10. Fidelidad al pasado, al presente y al futuro

Cuatro años en la dirección de RTVE

En 1969 los sábados seguían siendo días laborables; aún no había llegado la civilizada semana laboral europea que terminaba los viernes. El llamado impropiamente Gobierno «monocolor» de octubre de 1969 no se cansaba de repetir, en boca de sus máximos representantes, que la economía y el rendimiento eran los mejores trampolines para la felicidad. Por eso el sábado 6 de noviembre el Ministerio de Información y Turismo estaba abarrotado de trajes impecables, bigotes recortados y vistosas insignias en las solapas.

A las diez de la mañana empezaron a tomar posesión los nuevos altos cargos del ministerio: Adolfo Suárez, director general de RTVE; José María Hernández Sampelayo, subsecretario; Alejandro Fernández Sordo, director general de Prensa, y Enrique Thomas de Carranza, director general de Cultura y Espectáculos. Como el día era frío y desagradable, el ambiente pecaba de aburrido como si a los asistentes los hubieran despertado antes de su hora y todavía estuviesen amodorrados. A través de los ventanales se filtraba muy poca luz; la niebla acababa de retirarse. Esa misma niebla impidió que el director general de Promoción del Turismo, Esteban Bassols, aterrizara en el aeropuerto de Barajas; no llegó a la hora y se perdió las históricas frases del ministro Sánchez Bella, que también le afectaban a él. Lamentaba el nuevo ministro que los anteriores cargos hubieran dimitido, porque «a mí siempre me ha gustado, en los cargos que he desempeñado, torear con la cuadrilla de la empresa», y definía al flamante equipo como de «evolución dentro de la continuidad» y de «fidelidad al pasado, al presente y al futuro».

Tan ambiciosos proyectos por parte del señor ministro no motivaron ninguna dimisión instantánea, lo que en buena lógica podía haberse producido por parte de algún cargo asustado ante la perspectiva de ser un «continuista evolutivo» o de ser tan fiel al ayer, al hoy y al mañana que terminara en el hospital psiquiátrico. La actitud impertérrita del nuevo equipo fue una muestra de su firmeza y de su convicción en poder cumplir tan difícil plan.

Sánchez Bella constituyó durante su etapa ministerial un permanente motivo de reflexión política para grandes áreas del país; cuando hablaba no se sabía muy bien si lo hacía en serio o trataba de emular a los hermanos Marx. Su actividad y las orientaciones que daba como ministro crearon en torno suyo una leyenda que llegó hasta nuestros días: el ministro Sánchez Bella carecía de sentido del ridículo.

Pero noviembre de 1969 iba a tener otros motivos de atención más populares; al fin y a la postre Alfredo Sánchez Bella aún era un desconocido, su fama le llegaría con el tiempo. Ser ministro no significaba de inmediato la popularidad, a veces incluso era contraproducente: los máximos representantes del Estado, Franco y Carrero Blanco, reaccionaban negativamente al afán de los políticos por aparentar y figurar. El poder debía ser duro pero discreto, tal y como gustaba a las míticas clases medias castellanas, si es verdad que existieron alguna vez y no fueron una entelequia.

El 15 de noviembre España estaba pendiente de la televisión, no para emocionarse con el nuevo director general, ni por el flamante ministro, sino para contemplar a María Félix Santamaría Espinosa, conocida fuera de los juzgados y del libro de familia como «Massiel», de profesión cantante, que había puesto una pica en Flandes, ejerciendo de españolismo, al ganar en 1968 el Festival de Eurovisión con una canción cargada de contenido y titulada expresivamente «La, la, la».

Massiel intervino emocionada en el programa Guías del Sábado haciendo su despedida de soltera, y pronunció palabras dignísimas que revelaban una fuerte personalidad, muy acorde con aquellos volcánicos meses: «Callé cuando me colgaron noviazgos sin ton ni son, pero cuando he dicho me caso, es que me caso». Y así fue; el agraciado compañero era un especialista en cirugía plástica y estética apellidado Recatero, de nombre de pila Luis. La boda tendría lugar el 20 de noviembre y España entera se identificó con aquella chica feúcha, con mal tipo, pero con mucha audacia y algo ligera de cascos, como se decía entonces. A la España oficial le gustaban las mujeres así, siempre y cuando uno no las tuviera en casa, y siempre y cuando al final sentaran la cabeza. Massiel fue el hilo conductor que unió el modo de hacer del ministro Fraga, audaz y descocado, con el más pudibundo de Sánchez Bella. En la época de Fraga la chica había conseguido el triunfo a cualquier precio; con Sánchez Bella llegaba la victoria de la moral.

Mientras Massiel españoleaba en Prado del Rey, aquel sábado 15 de noviembre de 1969 la España oculta se agarrotaba al tener conocimiento de la muerte de Ignacio Aldecoa, un escritor que era más que una promesa, que estaba en el momento más fecundo de su carrera de narrador exactísimo y de creador de ambientes, y que unía a su calidad literaria una bondad natural que difícilmente se dan juntas. Pocos días antes de morir había dicho a un periodista: «Cuando se es joven, y creo que éste es mi caso, siempre se espera hacer la mejor obra. Siempre se puede poner en marcha la “dinamo” del entusiasmo. Después, al final, es cuando se puede hacer balance de lo escrito». El final le llegó demasiado pronto y hoy no es fácil hacer el balance de la obra de Aldecoa porque se acabó cuando sólo había puesto en marcha la «dinamo».

Noviembre de 1969: entre Massiel e Ignacio Aldecoa avanzaba el país. En el medio, la televisión y Alfredo Sánchez Bella. Los nombres y las figuras, sin ser políticas, enmarcan un tiempo, la mayoría de las veces sin que los interesados lo sepan, incluso contra su voluntad. Probablemente ése fuera el caso de Aldecoa y Massiel, pero Sánchez Bella no estaba en esa tesitura; se sentía parte muy firme de la historia, su voluminoso cuerpo ocupaba un lugar en la política, quizá menor de lo que él creía, pero bastante superior a lo que se habían imaginado los que le conocían.

Sánchez Bella estuvo considerado durante algún tiempo como un intelectual porque había dirigido el Instituto de Cultura Hispánica y había trabajado también en otros organismos dedicados al mundo ideológico del franquismo. Su fama le alcanzó en el ejercicio de la diplomacia, especialmente en Santo Domingo, en la etapa final de la era de Leónidas Trujillo. Fue un embajador de la «escuela siciliana», a caballo entre los métodos estilo Cosa Nostra y la habilidad del cortesano; aunque siempre fue valiente y en ocasiones audaz, cosas nada fáciles en el Santo Domingo de Trujillo.

Su gran momento empieza a partir del nombramiento de embajador en Italia. Su personalidad, sus modos y sus maneras, en contacto con el mundo italiano, dieron como resultado un personaje indescriptible; se relacionó con los más importantes servicios de información del mundo. Se consideró magistral la anécdota —auténtica— de sus recomendaciones a la CIA sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, que por suerte para la paz mundial los norteamericanos no tomaron en consideración; compró a periodistas italianos más a la derecha que la República de Saló mussoliniana para que defendieran la España de Franco, y sobre todo conspiró reiteradamente en favor de los hombres del Opus Dei y, por tanto, contra Fraga, Solís y el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, su superior, con el que fue ruin y desleal hasta la obscenidad. Sus cartas e informes a Carrero Blanco y al mismo Franco denunciando desde su balcón romano cualquier manifestación de aperturismo son bien conocidos.

Sánchez Bella padecía un furor inquisitorial insaciable. Sin embargo no serán esos informes denunciatorios dirigidos a Franco y a Carrero a los que deberá su nombramiento como ministro, sino a una larga carta enviada a Carrero Blanco denunciando el «plan de negociaciones» de Castiella con el Vaticano. Traicionó a su ministro llamándole traidor, como diría un bellaco zarzuelero.

Franco sentía una profunda antipatía hacia su ministro Castiella, fácilmente comprobable con la simple lectura de las Memorias de su primo Salgado Araújo. La carta de Sánchez Bella se recibió en aquel ambiente como si fuera un regalo de la providencia. Formó parte del dossier elaborado por Carrero que precipitó decisivamente la caída de Castiella, Fraga y Solís. Fernando María Castiella estaba algo alejado de la pelea cotidiana entre azules y laureanistas, pero Sánchez Bella contribuyó a colocarle en un lado de la barricada, que correspondería exactamente al de los derrotados. El ministro de Asuntos Exteriores era un democristiano moderado, de preocupaciones políticas bastante distantes de las de sus partenaires en la desgracia.

Manteniendo excelentes relaciones con Carrero y con López Rodó, sin embargo el elemento decisivo para el nombramiento de Sánchez Bella como ministro de Información y Turismo partió de El Pardo. Tanto Carrero como Laureano tenían miedo de una figura tan desmesurada como Alfredo Sánchez Bella; su carácter y sus modos hacían temer incidentes mucho más preocupantes que los de Fraga con sus subalternos, con la diferencia de que Alfredo podía ser un buen informador, incluso un hombre que sabía buscar el lado débil de las personas, pero de eso a dirigir un ministerio tan multifacético como el de Información y Turismo iba un trecho. Pero se lo había ganado a pulso, y nadie admitía volverse atrás.

Ya Sánchez Bella de ministro, el almirante Carrero, ayudado por los buenos oficios de Laureano, se dedicó a rodearle de eficaces y fieles colaboradores. Hombres de confianza de Carrero, que le tuvieron en todo momento perfectamente informado y que sustituyeron con tacto y talento las salidas de tono de un ministro formado políticamente en la escuela antillana del dictador Trujillo.

Los colaboradores más estrechos del ministro serían Hernández Sampelayo, Fernández Sordo y Adolfo Suárez. Dos pertenecían al Opus Dei —Sampelayo y Suárez— y Sordo mantenía excelentes relaciones con la Obra. Sampelayo y Suárez se conocían de Presidencia del Gobierno, donde Sampelayo había sido íntimo de López Rodó, y sustituto suyo en la Secretaría General Técnica a las órdenes de Carrero; por su parte, Adolfo estaba en varios empleos aledaños al poderoso Laureano, y en la órbita de los jóvenes con futuro de la cantera del Opus.

Los tres tenían un rasgo común, digno de ser muy tenido en cuenta: frecuentaban el palacio de la Zarzuela y estaban muy atentos a informar permanentemente al Príncipe Juan Carlos. Sin exageración puede decirse que sus únicas tareas consistían en servir a Carrero y al Príncipe; el resto ocupaba un segundo plano. En el caso de Adolfo Suárez, dada su confianza con el almirante y sus aspiraciones frustradas a un ministerio, había dejado bien claro que los asuntos de su Dirección General iban a ser tratados con las dos personalidades que marcaban el presente y el futuro, Carrero y Juan Carlos, y no con el ministro, que figuraba en la historia como un accidente, y que además había hecho gestiones, fallidas, para que un hombre de su cuerda, Alejandro Armesto, ocupara esa Dirección General.

En ningún otro ministerio se había preocupado Carrero tanto de que los directores generales respondieran a la nueva situación creada con el nombramiento de Juan Carlos como Príncipe heredero. El Gobierno de octubre de 1969 más que un Gobierno «monocolor», opusdeísta, como se consideró entonces, tenía una poderosa componente ligada a la figura del Príncipe, no sólo en cuanto a los altos cargos de Información y Turismo, sino también en otros departamentos, y, cómo no, en la Secretaría General del Movimiento donde se asentaba Torcuato Fernández Miranda. El Opus Dei, que planificó la batalla frente a los «azules», había recogido triunfos de peso, especialmente convertir la estafa de Matesa, en la que ellos estaban implicados hasta los tuétanos, en una victoria política, lo que no tiene precedentes en la historia. El Príncipe empezaba a vislumbrarse como el «otro Poder» y ellos figuraron entre los primeros visitantes rindiéndole honores. Franco, muy reacio siempre en lo que se refería a limitar su omnipotencia, consideraba aún «prematuro» el nombramiento de Juan Carlos como Príncipe, y cuando no le quedó más remedio que dar el paso, hizo, ante el embajador Jiménez Arnau, la reflexión más atinada de la nueva situación: «Mirando por la ventana en dirección hacia La Zarzuela [Franco] me dice: Arnau, esa carretera, dentro de pocos días, va a ser mucho más frecuentada».

Y lo fue. El triángulo formado por Sampelayo, Sordo y Adolfo recorrerá ese camino con regularidad. Los tres estaban más ligados al Príncipe, a Carrero o a Laureano que a su superior Sánchez Bella. Sampelayo había sido nombrado subsecretario expresamente por Carrero, y su puesto junto al almirante, que iba a ser ocupado por Orbe Cano, a última hora sería revocado por presiones de López Rodó, que entonces tenía gran ascendiente; en su lugar se colocó Meilán Gil, el protegido de Laureano, un gallego sinuoso y lacayuno, fino y buen informador, miembro de número en el Opus Dei, con experiencia en leyes.

Como los tres debían su cargo al almirante, el asedio al que sometieron a Sánchez Bella puso a éste ante ridículas situaciones. No tardaron en darse cuenta de que Alfredo no era más que un permanente «paridor de ideas», de las cuales el 90 por ciento podían rechazarse por descabelladas. Desde su llegada a Madrid, tomó tierra con un desconocimiento considerable de cómo funcionaban las cosas en la Administración. Su primer plan consistió en convertir la Televisión Española en un organismo semejante a la RAI, la homóloga italiana, lo cual, de haberlo realizado, habría conseguido añadir otro elemento surrealista a la situación del «medio». Su plan se resumía en la creación de compartimentos estancos en Prado del Rey, presididos por un hombre de prestigio, que en su opinión no podía ser otro que un diplomático. No tardó en darse cuenta de que el intento rayaba lo inverosímil.

La etapa de Sánchez Bella en el ministerio se consideró entre los funcionarios como unos años repartidos entre el delirio y la genialidad; todo era posible. Desde instalar una capilla en un estudio de Prado del Rey, hasta proponer una solución política al problema de la televisión en color, entonces dividida en dos técnicas: Pal y Secam. «¿Para qué decidirse por el Pal o el Secam? Pongamos una cadena con el Pal y otra con el Secam». Tal planteamiento provocó espasmos de hilaridad entre los profesionales, que se imaginaban ya la construcción de otro Prado del Rey para el Secam y se desternillaban pensando en la genial idea de tener dos televisores en casa, uno para cada procedimiento. Sus colaboradores le hicieron desistir del empeño, aunque él les garantizó que la idea le parecía correcta al Caudillo.

Día tras día, el triángulo Sampelayo-Sordo-Adolfo se encontraba con la genialidad ministerial de turno. Unas veces pensaba que Marruecos era el enlace terrestre ideal para la televisión entre Canarias y la Península, y otras, al contemplar por la pantalla a unos árabes agolpados en los andenes de una estación, instó a sus colaboradores a que estudiaran cómo instalar unas enormes tiendas de campaña, en las que por 150 pesetas se les diera pensión completa. Pero el que se le ocurrieran ideas descabelladas no puede hacer pensar que era una figura poco inteligente; al contrario, pocos ministros reunían su astucia y su capacidad para intervenir allí donde no le llamaba nadie. Para él, un hombre como Adolfo Suárez carecía de entidad política y por tanto no le prestaba ningún valor de futuro.

La antipatía entre ambos fue en aumento; evidentemente, Adolfo despachaba directamente con Carrero y con el Príncipe, sin tenerle en cuenta, y esto comportaba una permanente desautorización del ministro. Pero no era hombre Sánchez Bella que se amilanara; cultivaba las relaciones políticas y personales con Carrero, a quien invitaba con regularidad a cenar los sábados en el ministerio, en compañía de su esposa, y juntos veían a los postres las películas que el ministerio no había creído oportuno que viéramos el resto de los españoles.

Si el nombramiento de Sánchez Bella como ministro fue recibido con sorpresa por los funcionarios que habían estado en la despedida a Fraga Iribarne, no cabe decir lo mismo de Adolfo. Entre la mayoría de los profesionales del medio televisivo su nombramiento fue acogido positivamente; tenía experiencia en «la casa», lo que en aquellos tiempos se consideraba como un avance con respecto a épocas anteriores.

Sustituía a Aparicio Bernal, que dejó RTVE con un déficit de cinco mil millones, que se caracterizó por una manga tan ancha como la de un cartujo, que dejó hacer a sus ayudantes, para bien y para mal, y que tuvo el humorístico rasgo de pedir en una circular a los innumerables jefes de RTVE que rechazaran los regalos de Navidad. Este gesto fue interpretado como el de los reclusos cuando asistían por obligación a la misa de los domingos, que exhibían una sonrisa de benevolencia y cierto rictus de ironía, como quien entiende que, sea cual sea la sociedad, las formas son las formas.

Si en el ámbito del ministerio no se entendía con su titular, en la escala de su departamento Adolfo tenía un escollo en la figura de Rosón, que seguía en el puesto de secretario general de RTVE. No van a pasar muchos meses en esa situación; Rosón abandonará la partida y se trasladará en mayo de 1970 al Sindicato Nacional del Espectáculo, donde seguirán sus roces y enfrentamientos con Suárez. El cargo de «secretario general» se retirará del organigrama al cesar Rosón; en su lugar, se instaurará una dirección adjunta de TVE, que estrenará Luis Ángel de la Viuda.

Eliminado Rosón, el campo ya está abierto para que pueda desplegar su capacidad de director general. Lo va a hacer a su manera; en primer lugar, evitando como es lógico cualquier enfrentamiento con el Gobierno, incluso facilitando constantemente el medio televisivo, para que los ministros y otros ejecutivos aparecieran en pantalla para mejorar su imagen. Desarrollaba así la buena disposición, la servidumbre hacia sus superiores, que estaba en la base de su manera de actuar.

También hay que señalar el trato y la minuciosidad con que cumplía las orientaciones de Carrero Blanco, y la atención con que «mimaba» sus relaciones con el Príncipe Juan Carlos, haciendo válida la expresión de uno de sus antiguos colaboradores al afirmar que Adolfo trató a Juan Carlos como Rey antes de que lo fuera. En esto creaba otro motivo de roce permanente con Sánchez Bella. Mientras el ministro estaba mucho más ligado a El Pardo que a La Zarzuela, Adolfo servía escrupulosamente a la autoridad, pero el Príncipe estaba situado, en su escala de pleitesías, en el lugar número uno, por encima de los hombres del momento.

Otro elemento a tener en cuenta en la orientación que Adolfo da a su actividad como director general de RTVE es la de servir de puente para colocar en la cúpula de Prado del Rey a los hombres del Opus Dei; en este sentido cabe pensar que conocía muy bien la relación de fuerzas del momento en favor de la Obra. Su fervor religioso estaba en el punto más alto, ayudado por las obsesivas preocupaciones espirituales de su mujer, y permanentemente aconsejado por Sampelayo, considerado como el máximo exponente del Opus Dei en el Ministerio de Información y Turismo.

Además, sus relaciones con los hombres de Laureano López Rodó seguían siendo excelentes, pues el 1 de diciembre de 1969 forma parte, como vocal de libre designación, de la Comisión Interministerial de Planes Provinciales, codo con codo de Emilio Sánchez Pintado. Su correspondencia con miembros de la Obra tan representativos como Francisco Ansón —hermano de Luis María y Rafael— mostraba su receptividad hacia las ideas de monseñor Escrivá de Balaguer.

La televisión para un hombre como Adolfo era una fuente permanente de oportunidades políticas, de contactos, de información en suma. Poco importaba que el poder fuera delegado, porque todos los poderes son siempre delegados. La ilusión televisiva que vivió España durante los años sesenta y buena parte de los setenta se manifestaba en el prestigio, en la popularidad. La pequeña pantalla figuraba como la panacea a los mil problemas que la opinión pública no entendía o cuestionaba. Mitad caja de Pandora, mitad lámpara de Aladino, la televisión constituía el único baño de multitudes que podía permitirse la clase política sin el permiso del Generalísimo.

Si las características de Adolfo eran la amabilidad, la simpatía, el servilismo entusiasta; ocupar la dirección de RTVE facilitaba y daba pie para que esas dotes de su personalidad se desarrollaran sin límite. A los diversos niveles de la Administración siempre surgen momentos en los que conviene una explicación pública, o prever las cosas, o sencillamente autopromocionarse. Ahí estaba Adolfo, dispuesto a echar una mano.

Su personalidad se hace más porosa; facilita con mayor asiduidad los tuteos y las camaraderías. Son momentos de su vida llenos de reuniones para jugar al póquer o de cursillos espirituales de la Obra, y también momentos de furor proselitista en el aspecto religioso, que le durará hasta los primeros meses de 1973. Tiene especial preocupación porque su familia asista a las residencias del Opus y así cumplir con el ceremonial de los «retiros espirituales»; van a ir, especialmente recomendados por Adolfo, su tío Francisco el del Tiemblo, e incluso el agnóstico, Hipólito, su padre, que narrará de forma chispeante el grisáceo y soso ritual opusdeísta. Para «Polo» fue una experiencia más en una vida cargada de ellas, de la que sacó motivo para chancearse de su hijo —a quien tardará mucho tiempo en tomar en serio—, y comprobar que eso del Opus Dei era una institución con futuro, a juzgar por la categoría social de los cursillistas.

Para Adolfo, cualquier ocasión es buena y puede servir al objetivo que se ha marcado. Cultiva con escrupulosidad las relaciones sociales, no sólo en la espiritualidad sino también las diversiones y pasatiempos. Todas las tardes antes de volver a su casa en la avenida del Generalísimo entra unos minutos en la iglesia vecina, y tampoco pasa un fin de semana que no añada un peldaño más a su bien conocida fama de excelente jugador de naipes.

La televisión, fuente del poder y la gloria, está en sus manos; no puede hacer uso exclusivo de ella porque eso excede sus posibilidades, pero puede administrarla. Su teléfono es una tarjeta obligatoria para entrar en Prado del Rey y salir en ese rectángulo acristalado que embruja a millones de españoles. Por eso no le agrada ir al despacho de Prado del Rey porque está muy distante del ministerio, del poder que dan los pasillos, donde siempre se produce algún encuentro útil, alguna mano importante que estrechar, algún nuevo amigo al que prometer y cumplir un favor intrascendente.

Desde que ha vuelto de Segovia, la familia Suárez vive en la avenida del Generalísimo —paseo de la Castellana—, muy cerca del edificio del Ministerio de Información y Turismo. Todas las mañanas, nunca antes de las once, entra por la puerta que da a General Yagüe y se dirige al despacho. No es de los que se levantan pronto y se dan esa ducha de agua fría, preceptiva en los jóvenes del Opus Dei; por su carácter y sus maneras, no siente seducción alguna hacia las tradiciones prusianas; es trabajador pero cultiva en exceso la sociabilidad y eso tiende siempre a la indolencia, a la cena larga y la sobremesa interminable. Habrá que esperar hasta que se inaugure la Casa de la Radio en Prado del Rey para que vaya allí algunas mañanas, y simultanee ambos despachos.

Pero nunca aparecerán dudas o contradicción entre ellos; porque el sitio natural de sus mañanas será siempre el Ministerio de Información y Turismo, donde en amable conciliábulo cambia impresiones el «triángulo». Los tres responsables de la buena marcha del ministerio suelen hablar de política; son jóvenes, y tienen toda la vida y todo el Estado por delante.

Hernández Sampelayo, Fernández Sordo y Adolfo van a jugar un papel nada desdeñable como grupo conjunto de actividad política. Los tres son juancarlistas convencidos y apoyarán, desde sus distintos departamentos, cada uno de los viajes del Príncipe, dándoles una cobertura espectacular. En algunos le acompañará Suárez, como el que realiza a Barcelona en febrero de 1970 para inaugurar las instalaciones de Radio Juventud-La Voz de Barcelona.

Suárez es consciente de que ahí está el futuro de España, y ese pensamiento va a ser una divisa que guíe sus actuaciones. No habrá viaje real que no sea atentamente seguido por las cámaras de televisión, ni acto oficial en el que aparezca la figura del Príncipe sin que Adolfo la registre en el celuloide. Él, personalmente, irá con asiduidad a entregar a Juan Carlos los diferentes «vídeos» de los viajes y demás actos. Será una tarea que llevará a cabo puntillosamente, con un rigor y una rapidez que otros departamentos de la Administración estaban muy lejos de emular.

Adoptaba siempre ese carácter servicial que la esposa de Fernando Herrero Tejedor narraba, ilustrándolo con la anécdota del televisor; una simple sugerencia de Joaquina a Adolfo, para convencer a su marido de que comprara un televisor, se tradujo en el envío, pocas horas más tarde, de un aparato regalado personalmente por él a la mujer del que entonces era nada menos que fiscal del Tribunal Supremo. Ese carácter tenía un especial significado para el Príncipe Juan Carlos: aunque era el sucesor de Franco, su situación personal en confrontación con El Pardo y con los diversos grupos del Régimen no era precisamente cómoda. Mientras Sánchez Bella gustaba de responder primero a quien le había dado el ministerio y luego a los demás, Adolfo tenía otra escala de valores, que sin detrimento a una fidelidad ferviente a Franco y su familia, colocaba en primer plano la persona de Juan Carlos de Borbón como autoridad indiscutible. Si de Adolfo se dijo que trató a Juan Carlos como Príncipe de España antes de que Franco le nombrara, cabe decir que una vez reconocido como tal, le cumplimentó como jefe de Estado cinco años antes de que Franco falleciera.

Ese permanente hilo conductor de la personalidad de Suárez, que es el olfato político para intuir por dónde van a ir los vientos, tiene en la época de RTVE pruebas contundentes que ratifican esa afirmación. El 20 de octubre de 1972, el Príncipe inaugura la Casa de la Radio, y Adolfo atiende a que el rigor protocolario no deje nada que desear al trato que recibe un jefe de Estado. El director de Radio Nacional, José Manuel González Riancho, en presencia de Alfredo Sánchez Bella y de Adolfo, entregará a la Princesa Sofía un mueble de caoba de gusto dudoso con aparatos estéreo incorporados, y al Príncipe Juan Carlos una radio Grundig Transoceanic, que le emocionará particularmente, porque no estaba muy habituado a tales deferencias.

En esa ocasión, el orondo ministro de Información, quizá para evitar susceptibilidades en El Pardo, se refirió en su discurso a que Prado del Rey «es la casa de las lealtades», y nadie dudó a qué lealtades se refería Sánchez Bella. El 8 de marzo de aquel año se había casado Alfonso de Borbón con la nieta de Franco y se iniciaron una serie de operaciones políticas de doble dirección. De una parte, intentar presionar sobre el Generalísimo para conceder poderes dinásticos a Alfonso, llegando incluso a creer que podía sustituir al propio Príncipe, y de otra, los consejeros de Juan Carlos le animaron a adoptar actitudes firmes frente a la corte de El Pardo, rozando en algún momento el enfrentamiento, en defensa de sus derechos.

No es raro entonces que Sánchez Bella hable de «lealtades» a El Pardo. Adolfo jugaba con esto como un elemento más de erosión sobre la figura del ministro, por su poca adhesión al Príncipe. En más de una ocasión Sánchez Bella pedirá a Adolfo que filme y retransmita por la pequeña pantalla noticias en las que aparecen Alfonso de Borbón y su mujer, nieta del Caudillo con la expresa obligación de que el trato fuera de ¡altezas reales!, siguiendo la recomendación que Carmen Polo de Franco había hecho al ministro. Cabe deducir que el Príncipe Juan Carlos tenía noticia puntual de estos gestos.

Las lealtades en política se conjugan en pretérito. El triángulo Sampelayo-Sordo-Suárez se preocupaba por su futuro político que estaba en el área de imantación que rodeaba La Zarzuela. Esta unidad de planteamiento les llevará a juramentarse. Un despacho del Ministerio de Información y Turismo será testigo del pacto entre los tres amigos políticos: el que suba primero promete ayudar a los otros dos. No se sabe qué hubiera ocurrido de haber vivido más tiempo Hernández Sampelayo; el cáncer no permitió que alcanzara la transición a la democracia. Ni Fernández Sordo ni Adolfo cumplirán lo pactado. El 4 de enero de 1974, un par de semanas después de la ascensión y muerte de Carrero Blanco, Alejandro Fernández Sordo es nombrado ministro de Relaciones Sindicales y se olvidará de los acuerdos pasados; Adolfo habrá de esperar a que nombren ministro secretario general del Movimiento a Fernando Herrero Tejedor para conseguir un cargo político. Posteriormente será él quien lance al ostracismo a su amigo y colaborador de los años del Ministerio de Información y Turismo. Las lealtades en política, conviene repetirlo, sólo se conjugan en pretérito.

Pero durante los cuatro años que el «Triángulo» va a funcionar unido su actividad tendrá el objetivo neto y rotundo de favorecer al Príncipe Juan Carlos; y en el caso de Adolfo, aprovechando esta oportunidad para abrir una vía de agua que acabaría por hundir a su superior Alfredo Sánchez Bella. Quizá sea injusto creer que el ministro de Información no era favorable a la alternativa que representaba Juan Carlos; estaba demasiado ligado al almirante Carrero para que le cupiera la más mínima duda. Pero las cosas en los primeros años setenta no permitían el juego de bisagras que facilita el que las cosas giren; el control sobre la información era responsabilidad de Sánchez Bella y por tanto estaba colocado más en el entorno de El Pardo que en el de La Zarzuela. El doble poder empezaba a emerger en la figura de Juan Carlos y el ministro no lo vio; Adolfo Suárez, sí. La aspiración de Sánchez Bella, que quería ser un aceitado eje entre los poderes, se saldó en fiasco.

Ya en 1970, menos de un año después del nombramiento de Juan Carlos como sucesor, las cosas se planteaban así: Don Juan Carlos de Borbón decide a principios de febrero de 1970 —relata el cronista Ricardo de la Cierva— tomar distancias con el Régimen de cara al futuro. Concede a la gran prensa norteamericana (New York Times, New York Herald Tribune) unas declaraciones:

[Estas] declaraciones del Príncipe no sólo le acarrearon la admonición de Franco sino la bronca de López Rodó, que tuvo lugar el 24 de marzo de 1970. «¡No juegue, Alteza! No hay más Gobierno que el que hay; no debe tener otro Gobierno fantasma». Don Juan Carlos revela sus aprensiones sobre su primo (Alfonso de Borbón), que cuenta seguramente, dice, con más partidarios que él; confiesa que no ve a Franco desde enero; pero se muestra firme en su posición. «Yo estoy dispuesto a no irme, pase lo que pase. Naturalmente no puede preverse el estado de ánimo en que uno se encontraría si vienen mal dadas, pero ya he hablado con la Princesa y estamos decididos a no irnos, ni nosotros ni nuestros hijos. Esto nos da seguridad; no serán capaces de matar a unos niños».[1]

Es difícil encontrar palabras tan duras para expresar la batalla que se abría en el seno del Régimen por encauzar de una manera o de otra la sucesión. ¡Los hijos servían de escudo, como si se tratara de una batalla entre mafiosos! Y si ésta era la situación en 1970, dos años más tarde, casada ya la nieta de Franco con Alfonso de Borbón, las cañas se volvieron lanzas para Juan Carlos, y la lucha se fue transformando en guerra sorda; aunque a veces los estampidos podían escucharse, a poco que uno estuviera atento.

Alfonso de Borbón intentará de diversas maneras colarse en la Administración y adquirir una experiencia política y una popularidad que le permitiera situarse mejor, sumando a sus importantes títulos de Borbón y nieto consorte del Generalísimo, el de hábil administrador y conocido hombre público. Para ambas cosas quería contar con Sánchez Bella, en su calidad de «metomentodo» y de ministro controlador de los medios de expresión. Era proverbial en Sánchez Bella preguntarle indignado al delegado de Prensa, Fernández Sordo: «¿Cómo es posible que hayáis permitido publicar esto?», sin darse cuenta de que los tiempos del ministro Arias Salgado, de censura total, habían pasado, y que los periódicos, sin llegar a ser de oposición, tampoco eran oficiales. Se movían en el terreno enmarcado por lo oficioso, la multa y la metáfora.

A finales de 1972, Sánchez Bella, a bocajarro, conmina al delegado de Deportes, Juan Gich, en el estremecedor marco del Valle de los Caídos, a que se retire y ceda el cargo a Alfonso de Borbón, porque «El Pardo está muy interesado» en concederle esa ilusión al «nietísimo». Gich se lo comunica inmediatamente a su superior, Torcuato Fernández Miranda, ministro del Movimiento y nada menos que preceptor de Juan Carlos. Torcuato sentía suficiente desprecio por Sánchez Bella como para nunca preguntarle algo o reconvenirle, y además le consideraba un correveidile de El Pardo. Por eso Torcuato habló con Carrero y éste le ratificó lo que sospechaba: Franco quería ver a Alfonso, marido de su nieta, convertido en delegado nacional de Deportes. Como solía hacer Carrero Blanco cuando se trataba de asuntos que competían a Torcuato, le dejó que fuera éste quien abordara el tema con Franco. Fernández Miranda sabía muy bien lo que quería, y con quién se jugaba la partida; aprovechó que iba a despachar con Franco y le planteó el desacuerdo del ministro secretario general del Movimiento con la orientación de algunos intrigantes que querían nombrar a Alfonso de Borbón delegado de Deportes. Dicen que Franco no pestañeó mientras esperaba la justificación de esa negativa, y dicen también que las palabras del florentino Torcuato pueden pasar a la galería de ingeniosidades políticas del franquismo: «Excelencia, he rechazado esa sugerencia porque yo no puedo aceptar que los nietos del Caudillo estén a mis órdenes». Tocó al viejo Caudillo en el lugar que le afectaba, y no replicó. Alfonso de Borbón no sería ya delegado de Deportes.

Para Juan Carlos quizá fue 1972 el año más difícil hasta la muerte de Franco. Por entonces, cuenta Laureano López Rodó, tan poco dado a exagerar si no se trata de sí mismo, que «la Princesa Sofía, al saber que las obras de ampliación del palacio de la Zarzuela iban a durar un año y medio, dijo a don Juan Carlos: “Pero ¿estaremos aún en España para entonces?”». Un interrogante en el que había humor y desesperanza, y que planteaba a toda cabeza política la duda de qué orientación debía tomar. Los dos polos de atracción política, que años después se compensarían, estaban entonces totalmente desequilibrados.

Ese conflicto que planeaba en las relaciones entre El Pardo y La Zarzuela tenía su representación, a la debida escala, en el Ministerio de Información y Turismo, entre el ministro y el director general de RTVE. En un principio, el enfrentamiento entre Alfredo Sánchez Bella y Adolfo Suárez fue un problema de ambiciones políticas; Adolfo quería ser ministro, y dado que no lo era, deseaba ejercer como tal en el área de su competencia. En lo que respecta a Sánchez Bella, por el carácter un tanto atrabiliario del personaje y su entrometimiento permanente, no veía a su alrededor más que cortapisas a su trabajo. Los colaboradores le habían sido impuestos y, para mayor inri, el director general de RTVE le «puenteaba» con Carrero y el Príncipe, restándole la baza más importante de su poder político: la televisión.

Con el tiempo ese conflicto de ambiciones personales fue tomando cuerpo político. Adolfo mimaba las relaciones con Carrero Blanco y con Juan Carlos, mientras Alfredo cultivaba más el entorno de El Pardo y se hacía enemigos por doquier, sin descontar al propio Consejo de Ministros, donde sus genialidades no eran precisamente aplaudidas.

Sin embargo hay varias ocasiones en las que Sánchez Bella está a punto de conseguir el cese de Adolfo, trasladándolo a otros cargos políticos. Para el ministro, Suárez es un enredador, y mientras ocupe la Dirección General de RTVE no se sentirá tranquilo, pues desconoce totalmente lo que pasa en Prado del Rey y sus orientaciones ni siquiera son recogidas. Sánchez Bella aprovecha varias oportunidades para intentar alejarle, pero ninguna de ellas puede consumarse. La primera tiene lugar en septiembre de 1970, cuando Adolfo no ha cumplido aún el año en RTVE, y el ministro de Relaciones Sindicales, Enrique García Ramal, sufre un infarto que le pone al borde de la muerte. Entre los suplentes que tantea el almirante Carrero está Adolfo. Pero el 14 de octubre, García Ramal inicia una recuperación asombrosa y un mes más tarde, el 12 de noviembre, se incorpora a su despacho derribando los contrapuestos deseos de Adolfo y de su ministro.

Como ni el azar ni la desgracia beneficiaban a Sánchez Bella, fuerza al destino y convence al ministro de la Gobernación, Tomás Garicano Goñi, para que ofrezca a Adolfo el gobierno civil de una provincia. El nivel más alto que Garicano puede ofertar es el de Zaragoza, pero Adolfo no está dispuesto a ceder, a menos que se trate de Barcelona, donde por cierto está en aquel momento un gran amigo suyo, Tomás Pelayo Ros. Barcelona fue durante años una ilusión obsesiva para Adolfo; su amplitud, su importancia, le tentaban. Era un puente perfecto para llegar hacia un ministerio; había precedentes.

Pero ninguno de estos intentos, en los que Sánchez Bella puso tantas ilusiones, resultó exitoso. No quedaba más remedio que intentar segarle la hierba bajo los pies, sirviéndose de los errores del director general. Al margen de aprovechar las graciosas anécdotas, como aquella del Año Santo Compostelano, en 1972, cuando se iban a poner en beatísima relación televisiva las intervenciones de Franco desde Santiago y del papa Pablo VI desde Roma, que se simultanearían como si se tratase de un diálogo, y que truncó un error técnico, obligando al Generalísimo a esperar infructuosamente el magno acontecimiento. Al margen de esas chispeantes historias, había un punto en el que Sánchez Bella era un experto: la denuncia por «desviacionismo».

Si en la historia del Año Santo Compostelano, Sánchez Bella, pese a sus intentos, no logrará enemistarle con Franco, y Carrero ayudará a Adolfo a salir airoso del error técnico, en lo que respecta al desviacionismo el contencioso será más largo, y aunque fracasará, da idea de que en ese campo Suárez tenía poco que aprender de su ministro.

La etapa en la que Adolfo ocupa la Dirección General de Radiotelevisión coincide con lo que ha dado en llamarse el «carrerismo», es decir, el momento en que la figura del almirante Carrero Blanco ocupa el primer plano de la vida política, desde su cargo de vicepresidente del Gobierno, teniendo como brazo derecho a Torcuato Fernández Miranda y de izquierdo a Laureano López Rodó (restando, como en otras ocasiones, a los términos «derecha» e «izquierda» cualquier connotación política). El principal emporio de las relaciones sociales de entonces tenía su sede en el restaurante Maite, en la madrileña plaza de la República Argentina, donde gustaban de asistir los altos cargos, que guardan, como recuerdo de aquellos fastos, una foto emotiva con la habilidosa dueña, doña María Teresa Aguado de Castro. El restaurante se había inaugurado casi al tiempo que se constituía el Gobierno de octubre de 1969, y esa coincidencia iba a ser más simbólica que el «ganso a la frambuesa» o las deliciosas «mollejas al champán» o el «lomo de cerdo al orégano», excelentes especialidades de la casa, que perdurarán a Carrero o al mismísimo Régimen de Franco. (Reflexión curiosa esta que demuestra que la cocina y las especialidades son a veces como las obras de arte: sobreviven a su época y sin embargo, al saborearlas, no se añoran tiempos pasados.)

Eran tiempos de confusión y de duda; Franco parecía una calcomanía pegada sobre la vida política del país. Las tropas que participan en el Desfile de la Victoria de 1972 no perciben que Franco está ligeramente inclinado hacia atrás, sujeto por un bastón-sillín, como el que usan los cazadores; la clase política, a menos que cerrara los ojos, se daba cuenta. López Rodó escribe, a balón pasado, refiriéndose a aquel año de 1972:

Comenté con López Bravo la decadencia física de Franco, que ya no abría la boca en los Consejos de Ministros y a veces se quedaba adormilado. «Hemos de suplir sus limitaciones —añadí—, no podemos seguir actuando cada cual por nuestra cuenta. No hay Gobierno; sólo hay ministros que procuran hacerlo lo mejor que pueden y ganar prestigio, pero por libre. Hemos de plantear todos los ministros en equipo la acción política para 1973». Esto exigía tiempo y madura deliberación. Habría que sentarse en torno a una mesa y trabajar con papeles delante y seguir un orden del día. Le digo que, por muchos títulos (su antigüedad en el Gobierno y el orden protocolario de su Ministerio), él podría convocarnos a los demás ministros. Le hago ver el contrasentido que supone el que el Gobierno esté formado en su gran mayoría por hombres que queremos la apertura y aparecer como el Gobierno más retrógrado que ha conocido el Régimen. Los dos o tres «ultras» del Gobierno se están llevando el gato al agua. Hemos de plantarnos y señalar unos puntos en los que no estemos dispuestos a ceder.

Al margen de la «aperturista» declaración de Laureano —un hombre que manifestaba no creer en las conversiones políticas, lo que hace más difícil imaginar la suya—, la situación era de tránsito, de búsqueda de salidas, de toma de posiciones para el inmediato futuro, que se veía entonces a la vuelta de la esquina, y que tardaría en llegar aún varios años.

Las relaciones de Carrero y su entorno con RTVE no tienen rasgos propios; ciertamente hubo que incluir entre los modos y maneras de Prado del Rey, adquisición de anteriores épocas, algunas manías nuevas. Por ejemplo, el Almirante sentía una fobia particular por el humor de los hermanos Marx, que obligaría a suspender, en la segunda película, un ciclo de cuatro, dedicado a aquellos sublimes «marxistas». Carrero consideraba, según manifestó a los que se movían entonces en su círculo, que el llamado humor de los hermanos Marx no hacía reír, y por tanto su prestigio era harto sospechoso. Parece ser que Sopa de ganso fue el motivo de la suspensión de la serie. Carrero no entendía a los hermanos Marx, y eso le preocupaba. Cabe sospechar que subconscientemente comprendía a la perfección su mensaje; de ahí su prohibición. Este apunte, rigurosamente histórico, merecería un análisis pormenorizado, entre Freud, Lacan y Vallejo-Nájera, que fue el psiquiatra más notorio y más intolerante de la posguerra española.

Adolfo conocía muy bien el significado de la televisión, ese reptil que se introduce en las casas, observado con ojos inquisitoriales por los prebostes del Régimen, y sus familias, quienes a su vez ejercían presiones inenarrables. Por eso, y al margen de la obsesión denunciatoria de Sánchez Bella, no hay una separación neta entre Adolfo, como censor y controlador de la «sanidad mental» de los telespectadores, y su responsabilidad como jefe de Programas, director de la Primera Cadena o director general. Aunque existan matices a tener en cuenta.

Las labores censoriales en TVE se afamaban con la presencia de José Francisco Mateu Canovés, juez de Orden Público —que morirá años después en un atentado terrorista—, quien dedicaba varias horas diarias al visionado de los diferentes filmes, cobrando a razón de 250 pesetas por hora, cantidad tan poco tentadora que convierte su función en un caso curioso de amor a la censura. Otro colaborador de estas artes censoriales era Mariano Palacios, jefe de los Servicios de Información del Movimiento, y los señores Francisco Ansón Oliart, Mariano del Pozo, el dominico Antonio Sánchez Vázquez y otros de menor cuantía.

Mientras Adolfo dirigía los programas de la Primera Cadena en los años sesenta, los hacendosos hombres de la censura de TVE, que dependían directamente de sus orientaciones, blandían las tijeras como si de la espada del arcángel san Gabriel se tratara. Merece la pena reflexionar sobre aquel fenómeno en el que se mezclan la política, la psiquiatría y la sociología más funcional.

La película Fedra no podía ser emitida, por «las características familiares de este espectáculo, y esto por muy Fedra que sea», añade en un furor muy poco grecolatino el reverendo padre Sánchez Vázquez. Otro largometraje, Cena de acusados, podía autorizarse siempre y cuando se «suprima la frase “los cerdos de la Gestapo”, que está en la última bobina». O aquélla con Francisco Rabal, titulada Diez fusiles esperan, en la que obligaron a suprimir en la primera bobina «tres besos», en la cuarta bobina otros tantos besos, y en la quinta la frase «fusilen a su querida», donde el censor, en un alarde de precisión, añade: «Esto es el final de una frase que es necesaria y que por tanto no puede suprimirse» (se entiende que entera).

Otras veces la falta de respeto alcanzaba lo insultante para las proyecciones cinematográficas; así, por ejemplo, hay que recordar a aquel emocionante Humphrey Bogart de Casablanca cuando apostaba con el prefecto de policía, Renaud, y éste decía «sólo soy un funcionario», en vez de decir «sólo soy un funcionario corrompido». O el interrogatorio de la policía al jefe de la resistencia donde faltan frases tan históricas como la de «ni los nazis pueden matar tan aprisa». Se podía seguir hasta el infinito. Películas como la aburridísima Cómo casarse con un millonario se ofreció en Televisión Española el 17 de octubre de 1965, con cortes que revelan mentalidades enfermas: segundo rollo, «suprimir el primer plano en traje de baño»; tercer rollo, «aligerar los primeros planos de las modelos en la Casa de modas»; cuarto rollo, suprimir «el beso, cuando están tumbados en la nieve»; quinto rollo, suprimir «el beso en el plano del coche» y «el beso en el apartamento del hotel». La película quedaba convertida en algo parecido a Cómo casarse con un millonario tímido.

El paradigma de la labor censorial es una carta del Gabinete Técnico del ministro Fraga Iribarne, firmada por Gabriel Elorriaga y dirigida al jefe de Programas de TVE, Adolfo Suárez, que con su visto bueno la envió al responsable del departamento. Lleva fecha del 27 de abril de 1966 y se refiere al genial filme de Robert Rossen Todos los hombres del rey, que la censura transformó mágicamente en Decepción para que no cupieran dudas del carácter negativo de la historia. La carta, íntegramente, dice así:

Nos ha sido consultada la película americana All the King’s Men, que, en español, ha recibido el nuevo título de Decepción. La película constituye la exposición de la vida de un self made man (sic), un hombre del pueblo, que partiendo de una baja posición social y una educación elemental, mediante un asombroso esfuerzo de voluntad, llega a superarse de tal forma que se convierte en un leader (sic) popular en el campo político y en gobernador de un estado norteamericano. A esta película, que, por otra parte, viene acompañada por una excelente dirección, no se la podría objetar, en principio, ningún reparo. Pero, al exponer la vida del aspirante a leader (sic) político y más tarde gobernador, se entretiene en ofrecer al telespectador el negro mundo de la política interior norteamericana. Los chantajes, las listas negras, las represalias, las exigencias hasta llegar a límites extremos, llevados a cabo por el gobernador y su grupo, son presentados con gran crudeza. Todo ello, además, viene acompañado de diálogos que constituyen una burla de los principios más elementales del funcionamiento de las instituciones políticas. «El mundo de la política sobre el que se generaliza constantemente en la película», aparece como un mundo lleno de ambiciones personales y egoístas, en el que los políticos aparecen llenos de egolatría. No existen los intereses generales o de bien común, sino los intereses directamente personales o de los grupos políticos.

Por todo ello, aunque la película en sí sea un modelo de dirección y ambientación y constituya una obra «muy interesante para un público preparado, no debería ser ofrecida por TVE. La mayoría de los telespectadores españoles, que hoy se cuentan por millones, tienen unos niveles culturales limitados, y el efecto que produciría la película sería perjudicial». Porque, aunque los hechos y las personas pertenecen a una sociedad diferente de la nuestra, por las continuas referencias generales a la vida política, actuación de las personas y grupos políticos, la mayoría de las veces prescindiendo de los más elementales principios de respeto a la persona y a la vida personal, hacen que dicha película pueda causar como hemos dicho antes, «efectos negativos en el público».

Se indicó, dada la calidad de la película, que se podría pensar, quizás, en la posibilidad de que ésta pudiera pasarse en el programa UHF. Respecto a ello, no parece recomendable, porque hoy existen ya muchísimos aparatos de TVE con UHF incorporado y, por tanto, el número de telespectadores es muy numeroso. Sin dejar de considerar que entra dentro de lo opinable y no se puede emitir un juicio tajante, «nuestro consejo es decididamente considerarla nada recomendable para Televisión Española».

Los destacados (entre comillas) son del propio Gabriel Elorriaga, y la película tendría que esperar años para que los «mentalmente limitados telespectadores» la vieran emitida por televisión. Cualquiera al leer esta clarividente carta pensará que el tal Elorriaga era una cándida y juvenil paloma, que desconocía que la política interior española tenía más «chantajes, listas negras y represalias» que la norteamericana y el occidente europeo juntos. Probablemente lo sabía muy bien; gallego de El Ferrol, director del Centro de Estudios del SEU, jefe del Servicio de Asociaciones Familiares, ya figuraba, en 1966, como jefe del Gabinete Técnico de Fraga Iribarne. Había sido acusado reiteradamente por los comunistas en la clandestinidad de elaborar falsos ejemplares de Mundo Obrero y de estar conectado con los Servicios de Información del Estado; se le consideraba un especialista en la «intoxicación informativa». Robert Rossen, el director de las inolvidables Lilitah y Mambo, con la sugerente interpretación de Silvana Mangano, que había conseguido con Todos los hombres del rey tres Oscars en Hollywood, no sabía que iba a encontrar en su vida a Gabriel Elorriaga y que por tanto en España no accedería al gran público más que por las fotos.[2]

La obsesión censorial tuvo en la siguiente década de los setenta módulos muy precisos. Adolfo va a crear un grupo de «valoración de contenidos», autodefinido como «gabinete pensante», capitaneado por Francisco Ansón, un hombre del Opus Dei, y Mariano del Pozo. Francisco Ansón pertenece a la conocida familia Ansón, y de los cuatro hermanos, si exceptuamos a la fémina, es el menos conocido por la opinión pública, dándose la curiosa característica de que ésa es su profesión. Mal estudiante, hace el bachillerato en el colegio madrileño de El Pilar, semillero de futuros dirigentes. Su voluntad de entrar en el Opus Dei es tan inquebrantable, que Andrés de la Oliva, director de la Escuela Nacional de la Administración Pública en Alcalá de Henares, le sugiere y le incita a visitar durante tres meses la Universidad de Lovaina, de donde volverá psicólogo e ingresará en la Obra. En la misma escuela de la Administración, donde Andrés de la Oliva es director, Francisco gana un concurso-oposición que le convierte en profesor numerario. En julio de 1969 entra en RTVE como psicólogo adscrito al departamento de «Gerencia de Publicidad».

El eterno tema de la política que teje y desteje la vida de los hombres penetra en la de Francisco Ansón de una particular manera. En el verano de 1969, los olores y sabores de Matesa traspasan puertas y ventanas, la crisis está a punto de cristalizar, y la batalla del Opus Dei contra sus adversarios llega a cotas de lucha sin cuartel. En este clima cargado y receloso del verano del 69 cenan el director general de RTVE, Jesús Aparicio Bernal, y el presidente de la Compañía Telefónica, Antonio Barrera de Irimo. El tema inevitablemente pasa por los telares de Matesa bendecidos por monseñor Escrivá de Balaguer. Frente al optimismo que refleja Aparicio, Barrera echa agua al vino de sus ilusiones y le garantiza que el Opus saldrá vencedor y que no le afectará excesivamente el affaire Matesa; incluso llega a comentar, teniendo como únicos testigos los platos y el mantel, que la organización de la Obra es sólida y que cuenta con un excelente servicio de documentación en la calle Alberto Aguilera, dirigido por un Ansón poco conocido, que ejerce de profesor en Alcalá de Henares.

Aseguran que a la mañana siguiente Aparicio Bernal convocó al director de TVE, Luis Ezcurra, y le conminó a poner en la calle a Francisco Ansón. Finalmente no llegó la sangre al río, porque Ezcurra era lector de los refranes orientales y hay uno que dice: «Empleando veraz y conciliador lenguaje durante mucho tiempo, tendrás cuarenta gloriosos dientes, en hilera igual y buena». Lo que no impidió que le hiciera la vida imposible; cobrará menos de lo pactado y le enviará a un despacho sin ventanas. Va a ser un castigo duro pero breve, porque el nuevo director general Adolfo Suárez crea el Departamento de Estudios e Investigación de Audiencia, y le pone al frente. La suerte no va a durarle; a finales de 1972 sus compañeros le fuerzan a abandonar el departamento por adulterar las investigaciones sobre la audiencia de los programas de televisión para agradar a Adolfo Suárez. Las pruebas son tan concluyentes que se le envía al limbo de los empleados de TVE, conocido como «nómina fantasma», de donde le sacará su hermano Rafael al ser ungido como director general de RTVE en julio de 1976.

Pero en 1970, Francisco Ansón y sus ayudantes, Mariano del Pozo y el reverendo padre Antonio Sánchez, tienen toda la pradera hispana para galopar a su antojo. El 23 de febrero, el padre Antonio apunta la siguiente frase en la hoja de censura de la película El bígamo: «Conveniente suprimir la frase que dice “antes la prensa publicaba siempre lo mismo, los mismos titulares, etc.”. Se supone que se refiere a los tiempos del fascismo». En Anatomía de un asesinato, el soberbio filme de Otto Preminger, la nota de los censores señala la clave del ambiente represor: «Debo advertir que puede darse un juicio adverso por personas influyentes».

El censor parte siempre de su mente torturada para trasladarla a los demás y juzgar por ellos; su mala conciencia es permanente y se basa en la idea de que la maldad lo domina todo. El censor es un personaje que sería demoníaco si no le venciera el ridículo. El filme Santa Juana, basado en la obra dedicada a Juana de Arco por el dramaturgo Bernard Shaw, en versión de Otto Preminger, con la inolvidable Jean Seberg en el papel de heroína, es resumido por el censor con un alarde de cinismo y prosopopeya, en un hilado tan fino que prueba el rigor con el que debía ser controlado todo lo controlable: «El problema de este largometraje reside en la figura del Delfín, que nos lo presentan como un cretino, desobedecido por toda la Corte, incluidos sus familiares, y dedicado a jugar a ayudar a su madre la Reina en labores de punto. Por otra parte, él mismo reconoce su falta de valor en varias ocasiones y su deseo de no luchar por su Reino. Asimismo, su falta de agradecimiento hacia Juana, en los momentos de persecución de ésta, aunque sea histórico, no deja por menos de configurar un ser falto de las más mínimas virtudes para un ser humano y no digo para un Príncipe. Por todo ello, considero que este largometraje no es conveniente sea programado en los actuales momentos [abril de 1971] a fin de evitar llevar a los telespectadores a especulaciones innecesarias».

Los viajes de Gulliver obsesionan a los censores porque «los diálogos son totalmente improcedentes por las constantes alusiones políticas que contienen». La tía Tula, de Miguel Picazo, es un tema tratado con «realismo» y por tanto no se proyecta. La muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem, es mejor no programarla en TVE por su «amarga actitud crítica hacia la situación nacional». Duelo al sol, de King Vidor, con Jennifer Jones y Gregory Peck, es inaceptable porque «la protagonista y su conducta son especialmente equívocas». Suave como el visón, con una espectacular Doris Day, «aunque está tratado todo con gran elegancia, abundan los equívocos y los dobles sentidos, por lo que no es película para televisión». Las uvas de la ira, aquel magno fresco de John Ford, basado en la novela de Steinbeck, «presenta con tonos demagógicos unas situaciones laborales límite».

La televisión de Adolfo, en aquellos primeros años setenta, no admitía el equívoco; no se trataba sólo de cortar, como en épocas anteriores, sino de eliminar ciertas películas de la programación.

Sed de mal, el extraordinario filme de Orson Welles, fue aprobado por el juez, y censor en horas libres, señor Mateu, que con toda seguridad debió de sentirse reflejado en el personaje del torturador, pero con la única condición de programarlo ¡cuando los estudiantes estuvieran de vacaciones! Y sin embargo, el día que se proyectó en televisión, Adolfo llamó al responsable de cinematografía, cuando ya llevaban un buen tiempo de emisión, para decirle a gritos, indignado, que le habían colado un gol y que podía costarle el puesto, porque «coincidía con un escrito de los intelectuales contra las torturas policiales». El viejo Orson Welles se sentiría feliz de saber que el viejo celuloide que él había rodado en 1958 con Charlton Heston y Marlene Dietrich, sobre un policía mexicano honesto y otro norteamericano corrupto y paranoico, era aún palpitante actualidad en la España de los primeros setenta.

El censor, amparado en la clandestinidad de su oficio, es siempre un hombre audaz; como los asesinos de Estado, tiene el respaldo del poder y opera con la audacia que da la impunidad. Los diálogos de la película de Elia Kazan Boomerang, que en España se tituló El justiciero, fueron «corregidos» por el censor, con una desfachatez inenarrable; sustituyó los diálogos por otros pensados por fray Antonio Sánchez Vázquez, para mayor gloria de la cinematografía. Otro tanto pasó con ese monumental alegato contra el nazismo que es El juicio de Nuremberg, que aquí titularon significativamente Vencedores y vencidos; más que cortada fue sajada, introduciendo el censor «correcciones» tan reveladoras como poner «jefes» allí donde el diálogo decía «jerarquías», o reducir «movimiento nazi» a «nazismo», para huir de las coincidencias.

No se trataba, en aquel ambiente, de un temor a tal o cual personaje importante del sistema, aunque esto obviamente existía, sino de la presión demoledora de los inquisidores de a pie, que se creían con el derecho de decidir qué era lo que no podía permitirse. Sin toda la documentación sobre el tema sería difícil explicar un caso concreto, pero con los papeles en la mano resulta evidente y estremecedor. Un individuo, que firma con el nombre de J. Luis Fernández —del que la única referencia que se conoce se reduce a que escribe desde Valencia, y que fecha su escrito el 3 de abril de 1971—, envía la siguiente carta al «señor secretario particular del Excmo. Señor Ministro de Información y Turismo»:

Muy señor mío:

Como educador en ejercicio, acudo a su recto criterio, para rogarle transmita al Sr. Ministro lo siguiente:

Hoy día 3, en la sesión de tarde en Televisión, y con la indicación de «Cine para todos», se ha proyectado una película de los Faraones que es un modelo de engaño, venganza, odio y muertes y traiciones. Siendo sábado, y por tanto vacación, es natural que los niños han estado, junto con sus padres, pegados al televisor. ¡Lamentable!

Ya, ya podemos los educadores echar el resto en nuestra labor, que basta hora y media de cine de esta clase (y, desgraciadamente, no es un caso aislado, sino que prolifera hasta en ciertos anuncios), para echar por tierra la labor de un año.

Espero sabrá comprender mi tristeza. Yo también espero de usted que esta carta la lea el Sr. Sánchez Bella; a ver si conseguimos poner un poco de orden en cosas tan delicadas como son las almas de los niños. Gracias.

Atentamente le saluda,

J. LUIS FERNÁNDEZ

En un país donde no era fácilmente admitida la crítica, e incluso se pagaba con la cárcel, un señor envía una carta, en ejercicio de su derecho, y a esta carta se le da ¡curso oficial! Del ministro pasa al director general de RTVE, y éste la envía como comunicación cifrada con el número 849, fecha 16 de abril de 1971, al responsable cinematográfico con la siguiente nota, firmada y sellada por Adolfo Suárez: «Te adjunto fotocopia de una carta dirigida al Secretario del Señor Ministro relativa a la programación de “Cine para todos”. Efectivamente en dicha sesión se están programando películas con criterios excesivamente amplios». El anónimo como método de gobernar.

La acusación de desviacionismo resultaba bastante más eficaz de lo que a primera vista parecía. Cada uno temía que el otro le ganara en fidelidad al sistema y existía una obsesión: no comprometerse. El riesgo es peligro y el peligro no se puede garantizar. Conviene evitar las ocasiones de riesgo, porque si se evita la tentación se evita el pecado. Cuando Televisión Española realiza en coproducción con Italia sobre la vida de Sócrates, dirigida por el católico Roberto Rossellini, que iba a ser un éxito internacional, el director adjunto de TVE, Luis Ángel de la Viuda, redacta la nota número 2315 al jefe de Programas Cinematográficos: «Te comunico que, en relación con la situación de la coproducción Sócrates, en mi opinión, no se debe hacer nada por invitar a Rossellini».

La «opinión» del señor De la Viuda, emitida el 24 de septiembre de 1970, no es sólo una muestra de mala educación con un director de cine contratado por TVE, sino una muestra del arbitrismo de un funcionario que sabía de Rossellini lo que ponían los periódicos aquellos días, pero que temía que alguien pudiera comprometerle.

La entrada de Adolfo Suárez en la Dirección de RTVE y la consiguiente ascensión de algunos «técnicos» en psicología de masas vinculados al Opus Dei, como Francisco Ansón, llevó a la elaboración de curiosísimas normas para todas las actividades relacionadas con la censura. Así, por ejemplo, se redacta un breve informe titulado «Anotaciones para los censores», donde se precisa con un estilo pretendidamente científico el carácter salvaje del procedimiento. Se debe tener en cuenta, según estos técnicos censoriales, «una síntesis normativa sintetizada en cuatro conceptos: Intención, Contenido, Forma y Efecto. La intención debe ser honesta y digna; el Contenido, de tipo positivo o, cuando menos, inocuo e intrascendente. La Forma, correcta y limpia, sin concesiones gratuitas al mal gusto o a los bajos instintos. El Efecto, en el espectador normal, nunca puede ser nocivo».

Según estos baremos operaban los censores de Prado del Rey en la época de Adolfo Suárez como director general. Como en un ensayo de tomística, se iba de lo general a lo particular, o viceversa, con la audacia que da tener el mundo en un puño. «Deben excluirse las efusiones eróticas» y «consecuentemente, no se permitirán los besos apasionados en los labios, sino cuando lo exige inevitablemente la acción dramática; en cuyo caso la cámara no debe aproximarse o detenerse en la imagen de los labios. Tampoco se permitirán demostraciones amorosas en la cama, ni aquéllas en que los cuerpos se hallen en posición horizontal». Las variedades eróticas del Kamasutra eran por suerte desconocidas de estos puntillosos censores, y así las precisiones no llegaron más lejos que a posiciones horizontales; es quizá el único rasgo de cultura horizontal en este texto de uso obligatorio para quien aspirara a rodar en la Televisión Española.

Adolfo no va a actuar siempre de la misma manera; se vuelve sofisticado y deja atrás el tono provocador de sus comunicaciones de los primeros tiempos, para dar paso a otras redactadas en el estilo rigorista de Francisco Ansón. En diciembre de 1970 envía unas observaciones al director de la Primera Cadena, que son una magistral muestra de cómo intimidar a los programadores:

El día 26 de noviembre el programa «Audacia es el juego» no ha cumplido su objetivo por:

Las posibilidades de presentar el cine como vehículo de cultura popular y fomentar el gusto estético en tal sentido, así como el esfuerzo por desmitificar no se han cumplido en esta emisión. Como detalles observados en el episodio de hoy se reseñan:

—Confusionismo en la trama.

—Se suscitan reacciones de desconfianza respecto a un policía (desconfianza sólo despejada en el desenlace).

—Se presenta el estereotipo de una familia americana desunida, socialmente traumatizada.

—Se cultiva como en otros episodios el mito del «periodista detective» que viene a estar por encima de la policía.

No tardará en enfrentarse con la coproducción europea titulada Las grandes batallas, que trataba de las más importantes luchas de la Segunda Guerra Mundial. Adolfo intenta entonces satisfacer, proporcionalmente, al poder y a los profesionales de televisión; no anula los capítulos, los reduce. La batalla de Stalingrado tuvo casi treinta minutos menos; las imágenes en las que aparecía la División Azul en el frente ruso fueron alteradas en el texto, y un plano cinematográfico en el que figuraba el general Muñoz Grandes desapareció. Pero los profesionales de Prado del Rey consideraron que esto era casi una victoria; en otra época, las batallas de la segunda gran guerra hubieran sido menos.

El mundo de la censura no es un aspecto parcial y anecdótico de entonces. El ejercicio de la censura es quizá la más política de las manifestaciones de Prado del Rey, porque desde dentro de TVE tan importante es lo que se emite como lo que se prohíbe. El que dirige el medio televisivo ha de estar atento a las orientaciones del Poder y debe suministrar otras que marquen claramente la línea divisoria entre lo lícito y lo ilícito. El director general de RTVE es un juez que imparte sentencia a millones de telespectadores, y esa sentencia es irrevocable, porque muy pocos han asistido a las deliberaciones y no existe ninguna posibilidad de reclamar. De ahí que convenga detenerse en la censura; es una manifestación política de primer orden y en función de ella hay que analizar a quien la pone en práctica.

El carácter servicial de Suárez se manifestaba, entre otras cosas, en su preocupación por no crearle dificultades al Poder, y también en la ayuda permanente a las actividades ministeriales o institucionales. No se trataba de hacer los favores solicitados, porque esto carecía de valor —estaba en el derecho consuetudinario del Régimen—, sino en incitarles a aparecer en televisión. Sugerirles que estaba al alcance de su mano un medio que podía rendirles grandes réditos.

Apenas treinta días después de su nombramiento como director general, aparece en pantalla Allende y García Báxter, ministro de Agricultura, y la ocasión merece un editorial de Tele-Radio, la revista oficial de Prado del Rey, que expone el ofrecimiento con una nitidez evidente: «Si la eficacia del mensaje del señor Allende ha sido patente, bueno sería aprovechar al máximo las ventajas incuestionables de la TV y desear que los ministros y quienes ostentan cargos de respetabilidad dentro del Gobierno hiciesen acto de presencia ante la pequeña pantalla para dar cuenta de su gestión o para dar normas a seguir».

El primero en aceptar la oferta iba a ser el ministro de Educación, Villar Palasí. Luego, Televisión Española sería una fiesta gubernamental.

Esto coincidirá con referencias encomiásticas hacia la televisión por parte de los altos cargos. Se constituyeron en sociedad de bombos mutuos. Adolfo ponía su instrumento al alcance de cualquier «cargo respetable dentro del Gobierno» y éstos le pagaban diciendo maravillas de él y de su instrumento. El subsecretario de Asuntos Exteriores, Gonzalo Fernández de la Mora, señalará sin rubor que «la Televisión Española es una de las mejores de Europa».

Toda actividad en un cargo político importante tiene varias líneas de trabajo que forman como las varillas de un abanico. La preocupación por ayudar al Príncipe, favoreciendo su imagen política, era una; otra, la censura, que controlaba férreamente la candidez de los espectadores. Adolfo tenía otras dos, que, junto a las anteriores, sostenían firmemente la estrategia que se había marcado: las relaciones con el Opus Dei y los lazos estrechos con el Ejército.

Las relaciones de Suárez con el Opus Dei venían de antiguo; su protector Fernando Herrero Tejedor era miembro de la Obra y en los primeros años sesenta buena parte de las actividades que realizaba tenían como colegas a activistas del Opus, ya fuera en Planes Provinciales, en los ateneos obreros, o en el Instituto Social de la Marina. La Dirección General se la debe a hombres de la Obra o vinculados a ella. Adolfo es una más de las disciplinadas ovejas de monseñor Escrivá de Balaguer. Coincide esta época en televisión con el momento más manifiestamente religioso de su vida; misa y comunión diaria, junto a permanentes visitas a la capilla de TVE.

No es de extrañar que promocione o incorpore a Televisión Española a hombres estrechamente vinculados entonces al Opus, como José María Carcasona, Ramos Losada, Miguel Martín, Luis Ángel de la Viuda, Francisco Bermeosolo, Juan José Bohígas, Fernando Bofill, Pablo Irazábal o Francisco Ansón, quien sirve en los primeros momentos como asesor e insistente recomendador. En una carta que lleva fecha del 10 de octubre de 1970, Francisco Ansón dice a Adolfo Suárez:

Los temas que quería tratar contigo son los siguientes:

1.° Estuve hablando con Emilio Sánchez Pintado, que me advirtió del programa de corte político del que te había hablado López Rodó para la Televisión, así como de otros temas, entre ellos el de la subida de los precios, de los que él mismo te hablará sobre lo que he pensado al respecto, por si te puede servir, dado que a él le pareció bien.

2.° Asimismo, el indicarte que cada vez me parece más conveniente que en la programación aparezca el tema «Debate» o «Contraste de pareceres», porque si bien te agradezco que te preocupes por mi hermano Rafa en el sentido de que no se desgaste, lo cierto es que apareciendo una vez a la semana durante dos meses y pico en Televisión en un programa como el de «Debate», no creo que se desgaste lo más mínimo y en cambio sí puede realizar una labor muy interesante. Me refiero a que, aparte de la promoción e integración de hombres del sector privado en la vida pública, está la promoción de los políticos de tu generación a través de este programa, aunque sólo sea con vista a las próximas elecciones de procuradores.

3.° En este sentido, Emilio estaría dispuesto, y me imagino que otros también, a dedicar, por ejemplo, media hora a la semana y familiarizarse con la Televisión para conseguir una imagen en la pantalla de madurez emocional y madurez intelectual y política, que es lo que aparecería en el programa «Debate» y que de alguna manera contribuiría a favorecer uno de los objetivos que has marcado para TVE: la posibilidad de una estabilidad dentro de una continuidad evolutiva garantizada frente al país por una serie de políticos jóvenes, pero maduros, que puedan recoger el relevo en un clima de confianza y seguridad para los españoles.

4.° Pedirte también, que pienses, si es posible nombrar a Joaquín de Entrambasaguas como un nuevo director adjunto de Televisión o cargo similar. Quizás esta petición tan expeditiva te sorprenda, pero realmente creo que le hace mucha falta a Televisión un hombre tan organizado y conocedor de los supuestos administrativos, económicos y de personal como Joaquín, que por otro lado, ya está realmente ilusionado con ir a Televisión con este nuevo equipo, por lo que me imagino que ante un ofrecimiento de un puesto tan elevado puede garantizarse su incorporación a TVE.

5.° Respecto del concurso «En equipo», que estoy siguiendo muy de cerca, me parecería conveniente que se produjera en Prado del Rey, entre otras razones, porque todas las personas que lo van a llevar directa o indirectamente se encuentran localizadas en Madrid.

6.° El próximo martes empezarás a recibir ya las fichas que verifican objetivamente los contenidos de los programas de la Primera Cadena. La ficha y su resumen se entienden perfectamente y únicamente el indicarte que las únicas abreviaturas que existen responden a las expresiones «Muy de Acuerdo» (M. A.), «De Acuerdo» (D. A.), «Ni de Acuerdo Ni en Desacuerdo» (Ni A. ni D.), «Desacuerdo» (D.) «Muy en Desacuerdo» (M. D.), de la escala de Likert, que nos permitirá proporcionarte un baremo cuantitativo del cumplimiento de los objetivos, y de otros extremos también interesantes, por parte de TVE.

7.° El indicarte que el día 14 tengo la oportunidad de seguir otro curso de formación, igual al que ya te hablé y al que no pude ir por razones de trabajo frente a esta nueva programación que empieza el día 12. En este sentido, si te parece y si puedo arreglar mi trabajo aquí en el despacho, me iría a realizarlo hasta el día 20 por la mañana en que me incorporaría de nuevo al trabajo.

8.° Finalmente, ¿te gustó el diseño de programa que le dimos a Miguel Martín sobre el espacio «Leyes fundamentales»? ¿Te parecen adecuadas las orientaciones dadas a los «spots» de compensación de contenidos y a la campaña de orientación cívica?

La carta de Francisco Ansón Oliart al director general de RTVE merece, aunque sea somera, alguna labor exegética.

En el punto primero se habla de Emilio Sánchez Pintado como práctico intermediario en las conversaciones con López Rodó, entonces ministro secretario del Plan de Desarrollo y número tres en el poder ejecutivo del Régimen. José Emilio Sánchez Pintado, profesor de Derecho Político y, cómo no, técnico de Información y Turismo, ocupaba el cargo de secretario de Laureano. Activo militante del Opus Dei, se le consideraba el hombre más cercano a López Rodó. En 1971 le harían procurador en Cortes por Cuenca. Adolfo solía convocar una reunión semanal con Sánchez Pintado para «coordinar los trabajos de RTVE», según se decía oficialmente, aunque en el fondo se trataba de recoger las sugerencias enunciadas por Laureano y que Sánchez Pintado le transmitía. El programa de «corte político» no era otro que Crónicas de un pueblo, que después de pasar por diversos niveles de incompetencia televisiva, hubo de ser elaborado paradójicamente por un militante comunista clandestino, Antonio Abellán, jefe en funciones del Departamento de Programas Dramáticos.

La recomendación que Francisco Ansón hace de su hermano, en el punto segundo, será colmada años más tarde, cuando Rafael sea nombrado director general de Radiotelevisión Española por el ya presidente Adolfo Suárez (1976). En 1971 se celebrarían elecciones a procuradores en Cortes, que concluirían con una victoria rotunda de los hombres vinculados al Opus. Tanto Francisco como Rafael tenían, entre sus múltiples ocupaciones y fuentes de financiación, la de ser los relaciones públicas de varios candidatos. Esto hace mucho más clara la recomendación y la referencia a «políticos de tu generación». Adolfo Suárez mismo estaba entre los clientes de Rafael Ansón desde que se presentó en 1967 a procurador en Cortes.

La figura de Joaquín de Entrambasaguas, que con tanto encomio nos describe Ansón, se trata del sobrino del plúmbeo profesor de Literatura en la Universidad de Madrid de idéntico nombre, famoso en los años sesenta por sus posiciones ultras y censor en sus horas libres, de subdirector general de Empresas Editoriales en la Dirección General de Cultura Popular. Otro tanto cabe decir de Miguel Martín, que llegaría a ser director de TVE, y que empezó fundando la agencia de reportajes Q-Press, que solía ser cliente habitual de la revista Tele-Radio, dirigida también durante algunos años por el señor Martín. Los apartados quinto, sexto y séptimo carecen de interés fuera del estudio de la pedestre personalidad del autor.

La carta de Ansón a Suárez revela no obstante varias fórmulas de uso común entonces. En primer lugar, el evidente sistema de patrocinio amistoso de los miembros del Opus; de otra parte, la fraudulenta utilización de la televisión para lanzar a los «jóvenes políticos» de la Obra, y por último, un desprecio absoluto a los telespectadores.

Señalar detenidamente el proceso de ascenso y los enroques en los cargos de los hombres vinculados al Opus, promocionados por Adolfo en su etapa de director general, se parecería más a una guía telefónica que a una biografía política; en el fondo, pertenece más a la historia de RTVE que a la de Suárez. En definitiva, se trataba de adaptarse al momento, y el director general nombrado al «espiritual» aire de 1969 supo hacerlo con habilidad. En algunos aspectos Suárez no se hipotecó a la Obra, e incluso llegó a tener enfrentamientos con ellos, pero les dio lo que querían: copar los cargos directivos del medio de comunicación más importante de España.

Cuando los hombres del triángulo —Sampelayo, Sordo y Suárez— se reunían para organizar el soporte informativo de los viajes del Príncipe, daban cuenta de su propuesta a un hombre de importancia singular: Alfonso Armada Comín, coronel de artillería y secretario del Príncipe Juan Carlos de Borbón. Este prolífico militar, padre de diez hijos, miembro del Opus Dei y casado con Francisca Díez de Rivera y Guillamas, prima de quien sería poco más tarde secretaria y estrecha colaboradora de Adolfo, Carmen Díez de Rivera, visitaba frecuentemente al director general de RTVE. Reunía en su calidad de militar y secretario del Príncipe dos condiciones de primera importancia en el orden de las preocupaciones de Suárez. Fue uno de los hombres que le facilitó una entrada permanente en La Zarzuela, y el mismo que diez años más tarde se convertiría en uno de los hombres que facilitaría la salida de Adolfo de La Zarzuela y de los favores de Juan Carlos, y en organizador del golpe de Estado del 23-F de 1981.

En el Ejército existía una lógica seducción por el mundo de la televisión; están en galaxias tan separadas, que para los militares el prestigio y la popularidad pasan por un mayor conocimiento ciudadano de sus actividades. En este campo, la televisión podía desempeñar un papel meritorio. En los tiempos de Aparicio Bernal como director general y estando Adolfo en importantes jefaturas dentro de la misma casa, se elaboró un programa titulado Por Tierra, Mar y Aire. La concepción de esta emisión venía claramente delimitada por su título; un programa sobre los tres Ejércitos que difícilmente sobrepasaba la audiencia de las familias de los afectados.

Lo presentaba Ángel Losada y se emitía los viernes, pasadas las siete y media de la tarde, lo que hacía suponer que acogería en su seno a los televidentes infantiles, y duraba veinticinco minutos. La realización de Adriano del Valle y el guión de Manuel Summers no podían evitar que se tratara de un programa deslavazado. Fuera de las pequeñas vanidades de los protagonistas, a los militares no les decía nada, y a los espectadores les forzaba a desconectar el televisor, quedando solamente los niños, que a los dos minutos de emisión ya se daban cuenta de que no había «guerra» y sí mucha doctrina; para ese viaje ellos ya tenían las alforjas colegiales y apagaban el aparato. Un fracaso que nadie se atrevía a retirar de la emisión, porque según la teoría de los funcionarios del Estado franquista, al Ejército más vale no decirle nada nunca, ni para bien ni para mal.

Este programa duró hasta 1970 y dio ocasión a Adolfo para conocer a una buena parte de la clase militar española que ocuparía los primeros puestos del cuerpo ocho años más tarde. Se trataba de hombres como Gutiérrez Mellado. El programa duraría poco estando Adolfo en la Dirección General de RTVE; pero perduraron sin embargo las amistades y colaboraciones, y sobre todo un saber hacer que aún hoy llama la atención. Suárez trató a los mandos militares que asesoraban y colaboraban en el programa con esa fastuosa capacidad suya para embelesar, para hacerles más importantes de lo que en realidad eran. Les regaló encendedores Dupont de oro con las siglas de RTVE grabadas, y fueron proverbiales los ramos de flores a las esposas de tan ilustres soldados con una frase en la tarjeta, firmada por Adolfo, que por más que estuviera repetida siempre emocionaba: «… por ocupar a su marido fuera de las horas de servicio…».

Desde el momento que le nombraron director general, Adolfo tenía ambiciones de mayor alcance con el Ejército que el mantenimiento de aquel programa fosilizado. La idea de dedicar veinticinco minutos por semana a la vida militar, en un programa exclusivo, evidentemente no favorecía la penetración del mundo castrense en la sociedad civil. La idea de Adolfo consistió en utilizar esos veinticinco minutos de los viernes disolviéndolos en la programación normal, especialmente en los informativos, que son los espacios de mayor audiencia. Así se multiplicaba el eco de las informaciones militares y el objetivo de hacer llegar la milicia al común de los mortales se hacía por una vía eficacísima, los telediarios, que no permitía al telespectador, siempre sediento de noticias, que apagara el televisor. Los veinticinco minutos de Por Tierra, Mar y Aire salieron del gueto de los viernes para colarse dentro de los programas que contemplan millones de familias, para beneficio del Ejército de Franco y del director general de RTVE.

El Ejército no tenía en 1970 un peso político directo, salvo para quien aspirara a alcanzar altas misiones. Las relaciones con él son una forma de trabajar para el futuro, de crear buenos canales de información y de tender puentes entre lo civil y lo castrense, convirtiéndose en válido interlocutor.

Esa relación entre la sociedad civil y las necesidades militares la sintió el comandante de la sección logística del Estado Mayor de la División Paracaidista, José Casinello («Chino de Paraca»). Faltaban reclutas voluntarios que se apuntaran a ese hermoso gesto de reto a la naturaleza que significa lanzarse en paracaídas desde un avión. Como no había presupuesto militar para esas cosas «civiles» como son la publicidad en los grandes medios de expresión, Casinello recuerda a aquel joven espigado, que fue recluta a sus órdenes en Melilla y que ahora dirigía Radiotelevisión Española. Se decide a visitarlo acompañado de un joven capitán de paracaidistas, Restituto Valero, uno de esos hombres que sin exagerar puede decirse que nacieron dentro del Ejército —lo suyo fue en el Alcázar de Toledo y en plena guerra civil—, y que entregaron a su formación todo lo que daban de sí, hasta que un día su responsabilidad cívica les obligó a entregar más aún y los llevaron a la cárcel, los expulsaron del cuerpo y archivaron sus vidas en una carpeta que llevaba las siglas UMD (Unión Militar Democrática).

Aquella sección logística del Estado Mayor de la División Paracaidista representada en José Casinello y Restituto Valero visita a Adolfo Suárez para solicitar ayuda a su campaña de reclutamiento. Elabora gracias a él dos «spots» que se emitirán con tal reiteración que contabilizarán un valor de cincuenta y dos millones de pesetas, que los militares no sabían cómo agradecer y que Adolfo incluirá en la partida «publicidad institucional», y por tanto gratuita.

Esos cincuenta y dos millones graciosamente ofrecidos por Adolfo a los emocionados paracaidistas, y que éstos interpretan como si los hubiera extraído de su propio pecunio, llevan al general de la brigada paracaidista, José García Manuel, a hacerle un homenaje a ese joven que dirige, «por Dios y por España», la RTVE. Con ocasión de la jura de caballeros paracaidistas en Alcalá de Henares, el 2 de mayo de 1970, se concede a Adolfo Suárez el gran honor de nombrarle «Caballero Almogávar Paracaidista», una extraña condecoración, inventada a la manera legionaria por el general García Manuel.

El gesto de Adolfo no iba a quedarse en las vibrantes palabras de los paracaidistas. Un decreto del Ministerio del Ejército publicado el 15 de septiembre de 1970 le concedería la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar con distintivo blanco. El Ejército, esa institución que en España ha sido durante ciento cincuenta años inevitable acompañante de todo político que gustase de la perennidad, tenía en Suárez un servicial colaborador y un entrañable partidario.

Lo que no sabían probablemente los paracaidistas de la Brigada de Alcalá de Henares es que el comandante José Casinello tenía una doble relación con Adolfo Suárez; una histórica, de la época del servicio militar, y otra de palpitante actualidad, porque su hermano Andrés, también comandante, adscrito a los Servicios de Información del almirante Carrero, figuraba en Televisión Española como oculto «asesor» para cuestiones de seguridad y de censura.

El entorno de la preocupación militar de Adolfo está ya marcado; ahora sólo queda la gran operación que le lleve a conseguir un primer plano en el círculo del almirante Carrero y el Alto Estado Mayor. Esta operación se llamará «Campaña de Movilización» y va a desarrollarse a lo largo de los años 1971 y 1972 con un sigilo sólo comparable a su inocuidad, porque al final la historia quedará en agua de borrajas.

La primera pista sobre este magno ejercicio de manipular a los telespectadores lo da una carta de Francisco Ansón a Adolfo Suárez, fechada el 6 de mayo de 1971. Aunque trata de diversos temas, el asunto central gira en torno a la «Campaña de Orientación Cívica», que es algo así como el producto introductorio y descafeinado de la campaña elaborada por un grupo de colaboradores de Adolfo Suárez y algunos miembros del Alto Estado Mayor para un «Plan de Movilización General de todos los españoles en el cuadro de la Defensa Nacional».

Querido Adolfo:

Aunque en esta ocasión hubiera preferido hablarte personalmente, recurro a la carta por parecerme más operativa y expeditiva. Algunos de los puntos que quiero tratar contigo son los siguientes:

1.° Que acabo de recibir tu Nota después de tu visionado de los «spots» de la «Campaña de Orientación Cívica» y me ha producido cierta pena; porque su contenido me indica que no estás al corriente de los informes, libros, artículos, reseñas de libros o, al menos, noticias sobre los análisis perceptuales y motivacionales de la imagen con relación al fomento y creación de actitudes; porque no has hablado tampoco, con un técnico de publicidad, que te haya indicado cómo, si bien al principio la publicidad y la propaganda a base de dibujos llegaba a casi un 60 por 100, el «post-testado», de dichos «spots», ha provocado que en la actualidad más del 80 por 100 se apoyen en imagen real; porque pareces haber cambiado de criterio respecto a los objetivos a cubrir por esta campaña, que por otro lado está ideada por ti mismo, porque no tienes en cuenta (no que desprecies) el trabajo profesional o la lectura y estudio de los precedentes experimentales en esta materia, lo que puede hacer difícil el que cuentes, con carácter habitual, con verdaderos profesionales a tu lado (aunque este último punto merece la pena, si te parece bien, que lo hablemos personalmente pues está relacionado con la imagen de ti mismo que tú crees que das a los demás y la que yo pienso que das realmente, tema del que quería comentarte, por si te sirve para tu actuación política).

2.° Que no obstante lo que acabo de escribir, tal vez tengas en el fondo razón respecto a lo que dices en tu Nota, aunque no en la argumentación. Más aún, personalmente coincido contigo en parte, puesto que la campaña a mí no me satisface por ahora (apenas hemos visto una cuarta parte de los «spots»); sin embargo el volver a planteamientos de campañas como «Piense en los demás» es tanto como volver a espacios como «Reina por un día», lo cual a mí no me parece mal y además tiene garantizado un determinado tipo de éxito y la cobertura de ciertos objetivos relacionados pero no coincidentes con la campaña que nos ocupa. En cualquiera de los casos pienso, porque también lo pienso para mí, que cuando veas la campaña en su totalidad, con los «spots» agrupados por capítulos, clasificados de acuerdo con los objetivos y compensados por contenidos, te —nos— satisfará mucho más.

3.° Que Ricardo Rodríguez,[3] el director del Servicio de Promoción Exterior de los Delgado Parker, está muy interesado por que se pase esta campaña por todos los canales de Iberoamérica y los de habla española de América del Norte, porque le parece «la aportación más seria y más intencional», de todo lo que ha visto hasta el presente de TVE.

4.° Que respecto a los tres encargos que me distes antes de ayer por la tarde, los he cumplido como sigue:

—La película documental Patino[4] está realizada directamente con Pérez Tabernero.[5]

—La campaña de «spots» patrióticos la ideé sobre la marcha —cosa que no me gusta— y la encargué a José María Carcasona[6] —una de las personas más eficaces que he conocido—, que encargará los guiones para que los tuvieras hoy mismo según quedamos. Como verás te adjunto 12 guiones que si bien son desiguales, hay varios aprovechables.

—Personalmente no soy nada partidario de esta campaña a pesar de la orientación que he procurado que se le dé. En efecto, el lanzar intensivamente a lo largo de un mes —como requiere el corto número de «spots» si se quiere ser eficaz— una campaña de este tipo va a hacer pensar, si es que estamos al borde de una revolución interna o, cuando menos y por parte de determinados sectores sociales, que se quiere adoptar una cierta actitud hacia el Ejército.

—Que supuesto esto, he procurado que se palíen estos posibles efectos negativos enmarcando estos «spots» dentro de la «Campaña de Orientación Cívica», en que por resaltarse características positivas del ser histórico español, evitarán las críticas que preveo hacia TVE y tu persona.

—Que por no alargar esta carta larga, de la imagen de L. L. R.[7] te hablaré si te parece bien en otra ocasión.

Un abrazo y quedo a tu disposición.

FRANCISCO ANSÓN

Adolfo va a estar al corriente puntualmente de los avances y propuestas del equipo organizador de la «Campaña de Orientación Cívica», introducción del «Plan de Movilización General», y por lo que se desprende de la carta de Ansón, da a su vez orientaciones, aprueba y rechaza lo que en definitiva se emite por TVE. Es una ocasión feliz, porque el «Plan» pasa obligatoriamente por Televisión Española y la hace desempeñar un papel decisorio para que alcance buen fin la operación movilizadora. Ha puesto en el equipo organizador a cinco hombres que dependen de él, directa o indirectamente, y que le deben el cargo que ocupan: Francisco Ansón, Rafael Ansón, Luis Ignacio Seco, Joaquín de Entrambasaguas y Gutiérrez Palacio.

La idea de preparar un «Plan de Movilización General» nació del almirante Carrero Blanco y sus asesores en el terreno del espionaje interior, y desde hacía años había sido acariciado también por algunos miembros del Alto Estado Mayor. La situación política en 1971, dos años después de la formación del Gobierno encabezado por Carrero y Laureano López Rodó, es grave.

Comienza a hacerse evidente que el Régimen se acaba y hay que encontrarle una salida, que ya no puede ser otra que la del Príncipe Juan Carlos, pero que la introducción de un elemento antes no valorable, como es la inminente boda de la nieta de Franco con Alfonso de Borbón, añade confusión y conspiraciones variadas. El 1 de octubre, con un lema inventado, aseguran, por Rafael Ansón en un alarde de creatividad —«Esta vez porque sí»—, se concentraron en la plaza de Oriente millares de personas para escuchar a Franco, como lo habían hecho en el 46 y en el 70, en una peregrinación que se convertiría en un ritual del Régimen. Enmascarado en un homenaje a la persona del Caudillo, de lo que se trataba era de dar respaldo a su Gobierno. Franco intervino, por describirlo de alguna manera, de un modo fúnebre; fue imposible oírle, porque su voz se convirtió en una cantinela monocorde cubierta por el zumbar de los helicópteros.

Si alguien pensó en la concentración para mostrar al país que ese hombre, que pensaba «gobernar mientras Dios me dé vida y claridad de juicio», no se hallaba en condiciones de seguir, lo hizo espléndidamente. El año 1971 estaba trufado de conflictos, de huelgas en muy variados sectores, y la creación en Cataluña de una Asamblea Unitaria de Fuerzas Políticas, por primera vez desde la guerra civil. El proceso de Burgos a un grupo de militantes de ETA, para los que se habían pedido seis condenas a muerte, y con el que se había cerrado el año 1970 y sus repercusiones en todos los órdenes, indicaba que algo había empezado a romperse. Había que prepararse para los imprevistos, y ése era el sentido del «Plan de Movilización General».

No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que el barco tenía varias vías de agua que de momento no le hundirían pero que obligaban a estudiar medidas de emergencia que evitaran el ¡sálvese quien pueda!

Cuando aún están encendidos los rescoldos del proceso de Burgos, Adolfo Suárez y su equipo, cuyo exponente más activo es Francisco Ansón, empiezan a reunirse en los primeros meses de 1971 para elaborar un plan y exponerlo a los expertos del Estado Mayor. Adolfo está sobrecargado de trabajo y delega en los expertos, y exige una puntillosa obligación de mantenerle informado, para poder llevar el asunto a más alto nivel que los delegados de la Defensa.

Las primeras reuniones las llevan a cabo los hombres de Adolfo Suárez sin gran colaboración militar, que irá en aumento conforme se avance en la operación. El texto programático, que constituía un secreto bien guardado para enmarcar la campaña, decía así:

La Defensa Nacional tiene por misión básica la defensa del orden público, es decir, la garantía y la seguridad del ciudadano normal, que debe tener conciencia de que, pase lo que pase, su contorno de vida pacífica no debe cambiar.

En la nueva concepción del Estado moderno (super-organización) y de la guerra (concebida prácticamente como cataclismo) ha cambiado el concepto de Defensa pasiva y, lógicamente también, el de la movilización nacional como resorte preventivo.

Dada la complejidad de la vida moderna —desarrollo económico, masificación, superestructuración— es necesario preverlo todo a distancia para que el dispositivo funcione en el momento oportuno.

En la movilización nacional, prevista por la Ley, a los recursos ordinarios de orden gubernativo y de orden estrictamente militar, el Consejo de Ministros puede añadir en cualquier momento los recursos extraordinarios integrados por ciertas empresas básicas cuyo personal resulta mucho más eficaz en su puesto de trabajo —en el plan general de movilización— que en la milicia propiamente dicha.

El personal de estas empresas adquiere por este hecho unos derechos y unos deberes que funcionan automáticamente en cuanto se produce la orden de movilización. Fundamentalmente se puede decir que los derechos van dirigidos a estructurar el trabajo como servicio militar, con las consiguientes ventajas en orden a la seguridad y a la retribución, y que los deberes —por la lógica del encuadramiento previsto a efectos de rapidez— se resumen en la adopción de la disciplina militar.

Con este fin, los miembros de estas empresas dispondrán sin excepción de unas tarjetas personales que, en caso de movilización, les servirán para acreditarles en sus puestos de trabajo y para definirles en los mismos, desde el punto de vista del encuadramiento, con los grados y las responsabilidades correspondientes.

Ahora se trata de mentalizar a la opinión pública sobre este concepto moderno de la movilización, aceptado por los países más desarrollados, con el fin de evitar las sorpresas y las malas interpretaciones cuando llegue el momento de la distribución de esas tarjetas.

Este documento, lógicamente secreto fuera de los reducidísimos círculos implicados en su elaboración, da la clave del objetivo: impedir mediante la movilización militar las huelgas generales. Posteriormente sería corregido literariamente en algunas frases, que no cambiarán el sentido de este texto.

El único problema de una medida como ésa en un régimen dictatorial se reduce a la planificación de la campaña; hacerla de tal modo que vaya concienciando a los ciudadanos en la necesidad de estar perfectamente encuadrados.

Para ello, el equipo de Adolfo Suárez, dirigido por Francisco Ansón, elabora el siguiente plan que, por su minuciosidad, hace imposible resumirlo:

DINÁMICA DE LAS MEDIDAS A TOMAR

PARA ESTA CAMPAÑA

El motivo principal de la campaña es el evitar un alarmismo y un rechazo por parte de la población, y evitar asimismo un eco negativo en la prensa y opinión internacionales; parece necesario crear una estructura civil de soporte y organización, y conferir a la medida a adoptar un aire crítico que permita asimilarla a otras medidas y campañas de este signo.

A título de ejemplo, y en concepto de esquema abierto a la discusión, se expone a continuación el siguiente modelo básico por elementos sucesivos:

MODELO BÁSICO

1. «Requisito previo»: Creación de un Servicio Civil que dirija, controle y, en definitiva, ponga en práctica la medida. Este servicio llevaría la correspondencia, ficheros, archivo, etc., centralizando las funciones que resultaran necesarias.

Este servicio podría quedar encuadrado en Presidencia del Gobierno, a fin de evitar una adscripción militar que alarmaría innecesariamente a la opinión pública, pudiendo pasar a quedar bajo control militar sólo en el momento en que una grave emergencia nacional lo hiciera necesario.

2. «Modificación de la tarjeta»: Para adaptarla a este nuevo punto de vista cívico y ciudadano. La justificación, en su caso, habría de basarse en valores como la colaboración, solidaridad, civismo, organización, prevención de catástrofes y estados de emergencia, etc., en lugar de la que la tarjeta actual lleva al reverso.

3. «Preparación de la campaña»: Se trata de realizar una preparación indirecta de la campaña a través de los medios de comunicación de masas. Estos medios incidirían indirecta y veladamente en la temática del asunto, a través de sus programas normales, mostrando los aspectos positivos de esta medida y este tipo de medidas. Con esta campaña encubierta se buscaría una mentalización de la opinión pública para lograr una clara colaboración y evitar posibles rechazos.

A modo de ejemplo:

FORMA: TVE: en «El espectador y el lenguaje», por ejemplo, se haría referencia a la palabra «servicio» y sus concomitantes, justificando indirectamente su utilidad histórica y actual, civil y militar. Un documental de programación normal tocaría el tema de la defensa atómica USA haciendo una referencia indirecta.

Ídem respecto a la huelga eléctrica inglesa. Alguna noticia de actualidad podría ser igualmente aprovechada. Etcétera.

Al mismo tiempo, se podría iniciar con discreción una campaña de «spots», en la línea de la «Campaña de Orientación Cívica», aplicados a esta medida en particular.

«Radio»: en forma similar, pero sin «spots».

«Prensa»: periódicos y revistas, en artículos usuales y espacios fijos, realizarían en la medida de lo posible la misma función.

Simultáneamente, y de forma general y nunca directa, estos medios intentarían reforzar las ideas-eje o contenidos básicos elegidos para la campaña (por ejemplo: disciplina-organización-colaboración-solidaridad).

4. «Puesta en práctica»: Consiste en el envío por correo, y a título individual, del cuestionario correspondiente para rellenar, acompañado de una carta y un sobre con respuesta pagada.

«La carta»: debe ser redactada con gran cuidado e incluir:

1.°) Una aclaración informativa.

2.°) Una motivación individual (para inducir el interés y la respuesta de la persona en cuestión).

3.°) Todo ello basado en las ideas-eje o contenidos elegidos de entre los mencionados en la primera parte de este informe, como más adecuados y motivadores. (Respecto a la motivación en concreto, convendría introducir una primaria, que habría que buscar entre las que existen en el ambiente y se sabe son operativas en la sociedad en el momento actual.)

5. «Campaña de refuerzo y previsión contracampañas»:

A) «Campaña de refuerzo»: En principio, la campaña indirecta del punto 3 debe ser mantenida en tanto dura el envío de cartas, recepción de respuestas y, en general, la puesta en práctica de esta medida.

Sin embargo, y en caso de producirse resistencias y quizás exponerse en la prensa opiniones contrarias, debe tenerse previsto el paso progresivo de la campaña indirecta hacia una forma más directa de impacto de la opinión, por medio principalmente de:

—Comentarios de personalidades en espacios informativos de TVE.

—Refuerzo de la campaña de «spots» en TVE.

—Artículos, comentarios y entrevistas favorables en la prensa.

B) «Previsión contracampañas»: En la misma línea de lo anterior, y para salir al paso a la expresión quizás en la prensa de opiniones contrarias, conviene tener previstas por anticipado unas diez entrevistas con líderes de opinión que, publicadas estratégicamente algunas, o en algún caso realizadas en TVE, contrarresten estas opiniones contrarias.

C) Agradecimiento del Gobierno: Convendría, en esta fase de la campaña, que el Gobierno hiciera público su agradecimiento por la colaboración prestada a la adopción de esta medida cívica.

Cuando se transcriben documentos deben evitarse los comentarios; hacerlo es ofender a la capacidad del lector para sacar conclusiones. Unamuno decía que todo texto subrayado es un desprecio al lector. Pero si hay algo evidente es el papel que va a jugar la televisión en este plan. Casi se podría decir que todo está pensado en función del poder de la televisión, lo que es obvio, porque se trata de un medio de comunicación masivo y eficaz.

El Departamento de Estudios e Investigación de Audiencia de Televisión Española, que dirigía Francisco Ansón, y los otros colaboradores, Luis Ignacio Seco (del Opus Dei), Rafael Ansón, Entrambasaguas y Gutiérrez Palacio, asesores todos de TVE, trabajaban casi exclusivamente en la elaboración del «Plan de Movilización». Otros departamentos de Prado del Rey, al más alto nivel, seguían puntualmente las incidencias de los «cerebros». El 17 de diciembre de 1971, el director adjunto de TVE, Luis Ángel de la Viuda, vinculado entonces también al Opus Dei, recibe otra carta de Francisco Ansón, donde se hace evidente la tensión y el interés con el que siguen la campaña:

Querido Luis Ángel:

Te adjunto la nota sobre la Campaña de Movilización que me encargaste anteayer por la tarde y de la que envío copia a Adolfo [Suárez] por si quieres comentarla con él. La llamo Campaña de Organización Civil por las razones que en la misma nota se apuntan. Deseo que puedan servirte las ideas que te mando como esquema de conversación con el Alto Estado Mayor.

Un abrazo y quedo a tu disposición.

FRANCISCO ANSÓN

La dirección de RTVE mantenía también «conversaciones» con el Alto Estado Mayor por su propia cuenta y a un nivel superior. Los primeros meses de 1972 son febriles en reuniones planificadoras; además de los cinco civiles, asisten el general José Luis Tafur Ruiz, que en febrero acababa de hacerse cargo de la jefatura del Servicio de Movilización, y el comandante de infantería, diplomado de Estado Mayor, Martín Aleñar Ginard. De estas reuniones salen ya sugerencias para hacer práctico lo que hasta entonces era sólo teoría.

Las dos decisiones que abren la campaña están íntimamente ligadas, y se deciden durante el mes de marzo de 1972. En primer lugar, se acuerda celebrar en los primeros días de julio una serie de conferencias en el CESEDEN (Centro de Estudios de la Defensa Nacional) —dudaron si hacerlas en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas—, y a partir del mes de abril empezarán los programas de televisión que introducen el tema. En un principio, se dedicarán los programas Datos para un informe y Crónicas de un pueblo para vehicular la primera parte del plan.

La segunda fase tiene como parte central las conferencias en el CESEDEN y ésa será la cobertura para la campaña de televisión, que se organizará con todo detalle en diversos programas según el siguiente esquema:

Servicios informativos de TVE:

Desde el comienzo de la Campaña estos Servicios «buscarán» noticias —nacionales y extranjeras— que indirectamente den pie para hablar del tema. La dosis puede ser de dos alusiones semanales en «Noticias a las tres» y otras tantas en el «Telediario», iniciando el proceso mediante un aprovechamiento de los ejercicios «CONEMRAD».

Durante la celebración del Seminario, los tres espacios informativos, los dos mencionados más el de «24 Horas», darán noticia filmada puntual del desarrollo del mismo. El primer día podría reforzarse el impacto en el Telediario con una entrevista al jefe del Alto Estado Mayor, que serviría para centrar técnicamente el tema.

En «Datos para un informe»:

En este espacio se emitirá un amplio y documentado reportaje sobre la Defensa Nacional —vista en su conjunto— en los países más modernos (Estados Unidos, Inglaterra, Japón, Francia, Suecia, Alemania, Italia, etc.), con referencia también a España.

En «Crónicas de un pueblo»:

Quince días después de celebrarse el Seminario, se pondrá en antena un episodio de esta serie que se refiera, implícita o explícitamente, al tema de la Movilización.

En «Club de Prensa»:

En este espacio, perteneciente al programa «Sobre la marcha», se reforzará también el arropamiento del tema. En él podrían ser entrevistados el general jefe del Departamento de Movilización del Servicio Central y el jefe del Servicio de Movilización del Ministerio de Agricultura.

En un Programa Especial:

El sábado siguiente a la clausura del Seminario, don Manuel Aznar podría «hacer el punto» de la situación en la materia, con una intervención de unos diez minutos, al final del Telediario.

Posteriormente:

Televisión Española podría presentar tres grandes series de programas especiales:

—Grandes catástrofes en el mundo de hoy.

—Grandes peligros de la humanidad (nuclear, epidemias, etc.).

—Grandes iniciativas nacionales (Interpol, OMS, Defensa Nacional, Movilización, etc.).

El 14 de marzo de 1972 se realiza una prueba de la eficacia de la organización y de sus múltiples redes con la publicación de un texto en el diario madrileño Informaciones, que, bajo el título de «Protección Civil», desarrolla algunos de los aspectos elaborados por el equipo mixto de Televisión Española y el Alto Estado Mayor.

La situación política en marzo de 1972 se ve conmocionada por un acontecimiento que culmina con un baño de sangre: la huelga general de El Ferrol. Los disparos policiales dejan sobre el suelo dos muertos —Amador Rey y Daniel Niebla— y numerosos heridos. La consecuencia más inmediata consiste en autorizar al Ministerio de la Marina a «militarizar en el momento que estime necesario» a los seis mil trabajadores de Astilleros Bazán.

La conflictividad de El Ferrol, que enseguida se extiende a otras zonas del país, demanda de una manera urgente lo que los «planificadores» de Madrid vienen pensando desde hace unos meses. Pero las aguas vuelven a su cauce, aunque dejan huellas que no van a borrarse, y los planes de «movilización» sufren un golpe al demostrarse no demasiado eficaces en sí para congelar las huelgas, porque plantean nuevos problemas y alarman y perjudican a sectores que no intervienen directamente en los conflictos.

Cuando ya habían entrado en funcionamiento las dos primeras fases de la «participación» de Televisión Española, el plan pasa a una etapa que los organizadores llaman «de mantenimiento»; no se avanza más. La razón es ajena a los protagonistas. El almirante Carrero Blanco acaba de ser nombrado presidente del Gobierno. Era el 8 de junio del año 1973; a partir de ese momento las preocupaciones de los hombres que rodean al almirante serán otras, dejando en el congelador las «Campañas de Movilización Militar». Lo mismo les va a pasar a los aspirantes a importantes cargos públicos; deben rectificar el tiro y lanzarse a pronosticar cuáles van a ser las intenciones del nuevo presidente.

Adolfo se encontraba en una excelente posición respecto a Carrero Blanco; políticamente, le era de una fidelidad demostrada todas las semanas cuando despachaba con él pasando por encima del ministro. Personalmente, ya está dicho que era uno de los pocos que le tuteaban. Estaba, pues, en un momento de euforia política.

Ese entusiasmo le duraba desde que había ganado las elecciones a procurador en Cortes por el tercio familiar en septiembre de 1971. Aquellas elecciones serán las últimas en su género que se realicen en vida de Franco, y la verdad es que mostrarían un desvaimiento paralelo a la salud política del dictador.

Adolfo volvió a presentarse por Ávila, y la experiencia de la anterior contienda le pronosticaba que esta vez iba a ser muy fácil.

La proclamación de candidatos se hizo el 10 de septiembre, y se presentaron cuatro: Adolfo, Francisco Abella, Faustino Cermeño y Alberto Zamora. En 1971, con el Gobierno Carrero-Laureano en el poder y con una agresividad enorme hacia los que no estaban vinculados a la Obra, el panorama para los candidatos sin padrinos era desolador. Las maniobras de 1967 podían quedarse en mantillas al lado de éstas.

Ésa fue la reflexión que debieron hacerse Cermeño y Zamora, porque tres días después de la proclamación se retira Cermeño y al día siguiente su compañero. La victoria electoral garantizada que tenía Adolfo se vio ensombrecida al retirarse los adversarios. En virtud del artículo 29 de la Ley Electoral, más la disposición adicional del 20 de julio de 1967, Adolfo Suárez y Francisco Abella, únicos candidatos, quedaban proclamados procuradores, sin necesidad de convocar a los cabezas de familia a las urnas, y de hacer el papelón.

Pero la indignación de Adolfo, que no quería ser proclamado sino elegido, movió a la Junta Provincial del Censo Electoral a anular la proclamación de candidatos y declarar abierta la campaña electoral, ante el asombro de los ciudadanos de Ávila, que no acababan de entender las ganas de incordiar, si de todas maneras igual les daba a los señores Abella y Suárez, porque su nombramiento estaba garantizado, y después de la experiencia del 67 nadie otorgaría el menor crédito al resultado oficial. Además, la petición de Adolfo Suárez tenía visos de provocación a su oponente Francisco Abella, un hombre de camisa azul, cuando todo el mundo sabía la estrecha relación que unía al director de RTVE con el gobernador de la provincia, Ramón de la Riva y López Dóriga, numerario del Opus Dei y ex secretario de Laureano López Rodó.

La nota de la Junta Provincial del Censo Electoral rectificando la anterior proclamación y señalando la obligación de votar se dio a conocer el 20 de septiembre. Nueve días después, según la declaración oficial, votaría el 68,5 por ciento de los electores; Ávila estuvo entre las provincias con mayor porcentaje. Adolfo Suárez obtendría 68.671 votos, y Francisco Abella, 38.126.

La monotonía de estas elecciones fue un síntoma más de que el sistema se estaba agotando, cuando ni los grupos que formaban parte de él se animaban a competir como habían hecho en anteriores ocasiones. La victoria de los procuradores electos en septiembre de 1971 fue en casi todos los casos un sencillo trámite previo a la contienda, pero en el de Suárez esa victoria a los puntos sobre Abella fue pírrica, porque éste le ganará poco después cuando ambos se presenten a las elecciones a consejero nacional en representación de los procuradores familiares.

Este fiasco en su camino hacia la otra Cámara del Régimen, considerada la de las viejas glorias, le afectó mucho, pues no conseguirá llegar al Consejo Nacional hasta ser nombrado vicesecretario general del Movimiento por Fernando Herrero Tejedor en 1975. Francisco Abella le ganó en 1971 y fue un duro trago, porque se trataba de un hombre influyente de Ávila, abogado del Estado, que también había sido gobernador de Oviedo y delegado nacional de Provincias. Su victoria en el camino hacia el Consejo hubiera sido una baza de prestigio personal, para quien tan malos recuerdos guardaba de Ávila en la época que Abella lo era todo, allá por los primeros cincuenta.

El carácter amañado de estas elecciones queda reflejado por persona tan discreta como Laureano López Rodó, que escribe en sus Memorias:

Carrero tenía la lógica preocupación de que de las elecciones legislativas de 1971 surgieran unas Cortes mayoritariamente monárquicas. Para ello, y siendo evidente la influencia decisiva que tenían, a efectos electorales, los cargos de director general de Política Interior y de delegado nacional de Provincias, estando el primero de ellos en buenas manos desde que a finales de 1969 lo ocupó Fernando Liñán, traté de buscar para el segundo una persona que formara «tándem» con Liñán y facilitara la incorporación de candidatos leales a la Monarquía. Carrero tenía muy buena opinión de Adolfo Suárez, director general de Radiotelevisión, y trató de que fuera designado delegado nacional de Provincias o vicesecretario general del Movimiento al producirse las vacantes de dichos cargos. Liñán habló al Príncipe de la conveniencia del nombramiento de Adolfo Suárez, con el que esperaba entenderse muy bien. El Príncipe quedó en decírselo al ministro secretario general del Movimiento, Torcuato Fernández Miranda.

Cita importante no sólo por lo que se refiere a las elecciones sino también porque ratifica el conocimiento que de Adolfo tenía el Príncipe y el despego que sentía Fernández Miranda hacia el director de Radiotelevisión.

Uno de los aspectos que demuestran la madera de profesional de la política que había en Suárez estaba en su manera de encajar la derrota si ésta era inevitable, sin renunciar por ello a cambiar su suerte al día siguiente. Podía tener momentos de desánimo, pero le vencía la maquinaria interior que había sido preparada para llegar a la cima, aunque fuera por agotamiento del contrario. Nunca olvidará ni a Abella ni a Fernández Miranda, pero mientras el objetivo no esté cumplido, habrá que ir hacia delante y ocultar la derrota en la niebla de los recuerdos, que no sale a flote más que en la soledad del corredor de fondo.

Recordará el año 1971 porque ganó las elecciones a procuradores en Cortes; lo demás no existe, jamás lo recordará. Sin embargo, el año siguiente va a estar preñado de malos augurios, aunque su optimismo sea enorme. El 30 de agosto de 1972 fallece su suegro, Ángel Illana Sánchez, a los noventa años. Las relaciones entre los dos eran malas; no se entendían. Illana era un coronel del Cuerpo Jurídico Militar, a quien no agradaba el estilo servicial de Adolfo. Había sido redactor en varias publicaciones de antes de la guerra, como Semana Financiera, La Tribuna y La Época; después se había dedicado más a los negocios que al periodismo, desde su puesto de secretario general de la Empresa Municipal de Transportes de Madrid, sin abandonar por ello sus funciones de tesorero y contador en la Asociación de la Prensa. Dejó dos hijas casadas y una herencia que habría de ser de gran utilidad para Adolfo al cesar como director general, un año más tarde.

Económicamente, Suárez no tiene una situación tranquila porque lleva un tren de vida superior a sus posibilidades; las relaciones públicas no son sólo una actividad que necesita determinadas cualidades personales sino también dinero. En este aspecto se había visto obligado a mantener gastos que permitieran llegar hasta personas cuyos niveles económicos eran muy superiores. Aunque liquida su apartamento en la Dehesa de Campoamor, que ya no cumplía su objetivo, pues Camilo Alonso Vega había cesado y Carrero Blanco no frecuentaba lugares fijos en sus veraneos, compra la casa de la avenida del Generalísimo (paseo de la Castellana) y se compromete en un chalet en La Granja (Segovia), para pasar los descansos y donde llevará a cabo importantes contactos políticos después de su salida de Televisión Española. Si a esto sumamos los gastos innumerables de un político que se basa en la servicialidad y la simpatía, nos queda un panorama peliagudo.

De estas apreturas le va a sacar un personaje muy particular, Víctor María Tarruella de Lacour, conocido en sociedad como «Totor», catalán, abogado y casado con una hija de Lucas María Oriol. Tarruella llegó al Ministerio de Información y Turismo en el entourage de Sánchez Bella, de quien solicitó sin éxito una secretaría, la de Turismo o Cine, pues ambas cosas le atraían. Se conformó con ser asesor de Televisión Española y vocal de la Comisión de Información, Turismo y Cultura Popular del Plan de Desarrollo. Tenía una experiencia «financiera» tan aventurera, que hubo de viajar al Amazonas brasileño y descansar algún tiempo para librarse de sus adversarios. A pesar de que la amistad con Sánchez Bella no era precisamente una buena tarjeta de presentación para Adolfo, se hicieron amigos, y posteriormente socios en una productora cinematográfica, de la que también formaba parte José María Otero, un toledano a quien todos creían abulense y que entró en Televisión gracias a Adolfo, lo que mereció la frase irónica de que los pasillos de Prado del Rey parecían el paseo del Mercado Grande de Ávila, por los muchos paisanos del director general que trabajaban en «la casa».

Entre los tres se lanzarán al mundo de los negocios, en los que Adolfo era un principiante. «Tarruella me enseñó a ganar dinero sin tenerlo», comentará a uno de sus colaboradores. Las relaciones acabarían mal algunos años después, pero en aquella época el mundo parecía sonreírles, pese a los nublados presagios que se dibujaban en el horizonte.

La ruptura con Laureano López Rodó fue uno de ellos. El motivo aparente fue la persona de José María Carcasona, una de las figuras más controvertidas de la Televisión Española. De extra en la película de Berlanga Novio a la vista, allá en la infancia, pasó a director de la agencia de Publicidad Carvis, en Barcelona; vinculado al Opus Dei, entra en TVE de director comercial de la Gerencia de Publicidad en septiembre de 1969. Al dejar Abilio Bernaldo de Quirós la dirección de esa gerencia, un par de años más tarde, Adolfo Suárez le nombra para sustituirle. Estaba magníficamente relacionado; entre sus amigos íntimos contaba a Emilio Sánchez Pintado y Laureano López Rodó. Hombre ambicioso y nada escrupuloso a tenor de las mil incidencias económicas que jalonan su vida, tenía la secreta ambición de ser gobernador de Barcelona, una esperanza que compartía con Suárez. Laureano le anima al cargo, aunque necesita foguearse antes, y le ofrece dejar la televisión y ocuparse de la Gerencia de Prensa Económica, editora del semanario Desarrollo y de Nuevo Diario, un periódico dominado por el Opus, de vida tan borrascosa, que consume el rosario de créditos como si fuera un árabe en Las Vegas. Carcasona acepta la oferta de López Rodó, y le acompaña en la travesía un experto en la organización informativa, Luis Ignacio Seco, que deja también TVE para dirigir el diario.

Por razones no muy bien explicadas, el abandono de Carcasona provoca descontento en Adolfo. Un descontento que subirá de tono, hasta llegar a la ruptura, ante las peticiones que hace Laureano de apoyo a Nuevo Diario desde la todopoderosa TVE. El distanciamiento irá en aumento con el tiempo y llegará cuando Adolfo ascienda a extremos poco habituales por su dureza y desprecio hacia el vicesecretario general del Movimiento.

Otro de los síntomas agoreros que marcan los últimos momentos del año 1972 está en el distanciamiento de Adolfo hacia el Opus Dei, al menos en el terreno de la relación política y espiritual. Vuelve a apasionarse por los naipes; su casa no dispondrá nunca de una biblioteca, pero sí tendrá una mesa de juego, que le acompañará desde el piso de la avenida del Generalísimo, en sucesivos cambios, hasta el palacio de la Moncloa.

Su capítulo como director general de Radiotelevisión está llegando a su fin. El enfriamiento de sus relaciones con Laureano y con el Opus Dei es una mala señal, pero no está preocupado, sino eufórico. Ha creado el Consejo General de Radiotelevisión, una sugerencia de Carrero y Laureano para evitar el control de las Cortes sobre la televisión, donde fue aprobada su sugerencia de poner a Fernando Herrero Tejedor a la cabeza del Consejo, ganándose así el respeto de su protector y un magnífico paraguas para eventuales problemas.

Pero cuando se acerca el verano de 1973 cabe hacer el balance de su gestión a la cabeza del televisivo monstruo de Prado del Rey. Alcanza a hacerla no en su terreno político, ni en las operaciones de altos vuelos, ni siquiera en el gran bagaje de sus magníficas relaciones con el Príncipe Juan Carlos, o con el Ejército, sino en lo que han recibido de nuevo los telespectadores, esos millones de ciudadanos que han soportado con estoicismo esa brujería llena de luz que se llama televisión.

Pasó por momentos difíciles como el del proceso de Burgos, cuando Eurovisión anuló la retransmisión de la Misa del Gallo, y hubo que intentarlo desde una iglesia de Ávila, ¡siempre Ávila, saliendo al paso de las desventuras! O la muerte del locutor Jesús Álvarez, el presentador del primer telediario de la historia de Televisión Española. ¿Se trató de un accidente de trabajo? ¿De falta de medidas de seguridad? El análisis médico del 10 de marzo de 1970 fue concluyente: «Pancitopenia global por insuficiencia hematopoyética aguda, complicada finalmente con gangrena gaseosa». La pancitopenia se reduce a una intoxicación, que provoca la destrucción de la médula espinal; puede producirse por el benzol, el piramidón o ¡los rayos X!

Pero también hubo programas seguidos con atención por el público, como aquel titulado Investigación en marcha, copiado por Eduardo Zimmerman de otro de la televisión alemana, en el que se pedía la colaboración del público en la búsqueda de los delincuentes. La protesta de la oposición ilegal fue rotunda, porque temían aparecer un día con una foto y un señor que recomendara su búsqueda y captura. Pero al menos Zimmerman consiguió la medalla de oro del Mérito Policial, y eso antes de empezar a emitirse la serie. También estaba La gran ocasión, que presentaba Miguel de los Santos los sábados en la hora punta, donde se inauguraban los cantantes noveles y lucían sus galas algunas estrellas de la canción de talla internacional. Es una pena que uno de los hermanos de Suárez se viera implicado en un caso de evidente y reiterada publicidad indirecta, colaborando con un restaurante, y que eso le obligara a cesarlo de «jefe del Departamento de Programas Musicales», donde él le había puesto.

Por encima de dificultades, empezando por un ministro a quien despreciaba, y de ambiciones que él creía iban a colmarse, el balance personal era positivo. Había aprendido mucho y estaba sentando las bases para el futuro que algún día fructificarían. Se había dado a conocer y no hacía falta que le dijeran que el camino hacia el poder era cuesta arriba. Estaba convencido de que no resbalaría en ningún peldaño.