4. La quiebra del liderazgo

En la primavera de 1979, si había algo absolutamente obvio en el panorama político español era la seguridad en sí mismo del presidente del Gobierno. Parecía como si Adolfo Suárez se contemplara ante el espejo todas las mañanas y se dijera: Por mal que vayan las cosas, nada será tan difícil como lo que ya he superado. Y tenía razón. Cómo iba a tener alguna debilidad o vacilación aquel hombre por el que casi nadie daba nada y que desde su sorprendente nombramiento en el verano de 1976 había capeado temporal tras temporal, sin que le temblara el pulso, o si le temblaba, había logrado que no se le notara. Sin embargo, aparecía un síntoma inquietante.

Conforme avanzaba y progresaba en la seguridad en sí mismo, las cosas se iban volviendo más arduas; o lo que es lo mismo, conforme se asentaba en el poder, las dificultades progresaban. Una especie de paradoja que probablemente no podía discutir con nadie, no sólo porque no había nadie en quien confiar, sino porque además la misma cuestión ponía en sordina la propia seguridad en sí mismo. No sin retórica, podía decir que había vencido en el mar proceloso de la transición, logrando mantener la hegemonía en el tránsito del antiguo poder a uno nuevo, dotándolo de un partido, una Constitución y una holgada mayoría parlamentaria. Y sin embargo, ahora que le tocaba empezar a catar los beneficios de lo arado y sembrado, se encontraba enmarañado en una serie de hilos, casi telas de araña, que le dificultaban una libertad de mando que se había conquistado a pulso. Este 1979 que debía de ser el año de su consagración, tras la vorágine de tres años de vértigo, iba a dar un resultado desastroso, preludio del tormento que le esperaba en 1980.

Contemplados en perspectiva, los reiterados errores de 1979 tienen que ver con la soberbia de un líder apenas conquistado su título de liderazgo y dispuesto a hacerlo valer hasta sus últimas consecuencias. No creía depender de nada. Ni del partido que había creado desde el poder —la Unión de Centro Democrático—, ni de su viejo entorno político —del que fue soltando amarras, desplazándose hacia un centro que acababa de inventarse (la invención del centro como base social sustentadora de la transición es uno de los hallazgos más curiosos, porque acabó siendo realidad algo que sólo estaba en la imaginación y las intenciones)—, ni tan siquiera de la Corona, que a Suárez como político le interesaba un comino, fuera de sus relaciones con el Rey, al que empezó a tratar con un despego manifiesto. En definitiva, solía decir Adolfo a sus íntimos, él había ganado su cargo a pulso y con las urnas, mientras que a Su Majestad se lo habían regalado.

Situémonos. Recién terminadas las elecciones de marzo, convocadas por Suárez para confirmarse como presidente constitucional y en la confianza de que sería el que sacaría mayor partido a la situación. Hubiera esperado más —la mayoría absoluta en el Parlamento—, pero la sociedad le había marcado unos límites; podía arañar a la derecha tradicional asustándola con la llegada de los socialistas, pero no podía ampliar al centro político, que arrastrara a esa parte del votante socialista que él había confiado atraer con Francisco Fernández Ordóñez y sus socialdemócratas de regadío. Pero ahora resultaba que esos mismos amigos de «Paco Ordóñez» no sólo coqueteaban con el enemigo, sino que habían sido capaces de hacerle la jugada menos contada en los libros de historia, pero más eficaz en el socavamiento del prestigio del presidente Suárez. La provocación del ministro de Hacienda sucedió en vísperas de las elecciones municipales, pero más en vísperas de la evidencia de que el presidente no iba a contar con él para formar el nuevo Gobierno.

En aquel verano del 79 escribí unas páginas que aún mantienen, creo, su vigencia y que tienen la frescura de haber sido redactadas en vivo y en directo; corregidas treinta años después, queda el halo de una época. En ellas se describe el curioso mundo interno, hoy tan olvidado, de la Unión de Centro Democrático y las gestiones del presidente para la formación del primer gobierno constitucional, durante los días que van de la errada maniobra de investidura presidencial a la pírrica victoria en las elecciones municipales.

* * *

El sábado, 31 de marzo, el primero que entró en el palacete de La Moncloa, convocado por el presidente para abrir las consultas del nuevo Gobierno, fue Rodolfo Martín Villa. Si tenemos en cuenta que tanto Fernando Abril como Gutiérrez Mellado, por delante en el escalafón, eran clientes habituales de la casa, no hay nada de anormal en que el ministro de la Gobernación fuera el primero de la lista. Joaquín Garrigues, por su parte, ya conocía, porque el presidente así se lo había dicho, que permanecería en el Gobierno; desmontarle del caballo ahora que estaba enfermo[1] no sólo hubiera sido una crueldad, mal vista a los ojos de todos, sino innecesaria, porque este Joaquín, después de sus operaciones médicas, no sería el mismo que el pletórico de agresividad y ganas de conspirar que había entrado en la clínica.

Rodolfo y Suárez se entendían bastante bien, si se puede llamar entenderse a conocer el orden de prelación de sus respectivas ambiciones. Martín Villa podía llegar lejos, pero alcanzar la presidencia del Gobierno estaba entre lo milagroso, y Adolfo sabía que después de su caso no era fácil hacer otro milagro. No hay dos Fátimas en el mismo territorio. Ambos comprendían que la vida les había hecho caminar en paralelo. Adolfo recordaba la admiración que sintió por Rodolfo en los años de Carrero Blanco, cuando ocupaba Martín Villa la Secretaría General de los Sindicatos Verticales. En cierta ocasión, un grupo de jóvenes del sistema, antiopusdeístas en su mayoría, firmaron una carta contra el almirante Carrero por sus declaraciones retrógradas. Aunque la misiva iba preñada de frases de Franco, indignó a Carrero, y más aún al hacerla pública el ABC, que orientaba Luis María Ansón. La carta pasó a la pequeña historia del franquismo con una denominación impropia, «la de los cuarenta», por ser otros tantos los firmantes. El apelativo fue impropio porque sólo la firmaron treinta y nueve. Rodolfo Martín Villa, que había citado a los organizadores en su despacho del paseo del Prado, no apareció ni estampó su firma. La anécdota había llamado la atención de Suárez, por lo que tenía de habilidad y de desprecio a los compromisos.

Reconocía Adolfo en Martín Villa una ductilidad inimaginable, especialmente para despistar a sus colaboradores sobre el fondo de sus tomas de posición, cuando de higos a brevas hacía alguna. En octubre de 1974, Rodolfo aún se jactaba de tener siempre a la vista la foto de José Antonio Primo de Rivera, que presidía su despacho y la coqueta sala de estar de su casa. Lo que no le había gustado a Adolfo, y por eso le mantuvo durante algún tiempo apartado del círculo de amistades, había sido la reunión que Martín Villa mantuvo con su equipo el día 3 de julio de 1976, en el edificio central de los Sindicatos Verticales, donde se le escapó la frase «no hay nada que hacer con Suárez», entonces recién nombrado presidente. Estaban con él sus colaboradores más íntimos y a nadie le cupo la duda de que Adolfo Suárez no significaba un avance para ellos. Estaban presentes, además del secretario particular de Rodolfo, Jesús Sancho Rof, Socías Humbert —ex alcalde de Barcelona—, Francisco Guerrero —director general de relaciones exteriores del Sindicato Vertical— y Fabián Márquez —director de los centros de enseñanza sindical—. En aquellos días las opiniones corrían como la pólvora y el asunto llegó a oídos del presidente Suárez, que no tardó en hacerles cambiar de posición, aunque no olvidaría el mal gesto previo: Adolfo estaba demasiado acosado para que la herida dominara su actuación; ya llegaría el momento de cauterizarla.

Como Rodolfo había manifestado públicamente su deseo de retirarse del Gobierno, la conversación no duró mucho. Suárez le ofreció la cartera de Obras Públicas, para «ayudarle» a recuperar una imagen que estaba por los suelos. No deja de ser curioso que fuera otra vez Rafael Ansón quien se encargara —cobrando, por supuesto— de la imagen pública de Martín Villa en el Ministerio del Interior. Allí donde había un derrotado con dinero y ganas de superarlo, aparecía detrás Rafael Ansón.

Rodolfo, por su parte, volvió a repetir sus argumentos para retirarse, aunque sugirió que sólo una vicepresidencia podía servir de antídoto contra tantos meses de malos ratos. Cabía evidentemente una vicepresidencia política o bien militar, pero el cambio de impresiones no pasó de ahí. Suárez estaba tanteando el terreno y Martín Villa se sentía fuerte para no tener prisas. En el fondo de su esquinado cerebro latía la idea de que quizá una temporada de ostracismo le reivindicaría más que volver al Gobierno. Pensaba, como buen jugador de rebotes, que cualquiera que fuera el suplente en Gobernación haría que mucha gente le añorara.

La mañana del domingo, 1 de abril, se llenó de nubes después de leer los periódicos. En algunos se reproducían con gran minuciosidad las listas de contribuyentes a Hacienda. Si el anterior domingo alguien dijo que la publicación en el ABC de las relaciones entre Fernández Ordóñez y el PSOE eran la sentencia de muerte del ministro de Hacienda, la publicación de las listas no podía ser más que la voluntaria ejecución de la sentencia.

Ordóñez había jugado fuerte y con audacia. Desde el último día del mes de marzo las listas de Hacienda eran públicas. Veinticuatro horas después corrían de mano en mano sin que lo impidiera la placidez dominical. Al leerlas, la sorpresa dejaba paso a la risa y luego no quedaba más remedio que hacerse cruces de nuestra ignorancia del mundo de los ricos. Hombres como Eulogio Gómez Franqueira, el gran padrino electoral de Galicia, agrupado en la Unión de Centro Democrático por supuesto, tenía un patrimonio de poco más de veinte millones de pesetas, y sus ingresos anuales eran de dos millones setecientas mil pesetas; menos que cualquier ejecutivo de empresa publicitaria.

Las sorpresas no quedaban ahí. Hombres vinculados al partido gubernamental como Juan Gich Bech de Careda, amigo del presidente, vivía modestamente gracias a unos ingresos anuales de un millón setecientas mil pesetas. Otro tanto ocurría con el cuñado de Adolfo Suárez, Aurelio Delgado, que además de carecer de patrimonio, no llegaba en sus ingresos al millón y medio de pesetas al año, dato que obliga a pensar en algún error de transcripción. La modestia de algunos hombres, de quienes ingenuamente pensábamos que tenían saneadísimas economías, obligaba a recapacitar, bien sobre la forma de declarar a Hacienda, lo que nos llevaría de cabeza a los tribunales de justicia, o bien porque desconocemos las obras de caridad de nuestros prohombres. Así, por ejemplo, los mamuts de la Banca, como Rafael Termes y Pablo Garnica, no llegaban a diez millones de ingresos brutos anuales, y sus patrimonios eran tan discretos que llamarles multimillonarios rondaría la calumnia (Garnica, 15,6 millones y Termes, 62,5). O Claudio Boada, el super manager del país, pasaba por los pelos de los ocho millones anuales de ingresos.

Otros amigos del presidente Suárez, como Manuel Prado y Colón de Carvajal y Luis Alberto Salazar Simpson, según la lista de contribuyentes, quedaban en una nada ventajosa situación económica. Prado y Colón de Carvajal, íntimo del Rey y su financiero, embajador para América Latina, y ex presidente de Iberia, amén de carecer de patrimonio personal, no alcanzaba los tres millones y medio anuales, mientras que Salazar Simpson, el hombre de las gasolineras, aun contando con un patrimonio de más de cincuenta y un millones, anualmente veía difícil alcanzar diciembre con un millón setecientas mil pesetas.

La publicación de las listas de Hacienda no fueron un escándalo porque es difícil escandalizar a nuestra sociedad; formamos un pueblo viejo, jactancioso de sus defectos, y a nadie le gusta que le repitan lo que conoce. Si la cabeza de Fernández Ordóñez estaba en venta, la puja alcanzó mínimos; nadie daba por él ni una subsecretaría, que por otra parte no hubiera aceptado.

Los amigos y parientes del presidente habían quedado en evidencia, aunque algún periódico encontró el papel de fumar para agarrar la pulga, y denunció la publicación de las listas como aliento a los terroristas, que ahora podían escoger las víctimas. Sin un ápice de ironía se podía concluir que los terroristas se debieron sentir tan confundidos o más que los propios ciudadanos; si algún asesino a sueldo obrara en función de las listas de Hacienda, es probable que el terror entrase en un callejón sin salida.

El ambiente político de aquel primer día de abril bajó muchos enteros en los apoyos de sectores económicos a la desvaída campaña municipal del Gobierno. Demasiado acostumbrados al mimo y la componenda, estos sectores consideraron la publicación de las listas una provocación a su intimidad financiera. Coincidía con una batalla sorda entre los diferentes sectores de la UCD, que peleaban por mejores posiciones en los comicios municipales. En Madrid, José Luis Álvarez, notario democristiano, a caballo entre el ala más reaccionaria y los hombres de Martín Villa, notaba que muchos ministros deseaban su derrota con una complacencia suicida. En los últimos momentos, el gobernador de Madrid, Juan José Rosón, le prestó ayudas importantes de organización y recursos, que no le pudieron salvar de la derrota. Las elecciones municipales cobraban tan poca importancia para el conjunto de la UCD como la organización de la investidura del presidente. También se iba a los comicios bajo palio, seguros de que el Estado y sus fondos cubrirían la dejadez.

El lunes, 2 de abril de 1979, Antonio Fontán Pérez, sevillano, soltero, numerario del Opus Dei y ex presidente del Senado, esperaba impaciente la llamada de Adolfo Suárez. Tampoco le hacía ascos a que fuera Fernando Abril quien se pusiera en contacto con él. La formación del nuevo Gobierno le traía nervioso, aunque de natural se jactaba de ser frío y de sonreír con distancia a ciertos acontecimientos mundanos. A Fontán, la Obra de Dios le había dado sosiego, tranquilidad de espíritu y una ambición política poco rigurosa.

Cuando le hablaron por primera vez de formar parte del nuevo Gobierno se mostró reservado y no dio el brazo a torcer. Le ofrecieron el Ministerio de Educación y creyó conveniente señalar que quizá no fuera el puesto donde mejor podía ayudar a España, fórmula que gustaban de repetir todos los políticos con tanta frecuencia que se había convertido en ineficaz coletilla. Sin rechazar formalmente la oferta, sí se atrevió a señalar que el Ministerio de Cultura, dada su experiencia en el campo de la información —fue director del diario Madrid, cerrado durante la Dictadura— y en el universitario —ocupó el cargo de decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra—, le iría como anillo al dedo.

Pasó la noche dándole vueltas a la decisión que había tomado. Hubiera preferido no fomentar la impresión de que rechazaba, porque después de su salida de la presidencia del Senado, y tras colocarle en el número tres de la lista gubernamental por Madrid al Congreso de los Diputados, podía quedarse estrictamente con su asiento en las Cortes, reconcomiéndose de ira en la tercera o cuarta fila de escaños. Quizá se había excedido al poner reparos al puesto que le ofrecían. Se serenó al recapacitar sobre las grandes posibilidades que albergaba el Ministerio de Educación, y esperó junto al teléfono la llamada prometida para responder sí. Sí a Educación, sí a Cultura, sí a lo que el presidente Suárez gustara disponer de él, porque al fin y al cabo España y la democracia exigían esfuerzos, y él no pretendía esquivarlos.

La llamada llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas de que el teléfono pudiera sonar. Estaba tan anhelante, que le ofrecieron la cartera de Administración Territorial, de competencias nada definidas, y aceptó como quien coge el billete para el último tren. Verdaderamente La Moncloa parecía una estación de cercanías; a toda velocidad circulaban vagones muy variados, y no todos se detenían. Extraños embajadores recalaban en el andén esperando montar en el primer convoy que se pusiera a su alcance. El Ministerio de Defensa concitaba las más variadas atenciones; desde que Gutiérrez Mellado había sugerido dividir los temas militares en dos departamentos, estaba claro que una parte del pastel quedaba libre para nuevos aspirantes.

Fue entonces cuando llegó a la mesa del presidente una lista escalonada de aspirantes. La procedencia, aunque difícil de probar, apuntaba a la más alta personalidad del Estado. Las recomendaciones para ocupar la nueva cartera de Defensa se abrían con el señor Pérez de Bricio, le seguían a segundo nivel Fernando Abril, Rodolfo Martín Villa y Gregorio López Bravo, quien había llegado incluso a autoproponerse públicamente. En el tercer nivel estaban ilustres espadas militares.

Apasionado del secreto y de las operaciones inesperadas, Adolfo recogió el papel y, tras ponerle fecha, lo envió al archivo. Él ya tenía un candidato y no estaba dispuesto a destaparlo antes de tiempo; siempre había soñado con aquellas legendarias operaciones ministeriales del general Franco, quien, rompiendo todos los pronósticos, designaba al final a quien aparentemente menos posibilidades tenía. Ahora estaba en situación de sorprender con una de esas jugadas que marcaban a un jefe como clarividente. En principio iba a ofrecerle el cargo a Martín Villa. Se trataba de un hombre fiel, que había dado muestras de saber manejarse con los cuadros militares. Algo le decía, sin embargo, que Rodolfo no aceptaría. Deseaba una vicepresidencia y la situación no permitía ampliar las que había, y menos para un hombre cuyo poder en el aparato del partido rozaba lo peligroso.

Si la oportunidad de ofrecérselo a Rodolfo fallaba, Suárez tenía un candidato: Agustín Rodríguez Sahagún. Mucho más de confianza que cualquier otro. Había nacido en Ávila, casi como él, y su padre, como el suyo, había militado activamente en el bando republicano antes de la guerra. Además eran medio parientes, puesto que el hermano de Agustín estaba casado con una hermana de Aurelio Delgado, secretario y cuñado del presidente. Las relaciones familiares unen siempre más que las de negocios, y no digamos que las políticas; la fidelidad se garantiza entonces por vía sanguínea. Aunque ésta fuera de cuarto grado, siempre sería más sólida que los intereses de partido.

El 3 de abril, martes, las elecciones municipales se desarrollaron con toda normalidad. Suárez estaba muy seguro del triunfo mientras su cabeza preparaba el nuevo gobierno. La actitud de Martín Villa le tenía preocupado; quería mantenerle a toda costa, aunque sin hacerle concesiones que engrandecieran su poder. Para que comprendiera perfectamente el estado de cosas, encargó a Fernando Abril que negociara con él, así valoraría los nuevos aires que se respiraban en Moncloa.

Para Rodolfo, tratar su futuro en el Gobierno con un espécimen como Abril Martorell era como tragarse una nuez sin pestañear. Si dudaba, por primera vez, de apearse o no de los cargos oficiales en los que llevaba montado desde la adolescencia, la negociación con Abril le decidió. Aunque se comportó de manera amable, en el ambiente latía un interrogante: ¿quién era Abril para ponerle condiciones a él, que se sentía por encima de ese recién llegado? Esto, que para Rodolfo añadía un motivo de disgusto en la conversación, para Fernando Abril representaba la oportunidad de poner en su sitio a quien podía tener la tentación de disputarle el papel de valido del presidente.

La negociación entre ambos empezó por el Ministerio de Obras Públicas, que Martín Villa recomendó para su buen amigo Jesús Sancho Rof, implícita manera de rechazarlo. El diálogo, sin llegar a ser tenso, pasó por un momento delicado cuando Abril le ofreció lo que quisiera… menos ministro de la Presidencia, que ya estaba comprometido con Pérez Llorca, el zorro plateado, que con sus buenos servicios al presidente lo había ganado a pulso.

Martín Villa prefirió dejar la conversación en tablas y no tomó decisión alguna. Optó por ganar tiempo y hablar con el presidente directamente, con lo que colocaba a Suárez frente al dilema de prescindir de sus servicios u ofrecer algo tentador, que le animara a no abandonar el próximo Gobierno. En el colmo del desprecio, Abril le llegó a sugerir, que de no continuar en el Gabinete, siempre había la posibilidad de presidir el Instituto Nacional de Industria o irse de embajador a Argentina. Rodolfo recogió el guante, y al rechazarlo interiormente, pensó que Argentina no estaba mal para quien cerraba una etapa como ministro de la Gobernación: al menos era un sitio seguro.

Conocedor el presidente del resultado de la entrevista con Rodolfo, había una laguna que debía cubrir cuanto antes, aunque sólo fuera de manera provisional: el Ministerio del Interior. Sancho Rof, el subsecretario que hizo las veces de ministro para que Rodolfo se presentara a las elecciones, había dejado sentado desde el primer momento que no ambicionaba el cargo. Sólo quedaba Juan José Rosón, el gobernador civil de Madrid.

Cuando Suárez convocó a Rosón a su despacho, prácticamente ya se habían cerrado las urnas con los votos municipales. Demasiadas cosas estaban en juego para que el presidente transparentara su preocupación y su histórica antipatía hacia Rosón; no podía olvidar la retahíla de desprecios consecutivos de que le había hecho gala. Pese a todo, le pidió que ocupara el cargo de ministro del Interior; se sentía acosado y no le quedaba más recurso que su histórico adversario. Ya cuando Rodolfo le propuso como gobernador de Madrid, había sido reticente al nombramiento. Y sólo la seguridad de Martín Villa, que había hecho de esto una cuestión personal, permitió que Suárez transigiera. Ahora se encontraba en una situación semejante.

Juan José Rosón respondió afirmativamente. Además de la ilusión que le provocaba el ascenso, la oferta de Adolfo tenía más valor para él del que a primera vista parecía. Se cerraba una vieja herida. Rosón pensaba que muy mal debían ir las cosas para que Suárez le ofreciera un ministerio. Pero dijo que sí; la ambición ganó a la razón. El presidente aseguró que le avisaría para comunicarle el nombramiento en firme. Algo intuyó Rosón en los pasos del presidente que le dejó insatisfecho; habían estado juntos demasiados años para desconocerse el uno al otro. Pero la convicción y la seguridad de Suárez pudieron con sus reservas. En el fondo quizá pensó que esta vez era sincero.

El presidente, con el comodín de Rosón en el bolsillo de su chaqueta, recibió a Sancho Rof poco después de las diez y cuarto de la noche. Se negó a creerlo; a falta de los resultados del cinturón de Madrid y de Gandía, la izquierda dominaba los más importantes ayuntamientos del país. En Pamplona, por ejemplo, el primer resultado que había llegado a las nueve y diez de la noche daba una victoria de los nacionalistas de Herri Batasuna que no podía ser cierta; el gobernador de la provincia se negaba a admitirlo. Martín Villa, por su parte, le había llamado entretanto señalando el peligro de que la izquierda, emulando épocas pasadas, asaltara los ayuntamientos. No sólo la izquierda había ganado las municipales, sino que los gobernadores se habían ido a dormir, como si no hubiera pasado nada.

El 4 de abril fue llegando poco a poco la directiva de UCD. Venían eufóricos, felices, conscientes de que una vez más la historia les daba la razón. Incluso algunos portaban champán, signo de triunfo o de añoranza. Al fin y al cabo, la Unión de Centro Democrático había ganado más concejalías que ningún otro partido; no eran las más importantes, pero en la democracia, ¿no se había dicho siempre que debe darse primacía a la cantidad sobre la calidad?

Mientras, Rodolfo Martín Villa, en el palacio de Congresos y Exposiciones, después de una noche en la que había tomado bárbaras decisiones contra los emocionados militantes de izquierda que festejaban la victoria en las calles, se sentía como un derrotado. Cuando le dieron la noticia de que habían asesinado a un policía armada, se destapó con unas frases brutales y lágrimas en los ojos, lo que de natural sorprendía en un hombre capaz de todo sin apenas quitarse las gafas. En definitiva, interpretaba los resultados como una derrota personal. Él había previsto que la izquierda iba a ganar si no se rompía el frente opositor, y no le creyó nadie en la cabeza de UCD.

Curiosa situación. Martín Villa emocionado por la derrota, ante los periodistas de todo el mundo, que no sabían a qué atenerse, al tiempo que en La Moncloa se descorchaba champán por la victoria. Cada uno podía escoger las dos caras de la moneda. Pocas veces la diferencia entre realidad electoral y realidad de poder se habían presentado de modo tan palmario a los ojos de la gente. Rodolfo ya había avisado, horas después del resultado de las legislativas. No hacía falta ser un talento para darse cuenta de que en las municipales había que obrar rápidamente y romper el frente de izquierda.

No se sabía muy bien si los que pasaron por La Moncloa a felicitar al presidente por su victoria estaban sugestionados por los números o se postulaban para el Gobierno que estaba ya a punto. Llamaron la atención, por ejemplo, unas palabras del diputado por La Coruña, José Luis Meilán Gil, quien, dirigiéndose a Amparo Illana, la esposa de Suárez, vinculada al Opus Dei como él, le espetó emocionado: «Perdónanos por ocupar todo el tiempo a tu marido, pero nos es imprescindible». Pujaban por decir bellas frases que posiblemente pasaran a la historia.

Ya avanzada la mañana, con los resultados en la mano, sangrantes y pormenorizados, nadie osó repetir las felicitaciones al presidente. Como la mayoría de los dirigentes del partido gubernamental dormían las sobredosis emocionales de la madrugada, se hizo más fácil pasar desapercibidos. Tampoco les dio tiempo, porque los que ocupaban cargos ministeriales se despertaron del sopor con la convocatoria de un Consejo a las nueve de la noche. Duró una hora y diez minutos; el ambiente en que se desarrolló fue tenso y ejecutivo. El presidente apenas les dio cuenta de los resultados, como si estuvieran todos cesados y no mereciera la pena aguantar sus reflexiones. Les sorprendió que el único interés de Suárez se centrara en aprobar la división del Ministerio de Educación en dos departamentos: Educación, propiamente dicha, y Universidades e Investigación. Al tiempo aprobaron también la creación de un ministerio, el de Administración Territorial, al cual, para dotarlo de esqueleto, trasvasaron algunas competencias del Ministerio del Interior.

Salieron de La Moncloa como los alumnos que se despiden del curso y esperan al próximo, pero con la sensación de haber sido todos suspendidos. Ni una palabra, ni una idea del camino que iban a seguir los acontecimientos. Cada uno podía acostarse pensando que entre el Espíritu Santo y el presidente Suárez había una coincidencia: ambos eran una obligada reflexión para las noches de los creyentes. Las listas de los ministros corrían de mano en mano como en las épocas de Carrero Blanco.

A media mañana del jueves, 5 de abril, el presidente se dirigió al palacio de la Zarzuela. Iba a entregar a Su Majestad el Rey la lista del nuevo Gobierno. No se demoró mucho; había llegado un poco tarde pensando en que Juan Carlos salía hacia Mallorca inmediatamente, y no tendría tiempo de preguntar algunos detalles. A las cinco de la tarde aterrizaría en el aeropuerto de Son Sant Joan el presidente de la República Federal de Alemania, Walter Scheel, y el Rey debía estar presente para recibirlo. Su Majestad estaba disgustado por el retraso en la formación del Gabinete, y además Suárez lo hacía coincidir con su estancia en Mallorca y probablemente le estropearía unos días en los que pensaba tomarse vacaciones.

El presidente estaba inquieto porque la lista que había entregado al Rey servía de poco. En ella figuraban nombres cuya provisionalidad dudosa la hacían inservible; Martín Villa no acababa de decidirse. La última oferta consistía en la cartera de Defensa, y aún no había dado respuesta. Probablemente, como sabía que había dificultades, se agazapaba.

A las ocho de la noche, ¡al fin!, Rodolfo respondió que no. Rechazó la oferta con algo de inseguridad, porque temía que en Defensa, encajonado entre Gutiérrez Mellado y Fernando Abril, le achicarían. La falta de audacia que caracterizaba al ex ministro del Interior se mostraba a las claras una vez más. Tras telefonear a Suárez, Martín Villa llamó a sus íntimos y, cosa rara en él, terminó la explicación de su decisión con una pregunta que él mismo no había sabido responder: «¿Tú crees que he hecho bien?».

Los miembros del Gobierno que formaban parte del Comité Ejecutivo de la UCD estaban citados en La Moncloa a las ocho y media. Suárez les puso al corriente de los cambios que pensaba introducir en el Gabinete. No fue muy explícito aunque evidentemente dijo nombres. El Ministerio del Interior quedó en nebulosa. A algunos les dio la impresión de que probablemente iría Rosón; los más avispados intuyeron que el presidente buscaba ávidamente un hombre. Muy mal tenían que estar las cosas para poner a Rosón; tan mal como se le habían presentado el pasado día 3 y se comprometió a llamarle.

Ni siquiera consideró oportuno convocar el pleno del Ejecutivo de UCD. Sólo había citado a aquellos que en función de sus cargos, puestos a su disposición, podían sentirse ofendidos. La UCD funcionaba como la vieja Secretaría General del Movimiento, a golpe de decreto, y el que no quisiera el caballo, que desmontara y se fuera andando. Fernández Ordóñez se sabía ya peatón; varios miembros de su tendencia no habían dudado en dejarle para que se ocupara de sus lecturas y su perro, mientras ellos dirigían el Comercio (Juan Antonio García Díez) o la Industria (Carlos Bustelo). Pío Cabanillas, por su parte, estaba tan habituado a cerrar las puertas con cuidado, que su salida no se sentiría. Tenía en esta ocasión el honor de ir acompañado de tan espléndidas damas de honor como Fernández Ordóñez y Martín Villa, y no pedía ya más. Volvería, porque la política para él era un eterno retorno; hombre de silencios bien guardados, así como de hacienda saneada, jamás rompía con nadie. El Estado, eterno proveedor, ya pondría a su disposición un nuevo timón para la travesía. Gallego ejerciente, históricamente sabía que la emigración es en el fondo una evocación de lo que se abandona.

Abril Martorell, en su asiento a la vera del presidente, contemplaba la despedida sin regodeos, porque bastante inquina le tenían como para permitirse ciertos lujos. Jugaba a valido del presidente y, sin ser del todo consciente, sabía que a la larga le pasarían la cuenta, con intereses abultados. Su comportamiento de curtidor de adversarios parecía más de un matarife que de un político, pero los mataderos constituyen una escuela que ilustra conforme se practica. Pensaba que si le daban alguna oportunidad, la próxima vez tendría más experiencia y lo haría más hábilmente.

Cuando los miembros ucedeos del Gobierno abandonaron Moncloa, Gutiérrez Mellado —que no había asistido a la reunión pero que conocía y seguía los bastidores— y Fernando Abril —que estaba obsesionado con el Boletín Oficial del Estado y esperaba, alarmando a la opinión pública, la llegada de las cuartillas para imprimir la lista del nuevo Gobierno— repasaron candidatos para el cargo leproso de ministro del Interior. Ahí salió el nombre del capitán general de Cataluña, Antonio Ibáñez Freire.

Había ya prestado Ibáñez Freire importantes servicios al presidente y se le consideraba, favor por favor, un hombre fiel. Negoció con los ministros Franco Iribarnegaray y Álvarez Arenas el que no acompañaran a Pita da Veiga en su dimisión, tras la legalización del Partido Comunista. Había hecho la campaña de Rusia con la División Azul, y poseía la Medalla Militar Individual, la de la Cruz del Mérito de Guerra italiana y las nazis de Hierro y del Mérito del Águila alemana con espadas. Estuvo en el Servicio de Información con Gutiérrez Mellado. Tenía experiencia en el campo administrativo; además de llevar el Gobierno Civil de Santander, Bilbao y Barcelona en difíciles situaciones, había sido subsecretario de Trabajo con Romeo Gorría como ministro y se ocupó de la delegación del Gobierno en el Canal de Isabel II. Pertenecía al pasado por convicción, pues había sido un excelente colaborador de Camilo Alonso Vega en la sublevación de Vitoria el 18 de julio de 1936. Con ojos del presente más inmediato, debía un favor poco habitual en el oficio de las armas; se le había ascendido, saltando el escalafón, para ponerle a la cabeza de la IV Región Militar (Cataluña), que es uno de esos gestos que no se olvidan.

A las 23.45 de la noche se cerraba el trato entre el presidente y Antonio Ibáñez Freire. Ya había ministro del Interior, y Rosón debía poner la lamparilla a la Virgen de los Desamparados.

Pasaban quince minutos de las doce cuando llegaron las cuartillas al edificio del BOE. Ya había Gobierno. Adolfo se sentó y fumó un cigarrillo. Se sintió imprescindible.

* * *

Y lo era, por más que en la manifestación suprema de su victoria —la formación del primer Gobierno constitucional de España en casi medio siglo— estuvieran ya los elementos de su destrucción. No se cortaba un pelo en expresar su concepción absolutista del ejercicio del poder, hasta adquirir a veces un tono insultante. En ocasión tan significativa como introducir la papeleta en las urnas municipales, y atendiendo a los periodistas que le rodeaban, lo dijo sin tapujos: «En la UCD no hay tendencias… formaré Gobierno sin consultar a la Comisión Ejecutiva de UCD». Lo que expresado en lengua llana, era tanto como ratificar que no había más ley que la suya y que el partido era él.

El diario más leído de España escribía: «[A. S.] formará el gobierno que le venga en gana». Por tanto, el Gobierno era lo que él creía ajustado para el momento, consciente de su victoria en las generales e inconsciente de su derrota real en las municipales. Es verdad que había sumado a un hombre tan representativo del conservadurismo católico, como Antonio Fontán, prohombre del Opus Dei, pero la derecha católica instalada en la UCD no podía admitir los dos rasgos básicos que componían el nuevo panorama político abierto tras las elecciones generales y municipales. Primero: que el aliento del socialismo parecía más que una amenaza; ya era una evidencia, multiplicada por los múltiples trasvases hacia el PSOE, representado por Felipe González y Alfonso Guerra, tan parecidos y tan dispares, pero encabezando el mismo partido. Segundo: que frente a un horizonte de amenazas, al presidente no se le había ocurrido otra idea que la de consagrarse un valido para que llevara la parte gruesa de la actividad política, con particular detenimiento en la economía, cosa que a Suárez sólo le interesaba en sus grandes líneas. Su desconocimiento del mundo económico alcanzaba incluso a los propios protagonistas de ese mundo. Nunca mostró interés por los banqueros, cuestión en la que tanto Franco como el Rey siempre fueron, en estricta lógica, muy sensibles, incluso a sus más íntimos pálpitos.

Los principales pasos a dar por el nuevo Gobierno fueron obra del presidente y de su valido Fernando Abril Martorell, en el que se unía una vieja relación desde Segovia y su designación como presidente de la Diputación a comienzos del 69. Una colaboración mutua pero respetuosa del escalafón; el jefe era Adolfo, y su mano izquierda o derecha, según conviniera, la movía Fernando. Una relación que alcanzaba hasta la máxima intimidad que se puede concebir entre profesionales de la política; sus mujeres, vinculadas ambas al Opus Dei, formaban un tándem si cabe aún más sólido que el de sus maridos. Por primera vez se instituía una fórmula que años después calcarían los socialistas de Felipe González y Alfonso Guerra: retirarse a un lugar apartado para elaborar listas y tareas del Gobierno. Adolfo Suárez y Fernando Abril pasaron la Semana Santa de 1979 en una finca de Sierra Morena, adscrita al ICONA, denominada Lugar Nuevo, vecina al santuario de la Virgen de la Cabeza. Un lugar que había hecho construir Franco para cazar. Allí se concentraron las familias de Suárez y Abril, y un par de matrimonios amigos más, y en este ambiente tan hogareño se trajeron a la periodista del Opus Dei y cronista del ABC, Pilar Urbano, para que lo contara al mundo entero.[2] Todos en familia, y con mucha misa y mucho rezo, porque la familia que reza unida, se decía, permanece unida. El partido, la UCD, por más que rezara no le funcionaba la fórmula, y como cabía imaginar, esta peculiar forma bipersonal de tomar las más trascendentes decisiones para el funcionamiento del primer Gobierno constitucional trajo consigo otro agravamiento de las tensiones en el seno del partido.

La trascendencia de la «Semana Santa del 79 en Sierra Morena» supuso el comienzo del ciclo Abril Martorell en el modo de hacer política de Suárez. El vicepresidente, que ya le había demostrado su eficacia durante los cabildeos de la Constitución, asumiría a partir de entonces y hasta su dimisión, un año más tarde, tareas políticas que el presidente no deseaba llevar personalmente. Entre las aspiraciones de Adolfo Suárez estaba la de contar con un álter ego que, descontada cualquier ambición por desbancarle, asumiera aspectos muy concretos de la vida política cotidiana, que consintiera al presidente no dejarse llevar por esa rutina que odiaba. No hay que olvidar que el franquismo, las enseñanzas de Carrero Blanco, de Herrero Tejedor y Torcuato Fernández Miranda —es decir, el aprendizaje de Adolfo Suárez es la política— siempre practicaron esa fórmula de los muros de protección del liderazgo, para evitar en lo posible la erosión del dirigente. Ahora bien, el breve ciclo Abril Martorell como valido se iniciaba con crisis sucesivas, provocadas más por la torpeza que por el acoso de los adversarios. Después del confuso balance de las elecciones generales, donde UCD aumentaba su peso político pero quedaba debilitada ante la opinión —la investidura bajo palio del presidente había aislado al partido gobernante—, había llegado la otra inquietante victoria de las municipales —triunfaban en número de concejales pero quedaban derrotados en peso político urbano— y por fin se metían en el berenjenal de un nuevo Gobierno, con lo que supone eso de tensiones en todo partido, y más en uno tan escasamente cohesionado como la UCD.

La batalla por la alcaldía de Madrid, por ejemplo, la había perdido la derecha ucedea en su facción democristiana, que presentó a José Luis Álvarez frente a «Goyito» Marañón, hijo del polígrafo don Gregorio, que representaba a la derecha más derecha de Alianza Popular. La ofensiva democristiana dentro del partido no dejó de aprovechar el momento. Frente a lo que ellos llamaban el Frente Popular Municipal —desigual unión entre socialistas y comunistas— era imprescindible la Gran Derecha, o como decían los mismos denunciadores del fantasma frentepopulista, la «mayoría natural» que constituía toda la derecha parlamentaria existente. La teoría de la remake del Frente Popular, en versión municipal, llegó a generar auténtica angustia en la cúpula gubernamental, hasta el punto que se dieron instrucciones a las fuerzas policiales, y por tanto a los gobernadores, de que estuvieran alerta ante el riesgo de algaradas tras la victoria de la izquierda en las capitales.

Había temor a que pudiera repetirse algo similar al 14 de abril de 1931 que inauguró la Segunda República. Quizá por todo eso, Francisco Fernández Ordóñez se convirtió en el chivo expiatorio del nuevo valido, Abril Martorell, porque podía concentrar en su persona y su política todo lo que abrumaba a la UCD. Desde ser un quintacolumnista del Frente Popular Municipal, que tenía con Tierno Galván en Madrid su representante más egregio, hasta ser el culpable de la ofensiva de la Iglesia sobre la Enseñanza, pasando por la publicación de las listas de contribuyentes en Hacienda. Incluso un ministro en ejercicio, Otero Novas, de la facción más reaccionaria entre los democristianos, se había permitido comentarios injuriosos sobre Fernández Ordóñez a propósito de una empresa —Segarra— a la que éste había asesorado. Por eso tenía sentido que, sarcásticamente, el cesado ministro de Hacienda dijera a quien quisiera oírle: «Al final, la crisis era yo solito». Fue la diferencia más notable entre el viejo y el nuevo Gobierno.

Es verdad que acompañaron a Ordóñez en su salida dos pesos fuertes del Gobierno y del partido, Martín Villa y Pío Cabanillas. También Landelino Lavilla, pero lo suyo no era un cese sino un traslado a la presidencia de las Cortes. Se fortalecían en el Gobierno personajes de vuelo tan corto y tan rastrero que sorprendieron a los analistas. Tipos que antes ya habían dado muestras de sus malas artes políticas, como Pérez Llorca y Otero Novas, salieron fortalecidos. Hasta los comentaristas más apegados al Gobierno, como Abel Hernández en el órgano de la Iglesia, Ya, y Pedro J. Ramírez en ABC, no podían dejar de llamar la atención ante lo mal que lo estaban haciendo. «Es duro tener que escribirlo —exclamaba un acongojado Pedro J. Ramírez el domingo, 8 de abril—, pero desde su resonante triunfo electoral del 1 de marzo el presidente de la UCD y del Gobierno parece empeñado en cercenar todas las ilusiones engendradas durante la campaña, sustituyéndolas por la perspectiva de cuatro años dedicados al disfrute de un Poder convertido ya en fin en sí mismo». Ya tenía que ser insostenible la política del Gobierno para que uno de sus más fieles plumillas, Abel Hernández, pusiera negro sobre blanco: «Durante cuarenta días y cuarenta noches ha caído una especie de diluvio universal sobre el partido del Gobierno, que no supo administrar con cordura su decisiva victoria del 1 de marzo y que, desde entonces, ha ido cometiendo errores».[3]

El nivel sarcástico de la valoración del flamante Gobierno, el deterioro del respeto era tan absoluto, que el editorial del diario más influyente y leído de la transición escribe:

Fernández Ordóñez sale del Gobierno con la amarga lección del valor de algunas lealtades políticas de las que pudiera ser paradigma la resistible ascensión de Rafael Arias-Salgado, de quien se dice que tiene cara de sargento de submarino nazi. Acaso valga la comparación, dado que nunca se sabe en qué agua puede emerger. Tampoco cabe dejar sin mención el agradecimiento dado por La Moncloa a los servicios prestados por el señor Martín Villa. Los ministros que tengan vocación de mártires por la causa de la «empresa» o del propio presidente ya saben a qué atenerse.

Y no es cosa de continuar el desmenuzamiento, persona a persona, y cargo a cargo, de los entrantes y los salientes de este Gobierno, en el que se encomienda el envenenado tema de las nacionalidades a un numerario del Opus Dei[4] porque tiene amigos de fe en el PNV, y ni más ni menos que la cartera de Cultura a un hombre como Clavero, que, tras dar categoría de problema de Estado a la regionalización de La Mancha, puede abocarnos a todos a la reforma del alfabeto. La economía, por lo demás, bajo la experta dirección del ex presidente de la Diputación de Segovia,[5] encara la difícil situación con la ayuda de algunos currículums brillantes, junto a otros nombres que sirven para todo. En este camino el ex subsecretario del Interior —físico de profesión—[6] accede a la cartera de Obras Públicas y Urbanismo.[7]

Cuando el 5 de julio de 1979 se celebren los tres años de Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno, el conservador ABC hará una encuesta periodística entre gentes de la cultura y el espectáculo, desde Antonio Gala hasta Lola Flores, pasando por Carmen Conde, los escultores Chillida y Juan de Ávalos, la actriz Nuria Espert, el catedrático Sánchez Agesta y los humoristas Mingote y Coll —«Adolfo Suárez es un buen tuerto. Como en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Suárez me parece un buen tuerto»—. La única personalidad cultural que hace una defensa del presidente es el pintor Joan Miró, residente en Mallorca.

«La Empresa», esa curiosa denominación que utilizaban los pesos pesados de la UCD para referirse a su propio instrumento, está en crisis. Los máximos accionistas le han perdido el respeto al presidente. Ésta es la segunda etapa de La Empresa. La primera se limitó a la desconfianza. No se fiaban de Adolfo Suárez. Tampoco tenían ninguna razón para hacerlo. Ahora piensan que les va a llevar a la quiebra tratando de salvarse él. No hay que olvidar que el mayor promotor de La Empresa, el garante por excelencia, el Rey, hace tiempo que tiene sus dudas sobre la marcha de ese engendro que dio en su momento tan buenos réditos. La UCD ya empieza a cotizarse a la baja y en caída vertiginosa.

Al presidente Suárez se le ha perdido el respeto, incluso dentro de su propio partido. Los mismos que le deben todo, incluso lo poco que son, conspiran concentrados en la cuadratura del círculo: formar una gran derecha sobre la única base común, la que vincula tanto al centro como a la derecha más montaraz, el catolicismo. El fracaso histórico de cualquier formación política explícitamente democristiana —con las salvedades de Unión Democrática en Cataluña y el PNV en el País Vasco— será un fantasma que reaparecerá conforme se vaya agravando la crisis en el seno de la UCD. Los más audaces —casi cabría decir temerarios— de los conspiradores tienen dos signos de referencia: son democristianos y antisuaristas. Por si fuera poco, la Iglesia católica se muestra beligerante con el Gobierno, por primera vez desde la muerte de Franco. El episcopado en pleno denuncia la Ley de Divorcio y abre aún más la brecha entre las facciones de la UCD, lo que anima a los conspiradores democristianos para frenar el aventurerismo suarista, al que ellos denominan tímidamente «improvisación» o «guiños a la izquierda».

Eso es lo que dicen en voz alta, luego está lo subterráneo. Un grupo de obispos apela al Rey para frenar el divorcio y el Vaticano advierte que el Gobierno va por tan mal camino que peligra la visita del Papa, prevista para el próximo año.[8] Y lo más subterráneo aún, casi de sentina ideológica, es que el Opus Dei incita a la viuda de Herrero Tejedor para que insista en sus presiones antidivorcistas sobre Amparo Illana, la esposa piadosa del presidente.

La cuestión del divorcio se planteaba para la Iglesia católica y los democristianos como un elemento ideológico a refutar desde su concepción de conservadores, que es lo que en el fondo y en la forma eran. Pero había otra cuestión menos ideológica en apariencia pero mucho más trascendental, porque se refería a la disputa hegemónica entre el Estado y la Iglesia, y no era otra que la Enseñanza. No se ha dado al debate sobre los centros de enseñanza —la denominación de origen fue «Estatuto de Centros Escolares»— la importancia capital que tuvo en el enfrentamiento derecha-izquierda en el seno de la UCD, hasta llegar a la humillación de los socialdemócratas, intimidados por el furor reaccionario de Miguel Herrero de Miñón.

Habría de ser la ley más debatida de cuantas se presentaron en aquellas últimas Cortes suaristas; las posiciones socialistas defendidas por Gómez Llorente y las comunistas defendidas por Eulalia Vintró denunciarían el giro en la política de UCD. Un definitivo y agónico final de las posiciones centristas para tomar un sesgo conservador que se integraba en las posiciones de la Iglesia española y de los democristianos. La enseñanza privada religiosa se consagraba como fórmula gubernamental por un gobierno que había abandonado la ambición de arañar al adversario socialista con políticas socialdemócratas. La obsesión de Herrero de Miñón y de los democristianos de conformar la Gran Derecha acababa de plasmarse, quizá por vez primera, en la ley más debatida de aquellas Cortes, el Estatuto de Centros Escolares. Obligados a votar a favor de un texto que ellos mismos consideraban «confesional y clasista», los socialdemócratas de Fernández Ordóñez fueron humillados y ridiculizados en el Parlamento, abriéndose aún más la brecha entre las familias de la UCD.

Si la ofensiva de la Iglesia católica abría un frente nuevo, había un sector que desde el comienzo de la transición, y muy en concreto desde la legalización del PCE, vivía en permanente cultivo conspirativo. El Ejército. A finales de 1979, unas declaraciones de Milans del Bosch aparecidas en el portavoz genuino de la Gran Derecha, el ABC, dan el campanazo de salida a la presión pública del Ejército, hasta entonces mantenida a duras penas en el ámbito corporativo.[9] El capitán general de Canarias, González del Yerro, remacha el mismo clavo con unas opiniones que se interpretan como una nada velada amenaza.

Desde septiembre de 1979 hasta el golpe de Estado del 81, serán dieciséis meses de auténtica estrategia de la tensión y de vía crucis para el presidente Suárez. Prácticamente nada saldrá según sus intenciones, más bien todo lo contrario, y cada una de sus decisiones provocará efectos directos que no sólo no amainarán la tensión sino que la multiplicarán. Incluso las oportunidades para lucirse, como la celebración por primera vez en la historia de España de una reunión de la envergadura de la Conferencia Europea de Seguridad y Desarme, en noviembre del 80, se verá deslucida por los ataques que se ceban en la política internacional de Suárez. Aprovechando la bisoñez del presidente, su escaso «mundo político» —formación deslucida y provinciana, no habla idiomas, ni lee ni ha leído, hasta ser presidente nunca había salido de España—, la introducción del debate de Ormuz provocará un escandaloso cachondeo, no sólo entre la oposición sino sobre todo entre las propias filas ucedeas.

La cuestión de Ormuz se refería, como es obvio, al estrecho del mismo nombre, y como Suárez insistiera ante alguno de sus interlocutores en la importancia estratégica de este punto para la supervivencia energética de Occidente, amén de que tuviera la candidez de explicarlo con la ayuda de un globo terráqueo, de tamaño considerable, que enseñoreaba su despacho de Moncloa, todo esto dio pie a las burlas más sarcásticas, y más cuando se supo que Adolfo viajaba a Washington el 13 de mayo (1980) con el fin, según sus voceros, de «explicar al presidente Carter su visión del estratégico estrecho de Ormuz y la terrible dependencia energética de Occidente respecto a Irak».

Ciertamente que la geopolítica no era lo suyo, pero las intuiciones políticas de Suárez en ocasiones rozaban lo increíble. Vistos con ojos de hoy, nadie podría dudar de su clarividencia: Estados Unidos consideró Irak como un lugar prioritario para sus intereses; tanto, que acabó invadiéndolo. Pero a comienzos de 1980, el estrecho de Ormuz e Irak eran para el presidente español un modo de alzar el vuelo sobre la gallinácea política española. Antes de charlar con Jimmy Carter en la Casa Blanca ya había visitado a Saddam Hussein en Bagdad, e incluso cruzaría el umbral de lo correcto en política internacional al entrevistarse en la capital de Arabia Saudí con el líder palestino Yasser Arafat.

El abrazo de Suárez y Arafat constituyó una de las líneas de ataque de los democristianos en complaciente alianza con los sionistas, muy influyentes en la CEOE a partir del poderoso hombre de negocios Max Mazin, contra el aventurerismo del presidente y sus concomitancias con el enemigo palestino. Volvería a abrazar a Arafat en Mallorca y con ello acumulaba puntos para convertirse en enemigo a abatir. Empezó a considerársele un peligro cuando mandó observadores a la Conferencia de Países No Alineados, que se celebraba en La Habana. La verdad es que todos estos movimientos espasmódicos casaban muy mal con la intención, ya explicitada por él mismo, de ingresar en la OTAN, pero así era Adolfo. Si le limitaban las posibilidades de jugar a lo grande en la política española, trataba de contentarse con la del mundo.

En el fondo, los democristianos que conspiraban en el seno de la UCD, con sus burlas sobre el estrecho de Ormuz, aprovechaban para demonizar, vía sarcasmo, la insólita política exterior de Adolfo Suárez, especialmente el hecho de que se exhibiera con el dirigente palestino Yasser Arafat en Riad o en Palma, y lo más grave aún, colaborar en la Conferencia de Países No Alineados. Para los analistas norteamericanos, que seguían con atención de entomólogos vigilantes el proceso de transición español, aquello era inaudito. Un presidente del Gobierno, que había sido en principio designado por el Rey, y por tanto con el aval de ellos mismos, ahora volaba por su cuenta y se salía del marco, manteniendo relaciones particulares con países y líderes que exigían un permiso expreso.

La verdad sea dicha es que aún hoy nadie encuentra otra razón, fuera de la personal e íntima del presidente Suárez, para dar un sentido político, estratégico, a sus iniciativas en el campo internacional. No soportaba que le dijeran lo que tenía que hacer, y más aún lo que no tenía que hacer; se lo advirtiera el Rey o el Estado Mayor del Ejército o los grisáceos cerebros de la UCD. La política exterior de Adolfo Suárez era como la política interior, un producto suyo, inclasificable, con movimientos espasmódicos provocados por las intuiciones del presidente, nada dispuesto a dejarse clasificar ya fuera por la oposición o por sus adversarios internos. Es verdad que improvisaba, pero lo hacía siempre por necesidades del guión. ¿Y quién escribía el guión? Pues el día a día del devenir político. Él se limitaba a interpretarlo.

Por más que los efectos de la singularidad de Suárez como presidente tuvieran rasgos internacionales, lo que de verdad hacía estragos en su liderazgo era el instrumento del que se había dotado. La UCD, aquel magma pesebrero en torno al poder, que era él, La Empresa tenía que convertirse en un partido político. Sin que eso supusiera abandonar el carácter pesebrero, porque eso lo da la cercanía del poder, pero adaptándolo a las nuevas necesidades electorales. Paticorto le parecía el argumento que le asemejaba al Movimiento Nacional franquista, en el que Adolfo y gran parte de sus comilitones habían hecho sus primeras armas. Pero se mostraba reacio a no valorar suficientemente su carácter instrumental, como si se necesitara encontrar otro sentido más valioso que ése. Seguía siendo el partido construido por el presidente Suárez para ganar en las urnas el 15 de junio de 1977. O él lo creía así, para pasmo de buena parte de su cúpula, los llamados barones, que mejor hubiera sido denominar «jefes de partida», convencidos de que Adolfo Suárez no les era ya imprescindible y empezaba a serles una rémora.

Sin tener en cuenta esa anomalía insuperable, que era la marca de nacimiento de la UCD, es incomprensible la catástrofe política del referéndum de Andalucía. Sucedió el último día de febrero del año 1980, fatídico para Suárez. Todo lo que rodea al referéndum andaluz del 28 de febrero parece extraído de una colección de dislates. Es difícil contarlo porque resulta difícil creerlo, pero lo cierto es que ese referéndum será inequívocamente el comienzo del final de la Unión de Centro Democrático; en esto coinciden todos, analistas y políticos. Ya tenía que estar desnortada la UCD para que ella misma se construyera una trampa para elefantes en la que se propuso caer… ante el pasmo y la irrisión de sus adversarios.

Se trataba de una consulta sobre la autonomía de Andalucía propuesta por el Gobierno, para saber si los andaluces debían ser tan autonomistas como los catalanes y los vascos, o menos. Nadie en su sano juicio podría proponer algo tan descabellado y además optar por el «No». ¡El Gobierno de la UCD proponía un referéndum a los andaluces para que aceptaran ser menos autónomos que otras comunidades españolas! Metidos en aquel berenjenal, hicieron todos los amaños posibles para no ser derrotados, porque tal y como se había planteado la consulta no se trataba de ganar sino de no perder. Así, por ejemplo, se llegó a prohibir en todos los medios de comunicación dependientes del Estado —sólo había una televisión, conviene no olvidarlo— cualquier publicidad a favor del «Sí».

Un desbarre total que se tradujo no sólo en la derrota del Gobierno sino también en la ruptura del partido y el corte de sus bases centristas en Andalucía. Poco antes del descabellado referéndum, el 18 de enero, el ministro de Cultura, Manuel Clavero Arévalo, influyente catedrático de Sevilla y jefe de la facción ucedea desde las primeras elecciones del 77, dimitía y abandonaba la UCD. La misma decisión de poner a Ricardo de la Cierva, un murciano en la cima de su desprestigio, revelaba que el presidente vivía una pesadilla y decía escapar de ella haciendo como que no se enteraba. El manual del paranoico. El más prestigioso personaje de la UCD andaluza abandonaba el barco y, para mayor escarnio, los socialistas, la dirección del PSOE, tenían en Andalucía su feudo. El resultado fue demoledor.

Cualquier observador atento hubiera detectado en la dimisión de Clavero Arévalo como ministro, y en su sustitución por Ricardo de la Cierva, un síntoma inquietante de derechización, en este caso de «franquistización», valga el palabro, porque el presidente asumía una crisis con un gesto aprendido en la escuela de Franco-Carrero. Ante la inseguridad de los tiempos, enrocarse. Sustituyó a un profesor de Andalucía, letrado docto en saberes, rector varios años de su Universidad sevillana, presidente luego de su Caja de Ahorros, hábil político local de la escuela canovista y padre de familia numerosa, por un perillán lenguaraz y trepador, as de los negocios editoriales, historiador experto en ditirambos, casado y sin hijos, que poco más era Ricardo de la Cierva. Tenía, eso sí, el instinto servil de los conversos; había sido el autor de aquel memorable «¡Qué error, qué inmenso error!» con el que saludó la llegada del Suárez presidente.

El prestigio de Adolfo Suárez estaba muy bajo, lo suficiente para que un par de semanas antes de la consulta andaluza el entonces omnipotente número dos del PSOE, Alfonso Guerra, sevillano él, pronunciara aquellas palabras que registraron todos con cierta estupefacción por la temeridad de la metáfora: retrataba al presidente como «un tahúr del Mississippi con el chaleco floreado». Esto lo decía públicamente el vicesecretario general del PSOE el 13 de febrero, lo que significaba subir unos grados de calor en la caracterización de Adolfo Suárez, porque unos meses antes, en noviembre, lo había descrito con otra peculiaridad del profundo sur norteamericano: «Suárez es un hombre muy hábil, que siempre está con su chistera y su bombín, del que saca rápidamente el conejo de la suerte cada vez que lo necesita. Tiene como objetivo claro solamente uno: mantenerse a toda costa en La Moncloa, residencia que regenta como podría hacerlo con una güisquería». De la «güisquería» de noviembre al «tahúr del Mississippi» de febrero se había producido una ineluctable caída profesional. El prestigio de Adolfo Suárez para sus adversarios estaba por los suelos. Desde entonces hasta la moción de censura que presentará Felipe González en mayo, el presidente no tendrá respiro. Cada decisión, una torpeza; cada iniciativa, un error.

Pero no van a ser los socialistas quienes conviertan este año de 1980 en un auténtico tormento político para Adolfo Suárez. Será su propio partido quien le hará tragar quintales de quina. Al fin y a la postre, el PSOE era la oposición y cumplía con su deber; terminada la fantasmagórica etapa del consenso, cada uno tiraba del carro hacia el poder, la decisión la había anunciado urbi et orbi el presidente en la primera sesión constitucional. No sucedía lo mismo en la Unión de Centro Democrático que cada vez era menos Unión, representaba menos al Centro y se descaraba como escasamente Democrática. Se vio en el debate de los Centros Escolares. ¡Los Centros Escolares convertidos en el asunto capital! La derecha de UCD se lanzó a debatir su tema favorito: la hegemonía católica sobre la ofensiva laica de la izquierda. Se zanjó como a partir de ahora sucederá con todas las crisis de UCD, sin solución y ante la perplejidad general.

Toda confrontación con la izquierda provocaba una paradoja política, y es que debilitaba más al Gobierno y reforzaba a la oposición. Había algo en el Gobierno de Suárez y su partido, supuestamente centrista, que fallaba irremisiblemente; como si todos jugaran a ponerle las cosas imposibles a Adolfo para que se quebrara. En mayo se vio obligado a designar un secretario general en el partido, su fidelísimo Rafael Calvo Ortega, bellísima persona, al decir de todos, lo cual significa que no estaba en condiciones de hacer nada que no fuera colocar los paños calientes allí donde le dijera el presidente. Y además, forzado por la crisis interna, Adolfo decide introducir cambios en el Gobierno.

La crisis gubernamental de mayo de 1980 coincide con la crisis del partido —la UCD son varias ucedés—, y se multiplica porque el presidente se vuelve errático. El nuevo Gobierno que se inventa parte de su aislamiento. En apenas un año, aquel Gobierno, que había nacido bajo el signo de la piedad y la resurrección de la Semana Santa del 79, se había quedado sin fuelle. El programa tan meditado en Sierra Morena iba a ser trastocado y además con un rasgo brutal. En un año se iba al traste el Gobierno pero también su máximo hacedor, la sombra del presidente, su sosias, su valido. Salvo tres o cuatro personas, no más, que estaban en el secreto shakesperiano del presidente, todos se quedaron como espectadores convulsos del drama —Otelo, por los celos; Macbeth, por la ambición.

Fernando Abril Martorell salía de la vida de Adolfo Suárez, primer paso para la inminente salida del Gobierno. Es verdad que la Semana Santa del 80 la volvieron a pasar juntos, pero mejor sería decir que estuvieron juntas las familias y que fue en Formentera; pero ellos ya no eran los mismos. Se palpaba la distancia. Conociéndose como se conocían, Abril ya debía saber que tenía los días contados. Manuel Fraga, el cronista de la agenda, señala en su dietario del 23 de abril que el presidente Suárez le hizo saber sus diferencias con Abril Martorell. Hecho que cabría calificar de inaudito: un presidente de Gobierno hablando mal de un subalterno suyo —nada menos que su número dos— ante un líder opositor.

El presidente aparecía más solo que nunca. Si Fernando Abril se iba o le echaba, ¿con quién se quedaba el presidente? Pues con la nueva representación de la militancia ucedea, Rafael Calvo Ortega, un buen hombre, catedrático de Derecho, castellano de bien, viejo conocido de San Rafael, en la etapa segoviana, discreto y eficaz ministro de Trabajo. ¿Qué había pasado para que Fernando Abril, cuya intimidad con Suárez quedaba patente en la política y hasta en la vida familiar, como había constatado todo el mundo durante la Semana Santa del 79, resultara ahora preterido? Aún formaba parte del Gobierno, pero no acabaría el año.

Hay quien asegura que todo había empezado cuando se le rebelaron al presidente sus barones, el 24 de febrero. Adolfo había inventado una Comisión Permanente de UCD, un órgano restringido que él podía controlar fácilmente. Allí quizá fue la primera vez que el presidente oyó desconsiderados ataques a los modos de Fernando Abril. Se desataron Joaquín Garrigues e incluso Martín Villa. Y se escuchó también por primera vez el bordón que Garrigues le repetiría una y otra vez: «O formamos una banda y gobernamos contigo, o gobiernas tú solo». Lo que debía interpretarse: si gobiernas solo, luego no pidas reparto de responsabilidades en los errores.

Es obvio que iba a seguir gobernando solo, y aún más si cabe, porque empezaba a considerar que Fernando Abril era un generador de conflictos y ofensas, exactamente lo contrario de su misión. Los dos ministros del resto socialdemócrata —García Díez y Carlos Bustelo—, hartos del estilo cuartelero de Fernando Abril, habían ido a quejarse al presidente, y habían llegado a poner sus cargos a disposición de Suárez, paso previo a la dimisión irrevocable. El nuevo Gobierno de mayo, o más bien el renovado Gobierno que se saca el presidente de la manga el 2 de mayo, ya no tiene «rabanitos», expresión que ya habían adoptado Fraga y los democristianos para designar a los socialdemócratas, por aquello de rojos por fuera, blancos por dentro, y siempre al lado de la mantequilla. Serán sustituidos por un correoso conservador democristiano, José Luis Álvarez, quizá para compensar su derrota en la alcaldía de Madrid, y Luis Gámir, discípulo en última instancia de Fernández Ordóñez. Lo más llamativo del nuevo Gobierno estaba en la incorporación ¡al fin! de Juan José Rosón, en Interior, después de la probada incompetencia del general Ibáñez Freire, y el desplazamiento de Pérez Llorca, fracasado especialista en trabajos sucios por cuenta del presidente, a las cuestiones autonómicas —Administración Territorial—, que ni entendía ni le interesaban. El más cercano al presidente pasó a ser Arias-Salgado, Rafael, fiel y servil como converso que era.

Consciente de su aislamiento y de las operaciones de acercamiento de sus democristianos hacia Fraga, el presidente celebrará varios encuentros con don Manuel, cosa insólita en Suárez, por ver de llegar a acuerdos ante el inminente debate parlamentario de presentación del Gobierno y su programa. No se le ocultaba a Adolfo el que Fraga había tenido audiencia con el Rey y que no sólo le había descrito la situación con tintes apocalípticos, sino que había apuntado que no había otra alternativa que la conjunción del centro y la derecha; aunque al parecer no lo dijo, iba implícito que el centro no era Suárez sino una parte de UCD, y que la derecha era él. El presidente comprobaba en vísperas del debate parlamentario que le segaban la hierba bajo los pies. Al final, el único acuerdo que le pudo sacar a Manuel Fraga fue el de fijar las fechas para el debate. Sería del 13 al 15 de mayo, y ni eso sirvió para nada, porque murió el mariscal Tito en Belgrado, Suárez quiso ir al entierro y hubo de retrasarse.

El debate de presentación y programa del nuevo Gobierno lo inauguró Suárez, dispuesto a ser su mejor vocero. ¡Dos horas! Dos horas elogiándose a sí mismo. Bueno como era para el debate, lo perdía todo cuando leía los papeles. Se enranciaba, como si fuera alérgico al papel escrito. Y así fue, una apertura que anunciaba aburrimiento sin fin durante cuatro días. Pero todo cambió en la jornada siguiente. Subía al estrado Felipe González con un elaborado discurso, brillante y eficaz, de quien es consciente que se lo iba a jugar todo desde aquel mismo día. Cuando llegó al anuncio de la moción de censura contra el presidente, Suárez se quedó noqueado, le cayó como un mazazo y tuvo la intuición, casi la certeza, de que uno de los suyos sabía lo que iba a suceder y no se lo había anunciado. Fernando Abril Martorell.

El 28 de mayo, el que subió a la tribuna fue Alfonso Guerra para defender la moción de censura socialista. Se ensañará con el presidente y logrará la perplejidad y la irrisión de la Cámara a costa de Adolfo Suárez, en una de sus mejores actuaciones —frustrada su carrera teatral, Guerra hubo de concentrarse en el teatro parlamentario, logrando algunas interpretaciones estelares—, al señalar que el más aplaudido por la bancada de UCD había sido Manuel Fraga, con 375 diputados batiendo sus palmas al líder conservador. Y luego alguna palma menos para Felipe González. Pero ¿quién aplaudiría al presidente Suárez? Ni siquiera los suyos.

Puestos a repartir estopa al presidente se llevó la palma su antiguo cómplice, Alejandro Rojas Marcos, del Partido Andalucista, posiblemente el más duro. Nadie llegó tan lejos a la hora de definirle con tres palabras: «un árbol caído». Adolfo Suárez González, un árbol caído. No es difícil imaginar lo que significaba para un hombre con un alto concepto de sí mismo, un chusquero de la política, como gustaba de decir, pero seguro de tener en el morral el bastón de mariscal —según recomendaba Napoleón—, verse ahora así, sentado en el banco azul de las Cortes y solo. Hay una foto de ese debate, demoledora y simbólica, en la que se ve a Suárez como único ocupante de la bancada gubernamental, con un gesto tenso, entre la concentración y la angustia. Pero sobre todo solo.[10] Es la foto de un animal político derrotado. No confundirse, la diferencia entre un animal, a secas, derrotado, y un animal político derrotado consiste sobre todo en esto, el espécimen político se recupera pronto.

No tiene partido que echarse a la boca, porque lo controlan los democristianos de Herrero de Miñón, Óscar Alzaga y Landelino Lavilla. No tiene aliados porque el error del referéndum andaluz los ha espantado. El único amigo personal y político, Abril Martorell, le ha traicionado a ojos vistas, o como mínimo le ha demostrado que está harto de pasarle notitas sobre economía y las más variadas cosas. Y por si fuera poco, está al tanto de los escarceos conspirativos de Su Majestad con militares y civiles, para echarle.

Es un árbol caído que se resiste a que le retiren de la carretera del poder. Cuenta Emilio Attard, influyente diputado de UCD por Valencia, que una vez terminada la sesión en la madrugada del 29 de mayo y tras «una floja intervención de González», los diputados de UCD incitaron al presidente para que interviniera y lo rematara… «pero no tuvo capacidad de reacción. No podía levantarse. No estaba en situación moral de hablar. Estaba caído como le habían dicho, era un árbol caído». Lo que más estremece de este terrible apunte del democristiano Attard es ese «no estaba en situación moral de hablar», lo que podría interpretarse en lengua vulgar como «tenía la moral por los suelos», asunto que exigiría a hombres como Emilio Attard que explicaran el porqué. Carlos Abella, su biógrafo más competente, que a la sazón trabajaba en Moncloa y en el entorno del presidente, escribe: «Adolfo Suárez sabía que la CEOE, el Opus Dei y destacados periodistas se habían conjurado para echarle del poder y había oído rumores de que existía una operación en marcha para situar a un militar al frente de un gobierno de gestión. Desde hacía varios meses, Suárez dormía con una pequeña pistola en la mesilla de noche».[11]

Se siente acosado, y con razón. Los demócratas cristianos aprovechan para ponerle contra las cuerdas y exigir un funcionamiento democrático del partido; cuando uno se siente mayoría real en un partido desnortado, exige siempre la democracia interna para darle la puntilla a la dirección. Los socialistas hacen lo que menos podía desear, ponerle una moción de censura. El desahucio y la alternativa, frente a frente. Los últimos días de mayo presenciaron el primer gran combate de la democracia posfranquista. ¡Por el título! Entre un aspirante que se ha preparado para el momento y el campeón que aún cree que conserva la fuerza y los medios de mantener el título. Aunque estos combates no dejan un vencedor definido y los jueces que conceden el galardón son muchos y muy parciales, la verdad es que el presidente quedó muy tocado y el aspirante muy engreído.

Que el día de San Fermín, con todo lo que tiene de festejo y de taurino, se reuniera la cúpula de UCD es significativo. Pasará a la historia de Adolfo Suárez y de la UCD como la reunión de «la Casa de la Pradera», en referencia a una serie de gran éxito emitida en televisión, de procedencia norteamericana, donde aparecía una familia de vaqueros, amables y bien avenidos, en un entorno de peligros y aventuras. Exactamente como la UCD antes de que se desollaran vivos. Fue trascendental esta reunión de la cúpula de UCD porque será el último intento de formalizar algo parecido a un partido político, con diversas corrientes, cosa que estaba intrínsecamente fuera de los hábitos y las concepciones de Adolfo Suárez. Allí el presidente escuchó cosas que no le habían dicho a la cara nunca, con tal claridad y contundencia que hay quien señala esa reunión como el comienzo de la cuenta atrás; la primera tentación de dimitir y ponerles a todos aquellos, que se lo debían todo, ante el brete de capear el temporal solos.

Oficialmente fue una maratoniana reunión, en dos sesiones, de la Comisión Permanente de UCD, el organismo que se había inventado el presidente para evitar el engorro de reunir al Comité Ejecutivo, y tener así al partido más a mano. Debían tratar de la preparación del II Congreso partidario, pero se les fue la mano y hablaron de lo más evidente: por qué la situación se les escapaba de las manos y quién era el culpable. El destino quiso que fueran once, y en verdad que la reunión también podía tener versión televisiva —La casa de la pradera— o cinematográfica —Once hombres sin piedad—. El lugar, descrito por uno de los hombres del presidente, «junto al embalse de Santillana, con un vecindario de vacas, gallinas y ovejas, y la carretera cortada kilómetros abajo a los periodistas por la Guardia Civil»,[12] era uno de esos «marcos incomparables», adscrito al Ministerio de Obras Públicas y sito en Manzanares el Real, a una cuarentena de kilómetros de Madrid.

Fueron dos jornadas catárticas para el presidente. Allí, un Joaquín Garrigues muy deteriorado ya por la enfermedad tuvo la osadía de cuestionarlo todo, empezando por el liderazgo de Adolfo Suárez. Hasta Martín Villa, el taciturno, se destapó cargando las tintas contra el presidente. De las notas de Josep Melià, a la sazón el genuino secretario político de Suárez, se desprende que Fernández Ordóñez asistió en silencio a aquel ejercicio de masacre, y que incluso Pío Cabanillas osó criticar a un Adolfo que, por primera vez y de manera harto taimada y calculada, expuso ante los presentes su más enternecedora amenaza: dimitir. Las pocas fuentes verosímiles de la reunión coinciden en que Landelino Lavilla estaba acojonado; algo que acabaría siendo su estado natural. La reunión del primer día duró diez horas «y terminó en tablas», según escribe Melià. El presidente fue consciente de que aquello pintaba muy mal. El liderazgo de Suárez estaba quebrado, los barones de UCD coincidían todos sólo en una cosa: «en aquel momento» —el apunte es del cronista Melià— no se podía prescindir de Suárez.

La segunda sesión, dos días más tarde, no sirvió más que para constatar las diferencias y pactar un inestable equilibrio, que el presidente tratará de poner en práctica a su manera con el reajuste ministerial de septiembre. La cruel verdad es que salvo los dos Rafaeles —Calvo Ortega, secretario del partido, y Arias-Salgado, ministro de la Presidencia—, el presidente no contaba con ninguna otra adhesión incondicional. Ni siquiera la de Abril Martorell, que le parecía un apoyo condicionado. Los demás marcaron sus distancias. Pérez Llorca y Fernández Ordóñez, templados y a la espera de por dónde iba a explotar el presidente. Lavilla, atento a la traición inminente. Los otros —Garrigues, Cabanillas, Martín Villa—, conscientes de que tenían delante un árbol desplomándose y amenazando interrumpir su propia carrera.

Por primera vez Suárez es consciente de que ha perdido toda capacidad de liderazgo entre sus barones, por más que le quede, o crea que le queda, la base fiel y entusiasta amamantada desde junio del 77. Es entonces y no más tarde cuando se le oye esa reflexión digna del rey Lear, si no fuera porque Adolfo no sabía quién era el tal Lear, y una caída de tensión y melancolía le durara a él lo que un paquete de cigarrillos: «He perdido la batalla en la calle, he perdido la batalla en la prensa y ahora he perdido la batalla en mi propio partido».

En la Casa de la Pradera se le aparece, como un fantasma del pasado —hamletiano, diríamos por seguir con los símiles shakesperianos—, su inferioridad intelectual ante aquellos caballeros sabidos y estudiados. Garrigues Walker, Fernández Ordóñez, Lavilla Alsina… «Ellos —dirá no sin ironía años más tarde— eran grandes abogados, o abogados del Estado, yo había llegado sólo a abogado, a secas». Ese complejo de inferioridad intelectual, que él había logrado cubrir con su ingenio y su audacia, y sus atajos. No hay que infravalorar la capacidad de Suárez para unir audacia e ingenio en la búsqueda de atajos, y lograr su objetivo en un tiempo récord, antes que cualquier otro de los grandes bufetes y de los expresos europeos. Los famosos conejos de la chistera serán un recurso que delata a sus burladores, un chiste cruel referido al pasado y a los comienzos de la transición. Ahora es como un músico tronado que no acierta con la melodía y al que se le ha rebelado la orquesta.

Lo terrible de las sesiones en la Casa de la Pradera se reduce a algo tan sencillo y evidente como detectar que sus barones ya conocen sus trucos y por tanto sus carencias, y le exigen un pacto entre iguales. Eso en política se traduce en un «a partir de ahora ándate con ojo, porque el “todos iguales” no es más que un interregno hasta que alguien se distinga y te deje en la banqueta». Desde la reunión de la Casa de la Pradera el presidente tratará, desesperadamente y sin éxito, de recuperar el partido; hacer de la UCD algo más cercano a él. La UCD, o lo que sea, pero su partido debe seguir siendo suyo. Jamás lo entendió de otra manera. ¿Acaso no dicen los caballeros de la teoría política que todo partido es un instrumento? Pues eso, un instrumento, el suyo, para eso lo creó. ¿O no fue él? Los que pensaron otra cosa serían los demás, él lo tuvo claro desde el principio. Un instrumento para hacer ganar las primeras elecciones de 1977, y las de 1979. ¿Por qué habría de ser otra cosa?

No habían pasado dos semanas y Joaquín Garrigues Walker, uno de los hombres que habían hablado más alto y duro en la Casa de la Pradera, entraba en fase terminal y se lo llevaba un cáncer el 28 de julio. El presidente estaba de viaje por América Latina y volvió a toda prisa para velar el cadáver. Se le iba uno de los hombres que daban otra imagen del Gobierno, del partido y de la situación. Se acostumbraba a decir que los Garrigues eran como los Kennedy, pero habría que añadir que sin ningún talento político; sabían ganar dinero pero no administrar voluntades políticas. A ellos les pirraba la comparación con los Kennedy, y los periodistas, tan carentes de tema como de imaginación, les doraban la píldora. De una familia donde el padre había demostrado sobradamente que podía ocupar cualquier cargo con absoluta inanidad, ya fuera al servicio de Franco o de la Corona en general, embajador o ministro. ¿Y los hijos? Buena gente en el terreno personal, pero estaban incapacitados para la política, o a lo peor, se trataba de mala suerte, pero lo cierto es que de los muchos intentos por ocupar un espacio, sólo Joaquín —y porque fue de los primeros en apuntarse— alcanzó algo parecido a un liderazgo. También cabe señalar que España no es país para las sagas que no sean de negocios. La política exige otras dotes y es insólito que alguien haya mantenido algo parecido a una herencia política familiar. Intentos, muchos, pero consolidaciones, ninguna. Aunque cabría hacer una cierta distinción hacia los hijos de políticos franquistas que se colocaron en la transición, al socaire —como hubieran dicho sus padres— de la figura del Príncipe Juan Carlos, luego monarca. Pasó el relevo de padres a hijos y con una gama ideológica tan amplia como fugaz, casi efímera.

En plena canícula veraniega, ese tiempo en el que se asegura siempre en Madrid que no hay vida hasta el atardecer, el presidente Suárez se ve obligado a cambiar el Gobierno y en un momento en el que la ofensiva contra su persona en el seno del partido alcanza el grado de abierta conspiración. «Éramos un Gobierno muerto de pie», dijo uno de ellos. Va a ser el último gobierno de Adolfo Suárez. La espoleta fue la salida de Fernando Abril Martorell. Daba lo mismo que fuera dimisión o cese, porque fue de mutuo acuerdo y sin alharacas, con ese desprecio que se manifiesta en las separaciones donde los cónyuges se han querido mucho, y ahora no se preguntan por qué han de separarse sino cómo fue posible que antaño se quisieran tanto.

En el fondo, los curtidos chusqueros de la política no eran más que chicos ambiciosos que habían encontrado su oportunidad y la habían aprovechado. No sabían, o creían no conocer, a los que habían sido formados para mandar ya desde la adolescencia, los que se habían constituido en capitanes de toda partida que consintiera la opción de ganar. Nada más plástico que el desencadenamiento del cese-dimisión de Abril Martorell para descubrir que aquellos correosos chusqueros no eran sino amateurs entre cuatreros con idiomas. El malestar y el distanciamiento venía de meses; desde que Abril se cansara de las odiosas notitas y el poco caso que le hacía su amigo el presidente, y desde que el presidente percibiera un tonillo desdeñoso en su ayudante, que al fin y al cabo se lo debía todo ¡desde Segovia, año de 1968! Si hay anécdotas que sirven de categorías, ésta es una.

El presidente de la CEOE, Carlos Ferrer Salat, pertenecía a esa estirpe de ambiciosos con medios, que no habían improvisado en su vida. Gozaba de una fortuna notable, reforzada y en abundancia con la de su señora. No se cansaba de repetir a quien quisiera oírle —fui uno de ellos— su perplejidad ante el hecho incontrovertible de que un tipo como Adolfo Suárez fuera presidente del Gobierno. ¡Que lo fuera Suárez y no él!, quería decir. Alcanzaba a entender que había sido una elección primorosa de Su Majestad y ese Torcuato-Rasputín, pero no debió durar ni un día más que el de liquidar el Movimiento. Ni un día más. Lo cierto es que Ferrer Salat almorzó en La Moncloa el 23 de julio, y Adolfo Suárez, con esa inclinación suya hacia la intimidad pasando por la confidencia, puso a su amigo y vicepresidente económico como no quieran dueñas. Tenía su segunda intención: desviaba las quejas de la CEOE por el ¡criptosocialismo! suarista —así se las traían entonces los empresarios «liberales»— hacia alguien que tenía los días contados.

Terminado el almuerzo, le faltó tiempo a Ferrer Salat para contárselo a su segundo, Juan Antonio Segurado, un «chiuti» de filme de la serie B, de aspecto serio y atildado, que unía a cierta petulancia de enterado una cabeza de chorlito, como demostraría en su larga carrera política hacia la nada bordeando el juzgado de guardia. Fue Segurado quien transcribiría a Abril Martorell en estricta confidencialidad las ácidas y descalificadoras opiniones del presidente, y Abril, que a diferencia de Ferrer Salat y Segurado, era de sangre caliente, advirtió a su chófer de que enfilara en dirección a Moncloa. Allí terminó la amistad, la política y hasta el respeto personal de dos amigos que se entendían desde el 31 de agosto de 1968, en que Suárez inició el hábito de felicitarle por su cumpleaños.

Ferrer Salat y Segurado confirmaron que habían dado un salto de caballo en la operación «Gran Derecha», en la que estaban metidos hasta el corbejón junto a los democristianos, y que habían colaborado con éxito en la tarea de hacer que el presidente Suárez se sintiera más solo. Años más tarde, Fernando Abril iluminaría un poco el fondo de su dimisión, dándole un hondo calado político: «Empezamos a tener discrepancias ideológicas, diferentes ideas sobre qué hacer y dónde ir. Yo probablemente estaba, y estoy, más a la derecha que Adolfo… Adolfo se empeñaba en disputar el espacio de la izquierda, y ese espacio no era nuestro ni lo sería nunca…».[13]

La salida de Abril Martorell, que el presidente interpretó como otra puñalada por la espalda de la traición democristiana, le llevó a los brazos de los «rabanitos» socialdemócratas. Fernández Ordóñez, ministro de Justicia, nada menos. Y volvía García Díaz a la Economía. El Gobierno del 8 de septiembre de 1980 es el quinto y último del presidente Suárez, y tiene dos rasgos significativos, uno trascendente y otro frívolo. El trascendente es la aparición estelar de Leopoldo Calvo Sotelo como vicepresidente económico, lo que se traduce en sintonía con el presidente y, por tanto, va a ser importante como ariete de Suárez en los acontecimientos que vengan a partir de ahora. El lado frívolo, el de José Pedro Pérez Llorca; cesaba en su papel de «zorro plateado» y pasaba a Asuntos Exteriores, cerrando así su carrera política en el mismo lugar donde la había empezado durante el franquismo.

Alguien diría que se trataba de una maldición y posiblemente se limitaba a ser una casualidad, pero coincidió la desaparición de Abril Martorell de la vida del presidente con la muerte de Torcuato Fernández Miranda. Aquel maldito verano del 80 se llevó dos relaciones a las que Adolfo Suárez debía mucho más de lo que era capaz de reconocer. Sin Abril Martorell, el presidente Suárez hubiera sido un desterrado y un marginal en su propio Gobierno, porque Fernando había estado a su lado, ayudando en cada gestión política, y rompiendo esa sensación maléfica que sería la amenaza permanente de Adolfo Suárez: la soledad política y personal. Torcuato, desde la experiencia y su complicadísimo tejido de ambiciones e intereses, también servía de lo mismo. Es verdad que volverá a encontrarse con Abril Martorell; más exactamente será Abril quien, cuando vengan mal dadas, se mostrará como el amigo fiel y digno que siempre fue. Pero para Adolfo era ya una relación acabada. Nunca corregirá una decisión personal. Lo que se rompe se puede pegar, pero para él siempre estará roto definitivamente.

Lo sucedido con Torcuato le retrata. Puesto a ser duro, no hacía el papel de duro, como Fernández Miranda. Él no hacía ningún papel, sencillamente se comportaba con esa crueldad implacable de los que no saben retroceder. Arrollan y desprecian todo lo que queda atrás, y tampoco se conceden ni la piedad de echar una mirada, o una lágrima. Lo acabado, acabado está. Torcuato Fernández Miranda falleció el 19 de julio, casi un símbolo hacia su pasado, y lo fue a hacer en lugar tan extravagante para él como Londres. Había ido a visitar a su hijo, médico, y acabó ingresado en el Saint Mary Hospital. Durante los cinco días que duró su agonía, el presidente no le llamó ni una sola vez. Cuenta el cronista torcuatesco Joaquín Bardavío que Suárez vetó la visita de Landelino Lavilla al enfermo; de un presidente de las Cortes a otro que también lo había sido. Resulta verosímil que Adolfo Suárez considerara el gesto de su adversario Landelino como «exceso de celo». En el fondo y en la forma, tanto uno como otro no eran más que enemigos; nunca supo el presidente hilar tan fino como para diferenciar a los enemigos de los adversarios. El poder achica los matices, los disuelve, los apaga. Los odios de los animales políticos son como los de las fieras, no admiten relajo, ni perdón. Suárez ni siquiera asistió al funeral oficial que ofrecieron a Torcuato los Reyes. Fue en El Escorial, y cuenta Bardavío, en prosa de pavana: «Su reclinatorio, que no fue retirado, quedó allí como testimonio mudo y patente de su ausencia».[14]

Con el otoño, los frentes de oposición se multiplicaron. Mientras, al PSOE le bastaba con observar perplejo las jugadas; pasara lo que pasara, al final iba a recoger mucho más de lo poco que había sembrado. La ofensiva democristiana contra su propio presidente coincide en el tiempo, no en la intención, por supuesto, con el descaro militar, la insubordinación de las grandes figuras castrenses, de las que la gente común no tenía apenas idea salvo por las páginas de huecograbado del ABC, el diario que colaborará en la desestabilización definitiva del presidente; como si la Corona —que solían decir los monárquicos de toda la vida— hubiera dado luz verde.

El descontento militar —más preciso sería decir, la animadversión— hacia el presidente Suárez de las Fuerzas Armadas, encabezado como es norma castrense por sus altos mandos, será una constante durante el suarismo. Y sería una simplificación achacarlo, ni siquiera como motivo principal, a la legalización del PCE. Ya en enero de 1977, durante los trágicos días de atentados y asesinatos —lo que denominamos entonces «la semana del complot»—[15] aparece en su estrellato golpista un general. Un general del que se habla porque se mueve y porque le tienta el estrellato. Ese general se llama Jaime Milans del Bosch y está entonces al mando de la División Acorazada que se estaciona a la vera de Madrid y que es la más potente unidad de intervención del Ejército.

Hoy se puede decir, sin riesgos, que en enero de 1977 el general Milans del Bosch jugaba a los soldaditos cuando hacía maniobras o daba a entender que las hacía. Incluso se prodigaba con el Rey; la escena de ambos en traje de combate, sonrientes y comiéndose un bocadillo en Venta la Reina, fue una de esas instantáneas que dejaron a la ciudadanía un tanto inquieta. Cuando un monarca confraterniza con la tropa, es que quiere congraciarse con los mandos. Aquel mismo mes, Milans del Bosch elevaba una queja personalísima al Rey porque el Gobierno de Suárez se había saltado el escalafón en beneficio del general Antonio Ibáñez Freire. Cosa tan cierta como que el propio Milans se había saltado unas fechas antes a Ibáñez Freire y a otros seis generales. Cosas de la alta milicia.

Con estos antecedentes y algunos otros, familiares, que nos ayudarían a entender que para Milans del Bosch la idea y usufructo de España eran casi una cuestión de patrimonio, no podía causar asombro el que en el verano de 1980, cuando el presidente Suárez tocaba fondo con amenaza de ahogarse, apareciera otra vez el egregio general. Es verdad que estaban presentes ya algunas declaraciones de viejos hombres de armas, huérfanos del Caudillo, como el general De Santiago,[16] pero el primero fue Milans. General con mando en tropa, capitán general de la III Región Militar, con base en Valencia. Su aparición tomó la forma de una entrevista realizada por una periodista del Opus Dei, María Mérida, colaboradora habitual de La Vanguardia de Barcelona, pero que por expreso deseo del teniente general se publicó en el monárquico ABC madrileño. Le siguió otro teniente general, en este caso el de Canarias, Jesús González del Yerro. Tenía Del Yerro un pedigrí inequívoco; con Franco se había encargado nada menos que de las cárceles —director general de Prisiones de 1965 a 1970—, y ya en la primera etapa de la transición se le había escapado un grito macareno ante su superior jerárquico, José Gabeiras: «Se nos está muriendo España». Ahora declaraba al ABC, en la estela de Milans, que la cosa estaba que ardía y que él, si era menester, se ofrecía de bombero pirómano.

Había empezado lo que se denominaría «Operación De Gaulle», o lo que es lo mismo, la conspiración para colocar a un militar a la cabeza del Gobierno, obligando al presidente Suárez a dimitir. Una ofensiva a tres bandas: los democristianos, que llevarían la UCD hacia la Gran Derecha, en vecindad con la Alianza Popular de Fraga; el Ejército, que se prestaría a sacar España del marasmo en el que Suárez, según ellos, la había metido, y el Rey, que no sabía muy bien cómo quitarse de encima a aquel embaucador que se consideraba autosuficiente y le trataba a la baqueta. De los tres, eran las Fuerzas Armadas el más temible, porque la transición, desde la muerte de Franco y aun antes, le había convertido en garante del statu quo. Sin saberlo, era el gran Lampedusa: «Todo podía cambiar, pero todo debía seguir siendo lo mismo». Y esto, fuera del terreno de la novela, era casi imposible.

Para la operación De Gaulle había varios candidatos y muchos colaboradores. De la primavera al verano de 1980 se multiplicaron. Los tres diarios inequívocamente golpistas se pusieron al servicio de lo que fuera, siempre y cuando se mandara al carajo al presidente Suárez y a la denostada democracia. El Alcázar, El Imparcial y El Heraldo Español no cejaron de contar las más truculentas historias, alguna de ellas incluso real. El director de El Alcázar, Fernando Latorre, con el seudónimo de «Merlín» —un merlín nada encantador—, se convirtió en ariete de los militares golpistas. El ABC y su columnista política más leída, Pilar Urbano, que ya entonces se había ganado el cambio de apellido a «Suburbano», empezó la cantinela del «gobierno de gestión». Desde el verano, dos banqueros de larga tradición y fortuna, Alonso Fierro y Antonio María de Oriol Urquijo, fueron considerados centros neurálgicos de la conspiración.

Tras el batacazo del referéndum andaluz, los poderes económicos se prepararon para la sustitución, recambio, cese o lo que fuera, que todavía no tenían clara la fórmula aunque sí el objetivo. El «Adolfo Suárez Presidente» estaba acabado, incluso amortizado, y si no se daban prisa amenazaba con arruinarles la empresa. Fue a partir de entonces y fundamentalmente con fondos de la CEOE, con Ferrer Salat de presidente y Segurado de tesorero, como se suministró munición económica en la vía de conseguir la denominada «mayoría natural» —sumar Alianza a UCD, o viceversa—. Aglutinar a toda la derecha española en un gran partido evocador de la histórica CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), en la que Manuel Fraga desempeñara un papel de unificador, pero capitaneando las huestes nadie mejor que el propio Ferrer Salat. La Gran Derecha, o Mayoría Natural, se hizo omnisciente en el panorama mediático español gracias al papel bien engrasado económicamente de los columnistas políticos.

Lo más urgente y eficaz consistía en segarle al presidente Suárez la hierba bajo los pies. Había que quitarle el partido, la UCD. Nació entonces la plataforma de «los críticos», una facción demócrata cristiana dirigida por el triunvirato Lavilla, Alzaga y Herrero de Miñón. En la Historia de la transición publicada en 1984 bajo la dirección, nada sospechosa de radicalismo, de Pedro J. Ramírez y Justino Sinova, se escribe textualmente:

Miguel Herrero de Miñón montó la «operación crítica» de acoso y derribo de Adolfo Suárez… [que] tuvo financiación bancaria y se organizó con la disimulada divisa de «democratizar» el partido por dentro. Para ellos se eligió el slogan de la proporcionalidad en la elección de cargos y para ellos también se realizó una cuidadosa campaña de Prensa, destinada a presentar a Suárez como un político ya sin recursos y encerrado en tics autoritarios, típicamente franquistas.[17]

No es casualidad que el primer debate parlamentario, tras la catástrofe del referéndum andaluz, tuviera a Herrero de Miñón en unas posiciones tan conservadoras que alarmó a sus compañeros de partido. Fue en el debate ya citado del Estatuto de Centros Escolares donde se lució como líder de la facción más reaccionaria de las Cortes, haciendo innecesaria de hecho la intervención del representante de Alianza Popular, y asumiendo Herrero las posiciones de ambos frente a la izquierda. Gracias al dietario político que publicó Manuel Fraga, conocemos no sólo los contactos y conversaciones que tenía Herrero de Miñón con él, en una práctica inequívoca de traición a su propio grupo, sino incluso sus opiniones e iniciativas. Al tiempo que varios miembros del Gobierno trataban de alcanzar acuerdos con Fraga para cuestiones puntuales, Herrero almorzaba con él y llegaban a conclusiones tan definitivas como que «el obstáculo para todo entendimiento» es Adolfo Suárez, y se conjuraban en que «hay que sacarlo» de la presidencia del Gobierno. Con el tiempo, la actitud de Herrero alcanzará la sedición partidaria y la provocación directa. Días después del nuevo Gobierno de Suárez, quinto y último, publicará en el diario El País, que le dará cobertura en su campaña antisuarista, un artículo de opinión que era tanto como la denuncia y la ruptura con el presidente del Gobierno y del partido. Tenía un título breve —«Sí, pero…»— y una cola larga: «No al caudillaje arbitrario que pretende ocultar la irremisible pérdida del liderazgo político en el partido, en el Parlamento y en el Estado».[18] Más claro, agua.

La oportunidad para demostrarle al presidente que había dejado de tener autoridad en el partido, o al menos en la mayoría de su elenco parlamentario, se la ofrecería el propio Herrero de Miñón unos días después, en el mes de octubre. Obligado a contar con los socialdemócratas de Francisco F. Ordóñez, porque los democristianos estaban con armas y bagajes en connivencia con el enemigo, el presidente escogió como portavoz del grupo de UCD en el Congreso a Santiago Rodríguez Miranda. Sustituiría a Pérez Llorca, recién nombrado ministro. Fue la oportunidad esperada por Herrero de Miñón para demostrarle a Adolfo Suárez que su liderazgo en el partido había terminado.

Santiago Rodríguez Miranda daba un perfil muy curioso del cuerpo parlamentario ucedeo. Madrileño, diputado por Baleares, profesor universitario, abogado del Estado, empezó en la política dentro de la izquierda democristiana —estaba en el grupo fundador de Cuadernos para el Diálogo—, pasó luego al liberalismo divertido de Camuñas y recayó por fin en la cesta de los «rabanitos» socialdemócratas de Paco Ordóñez. Frente a él, el muñidor Herrero de Miñón en el momento más soberbio de su carrera, que nunca pecó de modesta pero que jamás logró coronar el éxito. La trayectoria política de Miguel Herrero de Miñón se caracterizó más por su eficacia destructora que por su capacidad creadora; nunca consiguió que alguien se fiara de él por mucho tiempo.

La batalla entre los críticos y el oficialismo se saldó con un resultado estremecedor para el presidente. Su candidato, Rodríguez Miranda, obtuvo 45 votos; menos de la mitad que su oponente, Herrero de Miñón, que consiguió 103. Tras este fracaso en el grupo parlamentario, la conclusión era muy simple: la UCD no consideraba a Adolfo Suárez como su líder. Él mismo lo reconocería así años más tarde: «Fue un varapalo absoluto, una prueba clara de que mi autoridad como presidente del partido había sufrido una grave erosión. Ni siquiera me fueron comunicados los acuerdos alcanzados por algunos dirigentes del partido la noche anterior».[19] Cuenta Miguel Herrero de Miñón en sus memorias que ese mismo día de su apoteósica victoria sobre el presidente Suárez llamó a Presidencia para quedar en pasar por allí al día siguiente. También llamó inmediatamente a Manuel Fraga para quedar a comer. No creo que haya muestra más clara de la situación que ésta: el flamante portavoz de UCD anuncia que visitará a su presidente y se asegura el almuerzo con el jefe de sus adversarios.

No hacía falta ser un lince para saber que Adolfo Suárez tenía los días contados como presidente, que sólo le quedaba su capacidad de resistencia. Herrero no podía menos que reforzarse. Era lógico después de haberle echado un pulso personal al presidente y haberle dejado en ridículo; no lo paraba nadie. Él mismo reconoce que la empresarial CEOE les suministró fondos para la organización de «los críticos». Su aparición en orden de batalla, nada estelar pero muy eficaz, lo hizo bajo la forma de un manifiesto. Se hizo público en diciembre y en él se plantea la «necesidad de reequilibrar el partido, conduciéndolo a su verdadero centro». Entre las primeras tareas para lograr el reequilibrio estuvo la de abrir una Oficina Permanente de los Críticos en el Hotel Palace, de Madrid, con fondos de la CEOE. El manifiesto iba firmado por las cabezas del grupo democristiano, Herrero de Miñón, Fontán, Alzaga, Álvarez de Miranda, José Luis Álvarez, e incluso el liberal Ignacio Camuñas, convertido ahora en compañero de viaje. Las dos líneas de ataque se concretaban en el fin del liderazgo de Adolfo Suárez y en la democracia interna.

Todos los elementos están dados en diciembre de 1980 para que al presidente no le quede un resquicio por donde pueda sentirse fuerte y esperar. Coincide el manifiesto de los críticos de la UCD —ya mayoritarios en el partido— con la aparición de otro manifiesto de muy distinto signo, el de los golpistas que se esconden tras la firma «Almendros», que hacen su primera aportación a la organización de un golpe de Estado. «Análisis político del momento militar», así de claro aparece en el diario de extrema derecha El Alcázar, el 17 de diciembre. Coincide también con el borboneo de Alfonso Armada y las confirmaciones de que ha tentado a los socialistas.

Uno de los episodios más controvertidos, por confusos, es el almuerzo del general Armada en la casa del alcalde socialista de Lérida. Retrospectivamente, cada cual ha querido ver en esta reunión lo que deseaba, y de paso justificar sus propias actitudes. Así, hay quien ha pretendido demostrar con ese almuerzo la participación de la izquierda en el golpe de Tejero-Milans-Armada, en un esfuerzo tan audaz que incluso hubieron de incorporar a otro comensal, Jordi Solé Tura, entonces diputado comunista catalán, para que se confirmara la hipótesis del contubernio, tan querida por el macizo de la raza hispano.

No tenemos aún ni una somera crónica de lo que ocurrió en la comida y ni siquiera una confirmación certera de los comensales. En su condición de gobernador militar de Lérida, Alfonso Armada asiste invitado a un almuerzo en casa del alcalde de la ciudad, el socialista Antoni Ciurana. También está invitado el secretario general de los socialistas catalanes (PSC), Joan Raventós. Enrique Múgica Herzog, miembro de la Comisión Militar en el Congreso de los Diputados, que está en Barcelona participando en la campaña de UGT para las elecciones sindicales, se suma al convite. Es claro que los cuatro debieron hablar de política; de qué otra cosa iban a hablar. Y que con toda seguridad ninguno de los socialistas presentes le hubiera hecho ascos a la posibilidad de que un militar como Armada consiguiera sustituir a Suárez formando un gobierno de concentración. Eso es una cosa no sólo verosímil sino certera. Pero es absolutamente incierto que la reunión la hubiera convocado Alfonso Armada. Es falso que estuviera invitado Felipe González, quien supuestamente delegó en Múgica. Es una invención que asistiera Solé Tura, diputado entonces de los comunistas catalanes. El interés por implicar a la izquierda institucional en la operación Armada nació en los meses que siguieron al 23-F y en vísperas del juicio a los golpistas. Pero no nos adelantemos.

Se entiende que Armada, con gran sentido del aprovechamiento de las oportunidades —como haría con el Rey, por otra parte—, considerara el almuerzo de Lérida como una luz verde a su proyecto, y también probablemente que los socialistas allí presentes se excedieran en las alabanzas al estamento militar, a lo que eran muy dados. Hasta aquí todo normal, o más exactamente, todo lo normal que puede ser algo en lo que interviene Alfonso Armada, cuyas intenciones unían a su condición de gallego ejerciente, la fidelidad al Opus Dei y el cultivo de las camelias, la de general de artillería y una personalidad de natural viscoso.

Un hombre muy bien informado sobre las entrañas de La Moncloa, Carlos Abella, señala en su importante biografía del presidente Suárez —con el que trabajaba en aquella época— que Adolfo se enteró del encuentro de Armada y dos dirigentes socialistas ¡por La Zarzuela! Cosa que sólo podían hacer el Rey o su ayudante, lo que confirmaría aún más la vinculación del general Alfonso Armada con la Corona en cada paso que da, tratando de segarle la hierba bajo los pies al presidente.

Hasta aquí queda clara la implicación de Armada y de La Zarzuela en la búsqueda, digámoslo así, de una alternativa a Suárez; un golpe de timón, una operación De Gaulle o como gustemos llamarlo, pero la participación o aprobación del PSOE no aparece por ninguna parte. El general Armada ofreció y los otros escucharon y transmitieron el mensaje. Esto es lo verosímil. Pero ¿qué ofreció? Aquí entramos en las hipótesis. ¿Qué podía ofrecer Alfonso Armada al PSOE a finales de octubre de 1980? Los periodistas Joaquín Prieto y José Luis Babería, en su libro sobre la conspiración del 23-F,[20] convierten a Enrique Múgica Herzog poco menos que en enviado del general Armada ¡y de Alfonso Osorio! Y así lo describen en una visita a la Generalitat de Cataluña donde Múgica explica a Jordi Pujol, president, y a Miguel Roca, jefe de la minoría catalana en el Congreso de los Diputados, la alternativa política que ofrecen Armada y Osorio, los dos confidentes históricos del Rey desde el comienzo de la transición, e incluso antes. Pero aquí hay gato encerrado, porque Pujol se refiere a «una misteriosa conversación» con Múgica en el mes de agosto y en Premià de Mar,[21] y Roca a un almuerzo con el dirigente socialista a finales de octubre y en la sede del president de la Generalitat.[22]

El almuerzo de Alfonso Armada en casa del alcalde Ciurana con los socialistas tuvo lugar el 22 de octubre, exactamente el mismo día que el Rey recibió en audiencia al general Torres Rojas, gobernador militar de La Coruña y principal colaborador de Milans del Bosch en el operativo del 23-F. La pregunta del millón está en detectar cuándo el planteamiento del golpe de timón, o la operación De Gaulle, se encarnan en la figura de Alfonso Armada, de tal modo que La Zarzuela colabore con él, boicotee al presidente y vaya sentando las bases para la dimisión de Adolfo Suárez.

Expulsado del palacio de la Zarzuela por decisión de Adolfo Suárez en su condición de presidente del Gobierno, Armada sale de la Casa del Rey para ocuparse, entre otras cosas, de la Escuela de Estado Mayor, y entre las primeras decisiones que toma es incorporar al ínclito periodista, Luis María Ansón, presidente de la Agencia EFE y viejo tunante de todas las conspiraciones filomonárquicas, para que «oriente y asesore» a la revista militar Reconquista, cuyo solo nombre bastaría para considerarla irredimible. Desde finales de octubre y hasta que lo consigan, La Zarzuela estará colaborando en las maniobras de aislamiento del presidente. A finales de noviembre el Rey recibe a Fraga; a primeros de enero, a Felipe González y Santiago Carrillo. Manuel Fraga escribe en su dietario, con fecha de «lunes, 22 de diciembre»: «Me llega información segura de que el general Armada ha dicho que estaría dispuesto a presidir un Gobierno de concentración».

Un día más tarde el Rey ya está haciendo deporte y sociedad en Baqueira Beret. Allí le visita Adolfo y allí le advierte el Rey de lo que se está preparando. Algo con toda seguridad insólito en la historia; el Rey informa a su jefe de Gobierno de que se prepara una conspiración para derribarle. Pero no al Rey, sino a su jefe de Gobierno. Cuenta el mejor cronista del suarismo, Carlos Abella, que «Adolfo Suárez se dio cuenta de que ya no contaba con todo el apoyo del Rey», forma pudibunda de decir que ese día el Rey le pidió que abandonara y dimitiera, porque el presidente Suárez no necesitaba ir a Baqueira para saber que llevaba tiempo sin contar no «con todo el apoyo» sino con ninguno. ¿Qué era entonces lo nuevo?

Dos cosas. La primera, que el Rey le había cortado la posibilidad de convocar elecciones; sencillamente se negaba a concederle esa oportunidad, por otra parte absolutamente constitucional. ¿Y la segunda? Le proponía trasladar al general Armada del Gobierno Militar de Lérida a la Jefatura de Estado Mayor (JEME) como segundo jefe, detrás del general Gabeiras. Aquí la negativa de Adolfo Suárez fue total. Si hasta Fraga, que es uno de los jefes de la oposición, está al tanto de la conspiración de Armada, qué no sabrá el presidente. Conociendo a Adolfo y su pasión por las escuchas telefónicas, es indudable que estaba al tanto del descojone que sobre él se traían entre Su Majestad y su íntimo edecán y profesor, Alfonso Armada; no hay sistema restringido de transmisiones que pudiera evitar al presidente escuchar lo que decían de él.

Estamos pues ante un curioso embrollo. Por un lado, el presidente Suárez parece convencido de que una disolución de las Cortes y nuevas elecciones podrían frenar el deterioro, proponiendo luego un Gobierno de coalición —con el PSOE, pero igual lo hubiera hecho con el PCE si le fuera posible; el Partido Comunista, no se olvide, tenía entonces casi el doble de diputados que Fraga Iribarne—. El Rey, por su parte, se muestra partidario de que la mejor alternativa es un Gobierno de gestión, esa idea cortesana y pedestre que ya se había ensayado en la prehistoria de la transición —la «Operación Lolita», o López de Letona, un gestor— y que ahora tenía no sólo el aval de la gran Banca y el empresariado sino también de los militares. ¿Qué mejor gestor que un general de presidente? ¿Y quién había mejor que Alfonso Armada, y de paso les metíamos un poco de miedo en el cuerpo a esos politicastros? Alfonso Armada era alguien «como de casa», en el que se podía confiar.

La foto fija de Baqueira, a finales de diciembre de 1980, es ésa. El Rey alimentando un Gobierno de gestión, dudosamente constitucional, por decirlo con palabras suaves, y el presidente Adolfo Suárez defendiendo una gran coalición que salve el escollo en el que ellos se habían metido. La vieja teoría del franquismo reciclado, según la cual se iba demasiado deprisa y se estaban quemando etapas. Tras cuarenta años de inmovilismo, aquel acercamiento a la realidad les parecía una vorágine. Carecían de la mínima experiencia política; no democrática, lo que es obvio, sino política. Y por si fuera poca la componenda, el 3 de enero el Rey recibía en Baqueira a Alfonso Armada y cenaban juntos; exactamente apenas unas horas, ni siquiera un día, de que Armada se desplace a Valencia para visitar al principal ejecutor material del golpe inminente, Milans del Bosch.

Lo único en lo que coinciden todos los que rodean al presidente Suárez por aquellos días es que Adolfo vuelve de Baqueira hecho otro hombre. Literalmente destrozado. Le dura el fin de semana. Su voluntad es resistir y para ello tiene una propuesta mágica, que soltará en el momento oportuno y que colocará a sus adversarios de dentro —los de fuera ya tendrán su merecido— contra las cuerdas de los hechos consumados. Convocar elecciones anticipadas.

Desde la entrevista de Baqueira con el Rey hasta su dimisión transcurre un mes, y de ese mes, sobre el que se tiene muchos datos y pocas certezas, sólo hay una evidencia y es que hasta el último momento, hasta el último fin de semana de enero, el presidente Adolfo Suárez no tiene la menor intención de dimitir. No le queda otra opción, no obstante, que confiar en su inveterada buena suerte y que aparezca algo en el horizonte que le permita convocar elecciones. El planteamiento es muy sencillo; por grande que fuera la crisis en UCD, una vez convocadas las elecciones volverían a unirse y a ganar, quizá por menos, pero a ganar. Ése sería el momento para Suárez de llamar al PSOE para un Gobierno de coalición. Exactamente todo lo contrario de lo que proponían desde el Rey hasta los críticos de su partido y la conspirativa CEOE. Había que cerrar el camino a una toma del poder del PSOE, en coalición o sin ella. La paradoja sarcástica es que al final serían ellos mismos, los del frente antisocialista, los que despejarían el terreno para que el PSOE barriera en las elecciones de octubre de 1982. Pero eso ya es otra historia.

El interés de los críticos, con Herrero de Miñón a la cabeza, está en cerrarle a Suárez la posibilidad de convocar elecciones, porque volvería a ganarlas y entonces sería su victoria. O podría perderlas, en cuyo caso las perderían todos ellos. Un día tan insólito como el 2 de enero, apenas recuperados de la resaca de fin de año, pero urgidos en la dinámica de no darle respiro al prestidigitador ese, que puede sacar un nuevo conejo del sombrero, la Ejecutiva de UCD, con grandes tensiones, logra convocar el II Congreso del partido, fuera de la Península, en Palma de Mallorca, y los tres últimos días del mes. La motivación para hacer un congreso en una isla, de un partido que es peninsular, no ha sido nunca explicada, pero debe tener algo de cabalístico. Como si alguien, o algunos, hubieran decidido ponérselo aún más difícil a un partido en estado de crisis. Celebrar el congreso de un partido arrogantemente peninsular en una isla no se le podía haber ocurrido a nadie en su sano juicio. O habían perdido el sentido o les importaba un carajo el congreso, salvo para boicotearlo y que sirviera de añagaza. Sólo en organización, en logística, un congreso en Palma resultaba complejo y oneroso.

Quizá daba lo mismo. El congreso dificultaba la eventualidad de elecciones anticipadas. Un partido no puede al mismo tiempo organizar un congreso y prepararse para unas elecciones; una cosa y otra son incompatibles y sus efectos duran meses. Para calentar los motores, el presidente de las Cortes y prominente democristiano, Landelino Lavilla, se propone como presidente de la UCD, para sustituir a Suárez. Lo presentan en sociedad el 12 de enero, con unas declaraciones a un diario que ha comprado el Gobierno, Diario 16, y donde no ocultan sus críticas al presidente.

La facción crítica de la UCD se ha inventado una alternativa a Adolfo Suárez, Landelino Lavilla, quien a la postre habrá de ser el que se quede con ella y ponga el cartel definitivo de «Cerrado por liquidación». Landelino Lavilla Alsina representaba en la transición española, hasta aquel momento, e incluso luego, el no-ser, la inanidad. Todo lo contrario de Adolfo Suárez por familia, trayectoria, personalidad, carácter y formación. Número uno de su promoción de letrados en el Tribunal de Cuentas y luego en el Consejo de Estado, ¡y a los veinticuatro años! Secretario general de Banesto (Banco Español de Crédito), presidente de la Editorial Católica y ministro de Justicia con Suárez, al que con toda seguridad no conocía de nada. Un egregio filisteo democristiano, buen jurista. Lo más destacable es su nombre, Landelino. Doscientos tres compromisarios de la UCD, noventa y tres de ellos parlamentarios, le dan implícitamente su apoyo cuando firman el manifiesto contra el presidente y por la «democratización del partido». Denuncian «la falsa unidad en torno a una persona».

Una semana más tarde, el portavoz más logrado de los críticos, Herrero de Miñón, exultante por sus éxitos reiterados que llevan directamente a la UCD a su quiebra y disolución, que es de lo que se trataba, se pregunta con malevolencia retórica: «¿Adónde va la UCD?». Hombre de lecturas, podía haber emulado a Cicerón en su diatriba contra Catilina: «¿Hasta cuándo Catilina?». Como entonces Cicerón, que bien sabía el final inminente de Catilina, Herrero podía explicar el de UCD, pero no lo hizo. Dio una conferencia con ese título en el madrileño club Siglo XXI. «¿Adónde va la UCD?» ¡Como si él no lo supiera! Bastaría leer de corrido el subtítulo que le dio el autor, también al desvergonzado modo ciceroniano: «Sobre el ocaso de un carisma personal y la sustitución del “Yo” caudillista por el “Nosotros” democrático».

La frase definitiva de la situación en el seno de la UCD y el enfrentamiento de la corriente democristiana con el presidente la pronunciará de nuevo su ariete principal, Herrero de Miñón, el 26 de enero de 1981, en un almuerzo con periodistas: «O el personaje [Suárez] cambia de estilo, o se cambia el personaje». Pero cuando la pronunció no sabía que él mismo, Herrero de Miñón, acababa de salir de la historia. Lo que dijera, pensara o escribiera no le interesaba ni un comino a nadie. El presidente Suárez acababa de dimitir y él no tenía ni idea de que sin Suárez en la presidencia él dejaba de existir como político. Pero es de nuevo otra historia.