9. Segovia, parada y fonda del Poder
Hay pueblecillos que entran una vez en la historia; luego, todos se olvidan de que alguien, una vez, dejó caer sus asentaderas en una silla historiada, y de que el pequeño pueblo, la perdida aldea, ocupó la primera plana de los periódicos. Los paisanos estuvieron durante varios meses soñando con aquel día, y luego, como en Bienvenido, Mr. Marshall, el coche pasó de largo y la gente volvió a la cotidiana pobreza. En el mejor de los casos queda una placa, un monolito ridículo o sencillamente un vago recuerdo, que los viejos del lugar cuentan a sus nietos.
El pueblo se llama Turrubuelo y para llegar a él conviene desviarse de la carretera Madrid-Burgos, a la altura de Sepúlveda. A seis kilómetros de la carretera general y a cinco de unas siluetas que reciben el nombre de Boceguillas, allí está Turrubuelo; cuatro casas, una estación y una voluntad de ser la España eterna. El 4 de julio de 1968, humeantes aún algunas calles parisinas después de dos meses de una revolución huérfana, Francisco Franco Bahamonde llegaba a Turrubuelo para inaugurar la red de ferrocarril Madrid-Burgos.
Le esperaba el recién estrenado gobernador civil, Adolfo Suárez González, y demás autoridades provinciales. Aunque el día estaba caluroso y el sitio parecía destinado a una entrevista de tiempos de guerra más que a una inauguración oficial, Franco iba camino de sus vacaciones y se sentía en forma. Por eso no esperó como en otras ocasiones a que todo el mundo le mirara mientras oteaba a la gente y saludaba, sino que se dirigió directamente hacia el gobernador que, con un gesto de sus hombros, hacía el simulacro de ir a abrazarle sin atreverse a ello.
No hizo falta ni dar dos pasos, y ya Franco le ofreció la mano, al tiempo que con la otra le rozaba el codo, en un gesto que quería decir un abrazo sin serlo. Y con una voz suave le preguntó:
—¿Cómo le va a usted, Suárez?
Con la única familiaridad que solía dar Franco a sus preguntas, incluyendo siempre el primer apellido y reservando el segundo para las ocasiones tensas o los desprecios profundos. Le había conocido hacía un par de años con ocasión de las intervenciones de fin de año por la televisión, y era un rostro que no se olvidaba fácilmente; había algo en su gesto que denotaba atención y amabilidad, no sólo servilismo. Por eso cuando el gobernador, con una sonrisa inocente, le espetó aquella frase inesperada, no se sorprendió. Franco le miró las manos, porque siempre le parecían el signo inequívoco del nerviosismo.
—No sé qué decirle, Excelencia —respondió Adolfo, con una sonrisa amigable.
Sin darse por aludido, porque el gobernador tenía las manos bien firmes, Franco insistió:
—¿Qué quiere decir?
—Que no sé, Excelencia, si los segovianos se sienten ciudadanos de segunda clase.
Dijo lo que llevaba preparado desde hacía varios días, con el tono que había ensayado repetidas veces para que lograra su efecto, sin tener ningún significado especial, sino la ingenuidad y el candor de un gobernador joven y voluntarioso, que necesitaba el consejo de un hombre con la experiencia del Caudillo. Por eso Franco no se inmutó; sólo hizo un gesto vago, mientras susurraba: «Me interesa mucho eso, me interesa mucho eso… Venga a verme…».
La reacción de Franco le llegó como quien alcanza un sueño largamente acariciado; ya sólo hacía falta una carta a El Pardo solicitando la entrevista y en su bolsillo tendría la cita con el Poder. No tardarían en responderle: el 8 de enero visitaría El Pardo. Lo contó sonriendo a quien quisiera escucharle.
Las situaciones había que cogerlas según venían. Adolfo llevaba de gobernador en Segovia desde el 11 de junio, y veintitrés días después le llegó la ocasión única de saludar a Franco. Desperdiciar esa oportunidad no estaba en su ánimo; había aprendido a no desaprovechar ninguna, por pequeña que fuera, y aquélla no era fácil que se repitiera.
Las audiencias de Franco tenían un margen de solicitud demasiado grande y además constituían, por el simple hecho de pedirlas, un gesto que corría el riesgo de interpretarse como una desautorización del ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, pues el saltarse el escalafón administrativo no estaba bien visto, y creaba recelos y suspicacias. Pero haciéndolo así, Adolfo había conseguido que fuera el mismo Franco quien le «otorgara» la audiencia, sin intermediarios ni favores, que luego han de pagarse, y más cuando no se es otra cosa que gobernador de una provincia donde nunca pasa nada.
Este éxito con Franco confirmaba su decisión de optar por una provincia cercana a Madrid. Le habían ofrecido otras quizá más importantes, pero tenía que estar vecino al Poder, y el Poder era Madrid y sólo Madrid. Segovia reunía condiciones insólitas entre las provincias españolas, e iba a aprovecharlas. Su etapa como gobernador es la óptima utilización de un puesto, tan subsidiario como el de ser la primera autoridad de una provincia de tercer orden, pero que llega a convertirse en un centro de influencia.
Por Segovia tenía que pasar todo el mundo. Todo el mundo que interesaba, por supuesto. Franco, en sus viajes vacacionales, sólo se apeaba en la primera provincia después de salir de Madrid, y en la penúltima antes de su destino. Es evidente que a Segovia le correspondía en casi todas las ocasiones el privilegio de un saludo de Su Excelencia. Pero además estaban otras cosas.
El mismo día que el ministro de Información, Fraga Iribarne, decretaba el cierre del diario Madrid, por «abusar de la libertad de prensa», según comunicó sin rubor a quien preguntó por las razones, ese mismo día el Boletín Oficial nombraba a Suárez gobernador de Segovia. Cuando juró el cargo, el 11 de junio, casi toda España tenía en su mano el artículo de Rafael Calvo Serer titulado «Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle», publicado en el diario Madrid, lo que había generado el pretendido «abuso de libertad» que se castigaría con el cierre. A nadie se le ocurrió pensar que, dadas las escasas dotes proféticas del intrigante y obtuso profesor Calvo Serer, el artículo podía garantizar la permanencia de Franco durante muchos años más. Esa interpretación irónica estaba lejos del escaso sentido del humor de Manuel Fraga, si alguna vez lo tuvo. Los acontecimientos que se avecinaban en la batalla contra Laureano López Rodó y su poder anaranjado no le permitían el lujo de encajar las bromas. A mayor abundamiento, Calvo Serer y el diario Madrid eran dos instituciones del Opus Dei, y para Fraga el sancionarlos consentía una doble satisfacción.
Cuando Adolfo llega a Segovia a mediados de junio, los tiempos son favorables a los jóvenes ejecutivos de la cantera de López Rodó, número tres del sistema, después del Único (Franco) y su Propiedad (Carrero Blanco), que es quien tenía acceso directo al Caudillo. Por eso el «Viejo Poncio», sobrenombre con el que se conocía en Segovia al gobernador saliente, recogió sus bártulos y pensó que la masonería blanca de la Obra de Dios estaba destruyendo las esencias del 18 de Julio. El Viejo Poncio se equivocaba, posiblemente, pero llamándose Juan Morillo de Valdivia se perdonan muchas cosas; era un falangista ortodoxo y su época había pasado. Mientras Morillo de Valdivia, con camisa azul, se despedía el 21 de junio del personal, a su lado un joven con camisa blanca y corbata ligeramente rayada tomaba posesión del cargo.
Un Morillo de Valdivia dejaba la histórica Segovia para que la ocupara un Suárez González; los tiempos cambiaban. Morillo ni siquiera pudo ver terminado el grandilocuente edificio del Gobierno Civil que había proyectado y que inauguraría su sucesor.
Desde el primer día, Adolfo manifiesta un cierto distanciamiento hacia los hombres del Movimiento; tarda un mes en reunirse con el aparato provincial. A lo largo de su mandato hará cambios importantes, introduciendo hombres que nada tenían que ver con los viejos tiempos y que respondían exclusivamente a las simpatías personales del nuevo gobernador.
Dedica los últimos meses del 68 a preparar la entrevista con Franco. Después de pasar el verano en la Dehesa de Campoamor, junto a Camilo Alonso Vega, como llevaba haciendo desde hacía años, en las primeras semanas invernales, al abrirse la veda, acompaña a Laureano López Rodó en sus intentos, nada fructuosos, de convertirse en un buen pescador truchero. Todo un ejercicio múltiple de relaciones públicas.
Los fines de semana Laureano solía visitar los ríos de la provincia de Segovia. Sus relaciones con El Pardo habían desarrollado en él una afición cada vez más apasionada por la pesca, que no se veía correspondida con el anzuelo. No había tenido mucho éxito divulgando el tenis entre los veteranos del franquismo, aunque entre los jóvenes aspirantes, el deporte del pantalón blanco y pullovers inmaculados iba en ascenso vertiginoso. Los expertos comentaban que a Laureano le faltaba sensibilidad para pescar truchas, porque el inquieto habitante de los ríos necesita pescadores seguros y firmes, y Laureano era demasiado sinuoso para echar la caña con fortuna.
El mes de enero de 1969 estuvo cargado de acontecimientos para Adolfo. Segovia se convertía en punto de confluencia de personalidades que buscaban su esparcimiento en la belleza de sus rincones. No sólo Laureano gusta de ir a pescar, también los Príncipes Juan Carlos y Sofía recorren la provincia acompañando a los reyes de Grecia. No es la primera vez, ni será la última, que Juan Carlos vaya al palacio de Riofrío; está entre sus costumbres, porque se trata de un lugar tranquilo, porque tiene gamos y abundante caza y, por si fuera poco, su bisabuelo solía retirarse allí después de enviudar.
La belleza del palacio, que hizo construir Isabel Farnesio, no emocionaba al gobernador más allá de la gracia que produce ver algunos corzos y venados, y de las historias de los años de expolios que terminó por convertirlo en museo de caza. Los Borbones, muy dados a la desproporción estética, hicieron construir este palacio, que es un modelo de buen gusto neoclásico, al que unos balcones como ataúdes hacen perder estilo y encanto. Riofrío con sus salones, sus recuerdos y sus cabezas disecadas prueba que hubo un tiempo en que los Borbones supieron manifestar su magnificencia y una inclinación por los jardines, espectaculares, de la vecina Granja de San Ildefonso. Pocas provincias españolas tenían, como Segovia, dos símbolos tan notorios del pasado borbónico. Y el gobernador era Adolfo Suárez.
El 6 de enero de aquel año de 1969, que sería histórico para un Borbón, iba a concentrar en el ambiente del Parador Real, a cuarenta kilómetros de Segovia, a visitantes tan ilustres como los reyes de Grecia, y como sus cuñados, Juan Carlos y Sofía. En su papel de anfitrión provincial, Suárez intuía que empezaba a marcarse la cuenta atrás de la sucesión a Franco. Cinco meses antes de que las Cortes de Franco inclinen el lomo y aprueben el decreto de sucesión en la persona del Príncipe Juan Carlos, el gobernador de Segovia se dirige a los huéspedes como si la sucesión estuviera firmada, sellada y ratificada por la historia. Adolfo, como gobernador, se adelanta al tiempo intuyendo que Juan Carlos y Sofía son ya futuro.
El 6 de enero, día de regalos y de homenaje a la Monarquía, día de ilusión y de esperanzas anualmente renovadas, no va a pasar desapercibido para un olfato tan atento como el del gobernador de Segovia. Anfitrión excelente, conversador afable y servicial como un duque dieciochesco, Adolfo se ocupará de que Segovia deje un recuerdo de estancia grata. Los invitados tampoco echarán en falta ciertas limitaciones del cicerone en el ámbito de la cultura, que son las suyas, porque de lo que se trata es de recordar los días pasados en la provincia como un bálsamo; para que la evocación fructifique y los personajes vuelvan.
Va a ser su preocupación esencial durante los dieciséis meses de su mandato como gobernador: ser el amable maître de un restaurante bien surtido, ser el discreto propietario de una tierra puesta al servicio de los que lo poseerán todo. Hacer obligada la pausa cuando el Poder cruza Segovia, y no pedir nunca nada que el invitado no esté dispuesto a ofrecer. Convertir Segovia en la parada y fonda del Poder.
Es hacedero cumplir las reglas de la hospitalidad en una provincia tan cercana a Madrid. Es el paso obligado desde la capital para media España y también un remanso para los fines de semana de los madrileños. Puede uno cumplir con los compromisos y asistir como quien da un paseo a las audiencias políticas más comprometidas. Por eso esperó hasta la mañana del día 8 de enero para despedirse de los reales anfitriones: apenas le quedaban dos horas para llegar a El Pardo y ver a Franco.
La primera entrevista de Suárez con el Generalísimo le satisface hasta la cima de su indiscutible vanidad. Sus familiares, sus amigos, sus colaboradores, conocerán con pelos y señales los gestos, las palabras y las ironías de la audiencia. Franco le recibe junto al tresillo mítico del gran despacho, de espaldas a un ventanal con clara luz del enero castellano.
A Adolfo le sorprende la manera que tiene Franco de ofrecer la mano, pegada a la cintura, obligando por tanto al interlocutor a inclinarse para alcanzarla. Le sorprende también su silencio mientras él habla ininterrumpidamente, sin poder distinguir si le está mirando porque el fondo de luz impide percibir nada de su rostro. Y de pronto un murmullo, tímido pero bien audible; Franco ha hecho una pregunta. No tiene nada que ver con lo que Adolfo está contando, pero es sensata y demuestra algo así como una duda compartida por el hombre que lo puede todo hacia el joven gobernador, seguro de su inferioridad.
Respondió a la pregunta y no insistió más con el tema, que Franco, vuelto al mutismo, había planteado. Alguien se lo había explicado y por eso no le cogió de sorpresa; Franco solía interrumpir las exposiciones vehementes con preguntas confidenciales. Si el interesado no volvía al hilo de la conversación anterior y se dejaba llevar por la pregunta, era una señal inequívoca de que no era un problema importante, sino un recurso para rellenar la audiencia y satisfacer vanidades. Por eso Adolfo volvió a la situación de Segovia, al papel que podía jugar en la descongestión de Madrid, a la necesidad de una atención preferente.
El resultado fue alentador; Franco puso en su mano la nota introductoria para el personaje número tres del Régimen, Laureano López Rodó. Adolfo tenía experiencia en el arte de recibir y esperar en las antesalas de los ministros y de los altos cargos. Con una recomendación de Franco, nadie esperaba más tiempo del imprescindible. Saltó por encima de ministros y de subsecretarios, y Laureano, ministro comisario del Plan de Desarrollo, recibió al gobernador de Segovia, viejo conocido suyo de la época de Planes Provinciales, y con el que empezaba a tener una coincidencia espiritual y piscícola cada vez más plena.
Adolfo solicitó la calificación de Segovia como provincia de «acción especial» en el II Plan de Desarrollo, y el apoyo de Laureano para conseguir un pellizco del presupuesto de Planes Provinciales, que permitiera ampliar la red telefónica de los pueblos.
La audiencia con Franco, la entrevista facilitada desde El Pardo con Laureano, la vieja amistad que iría en aumento entre el joven aspirante y el todopoderoso Laureano, en fin, la caña de pescar y las sutiles truchas de Navafría, todo unido, confundido y confabulado sirvió para que algunos meses más tarde, el 8 de mayo, la Dirección General de Planes Provinciales concediera diez millones de pesetas para los teléfonos rurales, y cuatro días más tarde el mesiánico II Plan de Desarrollo calificaba a Segovia como provincia de «acción especial». No se trataba de que la zona iba a ser jauja, pero una cosa estaba clara: Adolfo Suárez sabía dónde estaban las ubres del sistema, y las ordeñaba.
Segovia facilita la reflexión; es una de esas pocas ciudades que parecen destinadas para crear, para estar a gusto; para no hacer ruido, ni empujar a nadie. Tiene horizontes, no es de las ciudades castellanas que limitan con el absoluto o con un olmo seco. Para Adolfo, las razones de permanecer en una ciudad así fueron diferentes a las de la creación artística; para él, la belleza se reducía a un instrumento que anima para hacer otras cosas. Por eso siempre recordó Segovia como la etapa más bella de su vida, quizá porque la belleza sea tan sólo un hermoso peldaño para el profesional de la política. Para Amparo, su esposa, será la época que recordará con más agrado. Fue un período tranquilo, sin más sobresaltos que la caja de los truenos que salió a relucir al final y que casi echa al traste con todo.
Tranquila no quiere decir idílica. Desde su llegada, Adolfo quiso marcar una huella política que dejara señal en el futuro. Era su primera responsabilidad de gobierno y aparece entonces una de las características que perdurará luego: la necesidad de rodearse de gentes promocionadas por él y con fidelidad a toda prueba.
Sus anteriores actividades no habían ayudado a desarrollar esa querencia; eran cargos de muy poca monta para permitirse lujos de futuro. Al llegar a Segovia alcanzaba el techo del poder administrativo en la provincia y empezó a practicar el ejercicio de la maniobra política. Iba a ser un ensayo general de su estilo de hacer política. Mientras mantenía con cuidado y dedicación las relaciones con el Poder, es decir, Madrid, se ejercitaba tomando la provincia como terreno de juego.
Desde que visita El Pardo y mantiene hábilmente las necesidades de Segovia ante Laureano, Adolfo ya está en condiciones de copar la provincia con gentes seleccionadas a su manera. Desde finales de enero pone su punto de mira en la presidencia de la Diputación. Adlátere del gobernador, Adolfo necesita en ese puesto a una persona de su confianza, en la que delegar con ocasión de viajes y recibimientos pomposos, y que no le cortase la hierba bajo los pies aprovechando sus permanentes visitas a Madrid. Pero se las tendrá que ver con las fuerzas vivas locales, que se opondrán al cese de Ángel Zamarrón.
La oligarquía provincial segoviana tiene entonces en Andrés Reguera Guajardo su máximo exponente, y es él quien encabeza la oposición al cese de Zamarrón. Procurador en Cortes y secretario general técnico del Ministerio de Obras Públicas, Andrés Reguera —que luego llegará a ministro— es un personaje con peso específico en la provincia, tanto económico como político. Abogado del Estado y número uno de su promoción, está ligado a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, tímida adversaria por entonces de la Obra de Laureano, de la que Adolfo es activo militante que no pierde cursillo. (Un furor religioso tal, que en ocasiones le lleva a comulgar más de una vez en el mismo día, para poder cumplir al tiempo con el precepto y con los compromisos espirituales de los visitantes de Segovia, que a veces coinciden en la misma jornada.)
Andrés Reguera, en su calidad de procurador en Cortes por Segovia, es el genuino representante de los hombres fuertes de la provincia, los Ibáñez, Acosta o Concepción, que están dispuestos a pararle los pies al gobernador. Suárez, a poco de su llegada, empieza a reunirse con las delegaciones provinciales de los diferentes ministerios. Cuando le llega el turno al de Agricultura, le llama la atención un chico larguirucho que se expresa con facilidad, y que se siente muy seguro en su trabajo de ingeniero jefe de Ordenación Rural.
De las tres zonas en que se dividía la provincia de Segovia a efectos de Ordenación Rural, el joven ingeniero es responsable de una comarca considerada piloto, la del río Pirón. Antes su trabajo se denominaba Concentración Parcelaria, pero los tiempos han cambiado y el ingeniero agrícola explica, muy seguro de su eficacia, las experiencias en el terreno de la organización y desarrollo de las cooperativas. Se llama Fernando Abril Martorell.
Había nacido en Valencia y tenía cuatro años menos que Adolfo; de política evidentemente no tenía ni idea, ni parecía interesarle. Su campo era la agricultura y aunque parecía voluntarioso, nada fuera del olfato del gobernador le distinguía de otros técnicos provinciales.
No pasa un mes cuando Adolfo le invita a compartir un fin de semana, y descubren que están llamados a entenderse; jóvenes, ambiciosos y con un acendrado sentido de la religión y de sus obligaciones. Además está casado con una mujer de fuerte personalidad que engrana desde el primer día con ese ser introvertido y tímido que es Amparo Illana. El matrimonio Abril y el matrimonio Suárez forman un equipo perfecto; cada uno tiene lo que le falta al otro, y el sentido de las jerarquías está claro desde el primer día. Adolfo acaba de encontrar un presidente para la Diputación.
La batalla no va a ser fácil y Adolfo se ve obligado a jugar fuerte cerca del ministro de la Gobernación, Camilo Alonso. La oligarquía local no está dispuesta a transigir con el cese de Ángel Zamarrón, para nombrar a un perfecto desconocido que no tiene tradición del Movimiento, y a quien todos desprecian porque es un funcionario puesto a su servicio por el Ministerio de Agricultura.
Adolfo se impone el llevar adelante su decisión y los «notables» amenazan con negarse a elegirle representante en Cortes, como había sido costumbre hasta entonces. El nombramiento llega el 21 de febrero; Camilo Alonso Vega ha cedido a la presión de Suárez. El estado de excepción había sido declarado un mes antes y el ministro de la Gobernación tenía cosas más importantes en las que pensar que los dimes y diretes de los segovianos ilustres. El suicidio en sospechosas circunstancias del estudiante Enrique Ruano agudiza la tensión política del país y provoca una agitación cuyo resultado es el cierre de las universidades y el estado de excepción en toda España. Era el 24 de enero de 1969; otra fecha negra del largo calendario del franquismo. Camilo Alonso Vega tenía preocupaciones urgentes, mientras en Segovia jugaban a hacer política, como si Versalles y la Granja de San Ildefenso no hubieran quedado atrás, y las cosas en el país permitieran recrearse en la gallina ciega. Un publicista lo contó así: «Los anales de la degradación llegan, en 1969, a una situación crítica…».
El punto de partida se produjo nada menos que en pleno Consejo de Ministros —el miércoles 29 de enero—, cuando Federico Silva pasó un sorprendente papelito a Laureano López Rodó, que nuestro cronista describió así:
1. Esto se hunde por horas. (]osé Luis Villar Palasí.) Pensemos qué hacer.
2. Si se abre la Universidad, nos corren.
3. Si fracasamos, todo se irá en dirección al búnker. Y el fracaso de la represión no hay que ser un augur para verlo.[1]
La situación de Segovia estaba lejos de parecer crítica; eran dos mundos harto diferentes, Madrid y Segovia, tan cercanos y sin embargo tan lejos. Los gobernadores seguían en la etapa del virreinato y su poder en aquellas circunstancias era omnímodo, mientras garantizaran la «paz social» en su dominio.
Sonriente y con ese gesto de satisfacción que da el éxito de una persona vanidosa, el 26 de febrero Adolfo dio posesión a Fernando Abril Martorell como presidente de la Diputación, con unas palabras proféticas: «Es un hombre joven que pertenece a esa generación puente, que tiene que soldar indestructiblemente los pilares de nuestra más reciente historia con los de ese futuro esperanzador que social, política y económicamente se vislumbra ya en España».
Hubo quien dijo que Adolfo parecía estar hablando de sí mismo al presidente de la Diputación, pero las sonrisas asomaron a los labios y nadie se llamó a engaño al llegarle el turno a Fernando Abril y exponer las razones de su nombramiento: «La voluntad de servicio de nuestro gobernador civil, mi querido amigo Adolfo Suárez, ha creído adivinar en mí algunas cualidades, sacándome de mi habitual trabajo técnico para encomendarme una gran responsabilidad, cual supone dirigir la Diputación de Segovia».
El gobernador Adolfo Suárez había «adivinado» algunas cosas, y a lo largo de su vida iba a adivinar otras; su voluntad de servicio, para utilizar la feliz expresión de Fernando Abril, alcanzaría cotas difíciles de imaginar en aquel frío invierno segoviano. El Adelantado de Segovia dedicó un importante espacio al acontecimiento que abría caminos insospechados con futuros irresistibles y adhesiones inquebrantables. En la foto, dos amigos se abrazaban. Sobre un fondo de estucos y retratos de un general en mil posturas, sellaban la unión sagrada y la eterna distribución de funciones políticas. Igual que Franco tardó en encontrar su Carrero, y De Gaulle su Pompidou, Adolfo había dado, quizá sin saberlo, con un segundo a su hechura y semejanza. La historia a veces mantiene las proporciones de los personajes, para no confundir a los historiadores.
Sabía bien Adolfo con quién se jugaba los cuartos, como gustaba de decir, por eso tardó algún tiempo en solicitar la elección de Fernando Abril para las Cortes. Le dejó hacer a aquel ingeniero agrónomo en quien había «adivinado algunas cualidades». Las tenía. Un mes después, las fuerzas vivas de Segovia se hacían cruces de aquel chico tan cordial, que resumía admirablemente las interminables discusiones de los consejeros, y que sabía de números. Este último dato le hacía muy útil para tratar en Madrid los presupuestos provinciales. Por lo demás, era un sencillo cambio de personas; nada sustancial iba a variar, y podían estar tranquilos. La conclusión la sacó un cliente habitual del segoviano Mesón de Cándido; tras posar el Partagás en el cenicero, aflojó un poco los tirantes y dijo con voz sonora: «Son los jóvenes que empujan». Y todos sonrieron pensando en otros tiempos.
Para Adolfo, aquéllos eran sus tiempos. Se sentía feliz demostrándose cada día lo fácil que era ser gobernador. Aquel año figuró como el gobernador más joven de España. El dominical de ABC le dedicó sus páginas; lo hizo mediante el «colorín» dominical que dirigía el periodista Luis María Ansón. Estaba pagando una entrañable deuda con el ahora gobernador de Segovia. Años antes Suárez le había echado una mano al inquieto Luis María, cuando le procesaron por «ofensas al jefe del Estado» después de reconocerse autor de un recuadro, sin firma, en el latifundio de papel de los Luca de Tena. Fue un gesto que Luis María no iba a olvidar.
Para bien de los segovianos, Suárez no consiguió el objetivo que planteaba en su entrevista en el ABC, de marzo de 1969, que era convertir Segovia en el punto de descongestión de Madrid. Evidentemente, una provincia de 6.900 kilómetros cuadrados, con una densidad de población que no alcanzaba los 26 habitantes por kilómetro cuadrado, tenía unos recursos importantes. Pero sabiendo cómo se hacían las cosas, los segovianos se libraron de los Atila del urbanismo y la industrialización, aunque sufrieron la sangría permanente de la emigración y la despoblación campesina. Era la primera provincia en la producción de resina y sólo contaba seis empresas con trabajo para cien empleados, una de las cuales fabricaba un whisky —el Dyc— ligado a las primeras borracheras «a la americana» de un país que en ese campo tenía poco que aprender.
Entre las obras de Adolfo, ocupa un lugar nada desdeñable la inauguración del Colegio Mayor Universitario Domingo de Soto. Las gentes de Ávila han querido ver en la creación de este colegio universitario en Segovia un viejo rencor de Suárez guardado desde su época estudiantil. Posiblemente la inveterada indolencia con que la Administración había tratado a Ávila les había hecho excesivamente susceptibles. Adolfo patrocinó durante su etapa de gobernador la creación en Segovia de ese colegio universitario, donde se impartían clases de Derecho y Filosofía, quitando así a Ávila una de sus ambiciones más sentidas.
El hecho de que Adolfo, un abulense, castigara a Ávila con ese desprecio quizá haya que inscribirlo más en las seculares rencillas entre provincias vecinas que como un elemento significativo. La verdad es que el marco de una provincia, Ávila o Segovia, cuando se tienen treinta y siete años y mucha ambición política, es demasiado estrecho para un hombre que mira solamente a Madrid.
Como solía hacer algunos fines de semana, el sábado 14 de junio pensaba quedarse con los amigos de Madrid, hasta el lunes.
Le agradaba de vez en cuando echar unos naipes con los viejos conocidos y no perder la comba de las relaciones públicas con personas que quién sabe dónde iban a estar dentro de algunos años. O sencillamente ir al cine, o a cenar, o hacer tertulia en casa de Joaquina Algar, la mujer de Fernando Herrero Tejedor, ahora situado en el codiciado cargo de fiscal del Tribunal Supremo.
A Adolfo no le gustaba levantarse pronto; en alguna ocasión había comentado, en unos ejercicios de la Obra, que lo único que debía revisarse del pensamiento de monseñor Escrivá era lo de la ducha de agua fría y el relente mañanero. Se lo tomaron como si de un chiste se tratara.
La mañana del domingo 15 de junio se levantó tarde; había trasnochado. Como decía su amigo Gustavo Pérez Puig, las noches del verano en Madrid son la mejor época del año. Cuando salió a la calle, Madrid estaba prácticamente desierto y los pocos que iban paseando parecían pequeños trozos de pescado en una sartén bien caliente. Con el calor las gentes se espuman. Había que encontrar un sitio fresco para comer. ¿A quién se le había ocurrido pasar un 15 de junio, domingo, en un Madrid desierto y tórrido?
Sin embargo a Joaquina Garrido, la idea de festejar el domingo en Los Ángeles de San Rafael (Segovia) la ilusionaba. Le había costado mucho trabajo crearse una clientela en El Escorial, no se cansaba de repetirlo; en España la gente no acababa de acostumbrarse a los supermercados, preferían las tiendas de ultramarinos, donde iban las mujeres a tiro hecho: deme esto o deme lo otro. Los supermercados les parecían una tentación; todo a la vista, y con sólo alargar la mano, llevárselo a casa. En los supermercados siempre se compraba más de lo imprescindible. Era la España de 1969.
Ella no había asistido nunca a las convenciones de la cadena de supermercados Spar, y la verdad es que estaba emocionada con su vestido blanco, un poco corto, enseñando las rodillas, como la moda de Madrid, y un cinturón rojo haciendo juego con los botones de los hombros que formaban unas filas finitas como si fueran charreteras. Le había dicho a Julio, su marido, que no estaba dispuesta a perderse la «convención», y él hizo un gesto como no dándole importancia. Aunque fuera la única vez que iban a cerrar la tienda durante el verano, irían a Los Ángeles de San Rafael. Tenía además interés en ver el «conjunto residencial» que tanto anunciaban por la radio. Estaba treinta kilómetros antes de llegar a Segovia; un paso desde El Escorial.
Empezaban a sentarse todos en el salón cuando Joaquina cruzó la puerta y se apoyó en la pared para ver si conocía a alguien y sentarse entre amigos. Había más de trescientas personas, y allí, apoyada en la pared, iba a quedarse rezagada; los de la mesa presidencial, algo separada del resto, empezaron a mirar a los que no se habían sentado, con un gesto que quería ser una sugerencia para que terminaran sentándose. Ya eran las dos y quince pasadas, cuando Julio le dijo: «Vamos a sentarnos», y se separó de la pared; notó que la humedad le había hecho una arruga grisácea en el vestido. Como pasaba por allí el camarero y a ella no había quien le quitara el pensamiento de la boca, le dijo: «¡Se nota que hace poco que marcharon los pintores!».
El camarero siguió su camino y al volver la adelantó; llevaba unas jarras oscuras, como de vino. «Anoche estuvieron hasta las dos y media para dejarlo a punto», dijo secamente, respondiendo a una observación que le parecía injusta.
Antes de tomar asiento, Joaquina se fijó en los farolillos y las guirnaldas que colgaban del techo y leyó la gran pancarta que cubría la pared del fondo, detrás de la mesa presidencial. «Spar. Segovia. IX Convención». Se inclinó para sentarse y no llegó a la silla. Todo se venía abajo. La silla y ella estuvieron cayendo en el vacío mientras cosas, objetos, gritos, ruidos se desparramaban sobre su cabeza. Ya no sintió más. Acababa de morir.
Eran las catorce horas y veinte minutos, cuando el gran salón del Conjunto Residencial Los Ángeles de San Rafael se derrumbó sepultando a quinientas personas. El accidente más importante ocurrido nunca en la provincia de Segovia tenía lugar el 15 de junio de 1969. El primer balance salía por los teletipos de las agencias de prensa dos horas más tarde: 52 muertos y 300 heridos.
Casi al tiempo que los teletipos daban la siniestra nueva, localizaban a Adolfo Suárez y salía en dirección a la catástrofe. Por muy rápido que fuera, desde Madrid tenía cuarenta minutos de carretera. Tuvo tiempo de rememorar el 24 de junio pasado, ahora estaba a punto de cumplirse el año, y se veía cortando las cintas de acceso al complejo residencial de Los Ángeles de San Rafael. A su derecha estaba León Herrera, director general de Empresas y Actividades Turísticas;[2] a su izquierda, Jesús Gil y Gil, el propietario del complejo.
Los tres se habían abrazado y medio cogidos del brazo habían pasado a la cafetería, mientras los aplausos les seguían detrás como una procesión. Luego León Herrera procedió, como presidente del jurado, a abrir el concurso de misses, y le echaron una mano para elegir la favorita. Conforme Adolfo avanzaba hacia San Rafael, a toda la velocidad que daba su coche, creía recordar que la premiada no fue precisamente la más bella. La fiesta se había prolongado hasta altas horas de la madrugada y tuvo conciencia de que aquella inauguración, trece días después de su juramento como gobernador de Segovia, era de buen augurio.
Había dejado a Amparo en Madrid porque temía por su sensibilidad; era muy impresionable y lo que él iba a contemplar dentro de algunos minutos se lo imaginaba para estómagos resistentes. Amparo misma había asistido en Los Ángeles de San Rafael a una fiesta en beneficio de la lucha contra el cáncer, y recordaba muy bien que había sido su puesta de largo como esposa del gobernador. No quería que lo viera después del derrumbamiento. Cuando llegó a San Rafael le pasó por la cabeza, como un chispazo, una evocación que le iba a martillear durante varios días: bajo su mandato como gobernador, la Comisión Provincial de Urbanismo aprobó el plan de Los Ángeles de San Rafael. Tenía fresca la fecha en su cabeza; había sido el 28 de junio de 1968. Prácticamente el mismo día que la revolución de mayo parisina se daba por liquidada y cuatro después de cortar las cintas del futuro complejo residencial. Las cosas de la construcción y el urbanismo ya eran así en la década de los sesenta.
Cuando llegó, bajó del coche y directamente se puso a quitar escombros; no quería que nadie le dijera nada, que nadie le preguntara nada, que nadie le reprochara nada. Días más tarde, su gesto como descombrador le valió los parabienes de El Pardo, de Carrero Blanco y de Laureano; a su edad, a ninguno de los tres se les habría ocurrido mover ni un ladrillo.
En la redacción de un periódico madrileño alguien dijo taxativamente: se terminó la carrera política de Adolfo Suárez. Esta idea se fue ampliando conforme se recogían más datos sobre la tragedia. Fue decretada la prisión incondicional del propietario Jesús Gil y Gil,[3] del encargado Francisco Javier de Miguel Pol y del maestro de obras Eugenio García Rodríguez.
La obra, inaugurada por el gobernador civil de Segovia, Adolfo Suárez, el 24 de junio de 1968, carecía de arquitecto y de aparejador. Cuatro días después de la catástrofe, el secretario del Gobierno Civil de Segovia manifestó que los dueños del local no habían pedido el permiso correspondiente a la Delegación Provincial del Ministerio de Información y Turismo, ni habían solicitado los papeles en la Delegación de Industria, ni al Sindicato de Hostelería, ni a la Dirección General de Empresas y Actividades Turísticas, ni la licencia fiscal, ni el permiso de apertura a la Dirección General de Seguridad, ni al Ayuntamiento, ni al Ministerio de la Vivienda…
El diario falangista Arriba del 19 de junio de 1969, bajo el título de «Responsabilidad concurrente», lanzó un editorial sobre la catástrofe que sorprendía con párrafos como éste: «Posiblemente, la inercia o la incuria de ciertas ramas de la Administración es, en este caso, un involuntario cómplice de quienes por torpes afanes de lucro han sido causantes directos de la catástrofe». Y más adelante: «¿Qué grupos económicos se agazapan detrás de la brillante y extensa campaña publicitaria del complejo turístico de Los Ángeles de San Rafael?».
El diario Arriba, el más oficial de la prensa del Movimiento, que dirigía Manuel Blanco Tobío, no había hecho una acusación de tal calibre desde 1939. ¿Qué pasaba aquel verano del 69 para que quienes habían comulgado con todas las ruedas de molino de La Mancha desenterraran las hachas de guerra? La batalla de José Solís y Fraga Iribarne contra Laureano y sus tecnócratas estaba a punto de ofrecer el último combate, el que se denominaría «de Matesa», cuando la incuria de unos departamentos ministeriales y la irresponsabilidad de un gobernador les brindaban en Los Ángeles de San Rafael una escaramuza con victoria garantizada.
El editorial de Arriba, inusual por su temeridad, iba acompañado de un recuadro que rodeaba una foto no menos inusual de Fernando Herrero Tejedor vestido de frac, en el que se cantaban las alabanzas del fiscal del Tribunal Supremo. Palo y zanahoria. Palo para los laureanistas y sus retoños como Adolfo Suárez, y zanahoria para el fiscal del Supremo, que aunque estaba en el Opus Dei, había sido un hombre del Movimiento. Todos eran del Opus Dei, pero no eran iguales; juntos sí, pero no revueltos.
El mismo 17 de junio, un grupo de procuradores antilaureanistas, encabezados por Rafael Azanga Padrón, firmaron una petición a los ministros de Vivienda y Gobernación para que los responsables del trágico suceso de Los Ángeles de San Rafael fueran dados a conocer públicamente.
Un hecho que levantó los más extraños comentarios: dos horas después del derrumbamiento del domingo 15 de junio, un alto empleado de la empresa había manifestado a los periodistas: «Todo seguirá adelante, donde hay juventud hay futuro». Sólo un hombre con las espaldas cubiertas o un asesino profesional podía sentirse tan seguro.
Los que creyeron en la oportunidad política de adelantar la batalla de Matesa aprovechando la catástrofe de San Rafael, no sacaron las conclusiones oportunas. El fiscal del Tribunal Supremo, Fernando Herrero Tejedor, se ocupó del caso desde el mismo momento que tuvo conocimiento del hecho. Visitó Segovia y vivió durante las diligencias en el edificio del Gobierno Civil, invitado por el que había sido su secretario y ahora se ocupaba de la gobernación de la provincia.
El asunto siguió los lentos y tortuosos trámites de la justicia. El propietario-constructor, Jesús Gil y Gil, fue condenado en octubre de 1971 a cinco años de prisión, pero unos meses más tarde recibió un «indulto particular» del jefe del Estado. El arquitecto de la Delegación de Hacienda de Segovia, Agustín Manzano, implicado en el asunto, resultó convicto y confeso de cohecho y prevaricación, y Los Ángeles de San Rafael, haciendo honor a su nombre, subieron al cielo a 58 personas y tuvieron en muy peregrinas circunstancias a los 147 heridos; cifras definitivas de la catástrofe. Donde hay juventud, hay futuro, y la vida siguió su animoso curso.
Por eso nadie se escandalizó el 18 de julio de aquel infausto año cuando, según decreto de la jefatura del Estado, y con ocasión del significativo recuerdo del levantamiento de 1936, Adolfo Suárez González fue condecorado con la Gran Cruz del Mérito Civil por su comportamiento ejemplar durante la catástrofe. Para él, la pesadilla del 15 de junio de 1969 había terminado. Las ruinas, los muertos y las heridas personales quedaron atrás. Hacia delante venía un verano cargado de historia, y la historia es como un gran río que sepulta las huellas de nuestros errores.
Vísperas del 18 de julio de 1969, con sus rituales de Grandes Cruces, editoriales vibrantes y reuniones conmemorativas, saltó la noticia del nombramiento del Príncipe Juan Carlos como sucesor del Generalísimo. La «Operación Príncipe», que había comenzado tiempo atrás, se iba a cerrar el 22 de julio, cuando las Cortes aprobaron la decisión de Franco. Un ministro, Laureano López Rodó, llegó a considerar esta operación como la «Larga Marcha» de aquel chino obeso, fumador y contradictorio, conocido por Mao Tse-tung. La metáfora de Laureano pareció la prueba maligna de que incluso estando cercano al Padre se puede carecer de la paloma de la inspiración. Para López Rodó, caminar en Madrid desde la Comisaría del Plan de Desarrollo hasta las dulces lomas de El Pardo, parecíanle las inmensas montañas de Yenán; cruzar el Manzanares junto al puente de los Franceses, traspasar el difícil río Amarillo; y pensar en los 2.000 dólares de renta per cápita a partir de los cuales, según él, empezaba la democracia, reverdecer las cien flores de todos los matices.
En fecha tan significativa y ocasión tan señalada, días antes de la votación en las Cortes para ratificar al sucesor del Caudillo en la persona de Don Juan Carlos, el número tres del Régimen, Laureano López Rodó, dejó consignado en su libro de ruta: «La noche del 18 al 19 de julio me quedé en Segovia, invitado por el gobernador civil, Adolfo Suárez, hombre muy cordial y muy sensato. Pasé la noche en su casa, y charlamos ampliamente de política. Era un día realmente sabroso en cuanto a noticias. Él me puso en la pista de que algún procurador había lanzado la idea de decir: “Sí, a Franco”, lo cual a mi juicio supondría no votar al Príncipe, y además, haría la votación inválida».
Estos vientos de fronda soplaban por Madrid. Los hombres que se distinguían por la fe ciega en el Caudillo veían flaquear su voluntad ante la prueba de la Monarquía. Franco, que durante veintinueve años había dejado en provechosa duda la cuestión sucesoria, decidió al fin nombrar un sucesor en vida. Y era un Borbón. Los hombres de tradición falangista recordaron la «revolución pendiente» que ya era un fiambre sobre la arena del desierto; pero dudaron, y alguno hubo que, antes de morir políticamente, tuvo un gesto gallardo.
Mientras, Laureano López Rodó escribía:
Me quedé el día 19 en Navafría, pescando truchas con Adolfo Suárez, y luego acudió a almorzar a la casa forestal Herrero Tejedor. Tuvimos una charla muy grata, en plena coincidencia en los temas fundamentales. Le sugerí a Herrero Tejedor la conveniencia de redactar un informe jurídico apoyando la tesis de que la votación no debía ser secreta. Así lo hizo y se lo entregó al ministro de Justicia para que pudiera llevarlo al Consejo de Ministros del día 21. Adolfo Suárez lo repartió en la reunión de procuradores familiares que se celebró en las Cortes el 21 por la tarde.
Todo estaba preparado para que, el 23, Juan Carlos fuera aceptado por las Cortes del General Franco. Adolfo Suárez asiste a una etapa importante del proceso de conspiración, porque no fue fácil que Laureano López Rodó y Herrero Tejedor llegaran a un acuerdo. No se trataba sólo del Príncipe, sino de la patata caliente que los dos tenían en la boca y que querían escupir: Matesa.
Laureano estaba en condiciones por entonces de prometer muchas cosas y a Adolfo le prometió mucho más de lo que iba a darle. La actitud hábil del gobernador, haciendo grata la estancia de los conspiradores, y facilitando la operación al servir de enlace con algunos sectores de las Cortes, iba a ser premiada.
Por entonces, Suárez acaricia la idea de dar otro gran salto, y se ilusiona como pocas veces lo había hecho en su carrera. Quiere ser ministro de Información y Turismo. A finales de agosto, habiendo saltado sobre el tapete el «affaire Matesa», aquellos telares que tejieron y destejieron tantos fraudes al Estado, Adolfo está en el secreto de la crisis que se prepara. Se puede decir que tiene una balconada sobre el escenario en el que se va a desarrollar una pelea histórica: la pareja de pesos pesados López Rodó-Carrero Blanco contra los inagotables fajadores Fraga-Solís. Es una pelea interesada porque él ya ha apostado por los «pesados», pero va a presenciarla porque en esos combates siempre se aprende.
El asunto Matesa, otro escándalo más de la historia del franquismo, destapado por el dúo Fraga-Solís en un momento oportuno, va a ser el ariete usado para derribar la fortaleza de los hombres de Laureano, opusdeístas convictos aunque no confesos. Es la lucha entre dos grupos del sistema que aspiran a la hegemonía, y que ya no pueden convivir juntos porque al aprobar la sucesión de Franco en la persona de Juan Carlos acaba de empezar el futuro.
En el Consejo de Ministros de septiembre, en San Sebastián, lo que se debate con el nombre de Matesa no es sólo una estafa —considerable, por cierto—, sino quién va a dominar el nuevo poder que emerge: Juan Carlos de Borbón. Y el dúo Fraga-Solís echan sobre la efebocracia de Laureano «los perros de la prensa». Si a Franco «había que amueblarle de ideas el cerebro», como decía López Rodó, el decorador se llamaba Carrero Blanco, y para Carrero lo de Matesa eran errores, no delitos; el almirante tenía un concepto muy laxo de la justicia y muy estricto de la disciplina. El combate se saldó con una derrota mucho más grandiosa cuanto que los perdedores creían tenerla ganada. Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, y José Solís, ministro secretario general del Movimiento, perdieron por KO en el segundo asalto.
Luego vendrían las explicaciones y variadas justificaciones, los síntomas a los que no habían dado en su momento el suficiente valor. Solís recibió, meses antes de su cese, una carta de monseñor Escrivá de Balaguer realmente insultante hacia su persona, y poco tiempo después iba a llegar a sus manos otra carta cruzada entre una alta personalidad vaticana y otra no menos alta de la Iglesia española, en septiembre de 1969 —más de un mes antes de la resolución de la crisis—, en la que el eclesiástico romano, de ascendencia yugoslava, para más señas, cuenta una reunión en Italia de dos ministros españoles, adscritos al Opus Dei, con las más altas instancias de la Obra, en la que se analiza la crisis provocada por Matesa y la inminente caída de Solís y Fraga, así como el aumento de poder de López Rodó «que a la larga sustituirá a Carrero Blanco». También se prevé el papel que desempeñará Ramón Esnaola, un hombre de Solís, procurador en Cortes y presidente del Sindicato Vertical del Metal, cuyo paso al bando de Laureano le hará ganar, a finales de 1969, una presidencia más sustanciosa, la del Banco de Crédito Industrial. Este documento excepcional lleva fecha de 23 de septiembre de 1969, y esa increíble dosis de previsión sobre los acontecimientos le da un valor de primer orden sobre el papel que jugó el Opus Dei, desde su sede central en Italia, en las maniobras del año 1969.
Mientras se desarrolla el combate en la canícula veraniega, las listas de futuros ministros empiezan a rodar. Adolfo, el gobernador de Segovia, anfitrión de conspiraciones y conocedor de la trama, tiene una lista segura en la que acertará todos los nombres, menos el suyo. Va a enseñar esta lista a sus amigos segovianos. No era una broma, porque nadie hace una cosa así sabiendo que el burlado será él.
Alguien le prometió que su nombre estaba entre los elegidos como titular de Información y Turismo, pero ni Laureano ni ninguno de sus adláteres estaba al tanto de que Franco había impuesto un nombre. Sólo Carrero lo sabía. Alfredo Sánchez Bella, el hombre de las legaciones latinoamericanas, el embajador de España ante el Quirinal romano, había enviado una carta decisiva a Carrero y a Franco. El ministro de Exteriores, Fernando María de Castiella, estaba haciendo una difícil operación negociadora con el Vaticano que ni Franco ni Carrero veían con buenos ojos. Sánchez Bella entregará a Carrero una carta denunciando a su superior. Un ejercicio de deslealtad que le grangearía a Castiella su cese y a él una cartera ministerial en ese mismo octubre de 1969. Poco tuvo que ver, como se dijo entonces, su hermano, prohombre del Opus Dei; lo fundamental fue aquel gesto de fidelidad a Franco, del que Castiella salió trasquilado y Sánchez Bella disparado al grandilocuente despacho de la avenida del Generalísimo, sede del Ministerio de Información y Turismo.
Cuando llamaron a Adolfo para comunicarle la mala nueva era un viernes, y su respuesta estuvo a la altura de la ilusión que se había forjado: «¿Qué es, que soy el cabeza de turco?». Y abandonó Madrid, hacia Segovia. Llevaba más de un mes con el papel en la mano, donde estaba escrito su nombre; tenía la quiniela de catorce resultados y ahora resultaba que los había acertado todos menos el más fácil. No quiso escuchar ni siquiera el ofrecimiento de la Dirección General de Radiotelevisión. Para un gobernador ir de director general era un salto notable, pero su cabeza había saboreado ya otras mieles, y el nuevo cargo propuesto le sabía a acíbar.
El sábado, Herrero Tejedor marchó a Segovia. Era su protector, su padrino, en el exacto sentido del término, y fue a convencerle de que la política es así, que todos ofrecen mucho y dan muy poco; que son muchos los que piden y pocos los cargos a cubrir. Herrero Tejedor se lo explicó todo, menos lo que no sabía: ¿por qué Sánchez Bella era ministro de Información y Turismo y no él?
Herrero le expone las dudas de Carrero sobre la eficacia de un ministro como Sánchez Bella; ha sido sugerencia del Generalísimo y, por tanto, de obligado cumplimiento. Adolfo entiende entonces que le necesitan y que puede pujar, que puede poner condiciones, y así se lo dirá a Herrero: quiere una Dirección General con autoridad, para tratar con Carrero sin pasar por el ministro, y otro tanto en lo que se refiere al Príncipe Juan Carlos. Al no ser ministro recibió un golpe en su ambición y apuró la ventaja de conocer demasiadas cosas para exigir compensaciones. Si alguna vez fue virgen, en aquella ocasión sangró y dejó de serlo; iba a pasar por derrotas importantes, pero la primera importante es siempre la que más huella deja.
La frustración coincidió con un otoño que fue lluvioso y que cubrió como cada año los parques de hojas rojas, porque en octubre sucedió la crisis ministerial mientras los estudiantes reanudaban sus cursos abriendo los blocs por la primera página, como si arrancaran un currusco del pan recién horneado. Posiblemente las lluvias ayudaron a llenar los embalses y las bibliotecas. Había tanta gente, que nadie pudo apuntar el nombre y la signatura de aquel chico, aprendiz de historiador, que cogió un libro y empezó a leer —quizá porque estaba en otoño y las lluvias aburren— el prólogo del Tiberio de Gregorio Marañón: «El hombre rigurosamente malo es sólo un malhechor, y sus posibles resentimientos se pierden en la penumbra de sus fechorías. El resentido no es necesariamente malo. Puede incluso ser bueno, si le es favorable la vida. Sólo ante la contrariedad y la injusticia se hace resentido. El resentido tiene una memoria contumaz, inaccesible al tiempo. Cuando ocurre, esta explosión agresiva del resentimiento suele ser muy tardía; existe siempre entre la ofensa y la vindicta un período muy largo de incubación. Casi todos los grandes resentidos son hombres bien dotados».
Aquel día de otoño de 1969 había que ser muy joven para leer a Marañón, y muy ingenuo para buscarle sencillas explicaciones a las cosas. Como llovía y las bibliotecas y los embalses se habían llenado de pronto, los chicos leían libros para justificarse.