidencias, a Suárez y a Lavilla, que obviamente rechazaron. Leopoldo se resistía a disolver las Cortes. Quería cerrar primero la adhesión a la OTAN. Es su voluntad, pero también hay mucho de mandato. Había que meter a España en la OTAN aunque fuera con calzador.

Derrotado en todas las batallas ciudadanas, en Galicia, en Andalucía, en su propio partido y por supuesto en la calle. Convencido de que será inevitable disolver las Cortes y convocar elecciones, la penúltima decisión —la última sería la propia convocatoria electoral— creará el condicionamiento de onda más larga de la transición española exceptuando el régimen monárquico, esa decisión se produce el 30 de mayo. España, con el Gobierno más débil e impostado de toda la democracia posfranquista, en vísperas de ser barrido, ingresa en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Para la ciudadanía fue el gesto definitivo que selló el destino de UCD y de Leopoldo Calvo Sotelo. Después de hacer eso, por las prisas y con alevosía, ¿quién iba a ser capaz de votarles? El rechazo a Calvo Sotelo, a su Gobierno y a la UCD alcanzará a partir del 30 de mayo su grado más alto. Acababan de suicidarse. Se entiende que sea entonces cuando un hasta ese momento esquivo Manuel Fraga exija a Leopoldo la unión de sus fuerzas; una alianza de la derecha arrastrando al centro por la cola. «La gente está esperando un acuerdo. ¿Quién se opone? ¿El Duque? El Duque te ha dejado una herencia muy mala», le reprocha Fraga con resentimiento.[12]

El Duque no quiere acompañarles en la hecatombe y ahora ejerce de Esfinge. Leopoldo hace un último intento, casi diríamos el último encuentro en la tercera fase antes de la catástrofe. De la reunión, celebrada en Moncloa el sábado 5 de junio, no tenemos otra fuente que la de Calvo Sotelo, que se describe a sí mismo como si fuera el capitán de la Bounty, rodeado de traidores y rebeldes, mientras él se comporta impasiblemente. Retiene el significativo detalle de que Adolfo «se presenta en mi despacho con atuendo informal y deportivo, abiertos tres botones de la camisa…». ¡Tres botones, tres! ¡Qué vulgaridad, habrá pensado, nunca dejará de ser el chuletón de Ávila poco hecho! Pero la política es así; él, un Calvo Sotelo, mendigándole la ayuda a un arribista, a un parvenu. Le ofrece a Suárez su santa voluntad, lo que quiera: integrarle en el Gobierno, en la cúpula de UCD, incluso se la regala. Le entrega la UCD entera, si éste la quiere. Parece la evangélica escena de las tentaciones de Cristo. Todo lo que puedes ver te lo ofrezco y no es necesario, como en el Evangelio de san Lucas, que me adores, basta con que me ayudes a llevar la carga endemoniada. Cuenta Leopoldo que Adolfo respondió a tanta oferta desesperada con esa sinceridad taimada de los grandes momentos: «Yo no tengo sitio en el partido, no me encuentro cómodo en UCD… No quiero ser un barón más del partido… Quiero estar seguro de que se hace en el partido lo que yo decido. Por eso lo que de verdad me apetece es crear un partido propio, mío…».[13]

El mejor testigo, casi presencial, de estos últimos momentos de la UCD antes de la catástrofe —Carlos Abella, que ahora trabajaba en el entorno de Calvo Sotelo—, señala que el mismo lunes, 7 de junio de 1982, cuando se izaba la bandera española por primera vez en la sede de la OTAN, se reunieron por penúltima vez los triunviros. Calvo Sotelo, Suárez y Lavilla. Allí el Duque expresó sin ambages que la única salida postelectoral —y eso que aún no se había convocado elección alguna— sería formar un Gobierno de coalición con el PSOE. Teniendo en cuenta lo avanzado del nuevo proyecto suarista, está claro que su interés estaba en marcar distancias con los restos de la UCD, que sólo contemplaban el acuerdo de centro-derecha, con Fraga y los aliancistas. Suárez se exhibía con una alternativa propia; su UCD, de tener que pactar con alguien, lo haría con la izquierda, no con la derecha. Sobre esa base irá a la pelea para cargarse de razón frente a los quietistas que se le oponen en el que había sido «su partido».

No hay componendas. Se acabaron los paños calientes, Adolfo lanza su reto hacia la ruptura. Quiere todo el poder en la UCD y sin cortapisas. Así lo manifiesta ya el 12 de junio en una reunión con los otros dos que se creían sus iguales. No admite iguales. Los suyos le jalean, o él les anima a que le jaleen: el día 23 de junio dan la cara 32 secretarios provinciales del partido. Manifiestan su deseo de que Adolfo Suárez vuelva a asumir la presidencia de UCD. Los 32 secretarios provinciales no son la mayoría sino casi la totalidad.

Adolfo se está jugando el último cartucho en dinamitar la UCD. Quiere volver al principio. ¿Acaso no fue Leopoldo Calvo Sotelo el principal muñidor de la UCD, allá en el 77, cuando había que ganar las elecciones de junio y todo eran consideraciones hacia el presidente, aquel Suárez laureado, que iba de independiente, requerido por todos para que se presentase, mientras él, falsamente reticente, esperó a que estuvieran postrados todos para decir «ahora voy»? ¿Acaso no fue así? Pues si entonces fue posible, y con Calvo Sotelo de regidor de escena, ¡que vuelva a repetirlo! No quiero barones, no quiero ataduras, quiero todo el poder en esta desarbolada UCD. O César o nada.

Curioso y ridículo y hasta un tanto patético el momento. Porque Calvo Sotelo se lo hubiera dado todo; y además, de regalo, «la torre de cacerolas», como se hacía en las ferias de los pueblos. Y también porque Calvo Sotelo no era tonto; quizá no fuera tan listo como él se creía, pero sabía de política, la había mamado desde la adolescencia y consta que estuvo bien alimentado. Por eso percibe que ir a unas elecciones sin Suárez y después de iniciativas como la de la OTAN —que había tomado él solo— sería como ir desnudo y a la ruina. Sería el final.

Cuenta en sus desmemoriadas Memorias —donde figuran brillantes descripciones de situaciones y personajes— que rechazó las exigencias del Duque por la «sala besogne», expresión de difícil comprensión. Por esos azares de la imprenta, la sublime pedantería de Leopoldo, que quería apuntillar versallescamente y ante la historia a Adolfo Suárez, recordando su negativa a hacerle el «trabajo sucio» («sale besogne»), se convirtió por una subversiva errata de «sale» en «sala» —los señores no corrigen sus escritos, de eso se ocupa el servicio editorial— y apareció «sala besogne», una expresión que en el francés clásico podría interpretarse como «habitación de obligaciones».[14] Bromas aparte, hay que ser un poco cínico y un mucho pedante para utilizar esta expresión cortesana para referirse al trabajo que exigía Suárez: desmochar la UCD, jubilando a los barones y disolviendo sus órganos de gobierno.

El Duque es consciente de que después no quedará mucho, pero lo quiere limpio y con él solo mandando. Sin embargo, el atildado Leopoldo trasluce en su modo de describir la situación y las intenciones de Adolfo un ejercicio desvergonzado de manipulación. Lo versallesco se queda en escueta cobardía de empleado, de ejecutor, que no otra cosa fue él desde que empezó en la política. Los dietarios memorialísticos de Fraga —fundamentales en lo que apuntan y en lo que apenas levantan de las esquinas de las alfombras— recogen esta confidencia que rectifica en mucho la sale besogne que él atribuye a Adolfo. «Viernes, 9 [de julio de 1982]. Calvo Sotelo invoca “presiones fácticas” en contra de que Suárez vuelva a presidir UCD».[15] Poderes fácticos en la España de entonces había tres: el Rey, el Ejército y la CEOE. Cualquiera de ellos, o los tres juntos.

Carlos Abella define con exactitud y conocimiento de causa —porque fue protagonista de excepción en aquellos días, cuando los que apoyaban a Calvo Sotelo lo hacían a regañadientes y para cerrarle el camino al Duque— que «los últimos movimientos de la derecha española, tanto política como financiera, estaban en la clave del terror al regreso de Adolfo Suárez».[16] Incluso con preferencia al temor a una victoria del PSOE. No creo que haya actitud que defina mejor a la derecha española, metida en el penúltimo tramo de la transición, que esta obsesión por el Duque, que no cesaría hasta verlo abandonar definitivamente cualquier ambición política; en otras palabras, hasta verle muerto, políticamente hablando. Es curiosa esa miopía derechista en la que una obsesión —la de encontrar un Cánovas del Castillo que diera un sesgo más conservador a esa transición que ellos interpretaban como una restauración— impedirá que ofrezcan la más mínima oportunidad a Suárez para ejercer de Sagasta, que era lo suyo. Nunca se aprende nada porque quizá nunca se repite la misma historia; siempre tiene tales variantes que la hacen irreconocible.

El 31 de julio de 1982, Adolfo Suárez, el Duque, presentaba en una «multitudinaria rueda de prensa», escribe Abella, su flamante proyecto. «Nacía un nuevo Adolfo Suárez, dispuesto a luchar por su vuelta al poder desde nuevos cimientos y con otras convicciones ideológicas».[17] Abella, buen cronista, no creo que acierte ni como augur ni como analista. Ni se trataba de nuevos cimientos, ni de otras convicciones ideológicas. Lo único exacto es que estaba dispuesto a luchar por su vuelta al poder. ¿Los cimientos? Bastante más sólidos de los que estaban a su alcance cuando le nombraron presidente; ahora sabían quién era y todo el valor y el talento que atesoraba. ¿Convicciones ideológicas? Todas y ninguna, fuera de la firme convicción de que sólo el poder ayuda a cambiar las cosas y que es el único objetivo de la política. Pero ya habrá tiempo de verlo con más detalle. Ahora es 31 de julio y Adolfo Suárez se ha presentado en sociedad con un nuevo partido que representa el centro-centro. Curioso mes el de julio. En ese mes, seis años antes, le habían nombrado presidente. Habían pasado seis años, y estaba de verdad curtido. Volvía a empezar, por más que creyera que a partir de una determinada edad nunca se vuelve a empezar, siempre se sigue.

Bastó que Suárez, el ex presidente de la transición, el Duque, el todo hasta anteayer, apareciera en el mercado electoral con una nueva marca, para que Leopoldo Calvo Sotelo se decidiera al fin a disolver el Parlamento y convocar elecciones. Aquel verano del 82, la clase política española no disfrutó de vacaciones. El 27 de agosto, Calvo Sotelo disolvía las Cortes y convocaba elecciones para el 28 de octubre. Entre las razones para disolver en plena canícula había una que importaba a hombres de firme ortodoxia religiosa como Leopoldo. El papa Juan Pablo II tenía previsto pasar diez días en España y no le parecía lo más adecuado pasearle en campaña electoral, afirmaba el presidente de los días contados. ¡Lo que hubieran hecho con el Sumo Pontífice los aliancistas, reforzados por los democristianos, en la cruzada contra el PSOE y los tibios de UCD en el Gobierno! Por eso quiso que los comicios fueran el jueves, 28 de octubre. Tres días más tarde debería aterrizar Juan Pablo II en Barajas. Pasara lo que pasara en las elecciones, habría de ser él, Leopoldo Calvo Sotelo, quien iría a recibirle como presidente.

Estos momentos y esas decisiones corren por cuenta exclusiva de Calvo Sotelo. Por más que Suárez se hubiera mantenido hasta ese verano aún en UCD, tenía la mirada puesta en la escapada; su influencia en el curso de la política gubernamental es un cero absoluto. Estaba preparando un nuevo instrumento con los mimbres del anterior desde mucho antes de la aparición pública del CDS. Podría decirse que desde mayo de 1981, cuatro meses después de su retirada de la presidencia, ya hay pruebas incontestables de que está organizando un nuevo partido. El primer esbozo se llamará «Esfinge», una limitada, muy limitada empresa de consulting —se decía así a lo que ahora denominamos «asesoría»— y que dirigen Rafael Arias-Salgado y José Ramón Caso. Tiene gracia el nombre —Esfinge— porque parece haberse inspirado en la actitud de Adolfo Suárez entonces.

Cabe pensar que la decisión de Calvo Sotelo de disolver y convocar elecciones pilló a Adolfo en plena reconversión. Había calculado que la convocatoria tardaría algo más y que eso le permitiría al menos hacer un programa, una candidatura y hasta una campaña; en definitiva, diseñar un nuevo partido. Pero todo tuvo que hacerse en un tiempo récord. Los fondos procedían en su mayoría del holding RUMASA, de Ruiz Mateos, cuyos bancos —diez en total— le suministraron 350 millones de pesetas a fondo perdido. También le otorgaron créditos las Cajas de Ahorros —150 la de Madrid, 75 la Caixa y otros 50 las Rurales—, y los Bancos —Bilbao, Popular, Banesto e Hispano-Americano— que cubrieron otros 280 millones. Lo cual pone una cierta sordina a la presunta precariedad inicial del partido. No es que fuera Jauja, pero había cierta inquietud por saber hasta dónde llegaba el Duque. Una cosa era desear que no volviera a ganar y otra que se quedaran absolutamente fuera de la jugada. Con esa discreta bolsa económica habría de afrontar el ciclo que va desde las elecciones generales de 1982 hasta el escándalo del 85, cuando los dos grandes partidos, con esa desvergüenza que prodigan los poderosos, denunciaron al CDS suarista porque debía ¡800 millones! Entonces, la deuda partidaria del PSOE en el Gobierno sobrepasaba los 1.200 millones y Coalición Democrática-Alianza Popular se acercaba a los 2.000.[18]

Lo había dicho el propio Suárez en una conferencia de prensa con periodistas extranjeros: «Estamos iniciando, lo sé, una travesía del desierto». Su lema de campaña parecía sacado de un viejo baúl de la llanada abulense, de esos que en Castilla usaban para guardar las prendas que se habían quedado viejas de tanto usarlas. «Como debe ser». El cronista Abella apostilla, en su biografía de Adolfo, una evidencia: «No lo logró entender nadie». Aún hoy cabe preguntarse qué quería decir: «Como debe ser», ¿qué? ¿Un presidente? ¿Un político? ¿Un hombre? ¿Un partido? ¿Un diputado? ¿Un país? En el fondo era un qué adolfista montado al parecer por un cartesiano, que igual servía para todo que para nada. Quizá el único motivo es que resultaba un juego de siglas: la «ce» de Centro era un «Como», la «de» de Democrático un «debe», y la «ese» de Social un ente llamado «Ser».

Si hubieran estado en el poder, a lo mejor habría resultado genial, pero estando en la oposición y fletando un barco con estructura de chalupa, era una frivolidad irresponsable. Los «como deben ser» se quedaron en dos diputados. Aunque él afirmó que confiaba sacar al menos tres, era mentira; siempre barajó esa docena que arrastró la hundida UCD. Sólo logró dos: él por Madrid, y por Ávila su medio pariente, Agustín Rodríguez Sahagún,[19] el bueno del ex ministro del Ejército al que el Ejército le había montado un golpe de Estado. En la provincia de Ávila habían nacido los dos y el mismo año de 1932. En total, el CDS había conseguido seiscientos mil votos.

Para la conmoción que supusieron las elecciones de octubre de 1982, lo ocurrido al recién nacido CDS se interpretó como un epifenómeno sin apenas trascendencia. La primera y más obvia conclusión de la arrolladora victoria socialista fue la de un desplazamiento del poder; de una clase política franquista por formación y pertenencia se pasaba a otra clase política antifranquista por formación y pertenencia. Por mucho que se quisiera ocultar, resultaba palmaria una evidencia: el partido político que había perdido, más que ninguno, la guerra civil volvía al poder cuarenta y tres años después. Lo que habría de hacer el PSOE en el Gobierno es otro asunto que no corresponde analizar aquí, pero lo que es obligado considerar es que la transición política de la dictadura a la democracia había terminado, desde el momento en que el enemigo de ayer, contra el que se había levantado Franco y quienes le jalearon, había llegado al poder. Por más débiles que fueran las instituciones democráticas en octubre de 1982, bastaría decir que había ganado la oposición y que se disponía a gobernar. El Partido Socialista obtenía en las urnas diez millones de votos y la mayoría absoluta en el Parlamento, con 202 diputados. La transición había terminado. A partir de entonces entrábamos en otra fase.

Pero había más lecciones que extraer tras abrir las urnas. La victoria abrumadora del PSOE contrastaba con la desolación en el mapa político de la derecha. Un testigo de excepción en aquellos años, J. A. Ortega y Díaz-Ambrona, último secretario general de la UCD, escribiría años más tarde esta amarga reflexión de un democristiano burlado: «Queriendo conducir el proceso político más hacia la derecha, el resultado ha sido paradójico».[20] Los talentudos políticos democristianos, encabezados por Herrero de Miñón y Óscar Alzaga, dinamitaron el centro en su intención de conseguir que la derecha-derecha alcanzara el poder… y lograron el triunfo socialista con el corolario de ser desterrados de las áreas del Gobierno durante catorce años.

Eso sí, Alianza Popular-Coalición Democrática, dirigida con mano de hierro por Fraga Iribarne, quedaba instaurada como única alternativa al socialismo, pero a tan gran distancia que nadie podía vislumbrar cambio alguno en los próximos años. Es verdad que daba un triple salto —¿mortal?— de los residuales 9 diputados a 106 escaños. Pero ¿qué era eso comparado con el más brutal hundimiento que partido político alguno había tenido en la espasmódica historia de la democracia española? La UCD había pasado de los 168 en las anteriores elecciones de 1979 a unos raquíticos 12 diputados.[21] Ni siquiera la experiencia que años más tarde se denominará Partido Reformista, también conocida por «Operación Roca», a la que nos referiremos luego, y que se saldó con otro batacazo histórico, puede compararse a esta de UCD. Baste decir que el presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, no logró salir diputado por Madrid, y que el feudo valenciano de Fernando Abril Martorell le fue esquivo.

Cargada de deudas y de aprensiones, a la UCD no le quedaba más que disolverse, pero no podía hacerlo mientras no cumpliera sus ruinosos compromisos financieros. La liquidación de sus innumerables deudas pudo hacerse sin costos para los dos últimos dirigentes del partido, Leopoldo y Landelino, gracias a la colaboración interesada del representante de los banqueros españoles, Rafael Termes, y del presidente de la empresarial CEOE, Carlos Ferrer Salat, que tanto tuvo que ver en la ofensiva contra Suárez. Se condonarían las deudas bancarias, que ascendían a 11.000 millones de pesetas, según unos, y 6.287, según otros, a cambio de dejar sola a Alianza Popular, sin competidores por el centro ni otras pendejadas que no fuera la del Duque. Leopoldo y Landelino se retirarían de la política para dedicarse a los negocios, uno, y a la jurisprudencia, el otro. Dieron la orden de disolverse y apagar la luz el 18 de febrero de 1983, y que cada uno de los doce últimos mohicanos diputados se buscara acomodo en cualquier sitio, siempre y cuando no se sumara al Duque. De tal modo que a las elecciones municipales de mayo de aquel año ya pudo ir sola la Alianza fraguista, sin más incordio que Adolfo Suárez y su chalupa partidaria.

Unos días después de su liquidación, el diario emblemático de la transición les dedicaba un editorial titulado «Agonía y muerte de UCD», donde se podía leer este párrafo analítico:

No se sabe hasta qué punto los estrategas que organizaron, a partir de la primavera de 1980, el safari contra Suárez fueron conscientes de que UCD, pirámide invertida cuya estructura descansaba en el liderazgo del presidente del Gobierno, estaba irremisiblemente condenada a la desintegración una vez que el vértice de la construcción fuera destruido por la piqueta.

Y otro, mitad melancólico y mitad admonitorio:

Si los «barones» de UCD no pudieron soportar el liderazgo de Suárez, resulta casi inimaginable que hombres como Alzaga, Rupérez o Schwartz se conviertan en súbditos obedientes del autoritarismo fraguista, renuncien a las posiciones de la derecha moderada y coloquen su capital político al servicio de un programa de conservadurismo autoritario del que sufrieron personalmente la represión y la persecución hace dos décadas.[22]

Quizá el mejor título para despedir a UCD hubiera sido «Pelillos a la mar». Había sido un feliz engendro, alumbrado con fórceps en las vísperas de junio de 1977 y muerto por consunción en febrero de 1983; cinco años abundantes de vida tumultuosa, como un hijo de ricos arrumbado a la inclusera.

Aquellas elecciones también ofrecieron otros ángulos de análisis. Si dábamos por terminada la transición, quería decir que el período de Adolfo Suárez, auténtico motor y protagonista de ese proceso, debía darse por concluido. Resultó la evidencia que habían dejado las urnas y que el Duque se negó a afrontar, como si fuera un mal sueño. Un incidente. El camino, pensó, está expedito para la victoria a partir del momento que el PSOE se ponga a gobernar y demuestre su bisoñez incompetente. Ésa fue su idea y sobre esa idea iba a construir su religión, su iglesia, su partido y hasta su aciago futuro.

No debe ser fácil pasar de presidente de un gobierno y de un partido que detenta la mayoría casi absoluta, a jefe de una sociedad limitada parlamentaria —que no otra cosa era el CDS— con mando sobre un diputado además de sí mismo. Es verdad que la derrota del recién nacido CDS habría que considerarla en función de los hándicaps a los que hubo de enfrentarse. En primer lugar, la premura; entre la decisión de formar el partido y la convocatoria electoral apenas si le dio tiempo a buscar los candidatos. Un vistazo al núcleo duro sobre el que se construirá el CDS nos muestra, al tiempo que la audacia temeraria de Suárez, su ciclotímica seguridad en sí mismo. Lo forman ocho ayudantes, tan entregados como escasos de fuste político. Para eso se bastaba él, y sin sombra de duda, mejor que nadie. De los ocho, sólo dos tenían una cierta experiencia política: Rodríguez Sahagún y Rafael Calvo Ortega. Jesús Viana era una bellísima persona, aseguraban incluso sus enemigos, pero se limitaba al mundo de Álava. Los otros podían valer su peso en oro pero aún no habían salido de la joyería: José Ramón Caso, León Buil, José Antonio Escudero, Gerardo Harguindey y Joaquín Abril Martorell, hermano de Fernando, el vicepresidente con Adolfo.

Pero en no poca medida habría de contar otro elemento, que desde entonces será consustancial a la aventura política de Adolfo Suárez. Se le pondrá incluso un nombre para expresarlo, «el miedo al Duque». La acumulación de resentimientos que se había producido en el último año de su presidencia, ahora se convertía en odio visceral. No se trata de que quisieran verle muerto, sino sencillamente no querían verle en parte alguna. Que desapareciera. ¡Ya tenía el título, ya podía marcharse a su casa! La teoría del resentimiento que tan sibilinamente había ido segregando Torcuato Fernández Miranda a quien quisiera escucharle —«para conocer a Suárez nada mejor que leer el Tiberio de Gregorio Marañón, que lleva un subtítulo expresamente indicado, Historia de un resentimiento»—[23] acabó convirtiéndose en inquina recíproca. Adolfo guardaba en su intensa memoria los desplantes, y quienes le habían humillado o minusvalorado fortalecieron sus defensas para impedirle que volviera al poder; aunque fuera en parte, es decir, en la condición de bisagra para alguno de los dos grandes partidos.

La idea de Suárez para saltar de la cuña, modesta cuña política, a un gran partido estaba basada en un principio de dudosa virtualidad, pero que le retrata: recuperar el mayoritario voto centrista del comienzo de la transición, que por las malandanzas de sus críticos en la UCD, desplazaron el voto hacia el PSOE. Considerará que ése es un voto efímero y nada cautivo, que bastaría con una buena oportunidad y los previsibles errores socialistas para poder ir recuperándolo.

Esto se hará evidencia con la primera decisión que tomará en su nuevo papel de diputado quijotesco de a pie, flanqueado por su Sancho-Rodríguez Sahagún. Todos se harán cruces en su perplejidad: los dos van a votar a favor de la investidura de Felipe González. Lo hicieron gratis, porque sí. «Existen notables coincidencias en las líneas maestras de la política a desarrollar en los próximos años y, entiendo, una voluntad política similar para el progreso de nuestro pueblo y la modernización de nuestra sociedad». Así se expresó Suárez en la tribuna de oradores y el mismo González se cuidó de no darle las gracias, ni siquiera darse por aludido; como si el más mínimo contacto y complicidad tuviera los efectos letales de un apestado, o lo que es peor, de un arruinado que hubiera derrochado todo su crédito. El cronista más militante del suarismo, Abel Hernández, escribirá irritado años más tarde: «El gesto fue acogido en la tribuna de la prensa con indiferencia y desprecio».[24] El panorama político español, contemplado desde la tribuna de la prensa parlamentaría, se dividía entre «filosocialistas», a la sazón mayoritarios, y «antisocialisas», aún sin hacerse a la idea.

Lo que no logrará entender Suárez hasta las vísperas de su quiebra final con el CDS es que ese voto centrista que se ha desplazado al PSOE se va a mantener fiel durante muchas elecciones, y que la cúpula socialista estará minuciosamente más atenta a conservar ese voto que a la fidelidad del voto de su izquierda, que le vendrá obligado conforme se vaya laminando el PCE-PSUC, y no quede apenas otra opción en los sectores populares que votar socialista.

Las elecciones municipales de 1983, tras el barrido socialista de octubre del 82, conceden al CDS un esperanzador respiro; vienen de tan abajo que se entusiasman con los resultados. Obtuvieron 658 concejales y 172 alcaldes locales, pero muy locales; 50 de ellos en pueblos de Ávila, 26 en la provincia de Zamora y 6 en la de Segovia. Logran colocar de concejal a su candidata a la alcaldía de Madrid, Rosa Posada. Por mucho que se esfuercen, las reticencias hacia Adolfo Suárez son de tal envergadura, que él es a un tiempo su mejor capital y su mayor lastre. En la primavera de 1984, un distinguido abogado e influyente periodista, José Mario Armero, describirá así al Suárez del momento:

Una vez instalado en su vida particular, su imagen decayó de manera notable por las noticias que se publicaban sobre sus negocios con el aprovechamiento de su anterior vida pública. Sin embargo, con el paso del tiempo todo indica que Adolfo Suárez se ha ido recuperando con ganas de empezar de nuevo… La tenacidad de Adolfo Suárez puede dar alguna sorpresa a corto plazo y él espera éxitos importantes para más adelante. Sigue teniendo una gran popularidad entre el pueblo y también entre muchos sectores que antes no le supieron entender.[25]

Las dificultades operativas del CDS, su escaso vuelo, están íntimamente relacionadas con la escasez de fondos. Desde que en 1983 fueron intervenidos los bancos de Rumasa, carecen de suministros y, por tanto, de bases políticas estables, razón fundamental que explica que los suaristas no se presenten a las elecciones autonómicas de Cataluña (abril de 1984) y del País Vasco (febrero de 1984), lo que hará menudear los homenajes periféricos, en algunos casos rozando el surrealismo. Los mismos que le declararon «persona non grata» cuando era presidente, es decir, el Partido Nacionalista Vasco, ahora le nombran «político del año» tras saber que no competirá en su territorio.

En la revista del PNV, Euzkadi, y en la cena de homenaje que se le tributó, el presidente de los nacionalistas vascos, Xabier Arzalluz, le galanteó no sólo dirigiéndose a él como «Presidente», sino considerándole «uno de los pocos amigos que tenemos en Madrid», porque «nos diste el Estatuto y los conciertos económicos, y tú sabes bien lo que eso significa». El ágape tuvo lugar el 3 de febrero de 1984; unos días más tarde se celebraron las elecciones autonómicas en el País Vasco, que significarían una victoria aplastante del Partido Nacionalista Vasco.

Se había abstenido primero en el País Vasco y luego en Cataluña, pero no podía dejar pasar la oportunidad de Galicia. No presentarse en Galicia le resultaba imposible, porque Galicia, toda Galicia, había sido suya mientras ejerció la presidencia del Gobierno y del partido. Pensó que bastaría con un poco de dinero para echar la red y llenar la rula. Sucedió en noviembre de 1985. Allí donde en sus tiempos de presidente tenía la mayoría absoluta y bordeaba el monopolio político total, no consiguió ni un solo escaño. Lo que se traduce en que no logró penetrar en el tejido que fue de la UCD centrista, posiblemente porque no había percibido la inexistencia de tal tejido; lo que existía era una participación clientelar, parroquiana y corrupta, en la que se seguía a los caciques, fueran de donde quisieran serlo para bien de sus intereses, y a los que ellos seguirían fielmente. El caciquismo que se sumó en masa a la UCD de 1977 se pasaría pronto a Fraga como mal menor, o incluso al PSOE, para evitar riesgos de aventuras. Todo, menos al CDS de Adolfo. Un efecto del «miedo al Duque» que arrastrará como una imagen de marca desde su dimisión como presidente. Es valiente, osado y le debemos mucho a Suárez, aseguraban, pero no es de fiar para una empresa seria. Y eso lo decían ellos, los que se lo debían casi todo, y a los que había sacado del agujero transformándoles, como él mismo, en demócratas consecuentes y casi de toda la vida.

Frente a lo que hoy se pudiera creer, el momento de la recuperación de Adolfo Suárez y su Centro Democrático y Social va a ser el referéndum sobre la OTAN, que Felipe González se verá obligado a convocar en marzo de 1986 para salvar la cara ante su perplejo electorado. Conviene no olvidar que los socialistas habían ganado las elecciones de octubre de 1982 gracias, en gran parte, a su oposición al ingreso de España en la OTAN, la penúltima e infausta decisión de Leopoldo Calvo Sotelo —la última, antes de desaparecer, fue adelantar la convocatoria electoral—. Y ahora se enfrentaban a gran parte de su electorado proponiendo la permanencia en la OTAN, según el principio de que constituía un bien para ellos lo que el malvado Calvo Sotelo había perpetrado. O lo que es lo mismo, no estaban en condiciones de cumplir lo prometido, porque una cosa era estar en la oposición y otra gobernar, y ellos habían nacido para gobernar, y cuanto más mejor. Se lo llegó a decir con muy buenas palabras el propio Adolfo Suárez en una de sus escasas intervenciones en el Parlamento: «Creo, señor presidente, que la situación en que se encuentra su Gobierno en este tema es distinta y peor de la que yo debía afrontar. Es mucho más difícil salirse de la Alianza Atlántica que decidir si se entra o no en ella».[26]

Su llamamiento a la abstención le sería muy rentable dos meses y pico más tarde, en las generales de junio. Había multiplicado su influencia y estaba ante la oportunidad de dar un salto y salir de la marginalidad en la que se había metido. Capaz de alimentar la llama de la esperanza a partir de una cerilla, Suárez se lanza a tumba abierta a recuperar el voto que le ha abandonado.

Las elecciones generales del 22 de junio de 1986 se traducirán en una especie de oasis en el largo desierto de diez años que va a atravesar el Duque. En perspectiva podemos decir que todos los elementos estaban dados para que el CDS se mantuviera en la más absoluta marginalidad, continuando la estela de las elecciones de cuatro años antes. En primer lugar, estaba la euforia socialista por haber salido del berenjenal en el que ellos mismos se habían metido, y al tiempo, haber cumplido al menos una de sus promesas electorales: someter la integración en la OTAN a referéndum. La verdad es que en un principio el referéndum era una propuesta para salir —y por eso arrasaron en 1982— y ahora se trataba de un referéndum para quedarse, pero lo incontestable es que el maldito referéndum lo convocaron, se celebró y lo ganaron. No había pues en el horizonte nada que pudiera inquietarles.

Por si fueran pocas las dificultades que habría de capear Adolfo Suárez y su chiringuito partidario, en esta ocasión le había salido al lado un champiñón gigante, desbordante de fondos y con ambiciones perentorias de victoria inmediata. Se le bautizó con varios nombres, pero se la conoció como «Operación Roca» y también como «Operación Reformista». Los poderes fácticos conservadores eran conscientes de que, o bien aligeraban su peso, y se dignificaban distanciándose de Manuel Fraga Iribarne y su Alianza Popular, o bien había Gobierno socialista para muchos años, como así fue —¡catorce años!—. Para tratar de evitarlo se constituyó entonces un pool de talentos políticos y de intereses económicos que, cosa insólita en la historia de España, pusieron fondos casi ilimitados para la creación de un partido de centro. La inversión se cifró en un mínimo de salida de mil quinientos millones de pesetas repartidas entre la gran Banca —setecientos millones—, empresarios privados —cuatrocientos— y las cajas de ahorro y entidades diversas —otros cuatrocientos—. Y como hecho aún más insólito, colocaron a la cabeza del flamante instrumento a un hábil abogado catalán, Miguel Roca Junyent, con escaso peso social y político; una diferencia notable respecto a quien podría considerarse un precedente, Francesc Cambó.

Las razones de elegir un catalán para capitanear la operación reformista, que evitara si no la victoria del PSOE, sí al menos la repetición de la mayoría absoluta, resultaba tan obvia que no exigía muchas explicaciones. Jordi Pujol era a la sazón el único político en toda España que había logrado doblegar al PSOE, ¡y en tres ocasiones! La primera ganando en las urnas, contra todo pronóstico, en las primeras elecciones autonómicas de Cataluña celebradas en 1980. Y volver a repetir la victoria, esta vez por mayoría absoluta, en las siguientes de abril de 1984. Su tercer triunfo consistió en bloquear políticamente la ofensiva socialista que pretendía llevarle a los tribunales al mes siguiente de su arrolladora victoria, por malversación de fondos. Un asunto conocido como el «caso Banca Catalana», entidad financiera en la que había ejercido de presidente el propio Pujol, demostrando sus escasas dotes como administrador de dineros ajenos. En su condición de president de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol convirtió su procesamiento por el «caso Banca Catalana» en casi un plebiscito de apoyo a su persona, de tal modo que ejercerá la presidencia de la autonomía catalana tantas veces como se presente a las elecciones, exactamente durante ¡veintitrés años!

Si se trataba de enfrentarse al enemigo socialista, nadie contaba con la experiencia y el currículum del presidente catalán. Por su figura y su personalidad, y hasta por sus intereses políticos, siempre limitados a la política catalana, no podía ser él quien encabezara la construcción de un centro, que por cierto habían destruido los mismos que ahora se empeñaban en reconstruirlo. Por todo eso, la propuesta se trasladó entonces al siempre equívoco y sufridor delegado de Pujol en Madrid, portavoz del grupo catalán de Convergència i Unió en el Parlamento, Miguel Roca Junyent.

La «Operación Roca» u «Operación Reformista» exigiría un estudio, a todas luces fascinante, porque en ella están muchos de los elementos que provocaron la defenestración del presidente Suárez y también, por supuesto, el corolario del «miedo al Duque». La «Operación Roca» va a ofrecer una especie de muestrario de las diferentes variantes de derechas periféricas; las que operan fuera de Madrid y de su área de influencia. Su estruendoso fracaso contrastó con el derroche de medios y los fondos ilimitados. Hay quien ha querido ver en esta pifia la imposibilidad de que desde Barcelona —o desde Cataluña— se pudiera lanzar una iniciativa política que implicara a la ciudadanía española, en general, y a los sectores de la derecha reformista, en particular. Y algo hay de eso, con seguridad, pero no con el alcance que se le da en las pocas ocasiones que se analiza ese curiosísimo episodio, tan singular como hoy olvidado.[27] Basta decir que la representación del reformismo, supuestamente roquista en Madrid, por citar un ejemplo capital en todos los sentidos políticos, estaba personificado en Antonio Garrigues Walker, con lo que éste tenía de símbolo económico y social —la familia Garrigues gustaba de emular a los Kennedy, por aquello de la riqueza, la arrogancia, la ambición política y el acendrado catolicismo— y al tiempo de herencia de su malogrado hermano, Joaquín, crítico con Adolfo Suárez pero su ministro hasta el fallecimiento. No obstante, los cronistas se olvidan de señalar que ese mismo Antonio Garrigues, amén de abogado empresarial de postín y autor teatral en sus horas libres, se había presentado a la alcaldía de Madrid en las municipales del 83, aunque no consiguió siquiera los votos necesarios para salir concejal; objetivo que sí consiguió, como hemos ya escrito, Rosa Posada, con el CDS de Adolfo Suárez.

Pero lo más evidente y menos señalado de la invención del reformismo de Roca Junyent fue la imposibilidad de otra iniciativa similar a la que había proyectado Suárez en 1977, la de construir un partido. Repetir aquella experiencia no tenía sentido, por más que tuviera mucho espacio social y mucha necesidad. Y no lo tenía porque parecían obviar un acicate fundamental, que era —que había sido— hacerlo desde la presidencia del Gobierno.

Por supuesto, hubo intentos de integrar a Adolfo en la iniciativa reformista de Miguel Roca. Al principio como uno más y para hacer bulto, y muy pronto, conforme empezaron a detectar las orejas del lobo, en posiciones preferenciales. El máximo dirigente del reformismo, Miguel Roca, sitúa en marzo o abril, vísperas del cierre de las candidaturas, un almuerzo en la sede del Banco Popular, convocado por su presidente, Rafael Termes, donde se dieron cita en torno a tan cualificado anfitrión —Termes presidía también la Banca española en su conjunto— Adolfo Suárez y el propio Roca. Le ofrecieron ser el cabeza de lista por Madrid, y a su socio Rodríguez Sahagún, lo mismo por Ávila; al fin y a la postre no les ofrecían nada que no hubieran conseguido ya. Evidentemente, en Cataluña no tenía mucho sentido que el CDS presentara candidaturas, dado el peso de Convergència i Unió. A esto reaccionaría muy mal, como era lógico, el grupo catalán del CDS, encabezado por Eduardo Punset, uno de los últimos ministros que había nombrado Suárez.[28]

Tanto al político Roca como al banquero Termes, la oferta les debía de parecer buena, por un detalle que a menudo se olvida. Y es que entonces cabalgaban sobre el tigre. Unos meses antes de esas elecciones generales, que debían celebrarse en junio de 1986, exactamente en noviembre del año anterior, las autonómicas en Galicia, donde tantas esperanzas había puesto Adolfo, su CDS no sacó ni un solo diputado y la Coalición Gallega —el socio galaico de la «Operación Reformista» de Roca— había conseguido once, y era imprescindible para gobernar, porque la Alianza Popular fraguista se había quedado a dos escaños de la mayoría absoluta. Por todo esto y por el impulso que da el ansia de victoria, y los vítores de los medios de comunicación, que tan bien habían engrasado, no intuyeron que la iniciativa con Adolfo estaba condenada al fracaso. Desde que rompió con «su UCD» había proclamado como divisa algo parecido a «jamás un jefe que no sea yo», y por tanto no hubiera podido soportar la escena, por lo demás ridícula, de ponerse a las órdenes de un diputado catalán de Convergència de Catalunya, que a su vez no era más que un subalterno del incombustible president de la Generalitat, Jordi Pujol Soley.

La «Operación Roca», o lo que es lo mismo, el centrismo de laboratorio, venía a mostrar, más que a demostrar, las dificultades de la derecha española, central y periférica, para dotarse de un instrumento capaz de competir con el Partido Socialista y ganarle en unas elecciones. Habían hundido la opción de Adolfo Suárez, porque no les parecía suficientemente segura —por frágil, por inconsecuente—, y eran incapaces de encontrar no sólo algo mejor sino tan siquiera alguien que le sustituyera. El «miedo al Duque», podríamos decir no sin sarcasmo, les había echado en manos de la mayoría absoluta socialista. Pero de esto se darían cuenta mucho más tarde, cuando el Gobierno socialista se les hizo insoportable y fueron a derribarle a trompazos; cuando los propios errores del felipismo socialista y su agotamiento político presentaban un cuadro que exigía el cambio.

Pero estamos en 1986 y en vísperas de las elecciones generales a celebrar el 22 de junio, y ese «miedo al Duque», que osa ir por libre, planteará otra de las características consustanciales de esta derecha bisoja. Si Adolfo no va en las bien provistas mesnadas de la «Operación Reformista», antes debe ser liquidado políticamente. Por segunda vez, el ex presidente sufrirá una campaña desde varios frentes para romperle la imagen —ya que no pueden la cara— y demostrar su más que dudosa catadura moral. La compañía de su inseparable Lito Delgado, el cuñado, y unos líos de divisas de un tal Palazón pondrán una vez más a Suárez a los pies de los caballos. De nuevo buscará el cuerpo a cuerpo, el terreno en el que mejor se defiende. Su intervención en Televisión Española —la única existente— en un programa de máxima audiencia que dirigía Mercedes Milá será una de las grandes bazas de su campaña.

Y va a resultar que en este enrevesado contexto, el CDS, cuando más difícil lo tenía, deviene un partido político real. Enfrentado a la maquinaria socialista, compitiendo territorios con los reformistas de la «Operación Roca» y esquivando la animadversión de Fraga y sus aliancistas, las elecciones del 22 de junio de 1986 convierten al partido de Suárez en la tercera fuerza política del país; por encima de Izquierda Unida (PCE), y con un diputado más que la todopoderosa Convergència i Unió de Cataluña. Frente al cero absoluto de los reformistas de Roca —fuera de Cataluña, se entiende—, Adolfo Suárez exhibía sus 19 diputados, 19.[29] Fue el gran triunfador, porque pasaba de la nada al espejismo de que todo era posible. El PSOE en el poder acababa de perder 18 diputados y un millón doscientos mil votantes. El Partido Comunista, que se presentaba como Izquierda Unida, cayó a su nivel más bajo en democracia, 7 escaños. Manuel Fraga y su Coalición Democrática no recogieron ni un solo voto centrista y perdieron dos parlamentarios; fue el preludio de la retirada de la tribu democristiana del PDP que acaudillaba Óscar Alzaga, a la búsqueda de nuevos pastos. El efecto aterrador de la enésima derrota obligaría a Fraga a dimitir unos meses más tarde.

Sólo el CDS daba el gran salto adelante, al pasar de 2 a 19 escaños. Acababan de conquistar casi dos millones de votos, lo que les acercaba al 10 por ciento del electorado, y no dejaba de ser una ironía de la historia que Adolfo Suárez apareciera en aquel mes de junio de 1986 como aspirante a todo. Como si no hubiera pasado nada, ahora que se cumplían diez años de su ascenso digital al poder. Estaba en el décimo aniversario de su selección como «nuestro hombre» por el Rey y por Torcuato Fernández Miranda, vísperas de la aventura de la transición a la democracia.

Habían pasado diez años, y si ayer se había tratado de dejar atrás la Dictadura y convertir a todos en demócratas, empezando por él mismo, y luego hacer un partido y por fin ganar las elecciones, ahora estaba como el de Vivar, como un Cid con sus 19 diputados «de los suyos», dispuesto a dar batalla; pero no para rey alguno, sino para sí mismo. El CDS que había conseguido asomar la cabeza en aquellas elecciones de 1986, frente a tirios y troyanos, era un partido guiado por un solo objetivo: Recuperar la figura de Adolfo Suárez hasta hacerle volver a La Moncloa.

El partido era él, y él era bastante más que el partido. Su victoria, por más pírrica que se demostrara, se la había trabajado a fondo. Como había sucedido con su hábil silencio ante el referéndum de la OTAN, se ofrecía como un personaje atractivo ante sectores impensables antes para el Suárez ucedeo. Incluso ara y siembra entre un personal que suena a extravagante tratándose del Adolfo de todos conocido. El escritor canario J. J. Armas Marcelo, tan bien quisto con los socialistas de 1982, el año de su victoria, deviene suarista y le acerca personalmente a los mandarines, la inteligentsia un tanto desarbolada por la política de Felipe González y su Gobierno absoluto. Son los desencantados del segundo desencanto. Si el primero había llegado hasta los arrabales de la Constitución, este segundo saltó ante el dilema de la OTAN.

Se convertirá en legendario el mano a mano de Adolfo Suárez y el novelista Juan Benet, con testigos de excepción como el poeta José Hierro, el crítico literario Rafael Conte —viejo conocido de Adolfo en sus juveniles etapas falangistas—, el novelista Daniel Sueiro, la poeta Blanca Andreu, Marisa Torrente —hija de Gonzalo Torrente Ballester— y los escritores latinoamericanos Jorge Edwards y Salvador Garmendia. Ocurrió en lugar tan milagrero como Las Rozas, no lejos de donde un puñado de creyentes reciben visitas de Vírgenes y Sagrados Corazones, y fue en el verano del 84, durante una cena en la casa de Armas Marcelo, al que debemos la brillante narración del insólito encuentro.[30]

Por entonces Adolfo se hacía acompañar de Fernando Castedo, prestigioso dirigente del CDS, que había ejercido, y con notable independencia, la Dirección General de RTVE durante la última etapa de Suárez en la presidencia del Gobierno. Juan Benet por entonces no era poca cosa; no sólo gozaba de notable influencia entre lo mejor y de mayor vuelo de la literatura joven española, sino que además tenía el prestigio político de quien sólo había admirado el coraje ciudadano de Dionisio Ridruejo. Cuenta Armas Marcelo que al final de la cena, ya en la madrugada, «Juan Benet le dijo nada irónicamente a Suárez: Adolfo, me da la impresión de que no sólo has solventado problemas de la democracia española, sino que estás llamado a provocarle otros problemas futuros a esa misma democracia». El tiempo diría que malahadamente se iba a cumplir la profecía y que, quizá por primera vez en su vida, Benet ejerció de preciso zahorí de los acontecimientos, sólo que el sentido fue exactamente inverso al aventurado. (Valga quedarnos aquí, porque la exégesis de la charada obligaría a contar lo que más adelante se relata sobre las relaciones de Suárez y Mario Conde.)[31]

El Madrid cultural y sus aledaños se harán mientes ante el prodigio si no de un Suárez intelectual e ilustrado, al menos de un Adolfo agudo y brillante comunicador; ya que no alcanzaba a Chateaubriand, al menos emulaba y con éxito a Madame Recamier. En su haber contaba que, ese mismo verano egregio, había sido expulsado de Uruguay tras haber asumido la defensa del político radical nacionalista Wilson Ferreira Aldunate, exiliado en Argentina desde 1976, al que los militares habían detenido para impedirle presentarse a las elecciones que restablecerían la democracia. Fue su primera experiencia real, fuera del protocolo, en la política del mundo exterior. Lo pusieron en un avión y lo mandaron a Buenos Aires donde lo recibió un entusiasmado Raúl Alfonsín, presidente de Argentina y cabeza del Partido Radical, en un momento en que Adolfo baraja la posibilidad de vincularse a una supuesta Internacional de Radicales dispersos por el mundo, para salir del aislamiento; como años más tarde haría con la Internacional Liberal. Eso explica que de momento se haga miembro del Interaction Council, uno de esos clubes de gobernantes en excedencia, que organizan por doquier charlas y conferencias bien pagadas. Tenía como colegas al alemán Helmut Schmidt, al canadiense Pierre Trudeau y al francés Chaban-Delmas. Lo presidía Kurt Waldheim, que acababa de dejar la ONU. A Adolfo no le sirvió de mucho porque no se manejaba en ningún otro idioma que no fuera el castellano rotundo de la vieja Castilla.

Muerta la «Operación Reformista» de Roca sin haber dado a luz ni un ratón, Suárez tiene ante sí la gran oportunidad. Si antes se le habían acercado socialistas como Carlos Revilla, ahora descubren el CDS auténticas figuras del antifranquismo y la veteranía política. Raúl Morodo y Ramón Tamames se hacen suaristas. Incluso un cabecilla de los críticos ucedeos contra el presidente, Ignacio Camuñas, ingresa en el CDS.

El segundo ciclo socialista que se inicia en 1986, aún con mayoría absoluta, le deja a él prácticamente un campo ilimitado. A su derecha, los populares de Fraga están viviendo el período de Hernández Mancha, un singular sevillano, lleno de desparpajo y buena voluntad, pero carente del más mínimo sentido político y que, por lo mismo, va a inaugurarse pronto nada menos que retando al presidente del Gobierno, señor González, en una de las sesiones parlamentarias más ridículas que se conocen en el hemiciclo. La obsesión por romper el llamado «techo electoral de Fraga» ha llevado a Alianza Popular, primero, a convertirse en el Partido Popular y, luego, a buscar en la cantera algún líder joven, listo y ambicioso, para competir con un socialismo que amenaza con llegar a ser eterno.

Resulta obvio decir que el Adolfo Suárez que sube a la tribuna del Parlamento, en la segunda investidura de Felipe González, ya no es el mismo expósito de 1982. Se le nota que está dispuesto a competir con el todopoderoso adversario socialista. «Hace cuatro años votamos a favor de su investidura, señor González, pero nuestra confianza se ha visto defraudada… España necesita una política distinta y unos modos de gobernar también distintos».

No es extraño, por tanto, que se abra el año de 1987 con una declaración de Adolfo que hoy parecerá cómica pero que entonces no era más que una constatación de las oportunidades que se ofrecían a su ambición: «Es inevitable —dice en el otrora enemigo ABC—, que en 1990 me convierta de nuevo en Presidente del Gobierno».[32] Y si ése es el pronóstico, luego están los hechos. Sube, quizá no como la espuma, pero a buena velocidad, ante el pasmo de adversarios y antiguos socios. Parece que ha desterrado el maleficio que él mismo definía de manera muy plástica: «Me aplauden, me aplauden, pero no me votan».

En las elecciones de junio de aquel año ilusionante del 87, que al tiempo son municipales y europeas, las primeras de este tipo que se celebran en España tras el ingreso en la Unión Europea, el CDS sigue en ascenso. Consiguen 681 alcaldes en toda España; la mayoría en Castilla y León (407), Aragón (136), Andalucía (88) y Castilla-La Mancha (58). Los concejales del CDS son imprescindibles para gobernar en multitud de alcaldías de España. Respecto a las instituciones autonómicas, detentan la presidencia de cuatro parlamentos locales: el de Madrid, Castilla y León, Aragón y La Rioja.[33] Es el partido bisagra por excelencia, el que puede conceder el poder a uno u otro, y se ha consolidado como tercera fuerza política en España, muy por encima de Izquierda Unida, que apenas llega a los 124 alcaldes. Pero lo que más llamará la atención son los casi dos millones de votos en las europeas del 89, sobrepasando el 10 por ciento del electorado, y poniendo en Estrasburgo a siete parlamentarios, que a su vez son siete figuras: Eduardo Punset, Raúl Morodo, Rafael Calvo Ortega, Federico Mayor Zaragoza, Carmen Díez de Rivera, José Coderch y, el menos conocido, Cervera Cardona.

Ese horizonte de la presidencia del Gobierno para 1990 no es ninguna balandronada, o al menos no le parece tal. Cabía esperar un par de años, y ya cumpliría sus cincuenta y siete, en plena forma, sin ninguna enfermedad en su entorno.[34] Adolfo va a jugar fuerte. Nada de medianías ni pequeñeces. Quiere tener una mansión en Mallorca. ¿Acaso no van allá el Rey, la familia real y su séquito? Pues también irá él y tendrá su palacio. Se han terminado las estrecheces porque vuelve a tener pretendientes banqueros y uno muy especial, Mario Conde, que se ha hecho con Banesto y que, tras apostar por la «Operación Roca», ha descubierto en Adolfo Suárez su media naranja auténtica, su complemento. Su viejo amigo Antonio Navalón, el conseguidor de fuentes subterráneas de financiación, se bate el cobre del dinero para que a Adolfo y su CDS no les falte de nada. Volveremos sobre esto con mayor detalle, pero ahora hay que ascender a la gran política.

Se le reprocha que no tiene ideas, sólo ambición, y él y sus nuevos asesores —Raúl Morodo y Mayor Zaragoza— lo van a solucionar de un plumazo. Necesitan ingresar en una Internacional. Es verdad que les coquetean los democristianos, que no acaban de encontrar en España socios con peso específico y prestigio. Pero Raúl Morodo, el que había sido delfín de Tierno Galván y que no había querido integrarse en el PSOE, le orienta hacia los Liberales con mayúscula. Gracias a la colaboración del italiano Malagodi y del suizo Urs Schoetli, el CDS entrará por la puerta grande de la Internacional Liberal.

Los hagiógrafos de Adolfo Suárez no han analizado la importancia de la adscripción del CDS y de su líder en la Internacional Liberal. Sucedió en 1988, y coincidió con el final de uno de esos períodos de silencio, y alergia a los medios de comunicación, que caracterizan la personalidad política de un ciclotímico como Suárez. Es verdad que ese silencio, que abarca desde el verano de 1986 hasta finales de 1987, es como una reacción típicamente suarista al crecimiento sostenido de su grupo. No se trata en este caso de una depresión o una bajada de gálibo, sino de la conciencia de que ha llegado la hora de dar un salto gigante, a partir del cual o triunfa o se la pega; actitud muy en el estilo político de Adolfo, cuya audacia ronda la temeridad y está siempre sostenida por su arrojo. Pero cuando toca tono bajo, es muy bajo. Ahora vive en la euforia.

Suárez está animando una doble jugada, que pretende sea de largo alcance, en la que coincide el hallazgo del ahora banquero Mario Conde —un encuentro entre dos hombres estupendos, convencidos de estar tocados por los dioses e incomprendidos por los mortales— y la adscripción a la Internacional Liberal. Y esto a la altura de septiembre de 1988 venía a ratificar el giro derechista, en forma de OPA amistosa que lanzaba el discreto pero ascendente CDS sobre una adormilada y desnortada Alianza Popular. La Internacional Liberal no se podía decir que trajera fondos, pero permitía un marco de garantías más amplio, donde estaban los masones, los financieros y algunos vieux routiers de la política europea, con más conchas que un galápago y que daban a Adolfo Suárez —que jamás había tenido conocimiento ni siquiera de su existencia— una pátina de asiduo pasajero en lo que metafóricamente podríamos denominar los Grandes Expresos Europeos.

En el Congreso que la Internacional Liberal celebró en Pisa del 15 al 17 de septiembre de 1988 se aprobó el ingreso del CDS como representante de España, donde, por cierto, ya existía un comedero denominado Partido Liberal, que dirigía el opaco José Antonio Segurado, el mismo que había ejercido de sicario político de Ferrer Salat, y que ahora abrevaba en los bardales de Fraga Iribarne. La integración de Suárez, e incluso la bienvenida que le prodigaron, al proclamar que a partir de entonces se denominarían Internacional Liberal y Progresista, le hizo inconmensurablemente feliz.

José Ramón Caso, secretario general del CDS, aseguraba que la integración de Suárez en la Internacional Liberal, y ahora Progresista, estaba orientada a echar una mirada a Sudamérica. Por decir, cada uno podía decir lo que quisiera, pero la mirada de Adolfo estaba en España. Un año más tarde, en París, Suárez abriría la sesión del 12 de octubre (de 1989) dando las gracias «por la confianza que habéis depositado en mí al elegirme para presidir la Internacional Liberal y Progresista». Después de recordar a Salvador de Madariaga, que había sido presidente fundador de aquella Internacional, Adolfo leyó un discurso que, por su vuelo teórico y sus escarceos por los cerros de Úbeda de la política internacional, tenía la factura de Raúl Morodo, con algunos toques de Mayor Zaragoza, quizá el mayor experto en inanidades grandilocuentes. Baste decir que terminó de esta guisa: «En un momento en el que el comunismo pierde credibilidad, en que el socialismo abandona y mistifica sus planteamientos, y en que los conservadores quedan relegados a la insolidaridad, el liberalismo de progreso es una clara opción de futuro que puede emerger con fuerza. Nuestros antecesores —los padres fundadores norteamericanos, los republicanos franceses, los constituyentes españoles de Cádiz, los grandes liberales ingleses del siglo XIX, los alemanes de 1848, los independientes americanos y de otros continentes— han señalado con frecuencia que el camino hacia la utopía es el camino de la libertad; no de la utopía estática, sino de la utopía que se puede alcanzar, la que tenemos que conseguir: una sociedad liberal y democrática, progresista, justa, solidaria». ¿Quién podía dudar, y él menos que ninguno, que el próximo año volvería a fumar en La Moncloa? Estamos ante un Suárez estadista, para perplejidad de quienes le habían puesto en la calle.

El CDS se declarará desde entonces «liberal y progresista», o lo que es lo mismo en esa jerga que tanto le recordaba a las viejas épocas: liberal en lo político y progresista en lo social. ¿Quién había que diera más tras cobrar tan poco? La eurodiputada del partido, Carmen Díez de Rivera, que había acompañado a Suárez en varias travesías y que conocía el paño, le exigió explicaciones al propio Adolfo, pero él estaba ya en otro estadio y la pérdida de Carmen ni le preocupaba ni le inquietaba; era el pasado y él miraba sólo al gran salto, al futuro. Ni siquiera se le puso al teléfono; nunca. Ella les dejó y se pasó al PSOE cuando se cansó de llamar.[35] Fue la única baja significativa de este giro táctico hacia la derecha, que tenía a la militancia un tanto inquieta ante aquel alud de modernidad multinacional.

Ya nadie podía reprocharles que no tenían ideología. De un plumazo (de Morodo) y tras algunas gestiones, el CDS no sólo había ingresado en la Internacional Liberal y ahora por demás Progresista, sino que disfrutaba de una especie de corpus teórico del que lo mínimo que se desprendía es que el espíritu de Salvador de Madariaga se recuperaba en la personalidad de Adolfo Suárez. Como entonces solía decir él a los íntimos, se lo «ponían a huevo». Parecía que le estaban esperando, y no sólo en Pisa o en París o en la Internacional Liberal, sino en España. A finales de aquel 1987, que él había inaugurado con una profecía que muchos juzgaron alucinante y otros inquietante, según la cual juzgaba inevitable llegar a La Moncloa apenas pasaran tres años, resultó que las encuestas le daban tan sólo décimas de diferencia con una Alianza Popular que contaba propiamente con más de cien escaños en el Parlamento.[36]

La dimisión de Fraga y la celebración de un congreso extraordinario habían llevado a la secretaría general de los conservadores a un abogado del Estado, andaluz, joven de años y de experiencia, Antonio Hernández Mancha, que se puso al partido por montera y se echó al ruedo a retar a los socialistas. Le bastó con dos meses en el cargo para ponerle al presidente González una moción de censura en el Parlamento. Algo que rozaba el surrealismo político si tenemos en cuenta que el PSOE gozaba de mayoría absoluta, y que la condición reglamentaria para tal moción obligaba a que, al tiempo que se censuraba a la presidencia, se ofreciera una alternativa de gobierno. Alianza Popular, propiamente dicha, no llegaba ni siquiera a los cien escaños.

Para mayor ludibrio, el bisoño Hernández Mancha presentó la moción dentro de una intervención farragosa y torpe, y culminó su faena en el ridículo más absoluto. Dirigiéndose a Adolfo Suárez, líder de la tercera fuerza que era el CDS y que ambicionaba comérselo, le espetó unos versos manipulados y afeitados para la ocasión:

¿Qué tengo yo que mi enemistad procuras?

¿Qué interés te sigue, Adolfo mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuro?

Al margen del mal gusto de la parodia, al orador no se le ocurrió otra cosa que cerrar el círculo de lo patético y atribuir la estrofa a la coterránea del Duque, santa Teresa de Jesús, lo que provocó espasmos de feliz ovación por parte de las huestes conservadoras, tan necesitadas de entusiasmo. Fue uno de esos momentos para olvidar, tan frecuentes en la historia de las Cortes españolas.

Como escribió el más agudo cronista parlamentario de la transición, Víctor Márquez Reviriego, «lo último que nos quedaba por ver en el Parlamento español era a Don Adolfo dando lecciones de Historia de la Literatura».[37] Y así fue. Adolfo Suárez, que se mantendría mudo durante aquella escena inaudita, donde un frívolo se metía por voluntad propia en la boca de los lobos, levantó la voz y pidió permiso «para puntualizar una cuestión literaria». Y a continuación remató a Hernández Mancha sin apelación posible: «Si todo su planteamiento de soluciones y de coherencia se cifra en la cita final que ha hecho, diciendo que parafraseaba a mi paisana santa Teresa de Jesús, me parece que se ha equivocado, porque se refería a Lope de Vega». Sólo faltó que el Duque, con la voz caliente de sus horas más arrolladoras, hubiese recitado el hermoso soneto de Lope: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío…?».

Además de manipulador de uno de los más hermosos sonetos místicos de la poesía castellana, mostrenco. Bastó con ese estrambote del soneto para que la moción de censura presentada por un necio desubicado le colocara al borde del cadalso político, y apenas estrenado. ¿Acaso era posible ponérselo mejor a Adolfo Suárez? En la primavera de 1987, el Duque entendió que era el momento de retirarle a Alianza Popular una parte de su base electoral sin acarrear con ninguno de sus barones. ¡Votos sí, tránsfugas ni uno! Resulta obvio que la debilidad de Alianza Popular como oposición le fortalecía a él como opositor independiente. Y se preparó para el giro a la derecha. Hay que ir deprisa. Si quieren ideas, nos hacemos de la Internacional Liberal. Si necesitamos dinero fresco y abundante, sumamos a la opción al banquero Mario Conde. Si desean que demostremos nuestra capacidad como partido de Gobierno, gobernaremos. ¿Dónde podemos gobernar? En Madrid. ¡Nada menos que en Madrid! Es verdad que debemos romper ciertos pactos funcionales con el poder socialista y aliarnos circunstancialmente con ese niño enrabietado que son los populares de Fraga y Hernández Mancha; un chaval, nada que temer.

Y Adolfo promueve un pacto con Alianza Popular cuyo objetivo es colocar a Agustín Rodríguez Sahagún, su Agustín, en la alcaldía de Madrid. Unos acuerdos sin luz ni taquígrafos que obligarán al CDS a pactar en dos autonomías y en cuatro ayuntamientos, para así conseguir la alcaldía de Madrid y la presidencia del gobierno autónomo de Canarias. Un pacto que conllevará de entrada la perplejidad y después el rechazo de la mayoría de su partido. Primero ha sido la jugada sorpresa de ingresar en la Internacional Liberal; lo último que se hubiera pensado una militancia muy localista, que confiaba en la sencillez y el buen sentido de un hombre que creían como ellos, Adolfo Suárez. Luego, esa partida entre tahúres derrotados, Fraga y él —la negociación la llevó personalmente José Ramón Caso—, por la que se ponían de acuerdo en devorar las pitanzas que el PSOE no podía digerir absolutamente. Y por último y no menos importante, porque las tres operaciones se encabalgaron, la aparición estelar de Mario Conde en su trayectoria política de recuperación de La Moncloa.

Hoy podrá parecer un tanto ridículo, pero formaba parte de una operación si no de altos vuelos, sí al menos de largo alcance. Por esa inclinación de la época por bautizarlo todo, se la denominó «Operación Quijote», y el párroco laico de esta primera comunión es un personaje que, pretendiendo conceder a Adolfo el cuerno de la fortuna, acabará acercándole a la ruina. El personaje se llama Mario Conde y la «Operación Quijote» consiste principalmente en lanzar sobre Alianza Popular-Partido Popular una «opa», esas prestidigitaciones de la alta finanza que tanto gustaban al flamante banquero Mario Conde.

El partido conservador de Manuel Fraga sufría del mayor padecimiento que pueda acaecer a un partido derechista, la falta de liderazgo. Un patriarca pugnaz e implacable, don Manuel, se encontraba en 1988 ante la compleja tesitura de tener que elegir entre sus vástagos, innumerables, que disputaban por hacerse con las siglas: Hernández Mancha, Isabel Tocino, Jaime Mayor Oreja, Jorge Verstrynge, Rodrigo Rato, José María Aznar… Se lo cederá a Hernández Mancha por muy frágiles razones, o así lo parecían: que era del sur y tenía su gracia, y que daba la figura del nuevo conservador que España necesitaba. Fraga, que de política entiende aunque sólo sea porque lleva toda la vida metido en ella, pensó entonces que Hernández Mancha no parecía de Alianza Popular, y quizá así lograrían romper el maleficio. Una desatinada decisión que mantendrá a los conservadores en la oposición durante otros ocho años. Curiosa paradoja tratándose de un hombre que imitaba hasta la parodia a Winston Churchill, de quien se aseguraba que tenía diez ideas al día de las que nueve eran imposibles y una realizable. A él se le ocurrían cien, pero le faltaba siempre esa una que pudiera consumarse. El fuste real de Hernández Mancha lo conocía bien Mario Conde, no por nada le había ayudado en la preparación de las oposiciones a abogado del Estado.

El encuentro, que podríamos decir galáctico, entre el banquero más irresistible de los años ochenta y el político más frustrado de esa misma década se produjo gracias a un turbio y ubicuo personaje poco conocido del común, pero auténtico brujo de las relaciones públicas y los negocios al más alto nivel, Antonio Navalón. El periodista García Abad, excelente conocedor del paño, aporta en su hagiografía de Adolfo Suárez un puñado de referencias sobre los prolegómenos de la relación letal de Adolfo Suárez y el tal Navalón,[38] un avispado bribón que recorre con éxito y suculentos beneficios el mundo de los grandes empresarios. Desde José María Ruiz Mateos y su Rumasa anterior a la intervención por parte del Gobierno de Felipe González, pasando por los bufetes más postineros de la capital de España —Matías Cortés, Horacio Oliva—, los grandes monopolios —Iberdrola e Íñigo de Oriol— y, por supuesto, los políticos bien instalados —empezando por su descubridor, Pío Cabanillas, hasta los ministros socialistas más proclives a la turbiedad y los conflictos de influencias, como Carlos Solchaga y Claudio Aranzadi—. Por supuesto, sin excluir a Jesús de Polanco, a la sazón el más poderoso empresario de la comunicación de España durante la transición, y prodigioso corruptor de mayores ya en el período de dominio socialista. García Abad, que por esas cosas del gremio periodístico y los gabinetes de imagen es una fuente excepcional sobre Antonio Navalón y sus laberintos financieros, escribirá en 2005, no sin cierta desolación de hombre de natural nada indiscreto, pero obligado a revelar lo inexcusable: «Antonio Navalón “administró” la figura y la marca de Adolfo Suárez durante las dos últimas décadas. Resulta duro decirlo, pero el presidente de la Transición estaba en su cuadra».[39] Por la obviedad de lo dicho conviene remarcarlo. No es Navalón quien está en la cuadra de Adolfo Suárez, porque para tener caballos hace falta un importante patrimonio, sino al revés; las necesidades del jinete exigen apostar por casa segura y eficaz en la justa medida de sus ambiciones.

En el tejido de intereses entre Conde y Suárez, los hay políticos —los fundamentales— y económicos. El CDS suarista anda siempre escaso de fondos y Mario Conde es desde diciembre de 1987 el hombre que dirige Banesto (Banco Español de Crédito), con ilimitada capacidad endeudadora, como se verá a la larga. Cierto que Conde había apostado en el 86 por la «Operación Roca», pero entonces era sólo un empresario de éxito, no un banquero de ambición irresistible. Quizá por eso mismo, porque había aprendido de los errores de aquello, ahora creía haber encontrado en Suárez a su mirlo blanco. Con toda evidencia, Conde venía a sustituir a Ruiz Mateos, primer financiador del CDS desde su creación, gracias a las gestiones de Antonio Navalón, el conseguidor, y de Alejandro Rebollo, representante de Adolfo Suárez y abogado de Rumasa. Pero esa fuente se había secado en febrero de 1983, cuando fue intervenido el holding de Rumasa por el ministro de Economía socialista, Miguel Boyer. Por eso, cuando se encontraron Conde y Suárez, ya sabían que se necesitaban, pero lo que ocurrió fue algo más, que se descubrieron como almas gemelas.

El periodista Abad, imprescindible para el relato del encuentro, reconstruye con gran sagacidad un diálogo imaginario entre Suárez y Conde, de tal verosimilitud que merece ser incorporado a la biografía de los dos personajes. Podría haber tenido lugar tras el primer encuentro, hacia finales de 1988, apenas incorporado José María Aznar a la cabeza del Partido Popular y con las elecciones de 1989 llamando a la puerta. Pero sobre todo retrata a ambos en su genuina naturaleza de prendas de interior con ambiciones desbordadas.

CONDE.— Esto es un desastre. Esto (por el país) va al abismo.

SUÁREZ.— Ni que lo digas…

CONDE.— Felipe González está noqueado. Se le han acabado los conejos o se le ha roto la chistera.

SUÁREZ.— Ya no es lo que era.

CONDE.— ¿Y qué me dices de Aznar? No le traga nadie. Y no tiene talla.

SUÁREZ.— Humm… Bueno… Ya… Pero puede ganar las elecciones.

CONDE.— Adolfo, juntos tú y yo no hay quien nos pare, que te lo digo yo.

SUÁREZ.— Sí, claro…

CONDE.— Con tus méritos históricos, tu carisma y mi tirón con los jóvenes, la alianza del pasado glorioso y el futuro prometedor será irresistible… No hay quien nos pare.

SUÁREZ.— Se necesita mucho dinero.

CONDE.— Será por dinero…

SUÁREZ.— Mario, eres tú el hombre, yo ya no.

CONDE.— Tienes razón, pero da miedo. Es una enorme responsabilidad.

SUÁREZ.— Tienes prensa, dinero, juventud, carisma y Su Majestad te quiere y te respeta. Me consta.

CONDE.— A mí también. No sé, no sé, cuando se estrelle Fraga en las elecciones gallegas, o cuando machaquen a Aznar en las europeas…

SUÁREZ.— Es el momento. Se necesita savia nueva.

CONDE.— Adolfo, tenemos que vernos más. Cuento con tu ayuda… Por cierto, me alegro de que te encuentres mejor de dinero con lo que te hemos pasado. No, no tienes que agradecerme nada… ¿Te apetece ser consejero del banco? Bueno, ya hablaremos otro día.[40]

La singularidad de este diálogo imaginado consiste en que se inserta perfectamente en las secuencias de la intensa relación económica y política de estos protagonistas, unidos por un vínculo más fuerte que el destino, y hasta tal punto que no acabará hasta la quiebra, detención y cárcel de Mario Conde en 1994.[41]

Los cronistas de la fulgurante carrera de Mario Conde sitúan en abril de 1988 el encuentro trascendental entre él y Adolfo Suárez, y precisan que duró cinco horas para tratar lo que Conde bautizaría como «Operación Quijote». Cabe pensar que quien lucharía contra los molinos de viento habría de ser Adolfo y quien ejercería de Cervantes, el autor, debía serlo el propio Mario, pues de otra manera no se entiende. También cabría la posibilidad de que, dada la suprema concepción que de sí mismo tenía Conde, hiciera de Alonso Quijano, y Adolfo Suárez, pese a lo discreto de su cuerpo y lo asentado de su hacienda, adoptara el papel de Sancho. En el fondo no sé si estamos ante un gesto más de la ausencia de sentido del ridículo de políticos y tiburones, o sencillamente hacían de adolescentes truhanes en un mundo de atorrantes de la historia.

Lo único cierto es que cuando Mario Conde se ofrece a Adolfo Suárez para llegar más lejos que nunca y «deshacer todos los entuertos», el CDS y su jefe pasan por el mejor, casi el único, gran momento de sus casi diez años de historia. Al filo de 1988, el Centro Democrático y Social, la criatura suarista por excelencia, ha pasado por varias pruebas y con excelentes resultados. Las elecciones generales de junio de 1986 le habían otorgado 19 diputados y se había convertido en la tercera fuerza política de España. En las municipales del año siguiente no le había ido nada mal. Pero el colmo habían sido las primeras elecciones al Parlamento Europeo, en las que había obtenido siete escaños en Estrasburgo, ratificando su categoría de tercer partido español y en posición de neta escalada.

Aquí es donde aparece Mario Conde escaldado del aún incomprensible fracaso de la «Operación Roca» y de su Partido Reformista. Suárez y él son invencibles. El único enemigo a abatir es el PSOE, que sigue su racha triunfadora incluso haciendo doblete: no sólo ha vencido a los puntos en el referéndum de la OTAN —casi un milagro para Suárez y los demás oponentes— sino que, convocadas inmediatamente elecciones generales, vuelve a sacar mayoría absoluta. Ganaron en el referéndum el 12 de marzo y arrollaron en las urnas el 22 de junio. Eso en el 86, pero al año siguiente de nuevo concita a sus huestes y gana en las municipales y obtiene 28 eurodiputados frente a los escuálidos diecisiete de Alianza Popular.

Sólo hay dos líderes que de momento han sobrevivido, y con notable dignidad, a la marea socialista: Jordi Pujol en Cataluña y Adolfo Suárez en Madrid. Para la ingeniería política de Mario Conde se trata de unirlos como polo de referencia junto a otras minorías periféricas y dar la batalla de centro-derecha, contemplando las ruinas de la Alianza Popular en pleno desmoronamiento. Suárez está estupendo, se siente estupendo; y cuando eso acaece, su lado de certero jugador con suerte le hace decir a todo que sí. Como en el mus. «Yo eso lo veo». Y ese gesto, ¡esos gestos!, marcará la inflexión en la dificultosa subida del CDS y precipitará su vertiginoso descenso. Atento y seguidista de los pactos hacia donde sea menester, descabalga al PSOE de cuatro alcaldías gracias a un contubernio con los conservadores aliancistas. Por ejemplo, Madrid.

Nada menos que la alcaldía de Madrid. Desaloja al heredero de Enrique Tierno Galván, el modesto Juan Barranco, y coloca al ubicuo Agustín Rodríguez Sahagún, que sirve para todo, un hombre con fortuna que en ocasiones acaba resultando gafe. Gentes que trataron de cerca a Agustín, apuntan que la operación de descabalgamiento del PSOE en la alcaldía de la capital de España no era de su agrado, por más que a él le diera una gloria efímera y equívoca. Una moción de censura conjunta —porque de eso se trataba— de AP y el CDS, contra el PSOE mayoritario, iba a mostrar a la ciudadanía la evidencia de un giro tan capital como la ciudad donde lo practicaban.

La idea estratégica se atribuye a José Ramón Caso, secretario general del CDS, y bendecida y auspiciada por Adolfo Suárez. Según Caso, él pensó limitar la experiencia a Madrid, pero Fraga exigió más; entre otras cosas, el apoyo del CDS al gobierno de los «populares» en el parlamento de Castilla y León, para hacer más cómoda la presidencia a José María Aznar.[42] En la operación también estaba José Ramón Lasuén, presidente del CDS en Madrid, porque a la sazón los dos José Ramones dirigían el CDS más crítico de España, el de Madrid. Lasuén, para los olvidadizos, era el mismo José Ramón que había estado en la fundación de la UCD a comienzos de 1977, encabezando un partidillo tertuliar que se negó a disolverse en la UCD postelectoral y que seguiría su vida política dando tumbos, pequeños tumbos que le hicieron pasar de diputado por UCD a independiente en la misma legislatura. El eximio cronista de las Cortes democráticas, Márquez Reviriego, lo había definido en dos ocasiones, con ironía andaluza, como «el mejor economista de Alcañiz» y «el Keynes de Alcañiz», lo cual evita mayores precisiones.[43] Resulta curioso, tanto en este caso como en otros, que los últimos momentos de estos políticos ya tronados se caracterizarán por un acercamiento a los jóvenes que habían sido unos años antes, igual que sucede con los ancianos que se vuelven niños conforme envejecen irremisiblemente. El final del CDS tenía visos de la UCD primeriza, sólo que a la manera de Marx; al repetirse la historia, se hacía en cómico.

La moción de censura al humilde Juan Barranco —en un derroche de truculencia imaginativa, la «derechona» del macizo de la raza le apodó «Juanito Precipicio»— le retiró de la alcaldía en una sesión movida, dejando a los socialistas madrileños, que lo gobernaban todo, de una pieza, y a la militancia del CDS con la mosca detrás de la oreja. Sumados los veinte concejales del PP a los nueve del CDS, la moción de censura salió adelante, y el jueves, 29 de junio de 1989, Agustín Rodríguez Sahagún era cooptado a la alcaldía en una tumultuosa jornada donde un buen puñado de socialistas dieron un meneo a populares y suaristas. Para que no faltara el toque surrealista, a Agustín no sólo le votaron los suyos y sus aliados conservadores, más poderosos que ellos mismos, sino que además se sumó un concejal comunista, elegido en la lista de Izquierda Unida, el economista Ramón Tamames, que había tomado la decisión de ligarse al CDS.

Habían pasado de socios residuales del PSOE a palanganeros del PP, y eso era una operación de alto riesgo en un partido de trémula identidad. Agustín Rodríguez Sahagún llevará el bastón de alcalde durante dos años —veintiún meses, para ser exactos—. Se retirará en los primeros días de abril de 1991 «por razones personales»; ahí entraba su descontento político con la estrategia de Suárez, que le abocaría al borde de la ruina económica —hubo de vender su magnífica colección de arte español contemporáneo—, y también su salud, que se deslizaba hacia la fase más peligrosa del cáncer que le llevaría a la tumba.

Buen instrumentista de fortunas en ascenso, empezando por la suya, Mario Conde había tendido sus redes y su eficacia personal. Ese encanto de serpiente, que se lo devora todo y entero, que le será tan propicio mientras tenga dinero para digerirlo. Adolfo Suárez se dejará meter en ese comedero, en la creencia de que la necesidad obligaba y ante la victoria inminente no comprometería a mucho; tenía la experiencia de muy fuertes personalidades anteriores. En este caso, a diferencia de otros ya vividos, se trataba de almas gemelas y por eso puede considerarse como un «amor a primera vista» de dos personalidades excepcionalmente cariñosas. Luego vendría la pasión y la ambición, que les facilitaría recorrer un trecho juntos. Por supuesto que estamos hablando de amor, pasión y seducción en el más estricto sentido de la ambición política. Los dos se necesitaban.

O creían necesitarse. El precio de la pasión fueron trescientos millones de pesetas del año 1989 y a fondo perdido, sin avales ni recibos. Casi una nadería en términos bancarios, pero que traería cola. Pero entonces la vida seguía. Nadie pensaba que algún día se rompería la vajilla y la relación se volvería un sálvese quien pueda. La entrega del dinero se realizó en sitio tan chusco como una cafetería del centro de Madrid —Glorieta de Felipe II, un lugar nada imperial pese a lo que evoca—, en bolsas de El Corte Inglés y en dos partes, de ciento cincuenta millones cada una.[44] Para mejor retrato del conjunto —lugar y personal participante— hay que señalar un detalle. Mario Conde toma la precaución de rodar la escena, con toda probabilidad desde el propio despacho de Antonio Navalón, que tiene oficina en esa misma plaza. Como en los tratos de Cosa Nostra, las bolsas las entregó un empleado entonces de toda confianza de Conde, y los recogió otro aún más veterano en la confianza de Adolfo Suárez, experto en los bajos fondos suaristas desde sus más remotos comienzos: José Luis Graullera.

En general, estas cosas, cuando salen bien y tienen futuro, no exigen ni siquiera una nota a pie de página. Es sólo cuando algo se tuerce, y además se tuerce mucho, que los detalles se vuelven categorías y hasta pruebas de comportamiento. Ni las filmaciones, ni las filtraciones, ni las denuncias hubieran tenido el más mínimo sentido si la ambición de Mario Conde no hubiera ido más allá de lo racionalmente posible… Pero seguimos en 1989 y es momento de entusiasmo; las precauciones son sólo un ritual en el oficio de las gentes dispuestas a todo. Por si llegara el momento de usarlo si fuera menester. Por entonces, Conde ha incorporado a su equipo íntimo, cual Schiuti donjuanesco, a un individuo con experiencia en las ciénagas políticas y económicas, José Antonio Segurado, el mismo que ya tuvo una actuación estelar —de estrella y de estrellarse— en la ofensiva de Carlos Ferrer Salat y la CEOE contra el presidente Adolfo Suárez. Ahora está en el mismo barco como soldado de fortuna. Trabaja para quien le pague, siempre que sea muy bien. Tiene fama de duro y aspecto de responsable de sicarios; nunca sobrepasará esa fama ni ese escalón. Adolfo no llegará probablemente a saberlo, menos aún a verle; pero, de estar al tanto, le hubiera inquietado percibir cómo el pasado amenazaba con repetirse. Aunque quizá no. Estaba tan ansioso por lo que se le venía encima, que juzgaba todo aquello como inevitable. No era la primera vez que le pasaba, pero sí podía asegurar que ésta amenazaba con ser la última.

Metido en operaciones de alto riesgo, por mucho que las revistiera, desorientaba —cuando no indignaba— a su frágil electorado, bombardeado —¡y de qué modo!— por un PSOE en el poder, que no estaba dispuesto a consentirle ninguna otra oportunidad que no fuera la de retirarse. Ya se lo habían dicho en ocasión memorable: lo mejor para Suárez es que dejara de existir como dirigente político. Y cuando estaba en estas del gran salto y el giro estratégico, Felipe González le pone unas elecciones generales a menos de cinco meses del escándalo en la alcaldía de Madrid. La convocatoria de elecciones para el 29 de octubre de aquel año, gafe para él, de 1989, le pilla con el pie cambiado.

Nunca ha ido tan inseguro a unas elecciones desde que tiene el CDS, pero tampoco tan bien pertrechado, o eso se cree él. Ha incorporado como gran teórico a Manuel Justel, por segundo apellido Calabozo. Sí, exactamente el mismo que trató, dijo misa y confesó al presidente Suárez y a su familia en el palacio de la Moncloa. Pero entonces era capellán de palacio y ahora se ha secularizado, y como no podía ser menos, ejerce de profesor en la Complutense madrileña. También ha contratado al periodista Juan Roldán como jefe de Prensa y Comunicación, un hombre conservador y con fama de excelentes relaciones con la embajada de Estados Unidos, cuyo carácter adulador trata de suplir sus limitaciones intelectuales. Ya trabajó para la UCD y en las filas democristianas, e incluso se ha distinguido con la encomienda del fracaso histórico: estuvo en el pool de cerebros que gestó la «Operación Roca».

En la sala de máquinas, otro del pueblo, Fernando Alcón, de Ávila de toda la vida y adolfista militante. Se ocupa del aparato y de la relación con la militancia provincial, que aseguran alcanza los cuarenta mil afiliados. De la política-política se ocupa el jefe, Adolfo, que empieza a ser criticado a media voz, porque ha vuelto a las andadas y ejerce de Reina Madre; sus apariciones son cada vez más aisladas y demoradas, y por principio no recibe a nadie. Él piensa y conspira en las alturas. De las bajuras políticas se ocupan los cuatro ases: Caso, Rodríguez Sahagún, Fernández Teixidó y Rafael Martínez Campillo. No cabe quejarse, el partido se ha instalado en un señorial palacete de la madrileñísima calle de Marqués del Duero, vecino a la plaza de Cibeles.

El resultado de las elecciones es desazonador para el volumen de medios puestos en juego. Es verdad que asciende en número de senadores (antes tenía uno y ahora tres, dos de ellos por Ávila), pero el meollo de la política son los diputados, y aquí ha bajado en cinco (tenía diecinueve y ahora se queda en catorce).[45] Ha pasado a ser la quinta fuerza política, porque el PCE-Izquierda Unida de Julio Anguita ha logrado 16 escaños, y Convergència i Unió, en Cataluña, se mantiene en sus 18. Es consciente de que cada vez tiene más cuesta arriba cumplir la promesa, o el sueño, de alcanzar La Moncloa. No ya en 1990, sino alguna vez.

Fiel a su estilo, inicia un período de subasteo táctico. Ante la duda de futuro respecto a con quién pactar su exiguo e innecesario grupo parlamentario, él lo tiene muy claro. El PSOE ha perdido nueve diputados y la mayoría absoluta. El Partido Popular, que se estrena con sus siglas y abandona lo de Alianza, gana tan sólo dos. Suárez siempre tiene las ideas muy claras; si duda, y duda mucho, no es capaz de permanecer en la duda demasiado tiempo. Una cosa es dudar, que es humano, y otra ser dubitativo, que no es político. Se está jugando el futuro y eso no debe hacerse a una sola carta; cuantas más, mejor. Los interrogantes de la alternativa se reducen a una pregunta: ¿con el PSOE en decadencia o con el PP de Aznar en premioso ascenso? Tiene prisa y no ve claro que haya que esperar otros cuatro años. Por eso despejará la incógnita con un interrogante que es toda una línea de conducta: ¿y por qué no con los dos, y alternativamente?

Si el quiebro de Felipe González adelantando las elecciones a octubre del 89 le pilló con el pie cambiado y sin tiempo para recuperarse de la imagen que le situaba como socio en apaños del Partido Popular, ahora que se ha vuelto a la política normal, por más que un tanto descalabrados, Adolfo gira a babor. El CDS no apoya a Felipe González en su investidura, pero casi. En la tribuna de oradores del Parlamento se produce entre Felipe y Adolfo un ejercicio versallesco de requiebros y piropos. «No me queda más que darle las gracias por su disposición…», etc., etc.

El cronista oficial de Suárez, Abel Hernández, escribirá en 1996, dentro de un libro peculiar, porque va firmado por Suárez pero entreverado de comentarios de Abel,[46] la segunda escena de aquel drama cómico del giro a babor.

No habían pasado dos meses cuando el entendimiento con los socialistas se vería confirmado en la sesión del Congreso sobre el «caso Guerra». La intervención del portavoz centrista, Alejandro Rebollo, basada en la presunción de inocencia, se interpretó como condescendiente. Aquel día centenares de militantes llamaron a la sede central del CDS para darse de baja. En muy pocos meses, el partido centrista había pasado de solidarizarse con los sindicatos en la huelga del 14-D y de una dura oposición al Gobierno en el Parlamento a establecer llamativos pactos con la derecha y a reconciliarse ostensiblemente con Felipe González.

A esta práctica de oportunismo a granel se la denominará en el CDS «espíritu de Torremolinos», porque fue allí donde se celebró el III Congreso del partido, en febrero de 1990. Demasiadas heridas por cicatrizar dentro y fuera del partido, demasiadas derrotas para tan poca cosa de instrumento. Se reúnen para tratar de curar esos golpes electorales que los han dejado magullados y exhaustos, y más aún perplejos. Podría parecer un chiste; el entusiasmo con el que se abordó el III Congreso del CDS se desinfló el mismo día que se acababa. En otras palabras, a nadie de los mil y pico asistentes le cabía pensar al inaugurarlo que fuera a ser el último. La clausura salió tan desvaída y frustrante que no hacía falta un vidente, ni consultar a los augures, para concluir que aquello no podía seguir adelante.

De los tres congresos que el CDS celebrará en su historia, el único que cuenta a efectos políticos es este último, porque será el reflejo conclusivo de un instrumento que lleva en sí los elementos de su ruina. El primer congreso lo habían hecho a todo correr para fundar el partido unas semanas antes de las elecciones de octubre de 1982, y el segundo lo convocaron en Barcelona para celebrar el gran salto delante de las elecciones generales de 1986. El tercero debía ser el congreso definitorio, para bien o para mal; fue para mal. Se reunió después de tres derrotas sucesivas en los últimos seis meses: las europeas de junio, que los había dejado con cinco europarlamentarios;[47] las generales de octubre, ya citadas, y las gallegas de diciembre, donde volvieron a no alcanzar representación parlamentaria.

Reunidos casi mil compromisarios en representación de los 54.000 militantes que afirma contar el partido, el interés de Adolfo Suárez se limita a uno: desea que el congreso le conceda «manos libres» para hacer lo que estime oportuno. Dicho así, porque así fue, se entiende que quienes entraron en los luminosos salones de Torremolinos (Málaga), donde se celebraría durante tres días de febrero este III Congreso, tuvieron la vaga sensación de que habían hecho un largo viaje hacia la nada.

Tras los pactos con la derecha conservadora del Partido Popular, que les había aupado a la alcaldía de Madrid y la presidencia de la Comunidad Canaria, ahora Adolfo Suárez quería tener manos libres para iniciar un giro copernicano hacia el PSOE. Un partido socialista que vivía sus momentos más angustiosos con el GAL y el «caso Juan Guerra».[48] En palabras del propio Suárez, proponiéndose a sus nuevos aliados: «No descartamos, en absoluto, la posibilidad de un acuerdo con el PSOE para garantizar la gobernabilidad del país». Aunque conviene precisar que todo esto se iba a hacer, según el plan de Adolfo, sin romper los pactos con el Partido Popular. Intenciones que, como es lógico, provocaron la perplejidad, cuando no la indignación, del nuevo jefe de filas del PP, José María Aznar, al que trató de calmar advirtiéndole lo «mucho que le preocuparía que se rompiera el acuerdo» con los populares.

En el terreno ideológico, el III Congreso no tenía nada que añadir. Todo lo que querían, y sus aspiraciones, estaba colmado tras el ingreso en la Internacional Liberal. A partir de ese momento se encerraron en la definición: somos la «opción liberal progresista». Y como base del trampantojo programático, el objetivo político se dirigía a «la defensa del Estado del bienestar, como Estado socialmente comprometido». Para qué pedir más. En el terreno de la práctica, Adolfo no dejó lugar para matices y distingos. «Si el CDS quiere llevar adelante sus políticas, es obvio que tendrá que llegar a acuerdos con el PSOE porque es el partido mayoritario». Y eso lo decía quien hacía menos de un año había pactado con los conservadores en Madrid para echar de la alcaldía al socialista mayoritario.

En lo único que no engañó a nadie es en la consideración de que al CDS le esperaban «tiempos difíciles». Quizá pensando en ello, amplió el equipo directivo dando entrada en el Comité Nacional a figuras como Fernández Teixidó, los eurodiputados Eduardo Punset y Guadalupe Ruiz-Jiménez, y el diputado por Murcia, José Ramón Lasuén, entre otros. La votación congresual para aprobar a la nueva dirección obtuvo un significativo rechazo del 23 por ciento, y la retirada, más que significativa, del diputado Fernando Castedo, ex director general de RTVE en la última etapa de Suárez como presidente del Gobierno, a quien se consideraba como un referente de la democracia interna en el partido. Pero Adolfo Suárez fue reelegido presidente del CDS por un 84 por ciento de los compromisarios.

Que la sesión de apertura había sido bastante menos que triunfal era una evidencia para todos los que estaban atentos a los giros de la estrategia suarista y a las derrotas que marcaban un cierto declinar del CDS. Pero fue el final, un tanto churrigueresco, lo que llamó la atención de los analistas. El discurso de clausura de Adolfo Suárez, que pretendió ser vibrante y con su oratoria más envolvente, no fue interrumpido ni una sola vez por aplausos o vítores, algo absolutamente insólito. Y lo que es más llamativo: apenas terminó, reinó el silencio. Como si la cualificada militancia allí reunida se hubiera quedado de un pasmo ante este nuevo Suárez y su giro estratégico. «Hoy comienza una nueva etapa que tardará en captarse por la sociedad y para cuya proyección hemos de hacer todos un gran esfuerzo… Nos lo exige nuestro compromiso y lo necesita la sociedad española, una sociedad que contempla el declive del socialismo, que intuye la inutilidad de soluciones meramente conservadoras y que pide casi a gritos que perfeccionemos y mejoremos nuestro proyecto, rectificando errores cometidos en el pasado inmediato y mis errores personales…» Hasta aquí podían todos sentirse en la misma onda que su presidente. Pero cuando a continuación expuso la alternativa, más de uno pensó que eso era casi imposible de explicar a sus bases electorales.

«No podemos dedicarnos a mirarnos el ombligo… Es verdad que la derecha no plantea soluciones innovadoras y que el socialismo está en declive. Pero no es una visión catastrófica de lo que pasa. Lo que significa es que hay una oportunidad para nosotros, y si queremos que el Parlamento funcione mejor, que haya pluralismo en RTVE, si queremos influir en los cambios en la Justicia o en el Servicio Militar, por ejemplo, es obvio que tenemos que hacerlo con el PSOE». En el fondo, Suárez, con su astucia característica, estaba jugando no a ser bisagra, como creían algunos, sino a cobrarse caro políticamente ese diputado que les faltaba a los socialistas para tener la mayoría absoluta. Definida la nueva política del Partido Comunista-Izquierda Unida, como la de Julio Anguita, es decir, aprovecharse de la ansiedad de poder del Partido Popular de José María Aznar, para hacer la pinza sobre el PSOE, al CDS le quedaba la oportunidad de ejercer el papel de aliado imprescindible del socialismo en el Gobierno.

No hacía falta ser un fino analista político. Bastaba con conocer el estilo «Adolfo Suárez» de comportamientos tácticos. Por un lado, para él está la crisis terminal en la que va entrando el PSOE, devorado en sus contradicciones y con un Felipe González acosado, defendiéndose como gato panza arriba ante un Partido Popular que no sólo deseaba desbancarle, sino además triturarle; incluso llegando a la inhabilitación de por vida. Por otro, Adolfo vive convencido de que su CDS puede recoger todo lo que la corrupción y el nepotismo irá despegando del PSOE. Y para situarnos bien en el contexto del momento, se debe tener en cuenta que el PP de Aznar, a la altura de 1990, aún no ha sobrepasado el famoso «techo de Fraga», y aún está lejos de disputarle la hegemonía a Felipe González, como hará en junio de 1993, perdiéndola a los puntos pero dejando al PSOE muy malherido.[49]

En ese territorio conservador, Adolfo Suárez no tiene apenas nada que recoger. Ahora toca arañar al PSOE mostrándose un prodigio de sensatez y equilibrio. Lo explicará él mismo en conversación privada con una periodista durante ese III Congreso: se trataba de que los suyos le concedieran «manos libres» para llegar a acuerdos a derecha y más aún a izquierda, porque el CDS no puede seguir toda la vida manteniendo «la virginidad» (sic).[50] Peculiar modo de entender la «virginidad» política cuando se había pactado con notoriedad y cierta alevosía con el PP en Madrid y Canarias, por citar lo más llamativo. Pero las palabras hay que tomarlas en la forma peculiar del discurso suarista: lo de Madrid y Canarias fueron flirteos; perder la virginidad es la gran copulación, o lo que es lo mismo, el gran pacto con el PSOE para alcanzar el segundo sueño de su vida: formar Gobierno de coalición con ellos, y si es posible, siendo él presidente. ¡Acaso no lo había predicho hacía ya algunos años! Antes que ser barridos del poder por los conservadores, los socialistas aceptarían lo que fuera. Nada le quedaba en la vida por colmar salvo esa ambición. Entre otras cosas, porque esa ambición sería su respuesta a las humillaciones y desprecios de los Grandes, ya fueran de la Finanza o del Reino.

Dos periodistas que siguieron atentamente el Congreso de Torremolinos terminaban su crónica con estas frases definitivas: «Se abren tiempos difíciles, pues, para el CDS tras este III Congreso, según reconoce su presidente. El tiempo dirá si es el principio de una nueva etapa o el fin de un proyecto político».[51] La experiencia histórica demuestra que casi siempre que se plantea un dilema político bajo la fórmula «o de ésta triunfamos, o de ésta nos vamos al carajo», el principio de Murphy inclina la solución hacia la derrota. Y así fue.

Se podría calificar como catarsis o como pérdida de la virginidad o como caída de Saulo encaballado, porque lo sorprendente es cómo a un congreso que se va a aumentar la moral y la autoestima, y reforzarse para lo que venga, en Torremolinos ocurrió exactamente lo contrario. El descontento en las bases y en los cuadros del CDS fue total. Tanto, que el propio Adolfo se deja bajar del Olimpo y publica un artículo en El País, que ahora parece su diario de referencia, donde insiste en el pacto con el Gobierno socialista: «Es probable que una buena parte de la opinión pública no comprenda aún lo que el CDS trata de conseguir. Tengo, sin embargo, la convicción y la esperanza de que nuestros electores alcanzarán a ver que cuanto pretendemos mediante el diálogo con el Gobierno es positivo».

Las elecciones municipales del 26 de mayo de 1991 demostrarán que los electores no sólo no alcanzaron a ver cuanto de positivo creía estar haciendo Adolfo Suárez, sino que además le condenaron irremisiblemente a retirarse. Fue una debacle, pero hasta llegar a ella lo fue perdiendo todo, empezando por el honor y la vergüenza, y aun antes de llegar a las urnas. Se lo fue dejando a jirones, ante el pasmo de una ciudadanía que empezó a sentir incluso animosidad ante aquel resto de la transición, casi un superviviente que hacía lo imposible para que le dejaran un espacio, bastaba con un resquicio, donde tomar un poco de ese sol del poder que era la única obsesión de su vida.

Hasta los más fieles se fueron haciendo críticos y se marcharon, caso de Fernando Castedo y de Sánchez de León. Pero lo que sacó a la superficie la indigencia política del CDS y de sus líderes fue la decisión de Agustín Rodríguez Sahagún de abandonar la alcaldía de Madrid y renunciar a presentarse a las inminentes elecciones. Lo hizo público en los primeros días de abril, a falta de poco más de un mes de las municipales y autonómicas. La decisión de Agustín venía dada no sólo por su salud —un cáncer galopante que no tardaría en matarle—, sino sobre todo por el abandono y aislamiento en los que ejercía su labor de alcalde. No fue un mal edil, todo lo contrario; pero nadie en el CDS contó con él para nada, y el que menos, su presidente.

La indignación de Rodríguez Sahagún con Adolfo Suárez y su correoso silencio les hacía preguntarse a todos en qué demonios ocupaba su tiempo, a qué se dedicaba. Todos sabían que no tenía aficiones solitarias; ni la lectura, ni la reflexión o el senderismo, ni siquiera el deporte. Adolfo Suárez no hacía nada fuera de su obsesión de entonces por amasar dinero para los tiempos venideros, y eso que aún no había aparecido en su familia el fantasma de la enfermedad y el cáncer. A la sazón la familia Suárez gozaba de buena salud y saneadas rentas. Incluso el Gobierno de Felipe González había instituido la figura del «ex presidente», con su notable dotación y su personal de servicio; lo que más de uno interpretó como otra ayuda de los socialistas a su colaborador más entregado.

La dimisión de Rodríguez Sahagún en las decisivas vísperas electorales demostró que el Profeta del cambio estratégico estaba desnudo. Esa dimisión —ese abandono, habría que decir— lo puso todo patas arriba, como si el bueno de Agustín hubiera retirado la sábana y se vieran los escuálidos huesos del partido. Rodeado de un puñado de incondicionales, se desentendió de la política en minúsculas para hacer no se sabe qué política con mayúsculas. De la realidad se ocupaban José Ramón Caso, Rafael Arias-Salgado y Alejandro Rebollo, tres mediocridades voluntariosas cuya incompetencia e improvisación dejaban pasmados a los veteranos suaristas: Íñigo Cavero, Modesto Fraile, Jiménez Blanco o Rosa Posada. La diáspora hacia su casa la habían iniciado Fernando Castedo y Enrique Sánchez de León, los dos ex altos cargos de los buenos tiempos suaristas: uno, director general de RTVE, y el otro, ministro de Sanidad. Además, en 1991, el Partido Popular de José María Aznar no era la Armata Brancaleone de Hernández Mancha. Se había constituido en otro polo de atracción política del centro-derecha, en el mismo momento en que el juguete partidario de Adolfo Suárez se estaba quedando sin pilas.

La ofensiva antisocialista de muchos comentaristas políticos se desató contra Adolfo Suárez, porque se arrimaba al Gobierno de Felipe González cuando más le interesaba aislarle y derribarle. Las elecciones autonómicas en el País Vasco (octubre de 1990) le retiraron los dos diputados que conservaba en Álava desde 1986; su hombre allí, Jesús Viana, había muerto, y con él, el CDS en toda la comunidad. La saña derechista contra Adolfo alcanzaba cotas que hoy diríamos sangrientas. Carlos Dávila, uno de los sicarios periodísticos del Partido Popular en alza, igual que lo había sido de la UCD cuando estaba en el Gobierno, describía al CDS y a su creador con estas palabras: «Suárez, triunfador de la primera historia democrática de España (sic), casi a costa de todos los demás [sic, e incomprensible el atrabiliario modo discursivo], es hoy líder tolerado más que querido, de un partido vicario que depende de las migajas de generosidad que le pueda atribuir el PSOE para su subsistencia… Es la triste imagen de un proyecto que primero quiso ser bisagra; luego, complemento, y se ha quedado en espátula vicarial (sic). Es un “quejío” penosete (sic) que Suárez no puede seguir alimentando. No tiene derecho a burlarse de su historia».[52]

¡Adolfo Suárez no tiene derecho a burlarse de su historia! Independientemente del estilo mostrenco de este sicario de la pluma, lo cierto es que, desde el Congreso de Torremolinos, Adolfo parecía ir en pendiente hacia el cadalso, imparable. Entre un PSOE aferrándose al poder y no dispuesto a abandonarlo, al precio que fuera, y un PP capaz de todo con tal de arrebatárselo, allí estaba en el medio un Suárez creyéndose aún el mago de la táctica y de la simulación, el tiburón de las estrategias temerarias. Su partido se estaba abriendo en canal y él permanecía impasible en su camarote, cual capitán Akab. Tormentas más fuertes he soportado, de seguro que pensaba. Y de nuevo se equivocaba. De ésta iban a hundirle definitivamente.

Convocadas por el Gobierno socialista para el 26 de mayo de 1991, esas elecciones municipales y autonómicas sentían ya el aliento ansioso del PP justo sobre el cogote del PSOE. No hay lugar para terceros fuera de los nacionalistas vascos y catalanes. El CDS se encuentra sin saber con qué pie entrar en esos comicios. Por lo pronto, los ejercicios tácticos de altos vuelos, esos previsibles atajos para llegar al poder, se van al demonio. La dimisión de Agustín Rodríguez Sahagún es también la quiebra de la fidelidad, la crisis de la fe. En abril de 1991 se detecta por primera vez, y con la fuerza de una evidencia, que Adolfo Suárez González ha perdido la confianza de su gente. De nuevo se le ha quebrado el liderazgo.

El CDS de Adolfo Suárez, su creación total, la niña de sus ojos, para entendernos, llega a las urnas de mayo en plena crisis terminal. Las urnas de 1991 sólo servirán para constatar el final. El Centro Democrático y Social pierde más de la mitad de sus votantes; pasa del 9 al 3,8 por ciento. En Madrid, su centro neurálgico, son barridos; sin presencia en el Ayuntamiento ni en la Comunidad. Cero patatero, debió decir José María Aznar. Debían conformarse con ocho alcaldías en la provincia-capital. La mayor, Collado-Mediano, de casi ocho mil habitantes, y las demás sonaban a chiste castizo: Cenicientos (2.400 vecinos), Soto del Real, Fresno de Torote, Robregordo, Valdemanco y El Vellón; ninguna llegaba a mil almas registradas. Eso era todo lo que obtuvieron en Madrid y provincia. En el parlamento de la Comunidad Madrileña pasaron de diecisiete a ninguno. Desaparecieron de las autonomías de Aragón, Baleares, Cantabria, Castilla-La Mancha, Comunidad Valenciana, Murcia, Navarra y La Rioja.[53]

Al día siguiente de conocerse los resultados, Adolfo Suárez presenta su dimisión de la presidencia del Centro Democrático y Social. La niña de sus ojos le ha dejado ciego. El 8 de septiembre de ese mismo año cesa en la Internacional Liberal, y el 29 de octubre renuncia al escaño y a la vida política. Todo lo demás será personal. La ambición ni se ha consumado ni se ha consumido, pero ha quebrado y no tiene arreglo.

Lo que vendrá luego, aun y siendo en los aledaños siempre de la política y del poder, no tiene nada que ver con la ambición política sino con el destino, con las vueltas y vericuetos que adorna el destino de aquellos a quienes el sol del poder les ha quemado las entrañas. Hasta que el Alzheimer, esa patología de la memoria, le envuelva y le derrote, todo lo que hará Adolfo Suárez tras sus dimisiones de 1991 es sobrevivir al fracaso y a las enfermedades, a las enfermedades y al fracaso. La construcción del icono ya no es su historia sino la de otros.