5. El vía crucis de Ávila
PRIMERA ESTACIÓN: ADOLFO ES CONDENADO
A las cinco de la mañana de aquel día de abril apenas si se veía una cinta de luz en el horizonte. Aunque clareaba ya el cielo, las figuras humanas estaban como recortadas en un contraluz formado por los velones y el tímido filtrar de la mañana. Iba a empezar un rito que era tan intemporal como aquellos rostros, como el frío, como la misma muralla de Ávila. Comenzaba el vía crucis con sus catorce estaciones densas y breves, marcando con unos pasos las distancias que mediaban entre días y horas de la vida del Cristo. Así se venía haciendo desde siglos, y la costumbre dejaba cada año en el recuerdo de los presentes la misma huella que los pasos sobre la muralla.
Hacía cinco horas que había empezado la jornada decimonona de abril, año 57 del siglo XX, y era Viernes Santo. Don Sabino Martín Hernández, de profesión industrial, natural y vecino de Ávila, tenía el corazón embargado de emoción. El frío aguadañado aumentaba aún más el color de sus mejillas. Llevaba muchos años soñando con un viernes como éste. Para él no era un día de Pasión, sino de Gloria. Cada trozo de madera de las dieciséis cruces que jalonaban la vía era suyo, estaba pagado por él. Al fin había conseguido que su donación fuera aceptada.
La madera de las dieciséis cruces había sido entregada gratuitamente. No sabía si alguno de sus antepasados había logrado fama guerreando contra los moros, si había ido a las Cruzadas y tampoco conocía muy bien qué era eso de ser «cristiano viejo», pero ahí estaban las dieciséis cruces como testimonio de que el espíritu de Ávila se mantenía vivo.
Comenzaba el vía crucis de todos los años. A las cinco de la mañana, como mandan los cánones de la tradición, se abría paso un grupo reducido de personalidades, luego la gente principal y por último el pueblo llano. Hacía un frío de madrugada castellana dejada caer sobre la muralla de Ávila.
Cada una de las catorce estaciones tenía su cruz, bien situada, de tamaño superior al humano, para marcar las distancias entre los dos reinos, el de este mundo y el del espíritu; como un ritual siempre repetido. Aunque fueron catorce los episodios de Cristo en los últimos momentos de su vida, don Sabino había donado madera para hacer dieciséis, y tantas eran las cruces colocadas sobre la muralla.
Por encima de los negocios y de las impurezas del comercio estaban las creencias. Don Sabino tenía múltiples razones para sentirse orgulloso de los negocios, pero esta vez iba a contemplar el rezo devoto y la sumisa genuflexión de sus conciudadanos, como si inclinaran la cerviz ante su gesto.
Desde los primeros días de febrero que empezaron a prepararse los actos de la Semana Santa, hasta que la Junta Organizadora aceptó su donativo, habían pasado dos meses. Pero poco importaba esperar sabiendo que la ciudad revivía, sufría y gozaba la Semana Santa de año en año, y que estaba escrito que aquél era el suyo. Al fin un Martín Hernández iba a marcar la pauta que recordarían sus hijos, y recogerían sus nietos: donar la madera para el Santo Vía Crucis.
No se dio cuenta hasta que no lo tuvo encima, y se cuidó muy mucho de comentarlo con nadie. La Semana Santa de aquel año de 1957 había empezado el ¡14 de abril! El día que se velaban los corazones, que se suspendían los cines, que la música se hacía majestuosa, ese día coincidía aquel año con el símbolo de la instauración de la II República.
Nadie iba a comentar la infeliz coincidencia, de eso estaba seguro, pero era un pequeño engorro que su felicidad se viera empañada por aquel recuerdo nada grato. Ya lo había dicho un fraile: Dios a veces escribe derecho con renglones torcidos.
¿Quién se acordaba del 14 de abril republicano? Es posible que el gobernador presente, José Poveda Murcia. Por entonces tenía veinte años y vivía en Ciudad Real, un hervidero. Pero mientras don Sabino pasaba la mirada sobre los que iban delante de él, se dio cuenta de la voz monocorde del obispo don Santos Moro recitando ya su plegaria a la primera estación del Cristo.
Don Santos Moro sí que recordaba bien la fecha de la «funesta república», como gustaba de repetir cuando se refería a ella. No había vivido en Ávila aquella jornada histórica, pero como tenía fija en su imaginación la del 18 de julio de 1936, suponía lo que debió de ser la «masónica» fecha del 14 de abril de 1931.
El «Jesús condenado a muerte» que pronunciaba don Santos sonaba a aquella hora de la mañana como un escopetazo. Don Sabino, poco dado a dramatizar, porque los negocios no permiten espasmos, y en los años cincuenta no se conocían aún los infartos de miocardio de los ejecutivos ansiosos, pensó entonces en algo que no había percibido hasta ese momento. Junto al obispo, un poco relegado por su condición de seglar y por su edad, estaba aquel mozo estirado, Adolfo Suárez, que sin ser alto daba la impresión de poder verlo todo.
Llevaba una vela en la mano y no excesivo recogimiento a tenor de la fijeza variable de su mirada. Tenía mala suerte aquel chico. Le recordaba del año pasado cuando marchaba entre el gobernador, don Fernando Herrero Tejedor, y el obispo; sin ese gesto de ahora, sino más concentrado, más seguro de sí mismo. Como Herrero Tejedor, su protector, había sido destinado a Logroño, las cosas según parecía no le iban bien.
Seguía siendo el presidente de los jóvenes de Acción Católica, pero eso sólo le permitía acompañar al obispo en las procesiones y salir de vez en cuando en el periódico local, El Diario de Ávila. No había cumplido aún los veinticinco años y ya estaba condenado. Era el hijo de Hipólito Suárez, un huido, y esas cosas dejan huellas imborrables en las ciudades pequeñas.
Don Sabino, el benefactor de las catorce cruces de madera, recordó que también Hipólito, si llegara a estar aquí, lo que no entraba en sus costumbres, seguro que hubiera hecho un chiste a propósito de la coincidencia con el 14 de abril. Él también lo recordaría muy bien. Pero a su hijo, Adolfo, posiblemente ni le sonara.
Aunque la fecha era de perdón, para don Sabino aquel mozo —Adolfo— que iba un par de pasos detrás del obispo don Santos estaba condenado. Poco importaba que hubiera nacido un 25 de septiembre, que tuviera veinticuatro años y que no fuera difícil confundirle con cualquier otro abulense de su edad; a pesar también de que su simpatía era tan grande que parecía falsa. Pero las cosas son así en los pueblos; Adolfo estaba condenado. Hipólito, su padre, el famoso «Polo», bien conocido en Ávila desde que llegara en vísperas de la guerra civil, estaba rayado de la lista de «honorables» ciudadanos de la ciudad por sus veleidades republicanas. ¿Por qué no olvidaban esas cosas, al menos en Semana Santa?, se preguntaría don Santos el obispo.
SEGUNDA ESTACIÓN: BAJO LA CRUZ DE ÁVILA
Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Corpus Christi, Jueves Santo y el día de la Ascensión. Así dice el estribillo que se aplica a las costumbres religiosas de toda España. Menos en Ávila.
Ávila se mueve entre dos fechas, Viernes Santo y 15 de octubre, onomástica de santa Teresa. El resto de los trescientos sesenta y cinco días están dedicados especialmente a preparar los dos magnos acontecimientos. Adolfo Suárez crece en esta ciudad, aunque su madre lo trae al mundo en Cebreros, a cincuenta kilómetros de la capital, un 25 de septiembre del año 1932. Su vida hasta los veintiséis años transcurrirá aquí, encerrado en una sociedad que tiene por límite las murallas.
En 1954 la ciudad concentra 24.201 habitantes, de los que buena parte practican la operación triangular de dormir dentro de las murallas —salvo en ocasiones excepcionales, que pertenecen al terreno de lo privado—, trabajar cerca de Salamanca y Valladolid, y soñar con Madrid. Porque Ávila pertenece al distrito universitario de Salamanca, judicialmente está adscrito a la Audiencia Territorial de Madrid, y los reclutas cumplen el servicio militar a través de la Capitanía General de Valladolid.
Es otro mundo, ni mejor ni peor que los demás, pero diferente. Unamuno la vio como un convento, demostrando así que solemos salir de las ciudades con la misma idea que nos trajo a ellas. Ridruejo, sin comprometerse, la llamó «pedregal de hermosa labra», y al despedirse no pudo menos que retratarla: «Esta ciudad residuo, este trozo del siglo XVI…».
Y verdaderamente es un bello residuo de un siglo en el que fueron más bellas las cosas que los hombres. Del Ávila «animada, abigarrada y pululante» de la época del rey Juan II a la del gobernador Fernando Herrero Tejedor, no se sabe bien si la historia fue contando los años hacia atrás o hacia delante. Porque no es en el mil quinientos, ni dos siglos antes, cuando un alcalde de nombre insólito, Aresio González, con voto de castidad en sus partes y en la cabeza, multaba con cinco pesetas a toda mujer que bajase «sin medias» a tirar la basura. Cabe imaginar a los varones rijosos mirando las piernas de todas las damas, duchos en su capacidad de diferenciar una pierna «decente» de otra «multable». Era el año de gracia de 1950.
¿Acaso no hubiera soñado el gran inquisidor Torquemada, felizmente enterrado en el convento de Santo Tomás, allí mismo, en Ávila, con tener sabuesos de tan fina vista, capaces de distinguir las medias en la oscuridad? El furor torquemadesco dominaba a los varones por pequeño que fuera su poder. Aún pisan las piedras de Ávila algunos mudos testigos de los paseos del canciller del Obispado, doctor García Robledo, cuando recorría calles y plazas esperando el Domingo de Gloria que cierra la Semana Santa.
¿Qué ha visto el canciller, que recoge airadamente el manteo y entra en un vuelo a esa modesta bisutería de la calle San Segundo?
«¡Le ordeno que retire del escaparate, inmediatamente, esas figuras negras y obscenas! ¿No se ha enterado que estamos en Semana Santa?», añade para mayor sarcasmo.
Es el peso de la religión, de la Iglesia, de los siglos, lo que obliga al dueño de la tienda a deshacerse en perdones y disculpas, aunque en su fuero interno considere que esas negroides y toscas figuras decorativas, que son novedad en 1956, no incitan al pecado ni a un sacristán.
Los años puros y duros de España se vivieron en las provincias, no en las grandes capitales. En Ávila, los cincuenta tienen un tinte religioso; el espíritu de la Iglesia lo domina todo, desde el único periódico hasta los baremos de la sociedad, sus fastos y sus pompas. Los «Ecos de Sociedad» de El Diario de Ávila incluyen, por encima de bodas, bautizos y aniversarios, noticias como ésta: «En el Convento de Santo Domingo El Real de Madrid ha realizado su profesión solemne, la que fue distinguida maestra nacional de esta provincia Sor Asunción Gómez. Ofició el reverendo padre Antonio, O. P., y fue apadrinada por su madre doña Elisa Cacho del Bosque y su hermano Francisco, secretario general de los Colegios Veterinarios españoles». El anónimo redactor de la nota de aquel día 10 de mayo de 1955 añade: «Nuestra cordial felicitación».
La ciudad vive hacia la Semana Santa; cada año se editan dos mil carteles murales y diez mil programas para que «el mundo conozca la Semana Santa de Ávila». La entrada triunfal del Cristo en Jerusalén es comunicada a todas las escuelas para que los niños lleven, individual y puntualmente, los ramos palmeros, que crearán el adecuado ambiente a la procesión que el pueblo denomina «de la borriquilla».
Los años cincuenta viven aún empapados de una espiritualidad que habría que ir a buscar quinientos años atrás, cuando vivía Alonso de Madrigal, considerado en Ávila, aún en 1956, como «la gran cima intelectual». Alonso de Madrigal, más conocido por «El Tostado», autor hoy perdido entre las canas de los teólogos eruditos, y cuya valentía personal frente al Papa, frente al siniestro Torquemada e incluso frente al propio rey Juan II, bien valdría que en vez de mentar tantas veces su nombre, alguien se hubiera preocupado de publicar sus obras; sino todas, porque es dicho lo de «escribir más que El Tostado», al menos algunas.
Igual que el frío permanece, igual que la canícula veraniega sigue amodorrando como antaño, así las cosas se conservan. Como al mirar por la ventanilla de un tren, después de haber dormido, no se sabe en qué dirección vamos. Hay nombres que no se pronuncian por temor a equivocarse. El profesor Aranguren y el filósofo norteamericano Santayana, veteranos residentes en la ciudad amurallada, no son ni siquiera mencionados. Son como los verracos de piedra que abundan por la zona; que ahí están porque alguien los puso y más vale no tocarlos.
Mientras, el Centro de Estudios e Investigaciones Abulenses envía a la opinión pública, el sábado 14 de enero de 1956, una «invitación a toda la intelectualidad abulense a escuchar la sugestiva e interesante lección, de suma actualidad sobre la emigración de las hormigas», que correrá a cargo del licenciado don Rafael Gómez Trujillano.
Si en verdad hubo otra Ávila, no sólo hace cuatro o cinco siglos, sino en otras épocas menos puras y duras, queda para los historiadores. Quizá el sueño irredento de Castilla duró en Ávila como un somnífero interminable. Esta Ávila de los cincuenta es posible que se parezca a Soria, o a Vitoria, pero ninguna la iguala en autenticidad. Ávila es real y además es verdad.
TERCERA ESTACIÓN: ADOLFO CAE POR PRIMERA VEZ
Apenas tiene veinte años cuando el obispo, don Santos Moro Briz, le nombra presidente del Consejo Diocesano de Jóvenes de Acción Católica. Larguísimo título que los interesados reducen al cacofónico de «el presi de la Juven». Para Adolfo es su primer cargo, su primera tentación y su primera caída.
Un joven ambicioso, recién matriculado como alumno libre en la Universidad de Salamanca, viviendo en Ávila, no tiene más opción que lanzarse al proselitismo religioso. No sobresale en nada, salvo en su simpatía y sus dotes para relacionarse. Si la ciudad no es precisamente simpática, un joven que sí lo es tiene mucho camino por andar. Las relaciones públicas tendrá que guardárselas para más adelante, por falta de medio en el que practicar.
Adolfo depende directamente del obispo. Aunque monseñor no presta demasiado interés a los jóvenes, el hecho de permanecer como presidente casi diez años ejemplifica dos rasgos de su carácter: paciencia y constancia. No es fácil de tratar don Santos Moro. Amable y servicial con el Poder, ya sea de Madrid, de Ávila o del Vaticano, es un intransigente, sin embargo, en el terreno religioso y no soporta a quien le crea problemas.
Don Santos tiene madera para ejercer la autoridad. De apariencia tímida, inclinado un tanto de espaldas, lo que le da un aspecto de hombre temeroso, tiene amigos que son echados de pecho, nada tímidos y creadores de problemas. Ahí está, por ejemplo, Luis Valero Bermejo, gobernador de la provincia, apasionado por el ultraísmo más en el terreno de la política que en el literario, y que habría de hacerse famoso años después por dirigir sociedades energéticas y de extrema derecha.
Valero Bermejo siente hacia don Santos el respeto y la unción que un hombre de firmes convicciones políticas como él puede tener hacia uno de los firmantes de la Carta Pastoral de apoyo a Franco redactada por los obispos en plena contienda fratricida. Don Santos hizo honor a la amistad con una no menos firme convicción.
Pasados muchos años, alguien cargado de buena voluntad preguntó al anciano obispo:
—Don Santos, ¿firmaría usted hoy la carta que aprobó en julio de 1937?
—Hijos míos —dijo, sin un resquicio de duda—, hoy la firmaría con las dos manos.
Era la respuesta del último mohicano de la Iglesia, el único superviviente del histórico documento. Para Ávila, Valero Bermejo y don Santos Moro fueron el poder temporal y el espiritual superpuestos. A Valero le recordarán los abulenses por los desaguisados urbanísticos de la zona del Ensanche, porque gustaba de comer bocadillos con los trabajadores y por otro hecho, quizá nada estudiado, que consistía en rememorar a los fenicios cambiando en Bilbao las judías y los garbanzos de Barco de Ávila, sometidos a racionamiento, por el hierro vasco. Intercambio desigual y muy beneficioso para su peculio.
Don Santos, por su parte, le recordará por la amistad, por la afinidad ideológica y porque le regaló un coche. Don Santos dejaba las cosas de los jóvenes en manos de un consiliario, Eugenio González, sacerdote y posterior sochantre de la catedral. Hombre bueno, piadoso y lector del Kempis. Cuando Eugenio evoca la imagen de aquel joven llamado Adolfo Suárez, reacciona con un reflejo condicionado, como el perro de Pavlov —dicho sea sin ofender al bueno de don Eugenio— y dice: «Por entonces leía Camino, el best-seller del inventor de la Obra de Dios».
Es una etapa gris en la vida de Adolfo, como fue gris esa parte de la vida de casi todos los adolescentes. Pero él era lector del libro de monseñor Escrivá, que en su versículo 294 había escrito: «No se veían las plantas, cubiertas por la nieve. Y comentó gozoso el labriego: ahora crecen para adentro. Pensé en ti; en tu forzosa inactividad. Dime, ¿creces también para adentro?».
La historia depara coincidencias que el tiempo hace luego significativas. Cuando Adolfo Suárez entró en la Acción Católica de Ávila, el sacerdote-consiliario encargado de tratar con los jóvenes se llamaba José María Bulart, quien abandonó este modesto cargo para ocuparse de los pecados privados del Caudillo Franco y su señora. Cabe pensar que los dioses tendieron a Adolfo el primer puente con el Poder en su más tierna adolescencia… pero era demasiado joven para aprovecharlo.
CUARTA ESTACIÓN: ADOLFO ENCUENTRA A SU MADRE
La infancia es como la piedra lanzada al agua que va dejando sobre la superficie unas líneas que se alejan. Luego parece que no hemos lanzado nada y sin embargo acabamos de arrojar más de una docena de años, y no podemos recuperar la piedra. Así fue la infancia de Adolfo. Una sucesión de imágenes, de colegios, de asignaturas, de familiares, de exámenes, empañado todo por el olor a patata podrida de las aulas.
Primero fueron las del Instituto de Ávila, donde se matriculó en 1941. Luego las del Colegio San Juan de la Cruz, donde ese característico olor a putrefacto se mezcló con un incierto aroma cuartelero. Porque el San Juan, aunque estaba dirigido por un sacerdote, parecía más un colegio cívico militar que de pago. Don Primigenio, el director, era un hombre primitivo y violento, sin dotes pedagógicas. Su colegio constituía el recurso obligado para quienes no confiaban en la laicidad de los institutos de enseñanza media; no había otro.
Adolfo va a saltar del instituto al colegio, y del colegio al instituto, buscando encontrar curso a curso los puntos de resistencia más débiles; como si fuera un estratega de la guerrilla, ansioso de las pequeñas escaramuzas que consiguen un aprobado mínimo y por sorpresa. No es buen estudiante, pertenece al club de los estudiantes adocenados y sin entusiasmos que se denominan «del montón». No logra pasar cuarto curso, y cuando al segundo intento tiene éxito, deja a don Primigenio y su nada poético colegio de San Juan de la Cruz y se matricula oficialmente en el instituto. Suspende el quinto curso y posteriormente hace dos años en uno.
Su vida transcurre sin más altibajos que las discordias familiares. Siente por su madre un cariño y un respeto progresivo, equivalente al no menos progresivo desprecio que va acumulando hacia el padre. Ella es una mujer dulce, religiosa y profundamente tímida, lo que contrasta con momentos temperamentales e intransigentes cuando se trata de sus hijos o de su patrimonio. Vivió entre Ávila y Cebreros hasta que conoció a un hombre arrogante, simpático, irresistible, que además era procurador de los tribunales. Él se llamaba Hipólito, ella Herminia, y se casaron.
Cabe decir que Herminia es un buen partido, porque hereda una fábrica de alcoholes, una bodega y unos almacenes de compuestos. Y además cuenta con una paciencia a prueba de maridos decimonónicos; de los de partida, falda y puro. Herminia se retira a Cebreros en los momentos menos felices de su vida, que no son pocos, donde está un hombre hecho para ayudar en los momentos difíciles, el tío Paco. Adolfo va a heredar esta costumbre materna.
Cebreros es pequeño, casi mínimo si no fuera por los veraneantes y por el vino, que siendo excelente en otra época, hizo olvidar el recuerdo de un pueblo que vivió muy crudamente los terrores de la posguerra incivil. En los años treinta fue bastión republicano, en una zona en la que votar a Gil Robles, para la derecha más extrema, era un voto «dudoso».
Cuando Hipólito y Herminia se casan, viven regularmente en Ávila, donde llevan una vida modesta. Su domicilio en la calle Enrique Larreta, número 1, es un hogar típico de la clase media, de los que pasan dificultades para educar a sus cinco hijos. Los dos primeros tendrán carrera; Adolfo terminará Derecho e Hipólito, Medicina. Los otros tres correrán distinta suerte. Carmen hará una buena boda con un vendedor de carnes y vinos llamado Aurelio Delgado, que luego se dedicará a los «hilos musicales» y a seguir la madeja política de Adolfo sin abandonar, por supuesto, ni las carnes ni los vinos.
Los hermanos más jóvenes, Ricardo y José María, habrán de agradecer a los dioses el nombramiento de su hermano como director general de Radiotelevisión, y vivirán, en el no va más de la felicidad fraterna, el día de su nombramiento como presidente del Gobierno.
Adolfo, por entonces, es un chico medio, ni feo ni guapo, ni listo ni tonto, ni alto ni bajo. A los diecisiete años le someten a una operación para extirparle una hernia, y tan milagrosamente como un día le convirtieron en dirigente político de la nación, así tras retirarle la hernia empieza a crecer, y a los dieciocho años, después de su ingreso en Acción Católica y su nombramiento de presidente de los jóvenes abulenses, ya es un chico alto y listo, que veranea en La Coruña, de donde procede su padre y donde residen varios parientes.
Herminia, su madre, sigue atentamente los vaivenes de Adolfo en el bachillerato. Busca un profesor particular, Celestino Minguella, para ayudarle a navegar en esa mar borrascosa de sus estudios. «Recuerdo —dirá Celestino— que era de comunión diaria a los catorce años… Como estudiante, era un niño normal que suspendía asignaturas. Me lo trajeron sus padres para ver si le hacía entrar en los estudios. No le habían enseñado a estudiar, pero tenía una enorme fuerza de voluntad».
En la casa, la figura de la madre sobresale sobre cualquier otro recuerdo. En el instituto será la de sus amigos, pocos, lo que pasará a la historia, quizá por aquello de que los amigos de la niñez de un jefe de Gobierno tienen mucho terreno andado cuando le nombran presidente.
Sus amigos forman un reducido grupo de íntimos. Está Aurelio Delgado, primero cuñado y posteriormente secretario particular de Suárez, ya como presidente del Gobierno; pasaba así de cuñado a «cuñadísimo», siguiendo ilustres precedentes de la historia española.
Luego está Fernando Alcón, hijo de uno de los hombres entonces más influyentes de la ciudad. Adolfo le avalará desde Madrid, y será, a la creación de Unión de Centro Democrático, el diputado número uno por la provincia. Desde 1970 es presidente de la Cámara de Comercio e Industria de Ávila y no es fácil vivir allí sin contar con él, pues es el distribuidor de Butano, Cervezas El Águila, Ford, Pegaso…
Por último, los amigos de menor cuantía, aquellos a quienes la historia ha ido arrinconando. Es posible que algunos fueran íntimos, insustituibles y de corazón generoso, pero el tiempo los fue erosionando y hoy son sencillas figuras de cera de la adolescencia; parecidas al original, aunque estén deformadas y sean ya objetos inútiles. Son los que iban a comer al bar El Teodorillo junto a Adolfo, junto a Alcón y a Aurelio; se llaman José Dávila o Pepe Ferrer, el hijo del pescadero, o Jesús Sáez, el del bar Ceres. Más de uno tendrá en su casa algún viejo recuerdo, alguna vieja deuda no saldada. Los amigos de la infancia guardan de nosotros una memoria tan fiel como despiadada.
QUINTA ESTACIÓN: LE AYUDAN A LLEVAR SU CRUZ
Ávila combina una muralla y un tono azul en el cielo que lo envuelve todo. Pero ¿acaso los tópicos no han causado más mal a Ávila que su propia historia? ¿No preguntaba Lawrence Durrell, mientras contemplaba los monumentos de Chipre, si dentro de varias generaciones la «línea Maginot» no iba a ser estudiada como obra de arte? Porque ahí está el tópico de Ávila, la muralla. Sin embargo, nos olvidamos de recordar que tiene la arquitectura civil antigua quizá más bella de España.
Aunque el edificio no tenía cuatro siglos, guardaba el viejo estilo de las grandes mansiones. Era la casa de Luis Muñoz, médico. Un hombre tan piadoso como para llamar la atención en un lugar como Ávila. Se conservaba bien a sus setenta años, y su muerte, es lógico, dejó sorprendida a la ciudad. No era normal morir en un corral teniendo como única mirada la de una joven de diecisiete años.
Pero quedó la casa. A Mariano Gómez de Liaño le venía muy bien. Era espaciosa y le permitía dedicarla a dar clases a los alevines de abogado que se examinaban en Salamanca. Por la mañana don Mariano iba al juzgado —ser magistrado tenía esas obligaciones—, y por la tarde peleaba en interminables clases particulares con aquellos cincuenta letrados en potencia. Entre ellos estaba aquel joven espigado, que explicaba siempre bien algo que había aprendido mal. Adolfo llamaba la atención por eso. Y también porque llevaba su cruz con dignidad. Sin exagerar, pero cargaba con el peso de la familia.
Termina la carrera en septiembre de 1954, pero nadie duda, y él menos que nadie, de que el ejercicio de la abogacía no es lo suyo. Había tenido un trabajo episódico, dando clases en la Academia de Manolo «el Águila» en la plaza del Mercado Grande, enfrente del bar que daba nombre a aquel apodo que se había convertido ya casi en apellido. Adolfo ha terminado la carrera y para don Mariano Gómez de Liaño es un problema de conciencia. Había que encontrarle a aquel chico algo más seguro.
Como tomaban café juntos, la conversación surgió igual que se disolvían los terrones; naturalmente, sin forzarla. Juan Gómez Málaga comentaba que había una vacante en la sección de Beneficencia del ayuntamiento. Y su contertulio, don Mariano, siguió removiendo el azúcar, convencido de que eso no estaría nada mal para Adolfo. Juan Gómez Málaga era un experto en los procedimientos electorales del franquismo, que conseguía sacar a Emilio Romero, «el gallo» del periódico Pueblo, siempre que había elecciones a consejeros nacionales del Movimiento. Por eso no pestañeó cuando don Mariano le comentó lo de Adolfo. Meterle en Beneficencia no era un problema.
Adolfo Suárez, recién licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca, apenas tenía veintitrés años cuando entra de «oficial interino» de Beneficencia en el Ayuntamiento de Ávila. Sería exagerado decir que sostenía él a la familia, cuando su abuela gozaba de una saneada economía, pero era el cabeza de familia.
SEXTA ESTACIÓN: HERRERO TEJEDOR SECA EL SUDOR DE SU ADOLESCENCIA
El año 1955 llegó a Ávila con dos novedades debajo del brazo: la aparición del primer biscuter y el nombramiento de un nuevo gobernador, Fernando Herrero Tejedor.
El biscuter era el vehículo de los tiempos nuevos. Perfectamente adaptado a los pocos recursos y a la estatura mínima de aquella generación mal alimentada. Tenía el blindaje de un juguete para adultos. Estaba a medio camino entre el coche descubierto por Ford y la moto con sidecar. Al nuevo gobernador le pasaba otro tanto: estaba a medio camino entre el azulete falangista y el rosado tecnocrático del Opus Dei. Aunque había tenido en su juventud valenciana algunas veleidades carlistas, Fernando Herrero Tejedor era un falangista convencido de que José Antonio Primo de Rivera y monseñor Escrivá de Balaguer estaban hechos para funcionar juntos.
Su nombramiento de gobernador llegó el 24 de julio de 1955 gracias al delegado nacional de Sindicatos y consejero del Reino, José Solís Ruiz, quien tuvo la buena fortuna de visitar Castellón y comprobar que el gobernador de aquella plaza, Luis Júlvez Zeperuelo, tenía menos peso político que un joven fiscal, subjefe de la Falange local, con tendencia a la obesidad y a monseñor Escrivá de Balaguer, que lucía un bigote estilo brocha de afeitar y respondía al nombre de Fernando Herrero Tejedor. No pasaron dos años y le nombraron gobernador de Ávila.
Había estudiado Derecho en Valencia y luego oposiciones al cuerpo fiscal. Llega a Ávila con una aureola de hombre religioso y firme hasta rozar la crueldad. En Castellón, donde había nacido y donde se había casado, nadie olvidó su nombre desde aquella ocasión en la que tuvo que enfrentarse con los fantasmas de su infancia.
A Fernando no le gustaba contarlo públicamente, aunque, cuando lo hacía, se sentía orgulloso y sonreía un poco por la emoción que trae el recuerdo. Le gustaba al narrarlo marcar un cierto tono de novela de misterio. Porque la historia, como en las novelas policíacas inglesas, había empezado en el casino, cuando leyó la noticia de un terrible crimen. Conforme iba leyendo el periódico, su cabeza no dejaba de cavilar. No sabía muy bien si era sólo intuición o había algo más, pero le martilleaba la idea de que un viejo amigo de la infancia tenía algo que ver en el asunto. No descansó hasta que encontró las pruebas; al fin y al cabo él era el fiscal. Por eso no dudó en pedir la pena de muerte. El juicio fue de esos sonados, porque en toda ciudad, por pequeña que sea, cada siglo trae un juicio de los que conmocionan. Cabe pensar que Herrero Tejedor, como fiscal, se sintió satisfecho cuando el Tribunal condenó al asesino a cadena perpetua.
Según la opinión general, el fiscal se había mostrado como modelo de fidelidad a la justicia. Siendo un viejo amigo, su comportamiento impresionó por lo que tenía de independencia. La cosa empezó a sorprender a todos cuando Fernando Herrero recurrió ante el Tribunal Supremo contra la sentencia benévola de Castellón. El alto Tribunal condenó finalmente al reo a la pena de muerte. Fernando Herrero pasó la noche en capilla con su viejo amigo y asistió al ajusticiamiento. «Sed lex, dura lex».
Acompañado de dos decretos llegó Herrero Tejedor a Ávila. En uno le nombraban jefe provincial de la Falange Española y tenía el tratamiento de «camarada Fernando Herrero». El otro, más sencillo, iba precedido de un sobrio «don Fernando», y era el de gobernador. Los gobernadores eran al tiempo jefes de la autoridad civil y del Partido-Movimiento Nacional en la provincia.
Cesaba como gobernador otro Herrero, David de nombre, de quien las malas lenguas se apresuraron a contar a Fernando que se había negado a la concesión de una beca de estudios de 12.500 pesetas al consiliario del Opus Dei de Ávila. Lo que para un supernumerario de la Obra como Fernando Herrero Tejedor debería ser descalificador.
Lo que nadie se atrevió a contarle es que el anterior gobernador había sido cesado, entre otras cosas, por una infausta visita de Franco a la provincia, en la que don David Herrero Lozano respondió a las preguntas rituales del General con un «Sin novedad en esta provincia, mi General». Lamentablemente para él, y mucho más para sus conciudadanos, había caído durante la noche una lluvia de pedrisco, y los campos estaban arrasados. A partir de aquella fecha su cese fue una cuestión de oportunidad.
Pero esas cosas no se contaban nunca a los gobernadores entrantes, porque podían ser mal interpretadas, y nunca se sabe el humor de un virrey. Fernando Herrero Tejedor cumplía treinta y cinco años cuando llegó a Ávila. Vino solo, porque su mujer estaba embarazada, y trajo consigo exclusivamente a su secretario castellonense.
Agosto era un mes tranquilo en una ciudad donde nunca pasaba nada fuera de las pequeñas contingencias meteorológicas. Pero llegó el invierno y el secretario del gobernador, de temperamento mediterráneo, no se hacía a la idea de que el azul del cielo podía convivir con los aterradores fríos castellanos. La verdad es que el gobernador tampoco se hacía a la idea de que su secretario coleccionara armas antiguas, con una pasión que le había llevado en alguna ocasión a practicar lo que patológicamente ha dado en llamarse «cleptomanía». Y el secretario, mitad por el frío mitad por su amor a las armas que no eran de su propiedad, volvió a las costas mediterráneas y el cargo quedó vacante.
Adolfo estaba entonces empleado en la oficina de Beneficencia, y una vez más el santo espíritu en forma de Mariano Gómez de Liaño le llevó al Gobierno Civil. Don Mariano, que por razones de afinidad profesional mantenía una cálida amistad con Fernando Herrero, recomendó al joven licenciado. Apuntaban ya las primeras semanas del año de gracia de 1956 cuando Adolfo Suárez entró en la secretaría del gobernador de Ávila.
SÉPTIMA ESTACIÓN: ADOLFO CAE POR SEGUNDA VEZ
Los dos trabajos de Adolfo, en Beneficencia y en el Gobierno Civil, no tenían nada de apasionantes. Para un joven ambicioso, eran el primer peldaño de una escalera sin final. Beneficencia estaba situada en el mismo edificio del Gobierno Civil, y sólo tenía que cruzar tres pasillos y subir un piso para cumplir sus dos tareas. Por otra parte, el trabajo en la secretaría de Herrero Tejedor era más parecido al negociado de un banco que a la secretaría política del hombre más poderoso de Ávila.
Pero quedaba la Acción Católica, quedaba el poder de la Iglesia. Colocado ya en el Gobierno Civil, el eco de su actividad dirigiendo a los jóvenes de Acción Católica podía multiplicarse. Así nace la segunda tentación político-religiosa de Adolfo Suárez, la agrupación «De jóvenes a jóvenes».
Los locales de la Acción Católica en los años cincuenta suelen tener como visitantes un grupo exiguo y variopinto de jóvenes, interesados por un lugar donde dejar caer sus huesos sin que les molesten demasiado y donde puedan tomar una Coca-Cola sin que avisen a sus padres. En una ciudad pequeña, los locales de Acción Católica son un gueto lleno de tímidos y un campo de entrenamiento para los audaces. Con «De jóvenes a jóvenes» se trataba de dar una nueva imagen de las Juventudes de Acción Católica, romper con las caras de siempre, porque si él era el presidente, no iba a serlo sólo de sus amigos sino de un sector juvenil más amplio. Había que volcarse en la calle, llegar a gente que no había oído hablar nunca de eso.
Se llenaron las paredes, las plazas y las calles con pasquines donde cabía un solo lema: «De jóvenes a jóvenes». Mientras en el resto de España se había hecho moda una forma de apostolado juvenil en grupo, al que se denominaba «cursillos de Cristiandad», en Ávila había la oportunidad de ir más lejos en la influencia y el proselitismo religioso. Un cronista de Ávila definió la agrupación «De jóvenes a jóvenes» así: «Si la renovación de las naciones puede y debe venir a través de España, la renovación de España, de su juventud, puede y debe venir a través de este movimiento nuevo, nacido en una casa vieja, arrullado al calor de unas murallas heladas, de las que ha de tomar el sello heroico y varonil».
De Ávila al mundo, y Adolfo organizándolo; con un pie en el Gobierno Civil y otro en la presidencia de los jóvenes de Acción Católica. La organización de la primera gran asamblea dedicada a la juventud se realiza rompiendo los moldes de una sociedad timorata y sencilla. Aquellos jóvenes imbuidos de un espíritu imperial y misionero —que no les habrá de durar un año, pero que parece dirigido a dominar el siglo— están manejando un juguete que no conocen muy bien si marcha hacia delante o hacia atrás. Tampoco les debía de preocupar mucho.
El 1 de julio de 1956 tiene lugar en el teatro Principal de Ávila el acto inaugural. A las doce y media de la mañana, con tiempo suficiente para dar un paseo después de la misa de once. La sala estaba abarrotada cuando el primer orador, Adolfo Suárez, empieza su discurso: «Cristo necesita… ¡HOMBRES! Acción Católica nos ofrece, amigos, la oportunidad de demostrar a Cristo que aún no se ha extinguido la raza bravía que en otros tiempos conquistó mundos para Dios». El cronista que relató puntualmente la intervención de Adolfo en el periódico de Ávila anota, emocionado: «Fue viril, enérgico, vehemente».
Después, los otros oradores —José Luis Sagredo y José Luis Cortés— poco tenían que hacer allí, ante los mil ochocientos jóvenes. Durante sesenta minutos los tres dirigentes de la Juventud Católica de Ávila mantuvieron la emoción mística. Fue «un hecho extraordinario, una descarga violenta la que sacudió a la juventud abulense de su habitual letargo», escribió un periodista anónimo y vivificado. «El gran protagonista del acto —según el órgano de la Iglesia de Ávila— fue ¡Cristo!» Y como el Señor no estaba presente, cabe pensar que Adolfo cosechó su primer éxito de masas por persona interpuesta.
La agrupación «De jóvenes a jóvenes» tenía todas las bendiciones religiosas y políticas. Aunque no habían hecho más que cambiarle el título a las tradicionales Juventudes de Acción Católica, don Santos Moro, el obispo, no podía por menos que sorprenderse de que los jóvenes se concentraran en un acto con un protagonista tan cercano a su pensamiento como Cristo. Por tanto, cabe pensar que monseñor daba las bendiciones igual que antaño firmó cartas, es decir, con las dos manos.
Las otras bendiciones, las políticas, las tenía Adolfo a cualquier hora de la mañana o de la tarde, sin moverse del despacho gracias a su cargo, tan cercano al gobernador. Pero no sólo de bendiciones viven los corderos del Señor, y la agrupación juvenil que nació tan pletórica fue debilitándose. Los furores apostólicos de los primeros meses, en los que se pasa revista a los «problemas de los jóvenes» —la castidad, la pureza, la vida de piedad y las relaciones prematrimoniales—, van dejando hueco a cosas más profanas, y Adolfo, desanimado quizá de la capacidad carismática del espíritu y de la mística, cede algunas actividades que caen en manos subalternas, como las de su amigo Fernando Alcón, con ciclos musicales, que como es sabido no apasionaban ni a Napoleón ni a él.
El primer año de vida de ese sucedáneo de Acción Católica que es «De jóvenes a jóvenes» está cargado de proyectos y conferencias. Temas como «Amor, sexo y religión», por el doctor Francisco Peña, o «Las relaciones prematrimoniales», por el experto sacerdote Evaristo Martín, crean una expectación considerable. En marzo de 1957 se programa un ciclo de charlas religiosas para los reclutas del reemplazo del 56. Hay que vacunar de espiritualidad a esos humildes jóvenes obsesionados por la bomba de mano y el máuser, y Adolfo, a quien se debe una parte importante de la idea apostólica, cerrará el ciclo con una conferencia de vibrante título: «¡Tu problema, joven!». Consistía en una sencilla y natural apelación a la castidad, que hoy puede prestarse a burlas, pero que entonces era una preocupación tan legítima, la de ser casto, como inútil, porque no surgían muchas posibilidades para dejar de serlo. Está escrito lo de «a necesidad, virtud».
Un observador despistado podría llegar a la conclusión de que en Ávila la sexualidad tenía tanta importancia como las murallas. Se equivocaría, porque tenía más. Era un problema general de España; mientras una parte del país realizaba sus experiencias sexuales tarde, mal y nunca, la otra parte estaba obsesionada por lo tarde, lo mal y lo nunca que lo hacían los que podían.
Poco a poco el furor apostólico se fue calmando, y lo que se llamó «De jóvenes a jóvenes» pasó a definirse equívocamente como «Semanas del Amor» (cristiano, se entiende). A la apertura del Curso 57-58, brillantemente planificada por «De jóvenes a jóvenes», va a seguir la muerte por inanición. Adolfo dará la primera charla, pero no vivirá ya en Ávila cuando el curso llegue a su fin. Sus palabras en aquella conferencia merecen figurar en letras de oro, porque constituyen la primera promesa de su vida. «Os entregamos —dijo a los confiados miembros de Acción Católica— una promesa que os hicimos en el primero de julio de este año. Como entonces, os vuelvo a repetir que nos es necesario estar con Cristo».
Por aquellas fechas continuaba en la Junta de Beneficencia, pero Fernando Herrero Tejedor ya no era gobernador de Ávila, y su trabajo como secretario estaba de más. Fue por entonces cuando sugirió imprimir una cartulina para colgar en la pared del Centro de Jóvenes de Acción Católica. Decía así: «El mañana es de la juventud que ama y sigue a Cristo».
OCTAVA ESTACIÓN: ADOLFO ENCUENTRA EN SU CAMINO A LAS MUJERES
Enviaban a sus hijos a estudiar a Salamanca y quizá muchos padres nunca se preguntaron el porqué, pero lo hacían. Podían mandarlos a Madrid, pero pensaban que el mundo salmantino estaba mucho más cercano al de Ávila que el de la metrópoli madrileña.
Adolfo tenía diecisiete años cuando se matriculó como alumno libre en la Facultad de Derecho. Sus padres no fueron una excepción y lo llevaron a Salamanca. Aquel primer curso le iría mal; fue el único sobresaliente de su carrera —Derecho Romano—, pero sólo pudo hacer tres asignaturas, y dejó dos para el año siguiente. No era fácil suspender entonces. Cuando las cosas se presentaban mal, siempre quedaba el recurso de solicitar la papeleta de «no presentado». Había que ser muy cruel con los alumnos para no aceptar este hábil recurso. En nueve ocasiones Adolfo se enfrentó con el «no presentado»; siete de ellas fueron exámenes extraordinarios, y dos, exámenes realizados con un año de retraso.
No tiene un buen expediente académico. Entre los años 1949 y 1954 desarrolla su vida universitaria como alumno libre; consiguió veinte aprobados, cinco notables y un sobresaliente. Vivía regularmente en Ávila recibiendo clases particulares de su maestro y protector Gómez de Liaño, y se desplazaba poco a Salamanca. Es, por tanto, una carrera que quizá tenga más valor humano que académico.
Mientras su hermano Hipólito hacía Medicina, él se dedicaba al Derecho. En Ávila eran las clásicas opciones de los jóvenes procedentes de las clases medias: Medicina o Derecho. Y como la historia guarda felices coincidencias, su profesor de Derecho Administrativo en la universidad salmantina no fue otro que Clavero Arévalo, posteriormente diputado de UCD y ministro del Gobierno formado por su alumno Adolfo Suárez. Cruel destino el de este profesor, si tenemos en cuenta que al trasladarse a la Universidad de Sevilla tuvo como alumno a Felipe González. ¿Quién mejor que Clavero podría haber hecho una reflexión sobre el efímero poder de los maestros?
Salamanca, tranquila y fronteriza siempre, era otro mundo comparado con Ávila. Sin tratarse de la Sodoma y Gomorra madrileña, tenía sus mil y una noches, con su «barrio chino» de preservativo o purgaciones. Porque la Universidad española fue durante siglos, y hasta el ocaso de los años sesenta, el lugar donde se conseguían títulos y otras cosas, que uno quiso saber y nunca se atrevió a preguntar.
Para los habitantes varones de Ávila, el descubrimiento de su vida sexual podía venir o por la costumbre, es decir, casándose, o gracias al redentor contacto con ciudades hermanas, como Valladolid o Salamanca. Para la gente económicamente situada estaba Madrid, cercana en kilómetros y lejanísima en oportunidades. Estaba también la casualidad, el viaje feliz y colectivo, como el que a comienzos de los cincuenta realizan a Cataluña un grupo de jóvenes de Acción Católica. La impía Barcelona recibió a jóvenes no circuncisos, que iban a participar en unos campeonatos deportivos, teniendo por divisa la vieja falacia romana: «Mens sana in corpore sano». El grupo abulense perdió las pruebas y la virginidad. Adolfo iba como jugador de ping pong, actividad deportiva propia de quien frecuenta locales de Acción Católica y vive en una ciudad amurallada.
Los que participaron en aquella aventura, ya fallecidos en su mayor parte, no pudieron olvidar el día de la clausura, cuando los delegados de la muy noble ciudad de Ávila salieron a dar su «paseíllo» con poco más que el portador de la bandera. Los demás reponían las fuerzas perdidas en el viaje y la experiencia.
La vida universitaria para Adolfo se reduce a poco: los exámenes, las novias y las milicias universitarias. Los exámenes eran unos días con cielo gris y espíritu marrón; sencillamente incómodos. En cuanto a las novias, siempre cabía el derecho de hacer lo que se podía. Si una se llamó Sonsoles Sánchez Bermejo y era hija de un pastelero que exportaba «yemas de Santa Teresa» a toda la cristiandad, y la otra se llamaba Illana y acabó, no sin muchas dudas, siendo su mujer, al fin y al cabo la vida privada pertenece a los ciudadanos privados, y Adolfo en aquel momento lo era. Y pocos pensaban que algún día iba a dejar de serlo.
Las milicias universitarias consistían en vivir la miseria del recluta soñando con llegar a alférez, y después de unos meses revivir las miserias del recluta desde el lado bueno de la barricada. En Monte la Reina ejerció de recluta, y luego fue Melilla el destino de sus horas milicianas como oficial de complemento. No tendrá placa alguna que lo recuerde, y sin embargo en la memoria de un capitán quedará grabada la imagen de aquel joven llamado Adolfo Suárez. El capitán era José Casinello Pérez, que ya ha aparecido aquí como «probador de discursos», hermano de Andrés, uno de los organizadores de los Servicios de Información del almirante Carrero Blanco. Volveremos a encontrarlos, porque la vida, ya lo dijo el griego, es un interminable retorno.
NOVENA ESTACIÓN: ADOLFO CAE POR TERCERA VEZ
Baldomero Duque, el rector del Seminario Mayor de Ávila, no cabía en sí de gozo contando a sus colaboradores la buena nueva. No era un hombre emocionable, sino más bien cerebral, pero la noticia iba a causar impresión entre los jóvenes de la ciudad, y constituía un síntoma esperanzador. Quizá fuera pronto para hacerlo público, y además esas cosas ha de decirlas el propio interesado, porque luego se arrepentían y la responsabilidad era suya. ¡Adolfo Suárez, el presidente de los jóvenes de Acción Católica, quería entrar en el seminario!
Terminaba ya 1956 y don Baldomero abrigaba grandes esperanzas para el año nuevo. Los dos éxitos con los que cerraba aquel año le hacían sentirse orgulloso del Seminario de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, que tanto prestigio había alcanzado desde los santos patronos hasta entonces, y que él había modestamente elevado de manera notable. No era fácil que dos jóvenes de porvenir brillante decidieran lanzarse a una vida tan sacrificada como el sacerdocio.
Primero se había decidido José Lladó y Fernández Urrutia, un químico con un historial académico de primer orden y de familia muy principal. Había entrado al seminario de la mano amiga de Alfonso Querejazu, un personaje poco común, y ya el joven estaba siguiendo la vida de los seminaristas. Y ahora parecía que el joven Adolfo iba por el mismo camino. Ciertamente, las preocupaciones intelectuales de ambos eran bien diversas. Lladó parecía un chico bien preparado culturalmente, y más viniendo orientado por Querejazu. Los problemas de Adolfo eran de otro orden.
Los seminarios de Ávila y Vitoria estaban considerados como los más relevantes de la época. La figura del padre Federico Sopeña había difundido un aire de interés intelectual en el de Vitoria. Don Baldomero Duque, y la presencia en la ciudad de Alfonso Querejazu, le daban al de Ávila un ambiente inexistente en otros seminarios españoles.
Querejazu había llegado a Ávila apenas terminada la guerra civil, y en aquellos tiempos nada proclives a los personajes poco comunes tenía un círculo de amistades que componía una curiosa mezcla de orteguismo y jansenismo. En la paramera intelectual que era entonces España irradiaban una luz de cultura nada desdeñable. Querejazu esperó algunos años para organizar unas conversaciones intelectuales que pasarían a la historia como las «Conversaciones de Gredos».
Pertenecía a la carrera diplomática, y había estudiado en Heidelberg, Oxford y el Madrid republicano, inclinado siempre más hacia los problemas de la espiritualidad que a la cultura. Tuvo una tardía vocación religiosa que le llevó al sacerdocio y a Ávila, en pleno proceso de curación tuberculosa, y dentro de un mundo por el que no sentía un especial interés.
En Ávila, la figura de Alfonso Querejazu era observada con prudente reserva, cuando no con evidente desprecio. Y sin embargo pocos hombres hicieron por la ciudad más, en el terreno religioso, que este hombre que parece sacado de un relato del viejo Tolstoi. A su alrededor se fueron fraguando figuras, algunas olvidadas hoy y otras aún florecientes. Estaban Baldomero Duque, el rector del seminario; Olegario González de Cardedal, teólogo, especialista en dogmática, formado en Múnich e Inglaterra, y luego decano de la Universidad Pontificia de Salamanca. Estaba también el discípulo predilecto de Querejazu, el profesor José Luis L. Aranguren, y José Lladó y Fernández Urrutia, quien antes de ser ministro de Comercio en el primer Gobierno de Adolfo Suárez, llegó a desempeñar el papel de albacea de Querejazu.
Aquellas «Conversaciones de Gredos» reunían todos los años en el Parador de Gredos, y al conjuro de la personalidad de Alfonso Querejazu, a las figuras intelectuales de entonces: Aranguren, Laín Entralgo, Julián Marías, Díez del Corral, Vegas Latapié, Fuentes Quintana, poetas como Vivanco, o jóvenes como Lorenzo Gomis y el crítico José María Castellet. Se trataba de unos ejercicios espirituales para intelectuales, y su decadencia empezó en 1961, cuando el viento de la historia entró por la ventana del parador de la mano de Aranguren, y ya no bastaron los cantos gregorianos, ni la piedad, ni los símbolos de la Pascua de Pentecostés. Lo que había comenzado un 23 de mayo de 1951 murió de asfixia intelectual sin haber tenido nunca la vitalidad entusiasta de la adolescencia.[1]
El más emocionado y plástico recuerdo de las «Conversaciones», y de su limitación, está en los versos de uno de los asistentes, el poeta y arquitecto Luis Felipe Vivanco:
Aún no es de noche y ellos están cenando juntos,
y el que los ama quiere seguir amándolos
hasta el final, quedándose en el pan y en el vino.
Ya han comulgado juntos. Y callan. Y están tristes.
Comulgaron juntos y es posible que no cruzaran nunca ni una frase, y es posible también que por diferentes razones estuvieran tristes. Mientras Lladó traspasaba el umbral de una experiencia religiosa, Adolfo sufría su tercera tentación de avanzar por el entorno eclesial hacia metas más lejanas. Eran vecinos pero vivían en mundos diferentes.
Adolfo no llegó a estar nunca en las «Conversaciones de Gredos», y es curioso y lógico al tiempo, que teniendo don Baldomero por costumbre invitar a las «Conversaciones» a modestos seminaristas y jóvenes seglares con preocupaciones espirituales, nunca se le ocurriera convocar al joven y dinámico presidente de las Juventudes de Acción Católica en Ávila.
Adolfo estará cercano, en varias ocasiones, a mundos en los que a cualquier persona con interés intelectual le hubiera seducido participar. Sin embargo, nunca traspasó esa raya. Su mundo era otro mundo, aunque él por entonces no supiera dónde estaba. No tardaría en encontrarlo. Su experiencia como aprendiz de seminarista no llegó a tres meses; le llamaba una voz más fuerte que la fe religiosa.
DÉCIMA ESTACIÓN: ADOLFO ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
Porque nacemos indefensos y nos criamos en una familia, indefensos, por eso mismo nos quedamos desnudos cuando la familia, o el máximo responsable de ella —el padre— no cumple con su deber de defendernos. Así, despojado de sus vestiduras se queda Adolfo cuando en 1955 su padre, Hipólito Suárez, les abandona.
Hipólito era un personaje muy conocido en la ciudad. Se había casado con Herminia, heredera de algunos negocios que, sin ser prósperos, eran al menos dignos. Una buena boda para un hombre que poseía lo que llevaba encima y con una profesión basada en el buen nombre, como es la de procurador de los tribunales. Hipólito pasa algún tiempo danzando entre Madrid, Cebreros y la capital, Ávila. Aquí le coge el levantamiento militar del 18 de julio de 1936. Mientras el tiempo escampa, se encierra en su casa.
No van a tardar en ir a buscarle. Ávila es desde el primer momento zona franquista y es sabida la ayuda electoral que ha prestado al diputado republicano Claudio Sánchez Albornoz. El padre de Hipólito ya lo había hecho, y él seguía la tradición paterna.
En la personalidad de Hipólito destacan una simpatía irresistible, un talento fuera de lo común para representar los papeles que el destino le pone ante el camino, y un miedo que pone alas, a veces, a la imaginación. Cuando los siniestros paseadores de la noche van a buscarle, no dudan de que ese hombre echado en la cama está enfermo de muerte y no merece la desagradable escena de llevarlo en camilla hasta la muralla para fusilarlo. Piensan sus buscadores que no va a vivir ni el tiempo que tardarán Mola y Franco en entrar en Madrid.
El paseo militar de Mola y Franco tardó más de lo debido y los cafés encargados en la Puerta del Sol quedaron fríos, pero aún más vivió Hipólito. Para contarlo y para gozarlo. En Cebreros le llamaron «El Anisillo» porque regentaba una fábrica de alcoholes en el pueblo de Cadarso, pero se ganó a pulso el apodo. Cubrió con creces los malos ratos de un encierro forzado en los siniestros años de la guerra. Su simpatía salió fortalecida y sus ganas de vivir, multiplicadas.
Le gustaba jugar al póquer y al julay, y jugando ganó más que perdió. Fue galán simpático sin tener un buen carácter, y dado su físico un tanto quijotesco, salvo ser discreto tuvo todos los favores; porque ser discreto resulta un inconveniente cuando uno gusta las mieles de los triunfos provincianos. Sus amigos le conocían por Polo, y era ese personaje que uno se encuentra entre veguero, copa y café largo, cercano al cristal que da al paseo, con el ojo ligero y la palabra pronta.
Es amigo, o lo parece, de todo Ávila, desde los magistrados, que duermen en su casa, hasta hombres como el mítico Manuel «Paños», cantero y contratista de obras detenido en un tren a la entrada de Bilbao en un incidente que parece salido de la imaginación de Dickens.
Nuestro Paños entró en su departamento y observó gratamente que iba a hacer el viaje acompañado tan sólo de una bella señorita. Ya había recorrido el tren lo que para Manuel eran los primeros anhelantes kilómetros, cuando preguntó: «¿Apago la luz?». La señorita, imperturbable, respondió con el más evidente de los síes. No tardó el Paños ni un momento en abalanzarse sobre la chica, y ésta en gritar, y propinarle patadas y cachetes. Cuando llegó el revisor no se le ocurrió otra cosa que decir: «Pero esta tía puta, ¿por qué me dijo que apagara la luz?».
El mundo galante de Ávila corría, como el tren, cargado de Hipólitos y Paños. Hipólito, sin haber viajado más allá de Madrid, La Coruña y Reinosa —donde su padre había sido procurador y consecuente aficionado al naipe, las señoras y el alcohol—, sin haber ido más allá, era Polo lo que en una ciudad de provincias llaman un hombre de mundo. Pero hay un día que la sociedad decide girar al revés y uno no se da cuenta, y lo que ayer fueron éxitos y sonrisas complacientes se transforman en trampas. Y de las trampas se salta a las irregularidades económicas en el ejercicio de la profesión, y uno acaba marchándose a Madrid, y no vuelve más a vivir en la ciudad de las murallas.
Porque la huida es como una carrera interminable, con el agravante de nunca volver la vista atrás. La gente, que le busca siempre razones últimas a las cosas, quedó pensando que la culpa de todo la tenía don Claudio Sánchez Albornoz, el historiador político: si no le hubiera conocido antes de la guerra, a lo mejor la cosa no habría llegado tan lejos.
UNDÉCIMA ESTACIÓN: CLAVADO A AQUELLA CIUDAD
El 9 de febrero de 1956, los enfrentamientos entre estudiantes en la Universidad de Madrid se saldan con un herido, Miguel Álvarez. Un grupo de falangistas, los únicos armados en aquel momento, se enfrentan a los temerarios demócratas de entonces. Una bala disparada, sin voluntad de hacerlo, por un hombre de inequívocos y familiares apellidos falangistas da con Miguel en tierra. Aquella noche pudo ser la de «los cuchillos largos», y para eso se reunieron los hombres influyentes del falangismo-Movimiento Nacional; correaje negro, camisa azul y bota alta para la ocasión. Cada uno tiene su lista de hombres a eliminar para llevar adelante «la revolución pendiente». Un nombre, sólo uno, incluido en la lista del médico y jefe de los servicios de información de la Falange, González Vicent, hace cundir el miedo entre los conspiradores y la operación se aplaza.[2]
Algún día alguien contará entera esa historia. Mientras Madrid hervía y todo se magnificaba, el gobernador de Ávila, Fernando Herrero Tejedor, viajaba hacia Madrid y Adolfo Suárez quedaba en el paraíso burocrático de una ciudad donde todo está previsto, con pelos y señales, por el gobernador ausente en un documento publicado el 30 de diciembre de 1955. Su título, «Perspectivas de Ávila, 1956», no deja lugar para la duda. Mientras el país sufría cataplasmas, Adolfo se angustiaba de ganas por empezar la pelea del poder político.
Herrero Tejedor, en su condición de gobernador, e igual que los ministros y otras autoridades, visita al fabricado mártir de Miguel Álvarez en la Clínica de la Concepción. Nadie sabe muy bien de qué es mártir, aunque sea digno representante de la mala suerte. El 22 de febrero de 1956, Herrero hace su entrada protocolaria a la habitación donde reposa Miguel Álvarez. Faltan pocos días para que España reconozca la independencia de Marruecos. Se acabaron los sueños imperiales, incluso en Ávila, tan dada a soñar; nadie piensa más allá de garantizar su futuro incierto.
Hay excepciones. El 25 de abril de aquel año, siendo Herrero Tejedor gobernador, y Adolfo Suárez uno de sus secretarios, un comerciante abulense lanza una idea al mundo, que éste se negará a recoger como es debido: realizar un «Día comercial del Papa», para mejorar las finanzas del Vaticano y así poder ayudar mejor a los países que necesitan consuelo. El método propuesto es tan sencillo como el arqueo de una panadería; consiste en destinar el 1 por ciento de las ventas de una jornada a Su Santidad. Al margen de cualquier apreciación, era más eficaz que recoger «papel de plata para los chinitos», actividad a la que se dedicaban la inmensa mayoría de los niños en la década de los cincuenta.
Pero la idea que revoluciona Ávila no la suministra Franco, ni el Papa, ni Herrero Tejedor. La trae un director de cine, Stanley Kramer, que ha decidido rodar una película en las murallas de la ciudad. Se llamará Orgullo y pasión y lo tiene todo. Es romántica, porque trata de un amor irresistible; heroica, porque describe la gesta de los españoles contra Napoleón, y tiene el indescriptible acicate de estar interpretada por Sofía Loren, Frank Sinatra y Cary Grant.
¡Sofía Loren en Ávila! Su llegada, el 2 de junio de 1956, es un acontecimiento. Poco importa que el auténtico protagonista del filme sea un cañón gigantesco; la película pasará a la historia como «la de la Loren». Desde el mes de marzo se está preparando el rodaje, y desde el gobernador hasta el último abulense, todos están involucrados en la historia. Los productores lo dicen claramente el 12 de marzo: «Contamos con la colaboración especial del gobernador civil, don Fernando Herrero, que nos ha atendido en todo lo que pedimos, y nos puso en contacto con José Luis García Chirveches —subjefe del Movimiento—, que es quien organizará la recluta de cinco mil guerrilleros para la escena del asalto a la ciudad, en toda la provincia».
La vida ciudadana, oficial y privada, religiosa y pública, pasa por la película de Kramer. El Diario de Ávila consigna anuncios como éste: «Para la película Orgullo y pasión. Reclutamiento de extras. Pasar por el Hogar del Camarada instalado en la Jefatura Provincial del Movimiento». No falta nadie; los extras forman parte de las tareas del Partido; los «camaradas» van a hacer de guerrilleros y el Movimiento soñará con el alcalde de Móstoles y la sublevación de 1808.
La llegada de Sofía Loren provoca conmoción; tratándose de ella nadie protesta porque la diva desprecie los modestos hoteles de Ávila y viva en Madrid. Adolfo Suárez participa como un extra más en el inenarrable asalto a la muralla, junto al Gran Cañón y con el halo en el ambiente de los divinos Frank Sinatra y Cary Grant.
Cuando el rodaje se dé por terminado, el mismo 2 de junio de la llegada de la Loren, y los bártulos se trasladen a Segovia para seguir corriendo detrás del cañón gigante, la indignación popular será considerable y se acusará al Obispado de Ávila por boicotear el rodaje y obligar a Sofía Loren a trasladarse a Segovia con todo el equipo. En una época en la que les importaba una higa lo que pudiera opinar la gente, el Obispado se vio forzado a dar un comunicado público desmintiendo el bulo, lo que según los modos entonces en boga no hizo más que ratificar la opinión popular. El Obispado era culpable de haberles quitado a los abulenses un par de días de contacto con el mundo.
Mientras Orgullo y pasión se va a otra parte, Adolfo vuelve a su Junta de Beneficencia y a sus despachos con el gobernador; hubo que devolver el traje de guerrillero. Pasará algún tiempo hasta que se ruede en Ávila otra película. Alguien escribirá entonces en el Diario de la ciudad: «Ávila, meca del cine», lo cual, tratándose de Armando Calvo, Tony Leblanc y Rosita Arenas, en El hombre que perdió el tren, hacía sonreír a los que habían vivido el orgullo y la pasión de trabajar con Sofía Loren. Aunque los divos se habían ido, los cinco mil guerrilleros de película volvieron a pasear por la plaza del Mercado Grande como si no hubiera pasado nada.
DUODÉCIMA ESTACIÓN: EL DÍA EN QUE MURIÓ
LA OPORTUNIDAD
En el mes de agosto de 1956, Franco y su veterano ministro de la Gobernación, Blas Pérez, cambiaron de destino a Fernando Herrero Tejedor. Le nombraron gobernador civil de Logroño. Había llegado en agosto y en agosto se fue; ejerció su cargo en Ávila durante un año y nueve días. Le sustituirá José Poveda Murcia, que iba a ocupar el sillón durante otro año y veintitrés días. Ávila parecía estar destinada a tener gobernadores anuales, como las cosechas.
A partir del décimo día de agosto de aquel año, Adolfo ya podía empezar a buscar un nuevo trabajo. Seguía en la Junta de Beneficencia, pero no era igual que antes. Aunque continuaba trabajando en Acción Católica, perdió el contacto con el poder político. Herrero Tejedor no se lo llevó a Logroño. Había llegado el momento de contar con sus propios medios.
Sin saberlo, parecía el personaje de La Gloria de don Ramiro, la novela de Enrique Larreta que había hecho furor en la Argentina de los años treinta. Como el protagonista, él también vivía en Ávila y habían pasado ya sus años de influencia; ahora tocaba romper con la ciudad, con la familia, con sus protectores. Si fraguaba alguna ambición, llegaba la hora de luchar por ella.
Ávila ya no daba más de sí, había que prepararse, como el joven don Ramiro, para saltar a otro mundo. La duda estaba entre la religión o la política. Hasta finales de aquel año de 1956 la duda se mantendría. Apenas durará unos meses. Luego la meta se llamaría Madrid. Con una carrera de Derecho conseguida sin interés y a trompicones, falto de padre y de protectores como Herrero Tejedor, había que ir a donde se cardaba la lana; sin hilo y sin lanzadera.
Adolfo probablemente no había oído hablar nunca de La Gloria de don Ramiro, ni de su autor, Larreta, un apasionado amante de Ávila, hoy olvidado, y sin embargo entre ambos habían jugado las coincidencias. Una de las últimas decisiones de Herrero Tejedor en Ávila está ligada a ese escritor de un mundo perdido, casi patético, llamado Enrique Larreta. En la casa del gobernador Herrero, y mano a mano con el canciller del Obispado, doctor García Robledo, conseguirán que el autor argentino se someta a la «orientación eclesiástica». El mismo hombre que con su inquisitorial actitud había obligado a retirar las negras figuras del escaparate, tenía otro éxito en su carrera hacia el limbo de los reprimidos. Pide y consigue, del brazo de la autoridad civil, apellidada Herrero Tejedor, que «ciertas escenas bastante naturalistas, por no decir lúbricas» desaparezcan de la edición de aquel año.
Victoria de la fe sobre la literatura, obra de dos curiosos personajes; porque hay épocas en las que algunos gustan de ofender y humillar a los demás por el simple prurito de manifestar su poder. Un gobernador civil, miembro del Opus Dei y del Movimiento Nacional, y un gusanillo de canto y coro, que faroleaba de haber ido una sola vez al cine —¡y no estaba dispuesto a repetir!—, ganaron el cielo sin necesidad de más indulgencias. Los dos se jactarían después de lograr que el viejo Larreta atenuara las escenas de amor de una novela difícil de leer hoy sin que resbale de las manos, y cuyas escenas «lúbricas» convertirán a san Juan de la Cruz en un poeta pornográfico. Adolfo no lo sabía, ni siquiera le interesaba, y sin embargo se debieron de cruzar en la puerta de la casa de Herrero Tejedor.
Ni Larreta, ni don Ramiro; él iba a despedirse, y su problema era también el título de una vieja novela rusa: ¿Qué hacer?, ¿debía resignarse a considerar Ávila como el final de su destino, o lanzarse a la aventura madrileña?
DECIMOTERCERA ESTACIÓN: ADOLFO
EN BRAZOS DE SU MADRE
Los cinco hermanos y la madre, al fin solos. Hipólito se había ido y la familia se había quedado en Ávila. La situación no era para dramatizar, porque la abuela materna ayudaba cuando hacía falta. Pero si una cosa había cierta era que algo tenían que hacer. Adolfo seguía con sus crisis religiosas y sus charlas en Acción Católica, y el año 57 llegaba a su fin.
No recordaba muy bien quién lo había dicho, pero alguien reprochó a Adolfo: «Si al menos tuvieras la cultura de Juan Aurelio». Y no pudo menos que sonreír cuando lo escuchó. Juan Aurelio Sánchez Tadeo era un buen amigo de la familia, y de Adolfo. Estaba considerado como una autoridad intelectual en el parnaso abulense: poeta, historiador y conferenciante.
Era fundador de la tertulia literaria «El Cobaya» y secretario del Centro de Estudios e Investigaciones Abulenses. Sus conferencias sobre «Las ruinas de una iglesia románica abulense en Madrid» y a propósito del «padre Arís, historiador de Ávila a principios del siglo XVIII» merecían los plácemes de la ciudad.
Nunca había conseguido Adolfo que su categoría de licenciado en Derecho figurara en El Diario de Ávila, y sin embargo Sánchez Tadeo, apenas un enfermero, conseguía fastuosas referencias de sus discursos: «Ante selecto y numeroso público pronunció una Conferencia el conocido auxiliar sanitario señor Sánchez Tadeo. El culto conferenciante disertó sobre un ilustre médico, nuestro paisano, Luis de la Lobera, médico mayor de Carlos V».
Si la historia nos permitiera sonreír también a nosotros, aunque sólo fuera un par de veces con carácter retrospectivo, acompañaríamos la carcajada de Adolfo. Juan Aurelio Sánchez Tadeo con el correr de los tiempos, y de sus charlas, llegará a desempeñar la función de secretario personal de la mujer del presidente Suárez. ¿Quién le iba a decir, en aquellos años difíciles para Adolfo, que terminaría recomendándole al ministro de los Sindicatos, Enrique García-Ramal, para que colocara a Tadeo en el Instituto Nacional de Previsión?
La vida, dicen los jugadores, de vez en cuando baraja las cartas y hay quien recibe triunfos y quien ha de ir de farol. Quizá sea por eso que el año 1957 es para Adolfo un año infeliz y para Sánchez Tadeo, optimista. Veinte años después las cartas se repartirán al revés. Un proverbio griego asegura que las dos cosas que se difunden con mayor rapidez son las murmuraciones y un incendio en el bosque. La velocidad que adquirió en Ávila la noticia de que su padre les había dejado fue mayor que un incendio, y dejó la casa arrasada. Había que echar el hombro en aquella casa partida, y como Adolfo haría siempre en los conflictos paternos, dará la razón a su madre. Se echaba en sus brazos, no sólo porque no había en las alturas del siniestro 1957 otros brazos dispuestos a recogerle, sino también porque sentía hacia ella un cariño que no repetirá con ninguna otra persona.
Herminia, su madre, le aconseja dejar Ávila y acercarse a Madrid. En tiempos de guerra no se puede pedir prestada una espada, decían los antiguos, y Adolfo piensa ver a su padre en Madrid y conseguir lo que juntos no lograron en Ávila: ganar dinero y reconstruir la familia.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN: ADOLFO SEPULTA EL PASADO
La emoción había dejado paso al frío, que se le había metido hasta los huesos. Sabino Martín Hernández se sentía cansado; había donado la madera para las cruces con auténtica emoción de creyente, pero pensaba si quizá no convendría reducir las estaciones. Es posible que la culpa fuera sólo de don Santos Moro, el obispo que con aquella voz, que empezaba monótona y se volvía sepulcral, se hacía insoportable.
Podía ya distinguir sin dificultad las cosas, la luz había ido llegando casi sin notarse, dejándose caer. Poco a poco el vía crucis se llenó de claros, de ausencias; algunos asistentes que lo habían empezado se rezagaron hacia sus casas. Al fondo se veían las nuevas edificaciones, y se distrajo recordando cuándo y por quién habían sido construidas. Había una que era como una espina clavada en su corazón de negociante.
Se llamaba FADISA, y su estructura vulgar y sucia decía bien a las claras que se trataba de una fábrica. Al irse Herrero Tejedor de Ávila dejó, atada y bien atada, la operación industrial más importante que se había hecho en la ciudad. Cuando Sabino Martín intentó meter la nariz y colocar su dinero en el negocio, le sonrieron con la displicencia de quien descarta un ofrecimiento que está de más.
Iba a tardar en saber que aquel invento de FADISA no necesitaba de hombres de medio pelo como él. El principal accionista era Nicolás Franco, embajador extraordinario y plenipotenciario de España en Portugal y hermano del Generalísimo. Aunque sobre el papel iba a fabricar dos mil vehículos el primer año, y llegar luego hasta seis mil, las malas lenguas decían que así se escondían irregulares importaciones de vehículos desde la frontera portuguesa.
¿Para qué iban a necesitar hombres como él si la sociedad, registrada en un sitio tan modesto como Ávila en julio de 1956, tenía a hombres que lo eran todo: Ignacio Coca, Gregorio Garnica, Miguel Ardid…? ¿Qué pintaba allí Sabino Martín Hernández? Bien se lo dio a entender Herrero Tejedor cuando rechazó con una sonrisa su ofrecimiento. Debía reconocer que Herrero Tejedor había expropiado terrenos con algunas anomalías, y que no lo hizo en su beneficio sino para conseguir que al fin una empresa se instalara mirando a las murallas.
¿Quién se acordaría, cuando pasaran unos años de aquella historia de FADISA y de la etapa de Fernando Herrero Tejedor como gobernador? Quizá no lo olvidara aquel joven ensimismado que tantas ilusiones se fabricó entonces. Pero ese joven, cuando transcurran los años, tampoco recordará su paso por la Junta de Beneficencia, ni sus servidumbres como secretario del gobernador. Porque los pasados se entierran para hurtarlos a las miradas de los curiosos. El tiempo, que un día los puso a la vista, los mantuvo allí como inveteradas costumbres, y hay que hacer un esfuerzo para fijarse y desenterrarlos. No es que estén ocultos, sencillamente que nadie los miró con ojos nuevos.
Por eso cuando don Sabino Martín cruzaba la plaza del Rastro camino de su casa —con un cierto regusto amargo en el estómago, porque, terminada la emoción de aquel vía crucis, perdió muchos de los sueños que había incubado— se paró ante una lápida fijada sobre el muro de la iglesia. Tantas veces había pasado y nunca se detuvo a leerla:
¡Franco!
En esta ciudad cuna de Santa Teresa de Jesús y capital de la provincia que vio nacer a la gran reina Isabel la Católica, no se tolerarán ofensas a la moral de Cristo, bajo ningún pretexto. Ávila es leal, no traicionará.
Siguió caminando hasta su casa y no pudo quitarse de la cabeza la idea de que un hombre no debe escribir nada sobre la piedra; al fin y a la postre las santas mueren, las reinas son destronadas y la moral es tan voluble como la suerte.