11. Las derrotas, con dinero, duelen menos

El verano de 1973 llegó dulcemente. Las cosechas habían sido espléndidas y los frutos tuvieron el color de sus mejores años; parecía que la naturaleza quería aportar a la historia sus esquivos encantos para dulcificar así los borrascosos tiempos. Algunos sospechaban que ese rasgo de largueza por parte de los dioses se debía a la sensación de terminar una época; duro contraste entre los revueltos meses que prolongaban el verano y la magnificencia de la primavera, que llegaba a su fin. Había en el aire algo de expectación, como si la tierra no pudiera dar respuesta a la tensión que iba acumulándose.

Carecía el verano de 1973 de esas características de verano loco que definieron otros tiempos volcánicos. Algo se estaba fraguando en los centros de alquimia política, pero sólo los brujos tenían derecho a olfatear la mezcla. Franco se había enclaustrado aún más, y manifestaba síntomas evidentes de un declive biológico, tan escandaloso, que le obligará a optar por un hombre que sostuviera las riendas del poder. Este hombre no podía ser otro que el almirante Carrero Blanco.

En los primeros días de junio de 1973, el Régimen parecía dispuesto a pasar por pública subasta. El acoso a que estaba sometido cubría todos los frentes; desde su derecha hasta la izquierda, todos coincidían en que aquellos años abrían lo que Ricardo de la Cierva llamó —después del fallecimiento de Franco— los anales del deterioro y la agonía. Un hombre con experiencia marinera, como Carrero Blanco, fue designado primer timonel de un barco que amenazaba encallar de un momento a otro, y cuyas deserciones o dobles juegos lo hacían al mismo tiempo ir sin rumbo, a merced de los acontecimientos. El Régimen intentaba sortear las dificultades cuando ya las tenía encima; nunca careció tanto de capacidad para predecir como entonces.

¡Qué diferente este panorama del que Adolfo contemplaba! La acumulación de problemas que acosaban al Régimen contrastaba en su caso con la mejor racha de suerte que jamás había tenido. La primavera de 1973 parecía florecer exclusivamente para él. Sus relaciones sociales alcanzaban hasta donde no había soñado nunca llegar. La economía, ese sujeto mágico que condiciona una carrera política, parecía resuelta para muchos años, y dirigía la Radiotelevisión con la sensación de darle cuerda a un reloj que funcionaba perfectamente a sus impulsos. Pocas cosas podía pedir a la vida que no estuviera consiguiendo, el horizonte le prometía además un ministerio como el más bello presente de la temporada.

La amistad de Adolfo con Víctor María Tarruella se hacía más y más fructífera, hasta el punto de que podía sospecharse que aquel catalán tenía manos de oro, porque, como Midas, todo lo que tocaba lo convertía en riqueza, en negocio. Ante sus íntimos amigos, Suárez se jactaba de alcanzar los veinte millones anuales de beneficio, gracias a la utilísima productora cinematográfica que se amparaba, obviamente, en dos hombres tan bien situados en TVE como eran su director general y José María Otero, jefe de Producción. No se trataba exclusivamente de una vinculación económica, porque las influencias sociales de «Totor» Tarruella permitían cenar con personajes variados del mundo de las finanzas, un mundo que nuestro hombre empezaba a descubrir.

Entrar en sociedad, como se decía antaño, no sólo consistía en penetrar en un estrato social más elevado, sino en jugar con las amistades, multiplicar las informaciones y darse a conocer fuera del entorno político, en el que Adolfo había realizado sus primeras escaramuzas. Las dotes de «amigo íntimo» que tenía Suárez facilitaban enhebrar uno tras otro nuevos conocimientos. La primavera de 1973 fue la estación brillante de los negocios del dúo Tarruella-Suárez. Estaban llamados a entenderse porque cada uno poseía aquello que al otro le faltaba. Totor carecía de pasión política, lo que no negaba alguna ambicioncilla de interés medio, y Adolfo consideraba los negocios como una excelente plataforma para cubrir la carísima carrera política que había emprendido.

No hacía muchos meses que, preocupado por el desajuste existente entre sus gastos y sus ingresos como director general de RTVE, había apelado a dos viejos amigos de su época del Movimiento, García Carrés y José Antonio Girón, falangistas de primera línea. Tenían ambos un prestigio sobrado de hombres de ilimitados recursos, hasta el punto que se les juzgaba por encima de las humildísimas tareas de ganar el dinero en oficios estables; en aquellos años, tanto Girón como Carrés parecían tener el secreto de los negocios sin aparentar preocuparse de ellos. Así fue que Suárez les planteó sus dificultades y así fue también como entraron en contacto con Alberto Monreal Luque, ministro de Hacienda, quien, después de almorzar en el restaurante Corynto, prometió a Adolfo una consejería en una de las empresas del mundo petrolero estatalizado.

Gracias a Tarruella, las necesidades mínimas iban cubriéndose, garantizando unos ingresos que sirvieran de plataforma para sus audacias. No hacía mucho que, habiendo vendido el apartamento de la Dehesa de Campoamor, gracias al servicial José María Soler, le rondaba por la cabeza una operación que prometía ser de segura rentabilidad. Camilo Alonso Vega había dejado de ser ministro, y Carrero Blanco estaba al alcance de su mano, porque en calidad de responsable de la RTVE accedía directamente a su persona sin intermediarios. Es decir, que el apartamento de la Dehesa de Campoamor no cumplía ninguno de los objetivos «sociales», que en otro tiempo le parecieron esenciales. Mientras estuvo de gobernador en Segovia se había dado cuenta del valor de un bello pueblecito serrano llamado La Granja. Allí, cada 18 de julio se celebraba la concentración de toda la clase política del franquismo conmemorando el Alzamiento de 1936.

Conocía bien la zona y no le fue difícil dar con un hermoso chalet con piscina, a pocos pasos del palacio de La Granja de San Ildefonso. En este palacio tenía lugar una vez al año la conmemoración, con asistencia plenaria de las autoridades, desde el general Franco y el Cuerpo Diplomático hasta modestos funcionarios de la Administración anhelantes de más altas misiones. Los calores de julio en Castilla no perdonaban ni a los representantes del Estado, por eso Adolfo creyó útil hacerse con una casa cómoda que sirviera de refresco a algunos ilustres invitados, antes de la protocolaria velada del 18 de julio.

Ahogados de calor, después de atravesar en la canícula los ochenta kilómetros que separan Madrid de La Granja, centenares de personalidades entraban en el palacio y ocupaban, en modesta fila india, su lugar marcado en los jardines. Como el festejo empezaba aproximadamente a las ocho, antes cruzaban en coches ardientes por donde el sol se manifestaba más cruel y despectivo hacia la autoridad. Ya colocadas en su sitio, esperaban que el Caudillo les pasara revista, junto a doña Carmen Polo; él miraba al frente sin preocuparse de otra cosa que de no tropezar, porque la edad podía jugarle una mala pasada. Doña Carmen, sin embargo, sonreía con esa manera tan suya de enseñar la dentadura apretando las muelas, y daba cabezadas de saludo a los asistentes que, respetuosos, inclinaban levemente el cuello, sin excederse, porque no querían perderse el espectáculo de ver a Franco caminar, cual Charles Chaplin sin bombín ni bastón.

Terminada la revista, a una señal dada, echaban a correr hacia la mesa que previamente habían convenido entre varios amigos, porque, salvo las mesas de los indiscutidos, el resto tenía que ganárselas, y no había más remedio que lanzarse a tomar asiento para no verse obligado a cenar junto a personas desconocidas o despreciadas. El servicio, ya comenzado el ágape, no estaba a la altura de la fecha histórica, y mientras Franco consumía su mítico consomé, y alcanzaba rápidamente el postre, el resto apenas si había logrado mojar los labios en aquel caldo semihelado, y ya su Excelencia estaba de pie, obligando a todos en consecuencia a seguirle, y se daba por finalizado el condumio. Tocaba entonces sentarse en otra parte, para contemplar el espectáculo que el ministro de Información y Turismo de turno había seleccionado con mayor o peor fortuna. Luego, otra vez a correr, en una berlanguiana marcha por conseguir un coche y una oportunidad para escapar del laberinto trufado de vehículos, hasta que, ya en carretera, ataviados de arrugadísimo esmoquin y sudores solidificados, se paraban a cenar en cualquier venta que, habituada a aquel trajín de todos los 18 de julio, no se sorprendía por atender a las vistosas señoras de traje largo y sus negros acompañantes tan lívidos, que parecían salir de un entierro más que de una fiesta.

Todos los años, cuando se acercaban las doce de la noche del 18 de julio, una idea recorría el magín de los invitados: la próxima vez alquilarían una casa en La Granja y así se evitarían recorrer ochenta kilómetros como pingüinos cruzando el desierto, y luego podrían cenar cómodamente sin las molestias anualmente reiteradas. Esa idea que más parecía la añoranza de santa Bárbara, y que sólo recordaban cuando tronaba, Adolfo Suárez la convirtió en realidad.

A partir del verano de 1973 y durante años sucesivos, Suárez alquiló el chalet La Chavea, propiedad de la familia Cogen, muy cerca del palacio de La Granja, donde el 18 de julio se concentraban las personalidades que él invitaba, y después de bañarse en la piscina, y vestirse de gala, apenas si tenían que cruzar una calle para adentrarse en el palacio. Luego, a la salida, Adolfo les tenía preparada una cena a la que siempre llegaban a tiempo, sin prisas ni apretujones. No hace falta añadir que las selectas invitaciones de Suárez a su chalet estaban solicitadísimas; el futuro como único privilegio limitaba bastante el número de visitantes. Las diferencias entre la clase política de los años sesenta y la década posterior estaban fotografiadas en las dos residencias veraniegas de Adolfo. De la Dehesa de Campoamor a La Granja media la distancia que permite pasar del esplendor de Carrero Blanco y Camilo Alonso Vega a la gloria del fámulo, dispuesto siempre a ser obsequioso con los señores.

Posiblemente Suárez no necesitara ejemplos vivos para aprender el arte de las relaciones públicas, pero si creía oportuno algún consejo en ese campo, Víctor María Tarruella se lo suministraba sin reticencias. Gracias a las relaciones sociales y económicas, Adolfo, y por sugerencia de Tarruella, entró en la presidencia de la Young Men’s Christian Association, conocida por YMCA, poco antes de dejar la Dirección General de Radiotelevisión Española. En una época volcánica para él, descubría el nuevo mundo del dinero y se aferraba a las oportunidades que le brindaban, con ansia, desaforadamente. La única experiencia que tenía en los negocios se la había suministrado un valenciano, José Luis Graullera Mico, y aunque densa, le parecía insuficiente.

Había conocido a Graullera un par de años antes, cuando éste ejercía de interventor económico para los temas de RTVE, designado por el entonces interventor general del Ministerio de Información y Turismo, Joaquín Velasco, quien delegó en Graullera lo que se consideraba como el maremágnum de la televisión. Hábil, adulador y de una discreción a toda prueba, se convirtió en poco tiempo en un hombre no sólo de la máxima confianza de Suárez en el terreno profesional de Prado del Rey, sino también en un confidente de sus preocupaciones económicas. Procedía de una familia boyante; su padre poseía la empresa Confecciones Valencia, que monopolizaba la confección de ropas para el Ejército y las Fuerzas de Orden Público. Además, suministraba uniformes para otros ejércitos del mundo, especialmente el marroquí, e incluso consiguió lucrativas operaciones con los iraníes del sha.

Graullera sería el responsable de uno de los más oscuros episodios de Radiotelevisión Española mientras Suárez ocupaba la Dirección General: el contrato con José María Maldonado Nausia. En virtud de un certificado de «productor nacional», especie de salvoconducto para ganar todas las contratas de televisión, este ciudadano y su empresa —Nortrom— consiguieron en 1972 un fastuoso negocio dentro de la extensa nómina de asuntos vidriosos de la RTVE. Prácticamente toda la red de UHF en España, además de las Frecuencias Moduladas y las Ondas Medias estatales, iban a hacerse en la modesta fábrica que Maldonado tenía en el kilómetro 2,6 de la carretera de El Plantío a Majadahonda. En condiciones de «exclusividad», la Nortrom suministraría todo lo que necesitara RTVE en el campo de emisores, repetidores, antenas, registros y mesas de mezcla. La bicoca significó que más de media España estuviera durante muchos años sin el segundo canal de TVE. Cuatrocientos millones de pesetas se entregaron a Maldonado por la puesta en funcionamiento de quince transmisores de UHF y dos de VHF; debían estar emitiendo el 31 de diciembre de 1974. Sin embargo, hasta finales de 1976 no entraron en funcionamiento los cuatro primeros. La razón es obvia: la fábrica carecía de capacidad para el volumen encargado. Misteriosamente, el 1 de abril de 1971 el jefe de la sección de Eléctrica y Electrodomésticos del Ministerio de Industria había reconocido la capacidad multifacética de Nortrom y del señor Maldonado Nausia, y luego todo fue rodado.

Aunque Graullera prestará a lo largo de los próximos años importantes ayudas económicas a Suárez, considerándosele a partir de entonces «el hombre de los secretos» del presidente, en aquella época estaban empezando. Y el carácter introvertido y provinciano de Graullera quedaba apagado ante la deslumbrante personalidad de Víctor Tarruella, que había despertado en Adolfo un apasionado interés por los negocios fáciles; aquellos que no necesitan inversión para obtener rápidos beneficios.

La primavera de 1973 inauguró una nueva aventura, breve pero intensa, a la que Adolfo dedica sus horas libres: servir de intermediario y comisionista de un despacho de la calle O’Donnell, número 20, donde su padre y otros socios se dedicaban a la venta de solares y pisos en la zona este de las afueras de Madrid. El principal socio del despacho, además de Hipólito Suárez, es Alfonso Gordillo Poveda, ex alcalde de San Fernando de Henares, propietario de importantes terrenos en la demarcación, declarados industriales en la época que ocupó la alcaldía, y propietario también de los Moteles Gordillo y de gasolineras en la carretera de Madrid a Barcelona.

Esta actividad, iniciada antes de abandonar Radiotelevisión Española, la proseguirá después, aprovechando las amistades que se había granjeado en esta etapa. Lucía sus dotes de relaciones públicas al poner en contacto a los compradores con el despacho de O’Donnell, y facilitando los trámites o allanando las dificultades que surgieran en las operaciones. Gordillo y él ya se conocían cuando Adolfo se hizo cargo de la gobernación de Segovia; incluso había sido uno de los invitados a su toma de posesión, que por el restringido número de asistentes dice mucho de la intimidad que mantenían.

Pocas veces en su vida se sentirá tan dueño de sí, tan seguro de su futuro, como entonces. Radiotelevisión funciona como una balsa de aceite y las dificultades eventuales no rompen su ritmo, al tiempo que desarrolla una actividad febril en los negocios. Sus éxitos rápidos no le crean inseguridad sino satisfacción, porque tratándose de una de las facetas hacia la que sentía cierta aprensión, temiendo que le desviaran de su objetivo político, no sólo lo facilitaban sino que además entraba en relación con un mundo imprescindible para el político con ambiciones de largo alcance. El tiempo corría con una facilidad tal, que por primera vez recapacita sobre un hecho singular: si en otra época a punto estuvo de conseguir un ministerio, ahora, con el aplomo que acredita en tan diferentes esferas como la social y la política, la garantía de éxito está asegurada.

Esa multiplicidad de actividades le fuerza a delegar en los secretarios parte de su responsabilidad, y esa transferencia le exige seleccionar concienzudamente a quien va a compartir con él la frenética obsesión de ganar adeptos en todos los campos, de conquistar voluntades con los favores y con su simpatía irresistible. De primer secretario en RTVE tiene a su hermano José María. Evidentemente no es el ideal, dadas sus escasas dotes de inteligencia y su permanente irresponsabilidad. Pero es su hermano, y cree que tapará sus huecos y sus lagunas, y tendrá esa característica, tan buscada por Adolfo, del secreto como máxima; todo lo que pasa dentro del despacho, todo lo que uno sepa en función del cargo, no sólo pertenece al secreto profesional sino que deberá encerrarse de por vida bajo siete llaves, aun después del despego y el destierro.

José María podía ser un fiel hermano, pero como secretario particular bordeaba la necedad. Además de entregar en diferentes salas de fiestas tarjetas a las chicas, haciéndose pasar por el director general de RTVE, lo que le granjeó a su hermano situaciones embarazosas con aspirantes a estrellas, José María se ganó el despido, aun siendo de su misma sangre, el 24 de diciembre de 1970. La tensión del país y de las instituciones no se recordaba igual desde el final de la guerra civil. Se estaba celebrando el Consejo de Guerra de Burgos contra un grupo de militantes de ETA, y la alerta en Radiotelevisión alcanzaba a los más altos cargos, especialmente al director general, que había sido informado de que recibiría una llamada del mismísimo Franco sobre el tratamiento que debía darse al proceso. Evidentemente, esperar una invocación del Generalísimo implicaba la suspensión de todo otro tipo de llamadas telefónicas, y así se lo hizo saber Adolfo a su hermano José María.

No tardó en interrumpir la espera un ciudadano que con el nombre de «Palacio Pardo» pedía pronta comunicación con el director general. Dos veces rechazó Adolfo las exigencias hasta que, algo mosqueado, en la tercera ocasión que insistía el tal «Palacio Pardo» se dio cuenta de que su hermano no había entendido que llamaban desde el palacio del Pardo. El cese no sólo estaba motivado por irresponsabilidad, sino porque repetir la hazaña podía traer inequívocas consecuencias. Le envió a otro departamento. Mientras su hermano ejercía de secretario particular, el abogado José María Calviño[1] cumplía con las funciones de jefe de secretaría, donde más tarde se incorporará una persona que desempeñaría un papel nada desdeñable en su carrera: Carmen Díez de Rivera.

Hija de María Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol, Carmen Díez de Rivera aportó a Adolfo otro nuevo mundo, muy sugerente para un político ambicioso: la aristocracia. ¡Qué más podía soñar el hijo de «Polo» que tener de secretaria a una mujer que se había codeado con la sociedad galante y que daba la imagen de marca de una educación esmerada y políglota! Podría parecer cruel esta reflexión si no la hubiera hecho él mismo a sus amigos y colaboradores.

La marquesa de Llanzol ocupó un lugar destacado en la alta sociedad española de los años cuarenta. Si la madre parecía salir de las páginas del duque de Saint-Simon sobre la corte de Luis XIV, su hija tenía algún punto de identidad con la «Justine» de Lawrence Durrell en el Cuarteto de Alejandría. Carmen Díez de Rivera no le introdujo en el mundo aristocrático, que ella no frecuentaba; le enseñó, no obstante, las reglas, la etiqueta, algo de estilo y una cierta coquetería personal que no haría más que aumentar con el transcurso de los años. Posiblemente Carmen fue el detalle cosmopolita de un hombre tan provinciano que sólo aspiraba a ser ministro. Le sería muy útil, porque le abrió puertas, le facilitó contactos y le enseñó cómo se escoge el color de una corbata.

En muchos aspectos, tantos éxitos concentrados en tan poco tiempo generaron en su persona una especial vanidad, que se manifestaba en el trato con sus colaboradores. Alguien lo llamó irónicamente el «síndrome mussoliniano». Le gustaba atender a sus ayudantes de pie, rodeándoles con grandes zancadas y miradas fijas de cuando en cuando. Esta costumbre perdurará hasta la presidencia del Gobierno, aunque, como ocurre con el cartel de «reservado el derecho de admisión», no siempre se aplicará a todo el mundo porque perdería la virtualidad de su éxito.

La RTVE descubre a Adolfo el miedo; no el sentirlo, sino el hacerlo sufrir; una experiencia importante para quien aspira a escalar el Estado. Es un miedo ridículo, a pequeña escala, pero que satisface a quien lo ejerce. Estaba en un puesto de responsabilidad gubernamental, y tenía la ocasión de jugar con esos resortes del poder, como son la concesión de privilegios y la imposición de sanciones, que alimentaban esa parcela autoritaria que tenemos y que sale a flote cuando nos conceden primacía sobre los demás. Teniendo TVE en su mano, aunque fuera de manera delegada, permitía utilizarla en beneficio de unos u otros, y esta situación, que vista desde fuera parece jactanciosamente ridícula en un alevín de político, consiente una perpetua autosatisfacción. El maravilloso instrumento llamado TVE —la única existente entonces, no se olvide— puede conseguirlo todo, señalando u omitiendo, y hace obligatorio pasar por ella y percibir que se dirige a millones de ojos. Para quien anhela mucho, la televisión permite hacerse a la idea de lo que debe representar tenerlo todo.

Amigos multifacéticos que iban desde Carrero Blanco hasta Víctor Tarruella, sin olvidar al Príncipe Juan Carlos; negocios no menos variados, desde la torre almenada de la Dirección General de RTVE; un prestigio político ganado a pulso de habilidad y de equilibrio, dando y tomando; una familia al fin estabilizada, con una esposa de singular carácter pero soportable, y un padre que parecía sentar la cabeza en el mundo inmobiliario; el triángulo del futuro político más orientado que nunca hacia los nuevos rumbos, porque el triunvirato Sampelayo-Sordo-Suárez se mostraba soldado con el presente, el pasado y el porvenir. ¿Qué más podía pedir? ¡Un ministerio! Sonreía con sólo pensarlo; no había nadie capaz de negárselo.

La primavera dio paso al verano como suele hacerlo en Madrid, sin aviso y por la espalda. Llegó el mes de junio como una bofetada de calor y el almirante Luis Carrero Blanco ascendió a la presidencia del Gobierno. Vino el decreto, ratificando así los rumores, tanto tiempo esperados, e inmediatamente surgieron las cábalas sobre el gabinete que en pocos días iba a formar. Al fin Franco se había decidido a ceder alguna de sus prerrogativas, ninguna de las fundamentales, por supuesto, pero al menos algo cambiaba para que todo continuara igual. Por primera vez desde el final de la guerra civil, el Caudillo nombraba un presidente del Gobierno en la persona de su inveterado colaborador y asesor político.

El nombramiento fue una fiesta para Adolfo; la ocasión esperada llamaba a sus puertas. Tantas horas junto al almirante, tantos servicios de todo orden ejecutados con devoción reverente, tanta entrega a la persona del Príncipe Juan Carlos, no podían quedar sin su premio. El triunvirato del Ministerio de Información y Turismo volvió a sellar su pacto secreto; alguno de los tres ascendería de inmediato, y como los viejos mosqueteros, todos para uno y uno para todos. Ninguno se movió de su despacho, mientras el ministro Sánchez Bella pensaba que la cosa no iba con él. Después de los oficios desempeñados en loor del almirante, el menos indicado para retirarle era el nuevo presidente del Gobierno. Todos se hacían ilusiones veraniegas, y se rompían los planes familiares ya aprobados.

Cabía prever que los nuevos hombres fuertes del Gobierno serían, además del presidente, su mano izquierda, Torcuato Fernández Miranda. Hasta el selecto público habían llegado rumores de enfrentamiento entre Torcuato y López Rodó, y Suárez veía en esto una señal de clarividencia, de su finísimo olfato político, porque desde hacía un año las relaciones entre Laureano y él, prácticamente nulas, habían entrado en galopante deterioro.

El 11 de junio de 1973 se daba a conocer el nuevo Gobierno del presidente Carrero Blanco. Adolfo Suárez no figuraba en él. Una patada en el estómago, una bofetada en público, la pérdida de un hijo, el asesinato de un ser querido, la ruina económica, el abandono de su mujer, la enfermedad de su madre, todas aquellas cosas que un hombre quería y sentía como más suyas no hubieran sido tan dolorosas como no ser ministro. Demasiados años esperándolo y ahora se lo arrebataban. ¡Era su vida! Estaba dispuesto a darlo todo con tal de alimentar esa pasión que le comía vivo. Vivía para la política, para el poder, y acababan de quitárselo. ¡Era su vida! Lo había soñado, o quizá sólo se tratara de una caricia, pero sentía haberlo tenido tan cerca, tan merecido, que la vista se le nublaba de sólo pensarlo. ¡Era su vida!

Tardó en reaccionar. El efecto del golpe le dejó fuera de combate. Se encerró durante varias horas y no quiso ver a nadie. Iba a asombrar a todos con sus realizaciones como ministro y terminaba asombrándose a sí mismo. Mirándose ante el espejo se veía en lo mejor de la edad, lo tenía todo. Y ahora que lo poseía se lo llevaban por delante. «No soy ministro porque ni vivo en Puerta de Hierro ni estudié en El Pilar», fue la primera frase que pronunció en público, ante pocos y reducidos amigos, después de la catástrofe. Le quitaba el Ministerio de Información y Turismo un tal Fernando de Liñán y Zofio, un pera, un cursi que sabe matemáticas y habla idiomas, al que había conocido bien en su etapa de Planes Provinciales; que siempre estuvo bajo la férula de Laureano y pegado a la fajina del almirante; un amigo del Príncipe, que seguro no le había hecho los servicios que él había prestado. Y sin embargo ahí estaba, ministro de Información y Turismo. ¡Su ministerio!

Un periodista interesado crearía años después la leyenda de que Adolfo Suárez estaba designado ministro por Carrero Blanco, y que al forzar Franco el nombre de Carlos Arias Navarro para ocupar Gobernación, Fernando de Liñán, que por sugerencia del Príncipe iba a ese puesto, hubo de ser desplazado a Información y Turismo, dejando a Suárez en la calle. Tal leyenda no es más que eso. Adolfo nunca estuvo nominado para un ministerio por Carrero en junio de 1973, lo que no desdice ni la estima que el almirante sentía hacia nuestro hombre, ni los esfuerzos que haría por ubicarle en el Gobierno como subalterno. Sencillamente, Carrero Blanco no tenía sitio para un hombre que sólo podía ocupar dos carteras: Información o Movimiento. Colocar a Liñán, un economista de cuarenta y un años especializado en Estadística, en el Ministerio de la Gobernación en momento tan borrascoso como aquél, hubiera sido para Carrero —y para Franco y su corte de El Pardo, no lo olvidemos— como poner un barbero a vender cuadros. Se exigía a un duro, un probado fiscal de la posguerra, el implacable y limitado Carlos Arias Navarro.

Como hacía cuando la suerte le volvía la espalda, dejó Madrid y se fue al recién alquilado chalet en La Granja; la primera utilidad de la adquisición no podía considerarse impropia. Aunque no supiera lo que significaba, Adolfo tenía ya su Aventino. Pronto dio la impresión de que se había recuperado; recibió a amigos y conocidos, pocos, que venían a testimoniar al caído. Si su objetivo estaba en animarle, se sorprendieron, porque, muy seguro de sí, brindó por los éxitos futuros. La procesión iba por dentro. Desmoralizado, tenía que pensar hacia dónde dirigir sus pasos, qué nuevo camino debía emprender para alcanzar aquello a lo que no renunciaba.

El Gobierno del presidente Carrero Blanco amenazaba con ser largo. Nadie hubiera podido predecir que apenas duraría seis meses. En junio de 1973, y con la derrota en los bolsillos, a Adolfo el Gobierno le parecía eterno. La carrera política que había avanzado linealmente sufría un golpe que lo descoyuntaba todo. El aprendizaje de político sufría su segundo castigo. Primero había sido Radiotelevisión, cuando creyó tener en la mano un ministerio. Ahora, ¿qué podían concederle como consolación? La diferencia estaba en que Radiotelevisión fue un ascenso, entonces nada despreciable; había pasado de gobernador de una provincia de tercer orden a dirigir el medio de comunicación de masas más importante de España. No había semejanza con la coyuntura actual; de Radiotelevisión, o marchaba a un ministerio o descendía algunos tramos de la empinada escalera que creyó estar a punto de coronar. Su condición de chusquero de la política impedía tener otra salida que no fuera agarrarse a la primera oportunidad que surgiera.

Cabía considerar ya como un hecho incontrovertible que su carrera se había parado. Más que un accidente era una catástrofe. Pero no podía quedarse quieto. Reaccionar o morir. Volvió a Madrid y empezó sus contactos para conseguir algo que paliara su situación. Visita al nuevo ministro, Fernando de Liñán y le pide varios días para pensar qué hacer. Alega que el accidente que acaba de sufrir uno de sus hijos no le permite concentrarse como es su deseo. Luego visita a sus compañeros de triunvirato para recoger opiniones sobre el auténtico significado del nuevo Gobierno.

Tanto Hernández Sampelayo como Fernández Sordo habían sido ratificados en sus cargos desde el momento en que fue nombrado Liñán; todos eran viejos amigos, vinculados en mayor o menor medida al Opus Dei y al Príncipe Juan Carlos. Adolfo no estaba en igual posición, porque Liñán no pertenecía a su círculo de amistades políticas y personales. Tenía conciencia, además, de que el nuevo ministro pensaba ya en alguien para sustituirle. A pesar de todo, los dos triunviros insisten en que Adolfo no debe dimitir, sino seguir, como ellos, en el mismo puesto, o quizá enrocando con algún otro departamento. Tenía poco tiempo para hallar una solución, algo que le permitiera saltar de la Dirección General de RTVE a cualquier puesto oficial sin caer en el vacío. Recurre a Carrero Blanco, que intenta recabarle una subsecretaría, primero con Arias Navarro en el Ministerio de la Gobernación, y luego con Fernández Miranda, el nuevo vicepresidente, en la Secretaría General del Movimiento. El juego estaba muy cerrado, no había cancha para más jugadores. Arias Navarro contaba con Rodríguez de Miguel, un viejo conocido, con experiencia en el cargo de subsecretario, y no estaba dispuesto a conceder un favor a Carrero, quien, por otra parte, había sido forzado a colocarle a él de ministro sin ser voluntad propia. En última instancia, tampoco se adecuaba el puesto de director de Política Interior a un joven funcionario, llamado Adolfo Suárez, a quien Arias apenas había visto un par de veces en su vida; y tenía una clientela que satisfacer.

Las gestiones con Torcuato Fernández Miranda las lleva a cabo Adolfo personalmente. Visita con frecuencia en aquellos días al nuevo vicepresidente y ministro secretario general del Movimiento, y aunque éste deja caer la posibilidad de responsabilizarle de la Delegación de Asociaciones, ni la oferta es firme ni el gesto de Suárez le colma de entusiasmo. Su deseo hacia Torcuato no era otro que ocupar el sillón número dos del ministerio, la vicesecretaría. Los intentos se estrellan contra el desinterés del ministro, y se cumple el plazo concedido por Liñán para decidir si dimitir u ofrecerse de pies y manos para que le pongan donde quieran. Una última gestión con el ministro del Trabajo, Licinio de la Fuente, tampoco obtiene frutos. Está acorralado. No le queda más remedio que dimitir y asediar a Torcuato hasta que le conceda la vicesecretaría.

En dos meses su vida había cambiado; la situación dio un vuelco y lo echó como si fuera un peso muerto. Nunca se sintió tan ridículo, tan burlado como entonces. Había que volver a empezar. Su celebradísimo olfato político le jugó una mala pasada, o quizá fuera solamente exceso de confianza. No previó el nombramiento de Carrero como presidente ni el de Torcuato como nuevo hombre fuerte. Es posible que la multifacética actividad económica que había desarrollado en los últimos meses de RTVE le hiciera perder contactos con la clase política, le embotara el olfato lanzándole tras el dinero, sin sentir que algo importante se cocía en la política. Con los Tarruellas, los Graulleras, los Gordillo, y otros hombres de menor cuantía, catalanes del cava, vendedores de terrenos, había perdido un tiempo hermoso en el que ni siquiera cultivó a Carrero, como hacía antaño; ni al Príncipe Juan Carlos, a quien no visitaba con la frecuencia de antes; ni a Torcuato, que le parecía un pedante inaguantable, que le recordaba a los profesores que veía una vez al año en la Universidad de Salamanca, allá por los cincuenta.

Presentó su dimisión como director general de RTVE, porque prefería hacerlo antes de que le echaran. Sordo y Sampelayo insistieron en que se quedara, pero creía conocer un poco a Liñán y sospechaba que Rafael Orbe Cano tenía todas las posibilidades de sustituirle en la Dirección General de Prado del Rey. Rafael Orbe, además de amigo y colega de Liñán en Planes Provinciales, bajo la supervisión de López Rodó, pertenecía al reducidísimo círculo de colaboradores estrechos de Carrero Blanco. Además era abogado del Estado y profesor de Hacienda Pública en la Central. No podía competir con él. Abandonó el cargo y comprobó que Liñán no insistía para que siguiera; la decisión que había tomado era la más justa, porque no había otra, y evitaba pasar por el mal rato de un cese o un traslado.

Antes de finalizar el mes de junio, Rafael Orbe Cano dirigía la Radiotelevisión Española. Adolfo y Sánchez Bella asistieron juntos a la despedida y no les quedó más remedio que echarse flores el uno al otro, como si la desgracia hubiera conseguido lo que no hicieron posible cuatro años de trabajo. Al fin y al cabo ambos salían escaldados del Gobierno, ambos creyeron que seguirían y, como ocurre en las películas, se enteraron de la historia cuando ya todo había pasado. Al menos Sánchez Bella había tenido la suerte de que se lo anunciara Carrero en persona, y privadamente. Incluso tuvo la humorada de entrar en casa, donde había invitados a cenar, y gritar a su mujer: «¡Dolly, nos cesan!», ante el pasmo de los comensales que no sabían si echar a correr o meterse debajo de la mesa.

Al unísono de presentar la dimisión a Fernando de Liñán iniciaba una desesperada operación de acercamiento a Torcuato Fernández Miranda. A todas horas le visitaba o intentaba hacerlo. Esperaba pacientemente en las Cortes a que saliera, para cambiar impresiones; le llamaba a su casa con los más banales motivos. Intentaba febrilmente conseguir la vicesecretaría, ocupada por un hombre tan irrelevante como Valdés Larrañaga.

El intento no era tan descabellado como a primera vista se pudiera suponer. Torcuato parecía tener una incapacidad congénita para escoger colaboradores. Le duraban como los coches, menos de tres años. Primero había sido Miguel Ortí Bordás, un hombre de fuerte personalidad, depurador implacable de «demócratas» en las instituciones del Movimiento, y muy dado al gesto grandilocuente y la frase rotunda; recuérdese un discurso de Valladolid donde pronunció el histórico «No nos moverán», que, enunciado por el vicesecretario del Movimiento Nacional, llamaba la atención como si fuera una advertencia. Ciertamente la megalomanía de Ortí le llevaría al cese, como los ríos van a la mar. Tenía el tupé de dar instrucciones a los editorialistas del diario Arriba, el órgano oficial del Movimiento, del siguiente tono: cada discurso del ministro Torcuato Fernández Miranda debía merecer un editorial, y cada uno de los suyos, los cinco restantes. Entre ambos cubrían la semana. Sentía además una seducción enfermiza hacia los uniformes militares, y alguien le llegó con el cuento a Torcuato de que, en el restaurante Jockey, su vicesecretario había sostenido ante ilustres espadas una frase referida a él tan explícita como: «Yo liquido a éste». Probablemente no era exacta, pero el cese de Ortí Bordás estaba cantado.

En el fondo latía una incompatibilidad entre ministro y vicesecretario más importante que las pejiguerías de estilo. Ortí era un hombre ambicioso, con ganas de pelea y dispuesto a todo con tal de avanzar. Había pasado diez años desde un célebre artículo suyo contra la Banca privada, y no se habían apagado sus ecos cuando entró en el Banco Urquijo primero, y en el Central después. En el fondo, Torcuato quería discípulos fieles, pacientes y disciplinados. Ortí no reunía ninguna de estas condiciones. Además, se manifestaba a favor de las «Asociaciones Políticas», una especie de monstruo del lago Ness del franquismo, que aparecían y desaparecían por temporadas. Por si fuera poco, Torcuato sabía que estaba sentenciado al cese inmediato.

Le sustituyó, en abril de 1971, Manuel Valdés Larrañaga, fundador de la Falange, y hombre que hacía de Ortí Bordás un liberal decimonónico. Lo mejor que se puede decir de él es que mantuvo y acrecentó la fama de Torcuato Fernández Miranda como aberrante buscador de colaboradores. Los sutiles ejercicios dialécticos de llevar camisa blanca, en vez del reglamentario azulete falangista, cantar poco el «Cara al Sol» y ser reticente al brazo en alto, obligaron a Fernández Miranda a buscar algún compensador, y así fue que encontró en el cementerio de funcionarios disponibles a Valdés Larrañaga, un sujeto torvo y siniestro, que se había distinguido como pistolero fascista durante la República, y que revalidó sus títulos primero en la posguerra y luego ayudando activamente al dictador dominicano Leónidas Trujillo a desembarazarse de opositores. Si la etapa de Alfredo Sánchez Bella como embajador español en Santo Domingo fue de las más humanitarias que envió Franco a su émulo, dicho sea en honor de quien tan oscuros papeles jugaría posteriormente, la de Valdés Larrañaga (1960-1961) está considerada como la más sangrienta. Durante los dos años que ejerció de vicesecretario parecía un navío a la deriva, haciéndose proverbial que Valdés Larrañaga se enteraba de la marcha de la Secretaría General gracias al Boletín Oficial del Estado. Torcuato le había puesto en función de tener el carnet número dos de la Falange, y así cubrir su flanco derecho; el resto no le importaba.

En el cambio ministerial de junio de 1973, Torcuato Fernández Miranda licenció a su segundo. Era de esperar, y éste fue el momento que aprovechó Adolfo para intentar convencerle de que él podría ser un excepcional vicesecretario. La ofensiva tan intensa a que le sometió llegó a provocar comentarios variadísimos en los pasillos de las Cortes. Pero todo se vino abajo cuando, en una de esas ocasiones que nadie deseó luego recordar, Adolfo, anhelante, insistía diciendo gentilezas al ministro del Movimiento. Ante los esfuerzos de Suárez por adular a Torcuato, éste, mirándole, y con su voz lenta de timbre roto, dijo: «Por mucho que te empeñes, Adolfo, no te nombraré vicesecretario». Pocos días después, un modesto abogado ocupaba el ansiado cargo. Se llamaba Julio Gutiérrez Rubio, anteriormente gobernador de Palencia, Huelva y Córdoba, devoto de Torcuato, con el que colaboró como delegado nacional de Prensa y Radio del Movimiento. Para evitarse problemas, había escogido a un hombre fiel, sin brillantez y sin más ambición que servir al profesor Fernández Miranda.

Fue entonces cuando Suárez se dio cuenta de que Torcuato estaba en la cima de la política, que su figura destacaba de manera sorprendente y que él no le había dedicado, hasta las últimas semanas, la atención que merecía. El hecho, apenas percibido, de que Fernando de Liñán, quien le había usurpado el Ministerio de Información y Turismo que él creía merecer, hubiera pasado de director del Servicio Nacional de Auxilio Social (dependiente del Movimiento), y de la Dirección de Política Interior, a ministro de Información no debía ser ajeno a Torcuato. Quizá ese error de cálculo había impedido su ascenso. Pese al desprecio de que le hacía gala Torcuato, no estaba dispuesto a darse por enterado; ya se encargaría él de que lo corrigiese.

Feliz intuición; espléndida idea, aunque ingrata. Tras el desdén y el menosprecio, la brújula política le decía que aquel hombre, que tan excelentes conexiones mantenía con el Príncipe Juan Carlos y con Carrero Blanco, había de serle utilísimo. Desde entonces comenzó a asediar la fortaleza, con tranquilidad, sin exigencias, lentamente, dispuesto a tener todo el tiempo que hiciera falta, hasta que se rindiera. Fue la única conclusión positiva de aquella decepción. Ganarse la confianza de Fernández Miranda pasaba a ser el centro de sus preocupaciones. Si había cruzado por facetas políticas tan diversas como ganarse el apego de hombres como Fernando Herrero Tejedor, Laureano López Rodó, Luis Carrero Blanco o Camilo Alonso Vega, ahora le tocaba el turno a quien juzgaba figura importante del futuro: Fernández Miranda. La historia confirmaría que la decisión no sólo fue apropiada sino también imprescindible para alcanzar altos objetivos.

¿Qué se podía hacer?, se preguntaba Adolfo Suárez, cuando el verano se echaba encima y la superficie de la vida política volvía a su calma chicha habitual, después de la marejada del reciente Gobierno de Carrero Blanco. En el aspecto económico no había preocupación alguna en el horizonte; su economía estaba saneada gracias, en primer lugar, a los negocios tan variados y lucrativos que había emprendido en los últimos meses de Radiotelevisión. Además, como era costumbre en la casa de Prado del Rey, seguiría cobrando su sueldo de director general como si el cese no hubiera ido con él, manteniendo una curiosa costumbre del sistema, al menos de algunos departamentos, consistente en acumular salarios como si fueran medallas ganadas en los frentes de batalla.

Si en algo le habían dado la razón los recientes acontecimientos era que una economía saneada constituía la base de una carrera política. Y como corolario que se desprendía de la frustración de no ser ministro, había otro elemento a considerar: la carrera política —su carrera política— marchaba más lenta de lo que había previsto. Había de acumular fuerzas, y no sólo sociales y políticas, sino sobre todo económicas, porque en su larga marcha las necesitaría. La reflexión que hizo, apenas marginado, de que no era ministro porque ni vivía en Puerta de Hierro ni había estudiado en el Colegio del Pilar, le obligaba a dar primacía a la riqueza sobre otras formas de influencia política. Necesitaba dinero, bastante dinero, y lo necesitaba en el mínimo tiempo posible. No se podía ir de funcionario por la vida; los últimos meses en Radiotelevisión se lo habían enseñado.

Lo primero que hizo al encontrarse cesante fue ponerse en relación con José Luis Graullera y pedirle dos cosas: un buen vehículo y una no menos excelente casa. Gracias a esta iniciativa, enseguida pudo tener a su disposición un Mercedes 280 blanco, con matrícula setecientos mil, prácticamente nuevo y casi de ganga, con licencia de importación en la que colaboraron de consuno Graullera y Juan Gich, delegado entonces de Educación Física y Deportes. Para paliar la sorpresa de muchos que se reconcomían por la audacia financiera de ese hombre, que después del cese, y sin ocupación fija aún, se atrevía a comprar nada menos que un Mercedes, un vehículo suntuoso para los tiempos que corrían, Adolfo tenía una justificación: la herencia de su suegro. Ante tal apelación no se insistía, porque nadie sabe nunca del todo los tenebrosos designios de los muertos.

Por sugerencia de Graullera, su asesor más importante en el mundo de los negocios, se lanzó a comprar un piso en el elegante barrio de Puerta de Hierro. El primero en comprarlo fue el mismo Graullera, le siguió Adolfo, y luego un hombre que husmeaba sus pasos como sabueso aspirante a las migajas, Luis Ángel de la Viuda, que adquirió otro, contiguo. No estaba en la parte egregia del barrio, la de las mansiones a lo Perón, sino en la discreta calle San Martín de Porres. Pero era Puerta de Hierro, lo que para él constituía poco menos que una adquisición obligatoria para las relaciones sociales de un aspirante a ministro. Vendió su casa de la avenida del Generalísimo (paseo de la Castellana) y se desplazó al tranquilo barrio que tantas frustraciones le había generado.

Una nueva idea rondaba su cabeza; el mundo de los negocios exigía un bufete de abogados, un despacho por el que pasaran asuntos importantes y jugosos dividendos. Su experiencia en ese campo era nula, porque la carrera había sido un simple trámite, pero el juego de las finanzas le atraía, empezaba a seducirle, y había descubierto que los bufetes no sólo son imprescindibles en la buena marcha de la economía empresarial, sino que multiplican el erario y las amistades de fuste. Para el caso, se pone en relación con su compañero de estudios Juan Gómez Arjona, y ambos se proponen lanzarse a la garantizada aventura de montar un bufete. Gómez Arjona sí tenía alguna experiencia y podía servir de ayuda, mientras que él mantenía tal cantidad de amigos y socios, que entre los dos aventuraron que formarían un tándem perfecto.

El verano nunca es la mejor ocasión para planificar nada; entre los calores y la indolencia, los pensamientos se evaporan con excesiva rapidez y se esfuman en el otoño. Así ocurrió esta vez, porque en el otoño surgió una nueva posibilidad que echaría al traste el proyecto del despacho. Ante sus ojos aparecía el nombramiento como presidente de la Empresa Nacional de Turismo, Sociedad Anónima, más conocida por ENTURSA.

Los meses de verano Adolfo los dedicó a reflexionar sobre el camino a tomar; podía lanzarse de lleno a la actividad privada y sencillamente dedicarse a ganar dinero, esperando la oportunidad política que estaba seguro que llegaría. Pero no cabían tentaciones de este tipo; lo suyo era el poder, y el poder político es una dama absorbente que no permite más que ligeros escarceos; exige plena dedicación. Debía de ganar dinero, bastante, en poco tiempo, pero teniendo clarísimo el norte de su vida: la política. Por eso no tomó en consideración la oferta de Agustín Cotorruelo, ministro de Comercio, de que se incorporara a un grupo bancario como promotor; no sólo no era lo suyo, sino que le marginaba del Estado. Cualquier ocupación que consumiera su tiempo debía estar vinculada al Estado, al Gobierno, a las instituciones sobre las que poco a poco debería recuperar los escalones perdidos en el último cambio ministerial.

En ese aspecto, los cuatro meses que mediaron entre agosto y diciembre de 1973, fecha en la que apareció su nombramiento como presidente de ENTURSA en el BOE, fueron malos, porque de qué le valía ganar mucho dinero si se encontraba al margen de los centros de poder, incluso al margen de la propia Administración, cordón umbilical decisivo para estar vivo políticamente.

La Empresa Nacional de Turismo, dependiente del Instituto Nacional de Industria (INI), se dedicaba a programar y dirigir empresas turísticas mayoritariamente estatales. Pasar de la Dirección General de Radiotelevisión a la presidencia de una sociedad anónima del INI semejaba una caída de espaldas, pero de él dependía transformar esta desventaja en una mejora, al menos en dos aspectos: el económico y el de tener mucho tiempo para multiplicar sus contactos políticos.

El 14 de diciembre se inscribe en el registro de ENTURSA y aparece en el BOE. Pero prácticamente desde el 31 de octubre ya estaba incorporado a la Comisión Permanente que dirigía los destinos del turismo dependiente del INI. A su lado estaban José Antonio Trillo, Javier de Carvajal, Tomás Maestre Aznar, Luis del Hoyo Arce y un invitado particularmente importante, Fernando Fuertes de Villavicencio, la más genuina representación del entorno influyente de El Pardo, en su calidad de segundo jefe e intendente general de la Casa Civil del Generalísimo Franco.

Seis meses después del nombramiento oficial, un acontecimiento echa por tierra proyectos y ambiciones. El almirante Carrero Blanco, primer presidente del Gobierno de la era de Franco, acababa de morir en un atentado. Era un inolvidable 20 de diciembre de 1973 y el país quedó agarrotado, encogido. Todo fue posible aquel día y sin embargo no pasó nada. Si es que se puede decir sencillamente «nada» a la eliminación física del hombre que iba a servir de puente entre el franquismo y la Monarquía juancarlista.

El asesinato de Carrero lo trastocó todo. Por primera vez el Régimen, y muy especialmente Franco, se encontraba ante un hecho al que no hubo tiempo de abordar, se presentó de pronto. Nunca lo imprevisto chocó tan directamente con los modos morosos del dictador. Hubo tiempo para pensar qué hacer ante la derrota de los nazis; hubo tiempo para encontrarle una salida al dilema dinástico; hubo tiempo también para relanzar una economía que estaba envenenada por la corrupción y la incompetencia; incluso hubo tiempo para salir de las aventuras africanas, aunque fuera dando traspiés. Pero no lo hubo ante el hecho incontrovertible de que el almirante Carrero Blanco debía tener un sustituto.

El 20 de diciembre, mientras Adolfo ponía en orden los papeles en su despacho de ENTURSA, la historia de España daba una vuelta de tuerca más. Se encontraba en situación de espectador y así siguió durante más de un año. Conviene recordarlo. Los quince meses decisivos de la crisis de la Dictadura, que abarcan desde la muerte de Carrero Blanco hasta la incorporación de Fernando Herrero Tejedor como ministro secretario general del Movimiento, tienen para Adolfo la misma importancia que para cualquier otro funcionario del escalafón, sencillo peatón o simple sargento chusquero. Multiplicará sus visitas; no perderá ocasión de ver al Príncipe Juan Carlos, a Torcuato Fernández Miranda o a Fernando Herrero Tejedor; pero lo que sabe, lo que conoce, es de oídas. Vive prácticamente un ostracismo cómodo, pero reconcomiéndose porque la vida pasa sin que pueda valorarla. Mientras gana dinero, la política le trata de manera esquiva; sus esfuerzos para colarse, para solicitar un puesto en el poder, son infructuosos.

Esos quince meses, amargos en la política, los subsanará desfogándose en las finanzas. Si hubiese sabido que no iban a ser más que quince meses es posible que no se hubiera puesto tan nervioso, pero esa impaciencia le llevó a recapacitar. Necesitaba mucho dinero para llegar hasta donde se había propuesto.

En los primeros días de febrero de 1974, Adolfo Suárez es de los primeros en visitar el despacho del presidente del Banco de Crédito Local. Allí, entre cuadros oscuros y retratos de Franco y de Juan Carlos, se encuentra desterrado Torcuato Fernández Miranda. Su olfato le había dicho que ese tipo flaco, con la nariz como si fuera un pico y unas orejas tan grandes que parecen querer recoger voces y murmullos, no sólo no estaba acabado, sino que iba a ser decisivo en el futuro inevitable. Muerto Carrero Blanco, el Príncipe Juan Carlos no tendrá a su lado más que a él; no le cabe duda. No necesita las visitas a La Zarzuela para darse cuenta.

Su derrota frente a El Pardo le convence de que ahí está el futuro; nadie juega, como lo hizo Torcuato, en las cien horas que siguieron a la muerte de Carrero si no tiene detrás unos apoyos explícitos. En primer lugar, obligó al general Iniesta, jefe de la Guardia Civil, a rectificar su telegrama que ponía en pie de guerra a sus fuerzas. Luego se demoró en exceso antes de informar a Franco de las decisiones que había tomado, incluso escribió su extraña y bucólica intervención ante las cámaras de televisión sin consultar al Caudillo. Adolfo sabía que cuando Torcuato visitó a Franco tras el atentado a Carrero, éste le recibió con un saludo que constituía el mayor reproche: «Ha desautorizado usted a un capitán general». Referencia insultante para Torcuato y favorable a la actitud de Iniesta, que le obligó a decirle: «Excelencia, ha desobedecido al Gobierno». El resto de la conversación fue un largo monólogo de Torcuato, presidente del Gobierno en funciones, mientras Franco daba regulares golpecitos en el brazo de su sillón, unos golpes que tenían ritmo, que eran la música funeral por Torcuato Fernández Miranda. Desde aquel momento supo que estaba cesado, que su nombre no figuraría en terna alguna. Mientras Franco viviera, no volvería a saborear las mieles del poder.

Así fue. Porque en el baile de nombres que, en medio de la tensión de la acongojante Navidad de 1973, se fue componiendo, a Franco primero se le ocurrió que el nuevo presidente debía ser José Antonio Girón de Velasco, e incluso pidió a un consejero del Reino que le sondeara. A lo que Girón, que no era precisamente Disraeli, no pudo menos que responder: «¡Están locos, están locos!», y añadió: «¡Si soy un minusválido!». Por entonces el veterano falangista iba en silla de ruedas por sus enfermedades articulares. Lo curioso es que una de las razones que alegó para decepcionar al Caudillo puede pasar a la antología de las reflexiones del hombre de Estado franquista: «En mi situación, ¡cómo podría pasar revista a las tropas!». Luego Franco se encariñó con el almirante Nieto Antúnez. Tenía setenta y cinco años, apenas seis menos que el dictador; podían perfectamente haber jugado juntos de niños. Durante una noche, Nieto Antúnez fue el nuevo presidente del Gobierno, y funcionó prácticamente como tal, hasta que se reunió el Consejo del Reino y —hecho sin precedentes— consideró que sus tragaderas no llegaban a tanto como para poner a un anciano de primer ministro, y enviaron al presidente del Consejo y de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, para que comunicara al Caudillo que no les hiciera pasar por aquel bochorno y sugiriera a alguien mínimamente presentable.

Valcárcel fue allá con una lista en la que figuraban varios nombres. Pero, entretanto, el entorno de El Pardo, la familia, ya se había movido, y había coincidido significativamente con uno de los nombres de la lista que habían elaborado los consejeros del Reino: Carlos Arias Navarro. El ministro de la Gobernación, responsable directo por incompetencia —si no se quiere ir más lejos— de la muerte de Carrero Blanco, pasaría a sustituirle.

Cuando llevaron a Franco la terna en la que iba incluido Carlos Arias Navarro, apenas faltaban unas horas para que se cumpliera el plazo de diez días que marcaba la Ley Orgánica que él había instituido. Fue entonces cuando, en un rasgo de coherencia dictatorial, Franco, mirando a un Valcárcel intimidado por el momento histórico, le preguntó: «Oiga, Valcárcel, ¿no podíamos esperar aún unos días?». A lo que el otro respondió: «Excelencia, para retrasar el nombramiento legalmente necesitaríamos un referéndum». Franco no dijo nada. Quizá pensara…

Se podrían contar estas anécdotas trascendentes sin vehemencia, con la sencillez a la que esta historia obliga, porque fue el más exacto documental de la situación del Régimen. Un documental tan plástico, tan exacto, que describir las idas y venidas de los políticos del Régimen en aquellas jornadas es, como sucede con la biología, un ciclo apasionante y misterioso.

El ausente de esta historia, Torcuato Fernández Miranda, estaba sentado frente a Adolfo Suárez en el despacho principal del Banco de Crédito Local. Durante los diez días que ocupó la presidencia en funciones del Gobierno miraba el reloj y usaba el teléfono para conocer quién le sustituiría. No le quedaba nada más que hacer. Nombrado Carlos Arias Navarro jefe del Gobierno, le destinaron a la presidencia del Banco de Crédito Local. Adolfo, ese día de febrero que le visitó, se atrevió a darle un consejo: «Hiciste mal, yo hubiera pactado con Rodríguez de Valcárcel». Torcuato, sin mirarle, no quiso responder; el tiempo le daría la razón o se la quitaría. De poco le hubiera valido ponerse de acuerdo con Valcárcel; en primer lugar, ambos estaban largamente enemistados y formaban banda aparte, y en segundo lugar, los privilegios políticos que Torcuato esperaba del futuro se hubieran enajenado en ese pacto. Mientras Franco viviera, Fernández Miranda no usaría más sello oficial que el membrete del Banco de Crédito Local. Adolfo, que tenía una experiencia útil en el campo de las relaciones públicas, se jactaba de que con los pactos se llegaba donde hiciera falta. Pensaba que los pactos, como los huevos, están hechos para un día romperlos.[2]

Durante los largos meses de ostracismo del año 1974 Suárez no abandonará las visitas a Torcuato. Sin conocer la reflexión de Cesare Mori, el prefecto antimafioso de la época de Mussolini, de que la medida del valor de un hombre viene dada por el vacío que se forma en torno a él en los momentos de adversidad, sin conocerlo, algo le decía que el futuro estaba en Torcuato Fernández Miranda. Además, la situación de ambos tenía tantos puntos en común, que al ver al presidente del Banco de Crédito Local, Adolfo se enorgullecía de la comparación. Si lo suyo había sido una caída de espaldas, lo de Torcuato, ¿qué era? No se hizo, por eso, ninguna ilusión de poder colarse en el nuevo Gobierno que formara Arias Navarro. Sencillamente aceptó su destino como algo episódico, que posiblemente duraría varios años, pero que no por eso le debilitaría. Iba a dedicar este tiempo a acumular un capital y a mantener estrechos contactos con su protector Fernando Herrero Tejedor, y con Fernández Miranda. En ellos estaba el futuro, aunque le doliera que el futuro quedara lejos, y que no dependiera de él.

Febrero de 1974 tuvo una nota desagradable para Adolfo. El Gobierno Arias nombró ministro de Información y Turismo a Pío Cabanillas, y éste a su vez colocó a la cabeza de Radiotelevisión Española a Juan José Rosón. Las viejas pendencias entre Rosón y Adolfo encontraron un motivo para recrudecerse, porque al revisar las nóminas, Rosón topó con la curiosidad de que Adolfo Suárez, que había dejado de ser director general en junio de 1973, seguía cobrando, al igual que otros personajes y personajillos. No tardó en recibir una llamada telefónica de Rosón, en su calidad de flamante director general, en la que le comunicaba, con algo de sorna gallega, que sabía que a Adolfo le desagradaba seguir cobrando sin trabajar, y había pensado advertirle que, a partir del próximo mes, ya no volvería a pasar por ese bochorno. Esas cosas no se olvidan, y Adolfo lo tendrá muy presente cuando ocupe la presidencia del Gobierno.

Desde que entró en ENTURSA se obsesionó por la economía, hasta tal punto que se matriculó en la Facultad de Madrid, e incluso estuvo a punto de hacer el primer curso de Económicas. El mundo de los negocios le fascinó especialmente por la facilidad que había para hacer dinero. En ese campo tuvo por maestros a Víctor Tarruella y a un personaje, que conocía desde hacía algún tiempo, pero que hasta aquel momento no engranó con sus preocupaciones: Antonio Van de Walle.

Tenía por entonces este tiburón de los negocios cincuenta y dos años, un físico agradable y una audacia en las operaciones financieras que le mantenía siempre a pocos pasos del éxito y del juzgado de guardia. Trataba al difunto almirante Carrero Blanco y fue el padre de la idea de urbanizar el Sahara. Idea más brillante aún que la de uno de sus hermanos, que solicitó el título de barón. Las costas saharianas, al menos en época del almirante, constituían un marco incomparable, como se decía entonces, para las vacaciones de millonarios. Había nacido en Santa Cruz de Tenerife, y desde los primeros años cuarenta se instaló en Barcelona, de donde no saldría, aunque sus innumerables operaciones turístico-financieras le llevaron a recorrer el mundo. El currículum empresarial de este amigo de Adolfo Suárez tenía un listado de construcciones inmobiliarias, edificaciones ilegales y movimientos de cuentas oscuros que ayudaron a Suárez a conocer el mundo de la finanza cosmopolita.

Posiblemente, como sucedió en el caso de Tarruella, Adolfo quedó fascinado ante el personaje Van de Walle, y mucho más aún cuando le vio actuar en vivo. Venía además avalado por Claudio Boada, presidente a la sazón del INI, lo que podía traducirse por carta blanca a las audacias de Van de Walle. Para este hombre no había límites; igual conseguía un yate que un submarino, un restaurante en Estados Unidos o unas mujeres hawaianas. Vivía a lo grande, y esa vida a veces, como dicen los italianos, é bella, ma incomoda, aunque las incomodidades llegaran más tarde y no fueran precisamente a caer sobre los protagonistas de la historia.

Las primeras luces sobre el financiero turístico Van de Walle las suministró el periodista José María Alegre en unos excelentes reportajes publicados en la fenecida revista Opinión, que valieron el silencio y el olvido de todo el mundo, lo que no es poco en un mundillo como el periodístico en el que todos saben de todo, pero casi nunca lo dicen.

La actividad de Suárez como presidente de ENTURSA y sus relaciones con Van de Walle tuvieron sus bodas de oro en la «compra» del hotel Ifa-Sarriá de Barcelona, propiedad del financiero canario Van de Walle. Lo que a simple vista se resumía en una torpeza ejecutiva se convirtió, a partir de observar con detalle la historia del hotel, en un cuento de Las mil y una noches. Después de recibir Van de Walle créditos por una cuantía de 600 millones de pesetas de entonces, empezaron extrañas desviaciones de centenares de millones en forma de préstamos, que en vez de dirigirse a la construcción y puesta a punto del hotel Ifa-Sarriá, se desviaron hacia una firma denominada IPLASA, formada por consejeros del Banco Coca. La suma de millones, que hacen legendario al hotel Sarriá, siguieron con 100 millones del Banco Condal, 200 millones del Banco Hipotecario y otros 100 del Mercantil.

Además de que el dichoso hotel semejaba un pozo sin fondo, su mismo planteamiento parecía de dudosa rentabilidad; entonces se construían en Barcelona, o estaban a punto de hacerlo, otros cuatro hoteles de cinco estrellas —Princesa Sofía, Meliá, Sheraton y Hilton—, lo que hacía extremadamente arriesgado el invento de Van de Walle de edificar el lujoso hotel. La sorpresa vendrá cuando ENTURSA, presidida por Suárez, conceda a Ifa-Sarriá un préstamo hipotecario de 400 millones, posteriormente ampliados a 750, con un plazo de amortización a diez años, y a un interés del 8,25 anual. Las irregularidades eran tan escandalosas, que la hipoteca sobre el terreno estaba en terceros, es decir, que ya había sido hipotecado otras dos veces, y los otros tenían preferencia. La valoración de la finca por parte de ENTURSA se hizo en 1.200 millones, cuando dos meses antes, según el Banco Hipotecario, estaba valorada en 375 millones.

La fascinante historia del hotel Ifa-Sarriá se aclara el 19 de junio de 1975, el día que la Comisión Permanente de ENTURSA aprueba por unanimidad «que la Empresa Nacional de Turismo, S. A., arrienda Ifa-Sarriá mediante el pago de una renta fija de cinco millones, complementada por unos cánones del 20 por ciento sobre los ingresos del alquiler de habitaciones, y del 8 por ciento sobre los ingresos procedentes de los departamentos de alimentación». En otras palabras, ENTURSA, después de préstamos y de hipotecas a terceros, se quedaba con el hotel «mediante el pago de una renta fija».

La Comisión Permanente de ENTURSA que aceptó el desaguisado había sufrido algunas bajas unos días antes de la firma del documento que aprobaba la operación. Javier Carvajal y José Antonio Trillo López Mancisidor abandonaron la Comisión Permanente el 24 de junio, y un par de meses después lo haría Tomás Maestre Aznar. Entre los firmantes del documento figuraban, además del presidente de ENTURSA, Adolfo Suárez González, los miembros del Consejo de Administración Juan Gich —delegado nacional de Deportes—, José Luis Perona, Miguel Ángel García Lomas y Fernando Fuertes de Villavicencio. ENTURSA se hacía cargo del hotel Ifa-Sarriá de Van de Walle aun antes de haber terminado las obras de construcción.

El descubrimiento de la facilidad de hacer dinero parecía no tener límites. Adolfo se convierte en asesor de Van de Walle en el Club Valdeláguila, una sociedad turística que terminará intentando endosar años más tarde a la Secretaría General del Movimiento, y de la que figuraba como gerente Benito Castejón, un hombre del deporte como Juan Gich. La audacia del presidente de ENTURSA le lleva también a representar a Van de Walle en las negociaciones para urbanizar una parte, declarada monumento artístico, de la ciudad de Granada, e incluso de otra de sus sociedades, denominada Alas Motel, S. A.

Prácticamente podía hacer lo que deseara, menos justificar aquel caos. El ejercicio de ENTURSA de 1972 se había cerrado, por primera vez desde su constitución, en febrero de 1964, con un superávit de medio millón de pesetas. En 1973 la deuda pasaba de treinta millones. Cuando Adolfo deje la presidencia, la deuda habrá ascendido a 1.083 millones de pesetas. Verdaderamente fueron años nada fáciles para el turismo. Había comenzado un retroceso en el número de visitantes, aunque no lo suficiente para justificar ese volumen de deudas.

Otras inversiones, como la del Hotel Iberia de Las Palmas y el Alfonso XIII de Sevilla, se habían programado anteriormente a su gestión, y sólo le tocó inaugurarlos. En compensación del affaire Ifa-Sarriá, los partidarios de Suárez consideraron años más tarde que el servicio de cátering en los aeropuertos había sido el más feliz de los intentos de crear servicios dependientes del Estado. Fue una interesante idea que se debía al director general, Luis García. Adolfo había dado el visto bueno, como en otras ocasiones, sólo que esta vez para un proyecto que no amenazaba ruina y que no venía a subsanar los desbarajustes de sus amigos.

El cese de Claudio Boada en la cabeza del Instituto Nacional de Industria, y su sustitución por Francisco Fernández Ordóñez, no cambió los aires de ENTURSA. Adolfo Suárez seguía imbuido en la creencia de que los negocios parecían goma de mascar; se estiraban y encogían a voluntad. Su relación con Van de Walle, que había empezado cuando ENTURSA se hizo cargo de la urbanización almeriense de La Parra, se mantuvo a prueba de denuncias y acusaciones. La casa del financiero en Bagur (Gerona) tendría un nuevo invitado en la persona del presidente de ENTURSA, el vicesecretario general del Movimiento, el ministro o el presidente del Gobierno. Las amistades que se hacen en los negocios duran mientras éstos vayan bien.

Suárez se mantendrá como miembro de la Comisión Permanente de ENTURSA hasta el 4 de junio de 1975, pocos días antes de su cese como vicesecretario general del Movimiento, como veremos. Durante el tiempo que media entre estas fechas conllevará la presidencia de la sociedad con otros dos negocios: PROGRESA e YMCA. Aunque ambos de diferente signo, para un experto económico tenían las características de singularidad de los negocios rápidos, lucrativos y arriesgados, sin olvidar que siempre que se acumulan tales virtudes aparecen también, como primos hermanos, la oscuridad, el amiguismo y el privilegio como forma de lograr fortuna.

PROGRESA, siglas que correspondían a Promociones de Gredos, Sociedad Anónima, se constituyó entre dieciséis socios el 29 de junio de 1974, y su objetivo no podía ser otro que «urbanizaciones y explotaciones inmobiliarias» en la sierra de Gredos. Entre los promotores hacía de figura principal el cuñado y secretario de Adolfo, Aurelio Delgado, Luis Ángel de la Viuda (vocal del Consejo de Administración) y Adolfo Suárez, poseedor de doscientas acciones por valor de dos millones de pesetas. Suárez tenía la doble función de ser accionista y de llevar, como abogado, la representación de doña Pilar Roldán, esposa del inevitable Juan Gich. Del mismo modo que la de Luis Ángel de la Viuda llevaba emparejada la de Miguel Juste, y la Compañía de Jesús, que estaba representada por el procurador Francisco Pérez Ontiveros.

El primer proyecto de PROGRESA debía empezar en enero de 1976, urbanizando la zona serrana de Hoyos de Espino. Por aquellas fechas, Adolfo ya estaba ocupando la cartera del Movimiento, Franco había muerto y las cosas no eran tan fáciles como antes. La oposición de los grupos ecologistas y de los habitantes de la zona fue tan fuerte, que el proyecto hubo que desecharse sine die, aunque la sociedad anónima se mantuvo.

La experiencia juvenil de Adolfo en Ávila quizá le animara a lanzarse a presidir la YMCA, Asociación Cristiana de Jóvenes (Young Men’s Christian Association), creada en Londres en 1844, y extendida por todo el mundo, cuya finalidad era la «educación física de la juventud dentro de un marco de moral cristiana». Como el asunto, en su versión hispana, terminará en oscura estafa de tribunal en tribunal, obliga a detenernos aunque sólo sean unas líneas.

La filial española de YMCA nació en 1969, y se dice que el almirante Carrero Blanco sugirió que fueran fieles cristianos vinculados al Opus Dei quienes la coparan, para evitarse infiltraciones protestantes. Las delegaciones de Juventud y de Educación Física y Deportes, dependientes de la Secretaría General del Movimiento, ayudaron a su implantación; Manuel Valentín Gamazo y Juan Gich, respectivamente delegados de ambos departamentos, colaboraron en mancomunar la fe cristiana y el deporte.

Suárez no llegará a YMCA precisamente por el Movimiento, sino por Víctor Tarruella, quien, además de ayudarle a ocupar la presidencia de la asociación, le ofrece un rumboso negocio. La sociedad Corporación Europea de Marketing (COMAR), dominada por Tarruella, servirá de intermediaria en el cobro de las mensualidades de los socios de YMCA. Si tenemos en cuenta que en 1974 tenían 3.299 socios, que pagaban una entrada de 30.000 pesetas (al año siguiente aumentó a 60.000), las ganancias no eran despreciables.

Formaban parte de la junta directiva Adolfo Suárez, como presidente, acompañado de Víctor Tarruella, Fernando de Liñán —ministro de Información y Turismo—, el sacerdote I. S. Sobrino, un jesuita que colaboraba en Televisión Española, y Aurelio Delgado, cuñado de Suárez. Cada mes, la Corporación Europea de Marketing negociaba las tres mil y pico letras por valor de 1.500 pesetas que abonaban los socios.

La historia se destapa cuando a un ciudadano se le ocurre la siguiente historia: «Llegué a YMCA convencido de su propaganda. Nos prometían, además de unas instalaciones deportivas, un espíritu sano y cívico para nuestros hijos, un ambiente, unas amistades. Un día decidí ir al Club Entrepicos con mi mujer y mis hijos, pero no pude traspasar la puerta. Cuando el portero se enteró que pertenecía a YMCA, me echó con cajas destempladas, diciendo que estos señores no les habían pagado una sola peseta. Después del bochorno llamé al teléfono que tenía (de YMCA) de la calle Velázquez, pero no pude comunicarme con nadie, ya que dicho número estaba cortado por falta de pago. Hice un intento de utilizar los servicios del hotel Don Quijote y allí me dijeron que de contrato con YMCA, nada».[3]

Después de pagar 60.000 pesetas de entrada y la cuota mensual, el escándalo parecía imparable. Nadie sabía cómo el déficit de YMCA sobrepasaba los doscientos millones. Extrañó a todas luces porque se habían obtenido unos ingresos superiores a los doscientos millones en títulos de propiedad (las 60.000 de entrada) y unas subvenciones internacionales de ¡diez millones de dólares! Evidentemente los socios no entendían cómo era posible que los gastos anuales de personal, en 1974, ascendieran a dieciséis millones de pesetas. Y tampoco entendían por qué COMA se quedaba con el 45,5 por ciento de las cuotas, lo que equivalía a unos setenta y un millones de pesetas. Mientras así iban las cosas en YMCA, Adolfo Suárez enviaba, con su firma personal, varias cartas a los socios:

Madrid, 21 de diciembre de 1974

Querido amigo y consocio:

Desde noviembre de 1972, fecha en que YMCA adquirió sus actuales instalaciones del Km. 16 de la Carretera de Andalucía, la Administración de YMCA de España, a través de su Junta Directiva Nacional, ha venido manteniendo el criterio de no cobrar Tasa de Mantenimiento de estas Instalaciones y de los demás servicios que se ofrecen a nuestros Socios en Madrid. (Esta decisión fue derogada en agosto de 1974, a partir de cuya fecha todos los socios nuevos ya han venido pagando regularmente una cuantía por mes en concepto de la referida tasa.)

Pero en el transcurso de estos dos años se han producido en todo el mundo fenómenos de carácter económico que todos conocemos y que han afectado de raíz la estructura de los países occidentales.

Como YMCA no podía ser ajena a estos problemas, durante el presente año se han agravado nuestras dificultades financieras, hasta el punto de que en estos momentos tenemos que hacer frente a una situación enormemente delicada.

En los últimos seis meses, el Consejo Directivo de YMCA-SUR, en todas sus reuniones, ha considerado absolutamente imprescindible, tanto para sanear nuestra economía como para conseguir la autonomía local que todos aspiramos, la aplicación de una Tasa de Mantenimiento que cubra los gastos generales que produce el funcionamiento de nuestras instalaciones, y en reunión extraordinaria efectuada el pasado 17 de diciembre, tomó la decisión, posteriormente ratificada por la Junta Directiva Nacional en su reunión del 20 del mismo mes, en uso de las atribuciones que le confiere el Estatuto de nuestra Asociación, de implantar a partir del 1.° de enero de 1975 una tasa de mantenimiento de 600 ptas. mensuales por familia.

Es importante destacar que el pago de estas 600 ptas. mensuales representará un ingreso de alrededor de QUINCE MILLONES DE PESETAS al año, cantidad que hasta ahora incidía negativamente en el aumento de nuestro patrimonio e instalaciones, al tener que ser detraída de los ingresos por cobro de Cuotas Patrimoniales y aplicada a Gastos Generales, por lo cual desde el punto de vista económico es perjudicial para nuestros propios intereses, como Socios Patrimoniales que somos.

A fin de que esta medida pueda tener efecto en la fecha antes mencionada, te rogamos que nos envíes a vuelta de correo el formulario adjunto que te mandamos con sobre franqueado para domicilio bancario del cobro de la tasa.

Estamos seguros de contar con tu comprensión y solidaridad para que YMCA pueda seguir desarrollando su programa en beneficio de nuestras familias y mejorar y ampliar las instalaciones con que contamos.

Gracias anticipadas y un abrazo de tus amigos y consocios,

ALBERTO SANCHO SÁNCHEZ

Presidente del Consejo Directivo de YMCA-SUR

V° B° (con la firma)

ADOLFO SUÁREZ GONZÁLEZ

Presidente de la Junta Directiva Nacional

La crisis económica mundial como recurso para la desaparición de los millones de YMCA no parecía una justificación convincente. Sin embargo, insiste en otra carta un par de meses más tarde:

Madrid, 3 de febrero de 1975

Estimado amigo y consocio:

Ante todo queremos agradecer el gran número de respuestas positivas que hemos recibido a nuestra carta del 21-XII-74, en la que apelábamos a la necesaria y urgente puesta en marcha de la tasa de manutención.

Sin embargo es conveniente matizar algunos puntos para una mejor «toma de conciencia» de los socios de YMCA MADRID sobre el referido asunto:

1.° La Junta Directiva Nacional durante el año 74 consideró en diversas oportunidades la aplicación de tal medida «forzada» por dos situaciones totalmente imprevisibles derivadas de un grave proceso económico mundial: a) el elevado y constante aumento de la vida; b) el cierre casi total de las líneas crediticias con las que se venía operando, consecuencia de la política restrictiva en la materia. Ante esa grave realidad, la Junta Directiva Nacional se vio en la alternativa de, o congelar y suprimir —con deterioro del patrimonio— mejoras, obras, ampliaciones y nuevas instalaciones (tan necesarias, por otra parte, a nuestra creciente masa social), o aplicar urgente e inmediatamente una tasa de manutención que hiciese posible continuar con la política de expansión establecida.

2.° Debemos tener presente que la decisión tomada por la Junta en su reunión del 20-XII-74, aunque dada la importancia del tema, deberá ser sometida para su ratificación a la Asamblea General de Socios de Madrid, es fundamental para nuestra situación financiera que los socios se adhieran inmediatamente a esta medida. Es importante señalar que el criterio adoptado por la Junta permite afrontar el futuro con un optimismo realista, enjugando con la tasa de manutención el déficit de 14 millones de pesetas anuales que produce el mantenimiento de nuestras unidades de Madrid, sin deterioro del patrimonio social.

Queremos también adelantar a todos los socios, que para conocer con mayor precisión las razones que han justificado esta medida, estamos preparando una Memoria con la historia, actividades, estadísticas, etc., de YMCA DE ESPAÑA desde su fundación hasta el 31-XII-74 incluyendo además los datos económico-financieros de la Asociación. Esta Memoria, que será distribuida a todos los socios, contribuirá —entendemos— a una mejor documentación cara, precisamente, a la próxima Asamblea General de Socios.

Animados precisamente por la toma de conciencia de nuestros asociados y consecuentemente responsables de la necesidad de incorporar unidades que permitan una mayor afluencia a las diferentes instalaciones, tenemos hoy la enorme satisfacción de informar que a partir de la fecha, YMCA MADRID cuenta en arrendamiento una nueva unidad para los socios de YMCA:

YMCA NORTE: Situado en la carretera de Burgos, Km. 30,500; 15.000 m2 con piscina olímpica, amplias zonas verdes, zona infantil, restaurante atendido por nuestros propios concesionarios, aparcamiento y un motel con capacidad para 30 personas.

Todo ello sin modificar para nada los servicios que viene ofreciendo YMCA DE ESPAÑA a sus asociados de Madrid en las propias instalaciones de YMCA SUR e YMCA MAUDES, así como de las instalaciones de los clubs Canoe y Entrepicos, con los cuales mantenemos convenios especiales.

¡Enhorabuena, pues, a toda la gran familia YMCA!

Recibe un cordial saludo,

Fdo: ADOLFO SUÁREZ

Presidente

Veintisiete días después de firmarse esta carta, Adolfo Suárez volvía a la sede del Movimiento Nacional en Alcalá, 44, para ocuparse de la vicesecretaría general. Dejaba YMCA en manos de su amigo Luis Ángel de la Viuda, ayudado por su cuñado Aurelio Delgado. Aún hoy yacen en algún juzgado las declaraciones de los afectados que intentaron salvar de la quema lo que se pudiera, para que sus hijos, aún sin «civilización cristiana», tuvieran una piscina y un campo de deportes.

James Joyce, el irlandés errante de Ulises, ya lo dejó escrito en unos versos brutales y exactos, que habían servido de epílogo a los Espectros del dramaturgo noruego Ibsen:

A los vikingos navegantes como yo

poco les importa quién tenga la culpa,

sea YMCA, VD,[4] TB[5]

o el práctico del puerto de Port-Said.

Culpad a todos y a nadie y pensad

en la astucia de la meretriz y en el deseo del cerdo.

Curadles pero nunca preguntéis

si este hombre pecó o fue su padre.[6]