6. A Madrid en busca de fortuna

Cuando Adolfo llegó a Madrid ya estaba terminando 1957. El tren le dejó en la estación del Norte. Recordó las veces que había hecho un viaje así. Siempre había llegado a Madrid pensando en la hora que volvería. Casi nunca olvidaba preguntar, antes de dejar el andén, a qué hora salía el último tren de vuelta a Ávila. Esta vez venía con maleta y cruzó la sala de espera sin preguntar nada; lo que necesitaba saber no cabía preguntarlo. Además, conviene no conocer los horarios de vuelta cuando no debemos retroceder; es como ir a una batalla interrogándonos sobre lo que haremos cuando nos derroten. Por eso cruzó rápidamente la sala y salió a la calle. Sánchez Tadeo solía decir que el otoño ponía los árboles de Madrid del color de la paja seca. No estaba de ánimo para contemplar los árboles del paseo de la Florida y siguió caminando hasta que le tragó la boca de «metro» más cercana.

Comparada con Ávila, Madrid era una metrópoli; activa, populosa y fría, de una frialdad distinta a la que él conocía. En Madrid todo el mundo parecía saber lo que tenía que hacer, nadie prestaba atención a los paseantes indolentes, a las criadas con cofia y a los jóvenes que compran el diario Ya, el diario de la jerarquía eclesiástica, para repasar los anuncios por palabras.

La diferencia entre los «se necesita» y los «se ofrece» del periódico estaba en la distinta velocidad con que se leían. Ávidamente, como si de la vista dependiera el llegar tarde o no a la dirección indicada, seguían con voracidad aquellas columnas de «necesidades». Eran ofertas en las que casi nadie esperaba resolver su vida, pero podían aplacar el estómago, o colmar una esperanza, o poder pagar la pensión sin más demora que la del olvido. Porque olvidarse de pagar la habitación era un recurso de ricos.

Sin embargo, cuando se habían terminado las «necesidades» y empezaban los «ofrecimientos», el ritmo cambiaba, se hacía más moroso, casi displicente para que no pareciera un gesto masoquista. Había tantos dispuestos a hacer siempre la misma cosa, que apenas tenía importancia aumentar la cola con una referencia más, con un náufrago más en aquel galeón de periódico en el que juntitas, bien pegadas unas a otras, figuraban las ilusiones de individuos, y familias. Además, poner un anuncio en Ya ofreciéndose para trabajar significaba abandonar la renuente categoría de los anónimos buscadores de empleo. Venir de provincias y poner un recuadrito, apenas cinco palabras —se pagaba por piezas—, era como firmar un artículo, un modesto acto de notoriedad.

En 1957, y en Madrid, la vida discurría compulsivamente; asemejaba una olla a presión cargada de esperanzas, una colmena de sueños. Como en España no había pepitas de oro en los ríos, los buscadores no tenían más remedio que ir a Madrid y rastrear las calles olfateando las oportunidades. Eso se hacía por el día. Por la noche se construían las esperanzas, los poemas, los sueños, las chabolas, los panfletos y las mentirosas cartas a las novias.

No servía de mucho llevar una licenciatura en el bolsillo, aunque algunos se habían dejado la piel por conseguirla. Adolfo no era de ésos, y sentía una mezcla de timidez y vergüenza cuando se refería a su carrera. Casi se podría decir que no estaba seguro de ser un abogado, sus viajes a Salamanca para ir aprobando asignaturas habían tenido el aire de excursiones juveniles. Pero había llegado a Madrid y aquí estaba dispuesto a todo: ejercer como abogado, vender electrodomésticos o reanudar las relaciones con su padre. Y de todos los intentos el único que cuajó fue el de su padre.

Para Polo Suárez la vida seguía su curso. A veces no sin dificultades, pero podía hacer suya la expresión de «ir tirando». Quijotesco en su figura y en sus maneras, era también amigo de sus amigos, sin abandonar el derroche, la agresividad y su grandilocuencia de aspirante a tribuno que se había quedado en procurador de los tribunales. En Madrid tenía a sus dos contertulios más queridos: Alfonso Calvo Alba, que había estado en Ávila como magistrado y ahora era nada menos que presidente de la Sala Primera de la Audiencia Territorial de Madrid, y el más íntimo, el hombre que tenía manga ancha para aceptarle como era y no negarle nunca nada, Luis Ortiz.

Luis Ortiz de Rosas había pasado del cuerpo de Correos a juez de Navalcarnero en los últimos meses de la guerra, lo que no dejaba de ser sorprendente. Porque si bien es verdad que los tiempos eran revueltos, no tanto como para pasar de los buzones a los estrados. A don Luis no le gustaba que recordaran, en su presencia, el decisivo papel que jugó en los consejos de guerra celebrados en Ciudad Real al fin de la contienda, y era lógico, porque fueron momentos que, por muy honesto que uno quisiera ser, un consejo de guerra después de la guerra civil no era para hacerlo constar en una biografía.

Polo y Luis Ortiz se conocieron en Ávila, y aunque uno y otro estaban de diferente lado de la sala jurídica, se entendieron perfectamente. Don Luis comentaba, a quien quisiera oírle, que de su paso como juez por Tortosa y Albacete nunca había conocido persona tan «chusca» como Hipólito Suárez. Y se hicieron grandes amigos, dentro y fuera del Palacio de Justicia. Luis Ortiz había saltado de Ávila a magistrado de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Madrid, y cuando Polo abandona Ávila, le protege en todo lo que puede. Es él quien pide al abogado madrileño Fernando Pineda que le ayude económicamente, dejándole llevar algunos casos en su categoría de procurador.

Poco podía hacer Pineda por Polo, pues sin tener la licenciatura de Derecho no se podía ejercer de procurador en los tribunales de Madrid. No era hombre, Polo, que se arredrara por esas minucias; había que encontrar un «socio» que tuviera los papeles en regla y estuviera en condiciones de firmar legalmente.

No tardó en encontrarlo; se llamaba Rodríguez Única y era procurador colegiado y en ejercicio. Rodríguez Única firmaba los casos que Polo conseguía gracias a los buenos oficios del abogado Pineda y del magistrado Ortiz de Rosas.

Así le marchaban las cosas a su padre cuando Adolfo Suárez llegó a Madrid, en busca de fortuna y de un aire menos enrarecido que el de Ávila. Había terminado la carrera en 1954 y aunque no tenía intención, ni posibilidades, de seguir la vía académica hacia el doctorado —título que nunca tendrá y que tampoco hará nada por conseguir, dicho sea en honor a la verdad—, sin embargo los dioses le tendían la oportunidad de aprovechar sus estudios. Él sí que podía ejercer de procurador de los tribunales, tras el sencillo trámite de pagar una fianza e inscribirse en el colegio profesional.

Antes había que pasar por la reconciliación paterna. Nunca sería para Adolfo un gran problema las reconciliaciones después de los borrascosos enfados. La vida tiene estas curvas, vueltas y pendientes, y sabía que un perdón a tiempo es el mejor ariete para sentirse luego como en una plaza conquistada. Los dos deseaban no mencionar el pasado, y si bien cada uno lo hacía por razones diferentes, no había necesidad alguna de mencionarlo.

Adolfo volvió con su padre. Repitieron eso de que es más fuerte lo que nos une que lo que nos separa, y ninguno hizo el ridículo, porque los dos desempeñaban bien su papel, y entre actores, y además cosanguíneos, no está bien hacer teatro. Polo le recibió como si fuera una bendición. En primer lugar era su hijo, y esas cosas tiran bastante, y luego si estaba obligado a tener un socio como Rodríguez Única, con el que no le ligaba nada que no fuera la firma legalizada y legitimada, ahora podía hacer lo mismo con su propio hijo.

Así es como entró Adolfo Suárez en el Registro de Procuradores de los Tribunales del Ilustre Colegio de Madrid; para servir tanto a su padre como a sí mismo. Ya le había pasado en Ávila, lo repetiría en Madrid en aquel mes de noviembre de 1957 y durante muchos años le ocurriría otro tanto: para poder avanzar tenía que dar la impresión de ser útil a otra persona.

Los que le trataron entonces nos lo señalan como un joven de veinticinco años recién cumplidos, muy voluntarioso y con enormes ganas de hacer cosas, de hacerlas bien, sin saber exactamente cómo ni con quién. Pero ya estaba en el camino, o eso creía.

La relación con su padre se mantiene firme durante algunos meses, y no sólo en el terreno económico y profesional, sino también en lo que se refiere a la familia. Viven juntos y poco a poco van reagrupando, en un modesto piso de la calle Hermanos Miralles, a la familia dividida entre Ávila y la capital. Hipólito y Herminia vuelven a estar bajo el mismo techo, junto a dos de sus hijos, Adolfo y el segundo, Hipólito, a punto de terminar su carrera de Medicina. La reconciliación entre Adolfo y su padre, que no durará mucho, al menos había ayudado a que las relaciones familiares volvieran a regularizarse. Las cosas no cambiaron en nada, porque Polo era una persona capaz de todo menos de variar de estilo de vida; no sentía interés por el ahorro, y aunque tuviera recursos económicos limitados, ningún amigo le había visto desanimado por gastar con él lo que llevara encima. Eran sin embargo ilimitados sus recursos humanos; hacía amigos con más facilidad aún de la que los perdía, y su simpatía era a todas luces irresistible. Por muy cerrado que amaneciera el horizonte, se las amañaba para salir más o menos airoso de las dificultades. Por eso cuando Adolfo aparece de nuevo en su camino, como caído del cielo, no duda un solo instante en que está allí porque él, su padre, le ha llamado, y juntos pueden hacer muchas cosas. Madrid, hijo mío, es una capital, y tú estás acostumbrado a los pueblos. Ávila y Cebreros son lugares para ir al mercado, pero en Madrid puedes ir tan lejos como quieras.

La primera decisión que toman es poner un despacho. Un sitio donde puedan recibir llamadas y atender a los clientes. Lo encuentran en el número 24 de la calle General Pardiñas. Allí, en el tercer piso, y siguiendo la costumbre de los procuradores de recibir por la tarde, Adolfo y Polo atienden las visitas entre las cuatro y las siete de la tarde, y escuchan atentamente el teléfono (36 68 75) en aquel Madrid de 1957, cuando era posible hablar marcando solamente seis cifras. La sociedad paterno-filial se presentaba cargada de futuro. Una vez más, Polo sabía encontrar el camino más corto para llegar a donde fuera necesario.

Y llegó el primer cliente. Lo mandaba el magistrado Ortiz de Rosas por mediación del abogado Pineda. El calendario que colgaba de la pared del despacho notarial de don Vicente Gutiérrez Cueto tenía una frase piadosa bajo el nombre de san Concordio, y era de esos tacos que van pegados hoja a hoja, santo a santo, día a día. Correspondía al 16 de diciembre de 1957, y caía en viernes. Se trataba de un asunto de estafa. Estaban presentes el cliente, Santos Martín Morales, labrador de La Mancha; el notario, Vicente Gutiérrez, y un joven licenciado que por primera vez se veía metido en esas lides, Adolfo Suárez González.

Tanto al labrador manchego como al bueno del señor notario se les pasó por alto que el «procurador» Adolfo Suárez estaba firmando un documento con fecha de diciembre de 1957, y su colegiación iba a tener lugar al año siguiente, pero esas cosas eran minucias y pejiguerías sin trascendencia. Ni uno ni otro imaginaban que ese joven iba a llegar donde llegó, y al fin y a la postre esas irregularidades pasaban todos los días.

Se las prometían felices cuando se abría el año 58 cargado de estabilidad y buenas perspectivas. Pero las historias nunca salen como uno las prevé, y Adolfo no iba a ser una excepción. La ayuda del magistrado Ortiz de Rosas y la del abogado Pineda iban en aumento, y las clientelas, si no había tropiezos, siempre iban hacia arriba. Pero un desagradable incidente económico fue a echar al traste lo que se aventuraba tan feliz.

Polo volvía a las andadas y esta vez el asunto se presentaba delicado. Lo menos que se podía decir es que no era justo que mientras Adolfo firmaba y respaldaba las actividades del despacho, su padre mantuviera el estilo irregular de actuación que tantas murmuraciones había creado en Ávila. Como pasaba siempre que se trataba de Polo, se mezclaba la economía y la familia, y una vez más las cosas volvían a ponerse como hacía un par de años: o tomarlo o dejarlo. Adolfo optó por dejarlo.

Consultó primero con las personas que le merecían mayor predicamento, y dejó claramente sentado que no quería verse ante los Tribunales por operaciones de las que no era responsable. Las relaciones entre él y su padre no llegaban a un punto que justificara asumirlo todo, hasta el deshonor. El Salón de Pasos Perdidos, en el Palacio de Justicia de Madrid, obró de testigo mudo del día de la ruptura. Los insultos de Polo a su hijo fueron de los que nadie, que no sea un fajador, puede escuchar sin tumbar al otro sobre la lona.

Otros testigos de aquel infausto día, nada proclives a Adolfo Suárez como figura política, confiesan que su actitud fue encomiable, aguantando el chaparrón paterno sin un gesto, como quien soporta un resultado electoral cuando ya se han precintado las urnas.

Pero la decisión estaba tomada; Adolfo dejaba su trabajo de procurador apenas unos meses después de iniciarlo. Cada palo debía aguantar su vela, y no estaba dispuesto a correr riesgos. Lo que más lamentaba era perder las 50.000 pesetas de fianza que le había prestado su tío Francisco, el de Cebreros, para ejercer de procurador, según estipulaba la ley. No fue necesario explicárselo al tío Francisco porque la familia entera estaba al tanto del asunto, y Herminia, su hermana, se manifestaba también en contra de la actitud de su marido. Pero las cosas marchaban por este camino y no había quien las parara. Allí donde hubiera problemas y se necesitara a alguien que desinteresadamente echara una mano, el tío Paco la prestaba. Hasta Adolfo tenía que reconocer que tío Francisco era el único de la familia verdaderamente desprendido, incluyéndole a él, por supuesto. El tío tenía una sola ambición en la vida, ser alcalde de El Tiemblo. No lo consiguió nunca, porque cuenta la leyenda que durante la guerra civil presenció impasible, montado a caballo, cómo los campesinos tomaban las tierras de don José Navarro Morenés, conde consorte de Casa Loja. Y este conde no olvidó nunca aquella pasividad cuando le nombraron primer jefe de la Casa Civil de Franco.

La vida de Adolfo no cambió mucho. Se fue a vivir a una pensión y asistió regularmente a las dominicales comidas familiares. Su padre le trataba como si no hubiera pasado nada, aunque Adolfo no le hablaba. A veces, después de comer, con un dejo de ironía en los labios, Polo se dirigía a él para decirle: «¿Me da usted fuego?», o «¿Tiene usted un cigarrillo?». Era incorregible.

Algunos fines de semana iba a Ávila en la moto de Tomás Alonso Colinos a ver a su novia, Amparo. Tomás seguía siendo el mismo amigo de la época de Ávila, cuando ambos trabajaban en la secretaría del gobernador Herrero Tejedor. Por eso de las casualidades, estaba en Madrid ejerciendo también de procurador, y mantenían la misma amistad de antaño, ni demasiado fuerte ni muy profunda, pero iban juntos en la moto a ver a sus novias, y eso no se olvida.

En los primeros meses de 1958, las vidas de Adolfo y su padre volvieron a bifurcarse, y otra vez se encontraba como cuando llegó de Ávila. Había que dejar las ilusiones a un lado e intentar otro camino. Polo también tuvo que cambiar sus planes; la defección de su hijo, sin socios a los que echar mano, y sin más amigos «de verdad» que Ortiz de Rosas, le empujó al azar. Se decidió a probar fortuna por su cuenta y se inscribió como procurador de los Tribunales en Getafe, entonces incipiente poblachón vecino a Madrid, donde no exigían la condición de licenciado en Derecho para el ejercicio de la procuraduría.

Como si fuera un prestidigitador, Polo extraía el conejo del sombrero cuando el público creía que ya había terminado su función. Fascinante como personaje, irresistible en la buena racha y también en la desgracia, no tardaría mucho en tener un golpe de suerte que le iba a sacar de las dificultades económicas por algunos años.

Probablemente era de noche, porque incluso los procuradores de provincias piensan que la noche enseña más cosas que la luz del día. Polo se retiraba ya a su casa cuando encontró, medio tumbado a la salida de un bar de inequívoco signo, a un ciudadano. Tenía síntomas evidentes de haber perdido hasta la noción del tiempo. El alcohol a veces suele producir estados semejantes. Polo le levantó, y como no había manera de quitárselo de encima y el Espíritu Santo juega esas pasadas, echó mano de su cartera hasta que encontró el carnet de identidad y la dirección de aquel desventurado trasnochador. Cuando llegaban a su casa, Polo notó que la mansión no era precisamente humilde, y es probable que pensara que los millonarios tampoco están relevados del placer de ser desgraciados.

Cuando el buen hombre despertó, encontró a su lado, casi pegado a la cama, a una figura alargada que le entregaba, imperturbable, una cartera diciéndole: «He esperado a que se despertara para entregarle su cartera y que usted compruebe que no le falta nada». Hecho esto, se levantó y sólo le quedó añadir: «Me llamo Hipólito Suárez y le doy los buenos días».

Como ocurre en las novelas antiguas, el tal ciudadano era el marqués de A., según figuraba, algo abreviado, en el carnet de identidad. Lo que obviamente no constaba es que se trataba de un hombre muy rico. Así de simple, como la vida misma, nacía una amistad que si bien tampoco sobreviviría mucho, es indudable que sus efectos, al menos los muebles e inmuebles, iban a durar para Polo hasta el final.

Para Adolfo, sin embargo, las cosas no se desarrollaban entre conejos y sombreros. Volvía a estar en situación de disponible. Había llegado la hora de ponerse a pensar en algo seguro, en la medida de sus ambiciones. Su experiencia le decía que a veces los pequeños trabajos tenían más riesgo e inseguridad que los grandes proyectos. Es posible que en Madrid hubiera muchos en su misma situación, pero no estaba al alcance de todo el mundo el hecho de haber ocupado cargos, como el de presidente de los jóvenes de Acción Católica, y empleado en la secretaría de un gobernador civil.

Ahí estaba, por ejemplo, Fernando Herrero Tejedor, que de gobernador de Ávila, y luego de Logroño, había pasado a delegado de Provincias del Movimiento. Eso era una carrera en ascenso y no lo suyo, que en vez de avanzar, retrocedía.

Adolfo llegó a Madrid unos meses después de que nombraran a Herrero Tejedor delegado de Provincias, cargo que significaba uno de los más vistosos trampolines de la Secretaría General del Movimiento, y que tenía por función el control y la orientación de los jefes provinciales del Movimiento, es decir, todos los gobernadores civiles. El cargo le había caído en suerte el 13 de abril de 1957, gracias al ministro José Solís Ruiz.

Adolfo había cultivado la relación con Herrero, y era conocida la simpatía mutua que sentía por su mujer, Joaquina Algar, que luego llegaría a ser casi filial. Pero no estaba fácil entrar en el edificio de Alcalá, 44, donde bajo un inmenso «cangrejo» falangista de yugos y flechas tenía su sede el Movimiento Nacional. Hacer una visita era difícil, pero aspirar a sentarse en un despacho rayaba en lo imposible. Adolfo, sin embargo, decidió que ésta podía ser su oportunidad, y con esa voluntad, constancia y habilidad que le caracterizaba, sometió a un estrecho cerco a Fernando Herrero Tejedor.

No sólo lo hizo personalmente, dada la antigua relación de su época en Ávila, sino también a través de un buen amigo común, Fernando Alcón, abulense, distribuidor exclusivo de todo lo distribuible en el Ávila de entonces, cuyo padre, don Víctor, ejercía una autoridad indiscutida en Fernando Herrero, hombre poco dado a prodigarse en las amistades. Víctor Alcón había tenido el honor de prestar dinero a Herrero para comprar su piso de Madrid, lo que constituía un signo de amistad notable por ambas partes; uno por pedirlo y el otro por dejarlo. A Herrero Tejedor se le consideraba un personaje raro e intransigente en muchas cosas, entre ellas la corrupción económica; su honradez en ese campo estaba fuera de toda sospecha, en aquella época tan sospechosa. Probablemente había ayudado a hacerse rico a más de uno, pero no a sí mismo.

Los buenos oficios mancomunados de Adolfo y del padre de Alcón tomaron al asalto la fortaleza del Movimiento Nacional y consiguieron subir el primer tramo de la escalera que llevaba al Poder.

Como en Madrid la primavera es cuestión de días y no de meses, Adolfo no se alteró cuando entró el primer día bajo el yugo y las flechas del gran caserón de Alcalá, 44. Tenía veinticinco años y era un día cualquiera de 1958. Como el joven carecía de importancia, ninguno de los funcionarios del Movimiento que llevaban escrupulosamente un dietario señaló, que sepamos, la fecha. Y los hombres ambiciosos no escriben diarios.