1. El elegido
20 de noviembre de 1975
A las 4.58 de la madrugada, el teletipo de la agencia Europa Press expulsó tres frases repetidas: «Franco ha muerto, Franco ha muerto, Franco ha muerto». Parecía imposible. Acababa de terminar «la era de Franco». Cuarenta años desde el 17 de julio de 1936, cuarenta años.
El Generalísimo, el Caudillo, Su Excelencia había empezado a encontrarse muy mal el domingo 12 de octubre, y siguió de mal en peor durante cuarenta y ocho días, en los que se le fue sometiendo a todos los recursos que atesoraba la ciencia médica y hasta la cabalística: amputaciones, injertos, vaciados, transfusiones, sangrados, reliquias de santos, fórmulas de alquimia, jaculatorias y curanderías… Franco se estuvo muriendo durante casi cincuenta días, un mes y medio, y el final llegó porque no sabían ya cómo mantener bombeando el corazón de aquel vegetal sombrío.
Un par de semanas más y hubiera cumplido ochenta y tres años. Ninguno de los suyos estaba hecho a la idea de que algún día, por muy lejano que fuera, tenía que morirse. Se demoró tanto en morir, que los españoles que le adoraban se habían acostumbrado a ser gobernados por una momia, y los españoles que le odiaban habían agotado todos los recursos en la espera de festejarlo. España entera mantuvo el aliento contenido durante varios días esperando a ver qué pasaba. El tiempo es el que debía confirmar si estaba muerto, o se trataba de una añagaza. Lógico, no había precedentes de una dictadura de cuarenta años y tampoco había experiencia en cómo sobrevivir a algo así.
A las diez en punto de la mañana, los españoles enganchados a la pantalla del televisor pudieron ver el rostro tumefacto del presidente Carlos Arias Navarro, con sus orejas picudas, su bigote cuadrado y sus ojos arrasados, que les iba a comunicar la más abrumadora desgracia: «Españoles: Franco ha muerto…». Y luego añadió esa muleta que los albaceas de los dictadores consideran ineludible, compartir la honda pena: «Yo sé que en estos momentos mi voz llegará a vuestros hogares entrecortada y confundida por el murmullo de vuestros sollozos…».
Arias apenas pudo terminar, anegado por las lágrimas. Fueron los siete minutos más agobiantes de su funesta trayectoria. Aquel a quien habían llamado «la hiena», lloraba, aumentando la zozobra y el malestar de los televidentes. Desencajado, pasó a leer el testamento de Franco, su última voluntad, que coincidía con la primera. Ni en el lecho de muerte podía dejar de ser el implacable cínico que había sido siempre: «Creo y deseo no haber tenido otros enemigos que aquellos que lo fueron de España». Y una advertencia extraída de su macuto de cruzado: «No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta». Moría igual que había vivido, con la palabra «enemigo» siempre en la boca.
Automáticamente los poderes del Estado pasaron a un denominado «Consejo de Regencia», institución creada por el Muerto en la idea de que no tuviera que funcionar nunca. Su finalidad era estrictamente protocolaria para el tránsito de los poderes de Franco al Príncipe Juan Carlos. Estaba tan cubierta por el polvo del tiempo y la falta de uso, que hubo de ser requerida con gran urgencia en nombre del Príncipe, quien no tenía un minuto que perder. La constituían dos viejos y un enfermo.
Los dos ancianos formaban parte de aquel Consejo gracias a eso, a su edad. Uno correspondía al estamento militar, y debía gozar de la garantía de ser el teniente general más antiguo de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire; se llamaba Ángel Salas Larrazábal, del arma aérea, y tenía sesenta y nueve años. El otro no podía ser más que un prelado, el más veterano de cuantos había nombrado el Muerto para ser sus procuradores en Cortes, lo que en este caso sólo podía recaer en monseñor don Pedro Cantero Cuadrado, de setenta y tres años, arzobispo de Zaragoza, que hacía honor a sus apellidos en cada intervención política. El tercero en concordia era Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente «en funciones» de las Cortes, cuyo mandato había expirado ya y sólo la prolongada agonía del Caudillo consintió que razones de fuerza mayor le obligaran a seguir. Era imprescindible para el traspaso oficial de poderes. De todas formas, este burgalés de cincuenta y ocho años conocía ya su enfermedad, de la que moriría poco más tarde.
Y ahí tenemos a estos tres mosqueteros jubilados camino de La Zarzuela para ponerse a disposición del Príncipe y preparar el acto solemne de la jura: el esperado milagro de la conversión automática en sucesor del Generalísimo Francisco Franco, con el título de Rey.
Lo que llamó más la atención es que el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, una vez enjugadas sus lágrimas y repuesto de la sorpresa de que Franco era mortal, no fuera a visitar al Príncipe a punto de ser designado Rey para poner a su disposición el cargo. Aunque sólo fuera por rutina y para ir adaptándose a unas formas más conformes con los usos y costumbres normales. No fue así. Es más, el Gobierno siguió disponiendo como si todo siguiera igual. Incluso con mayor rigor, si cabe. Aquel día se reunieron no una sino dos veces: por la mañana, a las 10.25 horas, y por la tarde, a las 17.00 horas.
Las únicas decisiones trascendentales que debían tomar se reducían a tres: promover al Príncipe Juan Carlos a Capitán General de los tres Ejércitos, dictar el día de la proclamación del Rey y organizar las pompas fúnebres del Muerto. En fin, un poco surrealista todo, puesto que el Príncipe era ya de facto el nuevo jefe del Estado y los ministros sus subalternos, y así ocurría que esos subalternos tomaban las medidas que dictaba su superior, el Príncipe Juan Carlos, para que él mismo pudiera ejercer en plenitud el papel de Rey. No había que preocuparse mucho, porque el galimatías apenas si duraría cuarenta y ocho horas, luego ya quedaría todo bajo «el ordenamiento legalmente constituido». A nadie se le escapaba el detalle capital de que Juan Carlos debía ascenderse a máxima autoridad militar, porque, de no ser así, tendría problemas.
Las pompas fúnebres se organizaron en primer lugar en torno al Muerto propiamente dicho, cuyo embalsamamiento se preparó en la clínica donde falleció y bajo las manos expertas de los doctores Antonio y Bonifacio Piga, inmediatamente después de que el escultor Juan de Ávalos le hiciera la mascarilla. Eran casi las once y media de la mañana cuando el furgón salió de la Residencia Sanitaria La Paz hacia el palacio de El Pardo, residencia del Caudillo y familia, donde se instaló la capilla ardiente, con visita permitida sólo a los convictos. Los demás debieron esperar al día siguiente a que se instalara en el Salón de Columnas del Palacio de Oriente, nombre que al Muerto le había gustado siempre más que Palacio Real, denominación que recuperaría inmediatamente después de retirarse el catafalco. Se estableció una «zona de silencio» en torno al palacio, que abarcaba hasta la Puerta del Sol y calles aledañas, donde se prohibía no sólo el tránsito sino también los ruidos.
Se decretó luto nacional durante treinta días y se suspendieron los espectáculos de todo tipo, salvo los religiosos, hasta las seis de la tarde del domingo, 23 de noviembre. En aquel momento de turbación no percibieron el perjuicio social que tal medida podía generar. ¡Se habían olvidado de los partidos de fútbol, que por entonces se jugaban los festivos! Así, raudos, corrigieron lo que podía terminar en tragedia social, rebajando —sólo para el fútbol— las horas de abstinencia hasta las tres de la tarde, y advirtiendo que «mantendrán toda su validez las quinielas». El comercio de la alimentación tuvo menos suerte y sólo se le permitió abrir cuatro horas matutinas. Las panaderías debían cerrar antes del mediodía.
A las ocho de la mañana del viernes se abrió al público el Salón de Columnas del Palacio Real, o de Oriente, donde reposaba el féretro embalsamado de Franco, iluminado por seis hachones de cera y seis soldados, armados y de gala, haciendo guardia. Las colas para ver el espectáculo y darle el último adiós al Difunto alcanzaron, sumadas, los quince kilómetros y se consideró que unas doscientas cincuenta mil personas hicieron acto de presencia. Se clausuró el ceremonial con una gran misa funeral, oficiada por el cardenal Marcelo González, en la misma gran plaza delante del Palacio, a las doce del mediodía.
Sería enterrado, al fin, en el Valle de los Caídos, detrás del Altar Mayor de la basílica. Una losa de 1.500 kilos cerró la tumba a las 14.11 horas de la tarde. Quedaron en el aire los elogios. Todo un recital. El director del monárquico ABC lo despidió mintiendo, como casi siempre: «Franquistas, menos franquistas y hasta antifranquistas le reconocen unas virtudes humanas que le llevaron a convertir toda su vida en un acto de servicio».
La obsesión por incorporar testimonios de antifranquistas en homenaje a Franco derivó en una auténtica obsesión que alcanzó hasta la desfachatez. Un humilde plumilla que sentaba cátedra entonces, Ángel Gómez Escorial, llegó a meter hasta la Unión Soviética en el elogio al Generalísimo Franco. Él no lo podía ratificar, pero le habían asegurado que la radio oficial soviética había declarado oficialmente: «Ha muerto Franco, enemigo del comunismo internacional. Ha muerto un soldado, y como soldado, le rendimos homenaje». La estúpida patraña —bastaría su lenguaje («enemigo del comunismo internacional») para demostrar que se trataba de la invención de un descerebrado— fue recibida con alharacas por los llorosos hombres del Movimiento. Apareció hasta una foto de Rafael Alberti en Roma haciendo el payaso ante un televisor con el rostro del Caudillo.
Se utilizaron todos los excesos para honrar al Muerto. El diario falangista Arriba quizá se llevó la palma. El director, Cristóbal Páez, abrió una brecha hacia el infinito al describir el ingreso del Generalísimo en los Cielos: «Francisco Franco está ya subiendo las impresionantes gradas que conducen ante Dios y ante la Historia. Sin escolta, sin oropeles, sin fanfarria, sin siquiera la mínima sombra de un corneta de órdenes. Va despacioso (sic), humilde y un poco encorvado porque no lleva las manos vacías. Guarda —sospecho— cinco palabras en su boca. Pueden ser éstas: “Sin novedad, Señor, en España”».
Mucha literatura, muy mala, es verdad, pero mucha en esas plumas excelsas del falangismo periodístico que capitanean en Arriba Pedro Rodríguez y Fernando Ónega. Gallegos ambos, forman un tándem muy competitivo en la difícil escalada del elogio y la metáfora. Ónega es gallego de Lugo, pero tierra adentro, de Mosteiro, y eso se nota. Rodríguez nació en Vigo y tiene más edad y más mundo; puede robar el epitafio al general McArthur y hacerlo pasar por homenaje propio a su Caudillo: «Los grandes guerreros nunca mueren. Sólo se desvanecen». Ónega es joven y aspirante al título: «Así no mueren, viejo continente, los dictadores. Así sólo mueren, Europa, los grandes hombres de la civilización». Pero el chaval tiene corazón y sabe expresarse: «Se ha apagado para siempre aquella luz de El Pardo, y un soplo muy fuerte y muy violento borró para siempre algo que era natural para los españoles, algo que estaba en la mente del pueblo como está todo lo grande, lo imborrable, lo que sólo el tiempo o una lanzada al corazón puede borrar». ¿A cuál de los dos se deberá la osadía de dedicarle a Franco nada menos que los versos de «El Capitán», de Walt Whitman, y en primera página, y, para mayor sarcasmo, en la traducción del exiliado republicano León Felipe? «¡Oh, capitán! ¡Mi capitán! Levántate y escucha las campanas…»; el poema que dedicó el gran Whitman a la muerte de Abraham Lincoln convertido en réquiem para un villano.
Frente a eso, qué podía intentar el anciano Pemán escribiendo «Mi último verso», una coplilla a la muerte del Generalísimo, al que sirvió sin muchas ganas pero con harto beneficio; unos versitos como derecho del superviviente, pobres de solemnidad: «Vivió su plenitud. Murió despacio / esa segunda Vida que es la Muerte». Quizá fuera más sensato echarle corazón, a lo Pastora Imperio: «Me siento muy triste y rezo mucho por su eterno descanso». Hubo quien intentó ponerle profundidad a la tinta y allí fue Alfonso Osorio, porque «ha muerto un conductor de hombres, sencillamente Franco. Pero ante nosotros tenemos, si queremos cogerlo entre las manos, un gran futuro». El muerto al hoyo y el vivo al bollo, expresado con algo más de brillantez que el petulante Osorio, ansioso, esperando este momento.
«Nada había en él de pasión de poder… Por su comportamiento y por su psicología estaba en los antípodas del dictador». Así lo explicó en ABC su albacea más sentido, el ex ministro Gonzalo Fernández de la Mora. Nadie pudo reprimir una sonrisa, por más que fueran días sombríos y hubiera que disimular.
22 de noviembre de 1975
La convocatoria decía, con extremada precisión, que los procuradores debían estar en el palacio de las Cortes a las doce menos cuarto de la mañana. Así les daría tiempo para sus saludos y bienvenidas, sin dificultar la debida compostura cuando entrara el Príncipe Juan Carlos. También indicaba que todos y cada uno de los procuradores debían llevar chaqué y corbata negra. Salvo los militares, que se presentarían uniformados «de diario» y sin condecoraciones. No se decía nada respecto a los prelados que gozaban de representación en tan alta institución; la Iglesia tenía sus propios protocolos.
Pues bien, los militares todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, fueron en traje de gala y ninguno de ellos olvidó ni una sola de sus medallas y alamares. Con una excepción, el teniente general Manuel Díez Alegría, que las tenía y sobradas, se atuvo a la recomendación y no se puso ninguna. Fue el único que llamó la atención entre tanto fajín. Parecía un patito feo. Con razón decían que era también el único militar medianamente liberal con galones de teniente general. El único.
Tampoco todos los procuradores se presentaron con chaqué y corbata negra. El veterano José Antonio Girón de Velasco, la más genuina representación del llamado «búnker franquista», había venido vestido de azul; no tanto con los arreos falangistas y la camisa vieja que tú bordaste en rojo ayer, como decía el himno de Falange, sino con un traje azul oscuro.
Muerto el Caudillo, ¿quién se iba a atrever a decirles a ellos cómo debían de vestir para recibir a aquel muchacho larguirucho, que si era Príncipe se lo debía exclusivamente al Muerto? Ni siquiera a su padre, sino al Difunto y a ellos, y eso porque el Generalísimo había claudicado ante la insistencia del almirante Carrero. Además se trataba, para mayor evidencia y a todas luces, de la última vez que les pediría algo. Con toda probabilidad a partir de entonces sería él quien mandara y ordenara. Por todo eso y mucho más, aquella solemne mañana del sábado tenía algo de doble funeral, el del Caudillo y el de todos ellos, porque si bien no sabían lo que les esperaba, nada ya sería igual. Habían entrado en el palacio de las Cortes como franquistas y saldrían como juancarlistas. No hay mudanza del mando que no traiga sorpresas. Sin ser unos linces, lo intuían.
El protocolo exigía que fuera el presidente de las Cortes, Rodríguez de Valcárcel, quien recibiera al Príncipe y a su esposa a la puerta de las Cortes. Esto obligaba a que asumiera su lugar en la presidencia del hemiciclo el conde de Mayalde, vicepresidente de la Cámara. No podía darse algo más simbólico. Iba a ordenar silencio y respeto en la inminente entrada a la sala del Príncipe Juan Carlos el hombre que probablemente lo representara todo en la historia del Régimen. José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, lo había sido todo, desde el primer alcalde de Madrid tras el «hemos pasao», hasta director general de Seguridad en los primeros años inciertos de la Segunda Guerra Mundial. Él, y no otro, hizo de anfitrión, amable y obsequioso, de Heinrich Himmler, el máximo jefe de las SS y de la Gestapo en el Tercer Reich, cuando visitó España en 1940. Luego, un poco de todo pero siempre mucho, hasta llegar a vicepresidente de las Cortes, ahora que cesaba Rodríguez de Valcárcel y de alguna manera él se quedaba como testigo y testimonio de su época.
Como invitados extranjeros para la solemne sesión estaba el ovacionadísimo presidente de Chile, general Augusto Pinochet; el rey Hussein de Jordania; el príncipe Rainiero de Mónaco; la esposa del dictador de Filipinas, Imelda Marcos, y para compensar de tanta autoridad cuyo único punto en común eran sus satrapías, los Estados Unidos de América desplazaron a su vicepresidente, Nelson Rockefeller, otro sátrapa pero con distintas formas.
Cuando entró el Príncipe entre aplausos ya estaba colocada a su lado, sobre una historiadísima peana, la Corona y el Cetro, traídos del Palacio de Oriente —aún era de Oriente y no Real—. No tenían más que un valor simbólico visual, porque no se trataba de una coronación estricta sino metafórica, al estilo de la que ya había hecho su abuelo Alfonso XIII, a quien tampoco colocaron aquel enorme aro que tenía nada menos que cuarenta centímetros en su parte más ancha. Lo importante es que se viera la Corona y el Cetro, razón por la cual hubo que cambiar el terciopelo rojo sobre el que estaban expuestos por otro azul. Fue una exigencia de los profesionales de la televisión. Para que se viera mejor.
Después del peculiar juramento como sucesor de Franco en condición de Rey, Juan Carlos, imbuido ya en su papel de jefe del Estado, se dirigió a los procuradores allí reunidos, y por extensión a todos los españoles, con un mensaje que se abría con una obviedad en forma de elogio y se cerraba con otra que era obviedad a secas: «Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea». Con este párrafo se acababa toda mención al Caudillo y cobraba su auténtico valor la afirmación que vino luego: «Hoy comienza una nueva etapa de la Historia de España».
En apenas una hora se había resuelto el dilema de la sucesión. Aquellos señores con chaqué y corbata negra, que habían entrado franquistas y ahora salían juancarlistas, o lo que es lo mismo, aquellos que habían entrado fascistas —porque Franco era el líder único y siempre ejerció de tal— salieron monárquicos. La situación resultaba al mismo tiempo insólita y chabacana; cuando se retiraban los Príncipes Juan Carlos y Sofía convertidos ya en el Rey y la Reina, los procuradores puestos en pie rindieron una ovación, larga y cerrada, a la hija del Generalísimo Franco, Carmen Franco, marquesa de Villaverde, presente en el acto. Los cronistas de entonces creyeron entender que se trataba de un homenaje al Caudillo en la persona de su hija, puesto que a ella se atribuía haber trascrito las palabras de Franco para su Testamento Político.
A la salida, los periodistas fueron preguntando a los procuradores qué les había parecido el primer mensaje de Su Majestad el Rey. Adolfo Suárez estuvo antológico: «Tengo que leerlo con detenimiento. Me ha parecido de extraordinario (sic) en el fondo y en la forma. Era el discurso que esperaba, por la confianza absoluta y la seguridad que tengo en su preparación, y yo diría que en el profundo ensamblaje que existe entre el Rey y el pueblo español».
La primera decisión que tomó Juan Carlos el mismo día que fue Rey, es decir, este sábado 22 de noviembre, fue ceder la Jefatura Nacional del Movimiento. Le correspondía automáticamente por su condición de jefe del Estado que acababa de jurar los Principios del Movimiento. Se la regaló al presidente Arias Navarro, quien no acabó de entender qué quería decir con eso el muchacho al que ellos mismos acababan de coronar.
1 de diciembre de 1975
La primera audiencia que conceda el Rey en su condición de soberano va a ser a José Antonio Girón de Velasco y a su Asociación de Ex Combatientes, el macizo de la raza del franquismo histórico.
Cuando le visiten el presidente del Gobierno, Arias Navarro, y luego el secretario del Consejo del Reino, Enrique de la Mata, les dirá sin tapujos qué es lo que quiere. Les exige que su antiguo preceptor —¡tuvo tantos, y tan poco variados!—, Torcuato Fernández Miranda, deberá figurar en la terna para la elección de presidente de las Cortes.
Se trata de presentar al Rey una terna —fórmula utilizada por el franquismo con reiteración y alevosía, y que le daba a la servidumbre política la impresión de que tenía una parte alícuota de decisión— para que él escogiera quién se hacía cargo de la presidencia de las Cortes, lo que llevaba el añadido de ser a su vez el futuro presidente del Consejo del Reino. Un órgano tan poco usado, que en toda la historia del franquismo sólo hubo dos presidentes del Gobierno, y uno de ellos no necesitó pasar por la terna.
La reunión del Consejo del Reino, cosa insólita, duró seis horas. Cuando propusieron a Arias Navarro, por indicación de El Pardo, apenas llegaron a dos horas y les había sobrado tiempo para charlar de todo. En esta ocasión empezaron casi a las cinco de la tarde, y como la cosa se animaba mucho —no sabemos muy bien por qué dado que las reuniones eran secretas—, a las nueve, sin interrumpirse la sesión, los padres de la patria, que eran dieciséis y que no estaban dispuestos a sufrir, pidieron al bar de las Cortes que les trajera «raciones de tortilla, queso, chorizo, patatas fritas, etcétera», sin olvidarse de «varios cafés y bebidas diversas».
A las once y cuarto de la noche el Consejo del Reino ya tenía elaborada la terna. La formaban Torcuato Fernández Miranda, que había conseguido catorce de los dieciséis votos. Licinio de la Fuente, vicepresidente tercero en el gobierno Arias Navarro, once, y Emilio Lamo de Espinosa,[1] presidente del Sindicato Vertical de Banca, Bolsa y Ahorro, se quedó con seis.
Todo se hacía con unos ritmos desacompasados. Los hombres más comprometidos en la conservación del viejo Régimen iban muy lentos. Los del que se acababa de inaugurar, ansiosamente rápidos. El martes, una representación del Consejo presentó la terna al Rey. Fue a media tarde. Al día siguiente asumía el cargo Torcuato Fernández Miranda.
3 de diciembre de 1975
A las cinco y cinco de la tarde, con puntualidad torera, empezaba su discurso el viejo pero flamante presidente de las últimas Cortes franquistas. Torcuato Fernández Miranda tomaba posesión del cargo con el labio superior algo más levantado que de costumbre, en un rictus irónico y retador que los ilustres procuradores allí reunidos suponían que reflejaba su orgullo tantas veces postergado. Torcuato volvía a mirarles con esa mirada suya, de persona que está de vuelta de muchas cosas. Volvería también a repetir esas frases restañantes que manifestaban el desprecio que sentía hacia Sus Señorías los procuradores. «¿Usted vota, o transita?», dijo en cierta ocasión al conde de Godó, aterrorizado por concentrar en su atorada figura las miradas burlonas de sus colegas. Y la verdad es que no se sabía muy bien quiénes votaban y quiénes transitaban en la monótona historia de aquella Cámara. Cinco veces interrumpieron sus palabras los procuradores en Cortes, los mismos que tantas veces le dieron la espalda cuando en 1974 pasó al ostracismo. Había sido presidente del Gobierno durante cien horas, a la muerte de Carrero Blanco.
Le cesó Franco y su Familia, porque se había creído demasiado su nueva responsabilidad. En su lugar, tras azarosas consultas y tanteos, que pasaron por el ultra falangista Girón de Velasco —a la sazón en silla de ruedas—, por Nieto Antúnez —un almirante de marina tentado por el caballito de mar de la quiebra de Sofico,[2] pero muy amigo de la Familia— y, al fin, por el definitivo, Carlos Arias Navarro, el más fiel a la Familia, que lograba lo más insólito: pasar de ministro de la Gobernación de Carrero Blanco, y por tanto responsable de su seguridad, a sustituto de Carrero Blanco. Optaron por este hombre de mirada fija, bigote recortado y febriles sueños de niño que nunca fueron suyos. Trece días hacía que el indiscutido Caudillo, al que tanto debían y tanto les adeudaba, había fallecido al fin, después de una larga pelea con la parca a la que intentó vencer de igual modo que había ganado sus batallas, con paciencia, agotando al contrario, confundiéndole, corrompiéndole en la interminable espera. Pero la muerte esta vez tenía, si es posible decirlo, intenciones más firmes que el dictador.
A él dedicó Torcuato Fernández Miranda un recuerdo, respetuoso y retador, porque todos esperaban que, para el nuevo presidente de las Cortes, había llegado el momento de pasar factura de los agravios recibidos desde diciembre de 1973, cuando el almirante Carrero ascendía a los cielos, y Torcuato se veía conducido al Banco de Crédito Local, especie de aparcamiento bien remunerado para quienes se les negaba el pan y la sal del futuro político.
Por eso Torcuato recordó a Franco y dijo palabras un tanto vanidosas, o quizá grandilocuentes en la boca de un hombre temido y respetado, pero nunca querido, ni como profesor ni como dirigente, y mucho menos en ese nuevo cargo —presidente de las Cortes— al que Su Majestad le había designado. «Soy un hombre de bien, el pasado no me ata. Pero sí soy fiel a lo que el pasado me ha condicionado», dijo en perfecta construcción germánica. Y entonces recordó también, esta vez sinceramente, al almirante Carrero Blanco, «de quien aprendí grandes lecciones de patriotismo y lealtad, y que con su muerte dio la última lección de su larga vida brillante».
Estaban presentes ministros, ex ministros, gobernadores, amigos, enemigos y aspirantes, y también la llamada «mesa de las Cortes». Después del breve discurso, en el que repitió como en una fuga bachtiana el tema principal con variaciones —«Soy fiel a mi pasado, pero no me ata»—, Torcuato se acercó a su principal adversario, su cesante antecesor en el cargo, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, y le abrazó. Les separaban todas las cosas que hacen la vida de un político: la familia, la cultura, los partidarios, los protectores. Les separaba también la inteligencia y el azar. Rodríguez de Valcárcel había tenido la desventura de que coincidiese el término de su mandato como presidente de las Cortes con la muerte wagneriana de Franco. Torcuato, por su parte, tenía la suerte de que la primera decisión del Rey Juan Carlos fuera que ocupara la vacante que dejaba Valcárcel en la presidencia de las Cortes.
El Rey había sugerido a Torcuato que se postulase para presidir el Consejo de Ministros. Si había que retirar a Carlos Arias, nadie como él podía hacerse cargo de la situación; conocía como pocos el Régimen que acababa de morir, y sabía hacia dónde había que ir para evitar la ruptura política con el viejo sistema. Se conocían, Rey y vasallo, desde hacía veinte años; empezaron como profesor y alumno, y ahora se encontraban en situación similar, aunque invertida. Torcuato rechazó el ofrecimiento de presidente del Gobierno con un gesto que le honra, más por clarividente que por modesto. Aseguran que respondió al Rey: «Prestaré mejor servicio a la Corona presidiendo las Cortes… y el Consejo del Reino». Porque ambos cargos iban pegados como las cabezas de dos siameses; para que la operación posfranquismo fuera exitosa hacía falta mantener los dos cuerpos con vida. Ya llegaría el tiempo de la inevitable operación quirúrgica.
Arias Navarro tenía plena Conciencia de que su principal competidor se apellidaba Fernández Miranda, por eso apoyó entusiasmado la idea de enviarle a la presidencia de las Cortes, demasiado mediatizadas por el Gobierno para que supusieran un peligro inmediato. Le preocupaba, eso sí, que presidiera el Consejo del Reino, órgano enmohecido, que se desapolillaba en históricas ocasiones, pero que en determinadas coyunturas había que contar con él, aunque sólo fuera para disciplinarle. Como no hay felicidad sin riesgo, Arias lo aceptó consciente de que se trataba de un mal menor, que le daba, creía él, algunos años de respiro a la cabeza del ejecutivo.
Arias se emocionó cuando con evidente gesto retador, y con esa voz gutural, que parecía salida más del bajo vientre que de la garganta, Torcuato terminó su discurso con tres gritos que le cogieron desprevenido. «Manifiesto mis sentimientos, expreso mis sentimientos —dijo Fernández Miranda, con una redundancia de catedrático antiguo—, con tres gritos que surgen de mi corazón: ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Arriba España!» Sería la última vez que el nuevo presidente de las Cortes gritara «¡Arriba España!». Y también la última vez que las autoridades del Estado y del Gobierno, allí reunidas, corearan el grito.
7 de diciembre de 1975
Aquel domingo, de buena mañana, salieron a cazar Carlos Arias Navarro y su amigo, confidente y ministro de la Gobernación, José García Hernández. Se dirigieron a Toledo, a la finca La Pinchares, con un frío que no fue capaz de neutralizar el carajillo de Carlos I que cerró el abundante desayuno. Por más que quisieran olvidar sus preocupaciones políticas, los detalles más nimios les devolvían a la palpitante actualidad. Bastante era que estuvieran solos; poder olvidar los últimos acontecimientos obligaba a un esfuerzo excesivo. Para Arias, cazar no sólo significaba un ejercicio físico, sino también la posibilidad de pensar fuera de los despachos, que por su experiencia estaban siempre ligados a las escuchas, los controles o las llamadas inoportunas.
No habían transcurrido treinta horas desde que el Rey, forzando la autoridad y las tensas relaciones que le ligaban al presidente Arias, llamara por teléfono, cuando ya terminaba el Consejo de Ministros, exigiendo se informase públicamente que «confirmaba al señor Arias Navarro como presidente del Gobierno». La comunicación llegó a las dos y cuarto de la tarde y fue como un jarro de agua que escalofrió al gabinete. El Rey les hacía saber que confirmaba al presidente, es decir, que obligaba a sus ministros a presentar la dimisión. En una semana tranquila que auguraba un ejercicio del poder sin mediatizaciones, al modo y manera que soñaba Arias, sin prisas y con largas pausas, la llamada real fue un aldabonazo.
Arias Navarro había logrado controlar la voluntad del Rey; someterla, como gustaba de decir en su lenguaje de ex fiscal militar de la posguerra. Pocas horas después de la muerte del Caudillo Franco se desató una operación política de altos vuelos para retirarle de la presidencia; no fue necesario ni jugar las cartas blindadas del Ejército. Bastó que el entorno de El Pardo cumplimentara a Juan Carlos señalando lo mal visto que estaría desautorizar una decisión del Generalísimo, que todo lo había dado y a quien todos —y es de suponer que repitieron el «todos» varias veces— le debían lo que eran. Y bastó que una comisión de medallas militares, con el fajín impecable del generalato, visitara La Zarzuela para desaprobar las maniobras que pretendían retirar a ese hombre honesto y buen amigo, que gobernaba desde que en el mes de enero de 1974 el Caudillo le imbuyera el carisma, para que nada pudiera hacerse. Bastaba, en definitiva, que hombres de ascendencia en el nuevo Régimen, como el general Alfonso Armada, secretario del Rey y presidente de la Junta Nacional de la Cruzada por la Decencia, considerasen que jubilar a Arias era «un error, un gran error», para que la llamada «Operación Lolita», que explicamos enseguida, se transformara en pasto de historiadores.
En correcta interpretación liberal-parlamentaria, la muerte de Franco obligaba al presidente del Gobierno a presentar su dimisión. Para no hacerlo había dos razones, y a las dos se acogió Arias Navarro sin el menor asomo de rubor. En primer lugar, apelar a la tradición liberal amén de parlamentaria era un solipsismo. Arias, como casi todo el mundo que procedía de la misma época histórica, ni era liberal y menos aún parlamentario. Recurrir a esa tradición revelaba mucha mala conciencia y bastante sentido del humor; pero ni la conciencia ni el humor tienen nada que ver con la política.
Además, Arias se guardaba un comodín en el descarte. Era una historia que había pasado apenas hacía un par de meses, y ya se podía considerar una vieja historia. Cuando pareció irreversible la muerte de Franco —y conste que para muchos sólo lo fue cuando ya llevaba muerto varias semanas—, el Rey Juan Carlos tomó la decisión de enviar al general Díez Alegría, en representación de los Ejércitos, para convencer a su padre, Don Juan de Borbón, de que no escribiera ningún manifiesto que dificultase la restauración de la Monarquía en la persona de su hijo. La gestión se hizo sin consulta alguna por parte de Su Majestad. Arias Navarro, que podía tragárselas dobladas si se trataba del Generalísimo, no estaba dispuesto a repetir la experiencia con el bisoño Rey. Y montó en cólera. Cólera que luego, sintiéndose fuerte, transformó en dimisión por escrito, y que, al comprobar que Juan Carlos estaba en difícil situación, derivó en «dimisión irrevocable». Con Franco moribundo, y un deterioro general de la situación política, no hacía falta ser Winston Churchill para darse cuenta de que Arias no podía dimitir sin causar un trauma, de irreparables consecuencias para la Corona. Allí fue el marqués de Mondéjar, jefe de la Casa del Rey, con instrucciones minuciosas de llegar hasta donde fuera necesario para convencer a Arias de que no dimitiera.
Arias acumulaba en su persona la suficiente historia privada y pública para conseguir ser cruel, y con el marqués de Mondéjar parece que lo fue en demasía. No sólo mantuvo la dimisión durante varios días para «escarmentar al Borbón», según se decía en el crepúsculo de la dictadura, sino que además le obligó a disculparse de una forma que no se sabe muy bien si fue sadismo político o sencillo desprecio. Desde aquel día, en que las canas del marqués grisearon un poco más y Arias Navarro creció unos centímetros en seguridad y aplomo, el presidente consideró que si había sido nombrado por Franco en enero de 1974, según estipulaba la Ley Orgánica era presidente por cinco años, mientras él no decidiera lo contrario.
A los ingenuos talentos políticos que rodeaban La Zarzuela a la muerte del Dictador se les había ocurrido la humorada de que Arias presentaría su dimisión, y el Rey podría empezar su hacer político con un nuevo presidente. Incluso discurrieron un sustituto, José María López de Letona y Núñez del Pino, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos; un tecnócrata que había ocupado la cartera de Industria en el gobierno formado por Franco tras la crisis de octubre de 1969, que supuso la victoria del Opus Dei, y de quien se podía decir, como máxima virtud, que nunca había sido demasiado de nada, aunque siempre estuvo en todas partes. Filosófica reflexión que indica sin saña la conclusión más evidente: los asesores de Juan Carlos anteriores a Fernández Miranda eran consejeros áulicos, no en sentido goethiano sino en el físico: estaban sentados en la Corte. A la operación de colocar a López de Letona en la presidencia del Gobierno algún gracioso la llamó «Operación Lolita», lamentablemente no en honor de Nabokov, que escribió un homenaje a la pasión senil con tan feliz título, lo que hubiera sido un rasgo talentudo, sino a causa de otra no menos genial operación anterior, también frustrada, que tuvo como protagonista a Gregorio López Bravo, otro ingeniero y ex ministro, a la que llamaron machadianamente «Lola».
Es casi seguro que Torcuato consideró esta operación como obra de aficionados. Si Arias no estaba dispuesto a presentar formalmente la dimisión, había que provocar al menos la de sus ministros. No debió de ser fácil mencionar la «confirmación de Arias en la presidencia del Gobierno» a la opinión pública, porque los periódicos del momento parecían haber perdido la brújula; unos señalaron el día 3 como el de la confirmación y otros el 5. En realidad no existió tal confirmación más que cuando el Rey forzó las cosas y comunicó, en el último cuarto de hora del Consejo de Ministros, que Arias seguía siendo presidente, y que en pura lógica los ministros debían dimitir.
Arias está atornillado al poder porque Franco le había nombrado para cinco años, y el Rey para él no supone ningún cambio en la naturaleza del régimen. Por eso va a cazar seguro de sí mismo, aunque algo disgustado por los moscones impertinentes que traen malos augurios. La caza en la finca La Pinchares fue mediocre; Arias no logró concentrarse en las piezas, y además su pareja no hacía más que tocar el mismo tema: «Los ministros han dimitido y Torcuato Fernández Miranda ha pedido verte mañana para charlar». No se le escapa que entre las dos cosas hay relación. García Hernández ejerce de ministro de la Gobernación y conoce muy bien los pasos que ha venido dando Torcuato. No se puede decir que Arias estuviera nervioso ante la expectativa de recibir a Torcuato; le preocupa, eso es todo. No es fácil entender al nuevo presidente de las Cortes, con esa risa astur-galaica que no sabe si se ríe porque algo le hace gracia o porque el interlocutor merece carcajadas. Arias ha jugado mucho al mus con los paisanos de Asturias, durante el verano en su residencia de Salinas, pero la risa de Torcuato le llama la atención porque suele llegar a destiempo.
Los dos cazadores vuelven a Madrid pronto. Se han levantado con el alba y Arias tiene que preparar la audiencia con el Rey del día siguiente, por la mañana, y la visita de Torcuato, por la tarde. Piensa que no va a ser fácil la conversación, y que le va a condicionar la formación del nuevo Gobierno; no está dispuesto a ceder. Por propia iniciativa y alentado por el Rey, querrá llegar lejos en la incorporación al Gobierno de hombres ayer marginados. Pero achicarse ante la presión, nunca.
El chalet de Arias en las afueras de Madrid parecía abandonado cuando llegó Torcuato. Empezaba a anochecer, y no era fácil distinguir el rótulo «La Chiripa» que da nombre a la casa; diciembre no es el mejor mes en Castilla para hacer visitas. Arias cree que Torcuato trae en el bolsillo de su traje, de corte tan antiguo que se imagina ganado en unas oposiciones, la lista de ministros que han elaborado el Rey y él. «Si creen que voy a ser como Eduardo Dato con Alfonso XIII —piensa—, van a llevarse un buen susto». Pero se sorprende porque Torcuato asiente y ratifica cada una de sus propuestas ministeriales. Sólo al final, con una voz que parece una orden y quiere ser un consejo, Torcuato musita: «Quería hacerte una sugerencia».
Y la sugerencia era que ese muchacho que presidía la asociación Unión del Pueblo Español, la UDPE, debía ser ministro del Movimiento. Se llama Adolfo Suárez. Arias no tuvo más argumento para rechazarle que decir: «¡Imposible! Franco me pidió expresamente que Pepe Solís ocupara ese cargo cuando murió Herrero Tejedor, y cesarle sería desautorizar su última voluntad política». Arias no debía de estar muy convencido porque aceptó cuando Torcuato le señaló que no debía retirarle de ministro. «¿Por qué no le pasas a Trabajo?»
Realmente Arias no se lo esperaba. Que Torcuato propusiera a Solís como ministro de Trabajo le agradó; el cargo lo ocupaba Fernando Suárez, un discípulo de Torcuato en la Universidad de Oviedo, por el que Arias no sentía gran simpatía en aquellos meses, dado su carácter impertinente, que había llegado en alguna ocasión a interrumpir su intervención en los Consejos de Ministros porque alguien estaba distraído hablando de otra cosa: «O se callan ustedes o no sigo». Ya se sabe que esas cosas no agradan a nadie y menos al que preside el Consejo, que es en definitiva el que dice la última palabra. Además, Fernando estaba enquistado con el Rey, porque se le hacía responsable de una frase, a propósito de Juan Carlos, cuando Arias amenazó con dimitir por la iniciativa real de enviar a Díez Alegría a entrevistarse con su padre: «A ese chico —dijo Fernando refiriéndose a Juan Carlos— hay que darle una lección».
Todos contentos. Defenestrar a Fernando Suárez concitaba unanimidades. Cuando Torcuato abandonó el chalet de La Chiripa, Suárez ya era ministro secretario general del Movimiento. Fernando, a quien los francólogos acusaban de explotar en demasía sus propios éxitos, vería su carrera metida en vía muerta. Unos meses después, el Rey Juan Carlos le nombraba procurador por decisión real; pelillos a la mar, y la mar estaba llana como un plato —tanto, que uno no podía avanzar en la calma chicha—. Ahí terminó un hombre que se apellidaba Suárez González, como Adolfo.
13 de diciembre de 1975
No era todavía la hora del Ángelus y el ex ministro García Hernández ya pronunciaba las palabras de despedida en nombre del anterior gabinete. Las frases sonaban frías, protocolarias, como no podía ser menos cuando unos se despiden y otros toman posesión. Era sábado y llovía. De uno en uno fueron jurando ante el Rey, un poco envarados porque en aquel momento pasaban a la historia como el primer gobierno de la Monarquía. Lo hicieron por estricto orden jerárquico, como debía ser, aunque hubo uno, Arias Navarro, que no se consideró obligado a repetir su juramento, y que asistió preocupado a aquella puesta en escena, con la leve sospecha de que estaba destinada a retirarle el papel de primer actor.
Las prima donnas del nuevo Gobierno tenían nombres muy mencionados en los últimos meses: Manuel Fraga y José María de Areilza. Fraga, en Gobernación, con categoría de segundo vicepresidente del Gobierno, se consideraba en el mejor momento político, después de sus experiencias a la cabeza de dos sociedades anónimas —FEDISA, Federación de Estudios Independientes, y GODSA, Gabinete de Orientación y Documentación—, creadas para repartir dividendos políticos. Estaba un poco desengrasado de la máquina administrativa, porque después de su cese como ministro, en octubre de 1969, su mayor preocupación había sido viajar e informarse. Por su parte, Areilza, nuevo ministro de Asuntos Exteriores, alcanzaba un sueño que le llegaba demasiado tarde; con sesenta y seis años no es fácil guardar alguna ilusión que pueda convertirse en realidad. Conde consorte de Motrico tras su matrimonio con Mercedes Churruca, conformaba el prototipo de animal político de la derecha española; tenía un pasado inequívocamente franquista, por ser el enlace de Mola en los primeros momentos de la guerra y también por sus proclamas como primer alcalde en el Bilbao posrepublicano. En un momento espléndido de su carrera, ya embajador de Franco en París, dimite y se dirige a Estoril para dedicarse a aconsejar a Don Juan de Borbón. A partir de aquel momento, la derecha española franquista le odiará, le temerá o le ridiculizará, pero nunca le considerará su genuino representante. Estaba más cerca, por su cultura y su manera de actuar, de los políticos del siglo XIX que de los hombres de empresa del siglo XX.
A distancia de las dos figuras que concentraban los focos aparecen los segundos con futuro: Alfonso Osorio (ministro de la Presidencia), Juan Miguel Villar Mir (Hacienda), Leopoldo Calvo Sotelo (Comercio), Virgilio Oñate (Agricultura), Rodolfo Martín Villa (Sindicatos), Francisco Lozano (Vivienda), Antonio Valdés (Obras Públicas) y Adolfo Suárez González (Movimiento). Aunque la vía hacia el futuro no les iba a ser fácil, cinco de ellos tenían la ventaja de ser ingenieros de Caminos (Villar Mir, Calvo Sotelo, Oñate, Lozano y Valdés), y los otros tres no lo necesitaban. Osorio llevaba postulando un ministerio desde 1965, cuando el entonces vicepresidente del Gobierno, general Muñoz Grandes, habló en tal sentido al ministro de Trabajo, Jesús Romeo Gorría, insistiéndole en lo bien visto que estaba el joven abogado del Estado, Alfonso Osorio García, por su suegro, el ex ministro de Justicia y ex presidente de las Cortes, Antonio Iturmendi, y por el propio Franco; en esta ocasión era el único del Gabinete que podía decir que estaba allí porque se lo había pedido el Rey a Carlos Arias Navarro. Tanto Rodolfo como Suárez huelgan de presentación, su significado político estaba fuera de dudas.
Luego figuraban los hombres-institución: Antonio Garrigues Díaz-Cañabate (Justicia), que con setenta y un años representaba el derecho por tradición familiar, y la diplomacia, tras sus servicios en las embajadas de Washington y la Santa Sede, por sus silencios bien guardados. Los tenientes generales De Santiago y Díez de Mendívil, Álvarez Arenas y Franco Iribarnegaray, junto al almirante Pita da Veiga, encarnaban al Ejército, y sus nombramientos, como pasaba siempre, respondían a razones de tipo castrense no mensurables con el mismo código de los civiles; sí se puede decir que reflejaban la continuidad en el mando y poco más. José Solís, por su parte, era una reliquia del pasado, lo que no le restaba experiencia y capacidad maniobrera.
Se consideraban honorables figuras de relleno al ministro de Educación, Carlos Robles Piquer, fraguista por familia y devoción; Adolfo Martín Gamero (Información y Turismo), diplomático de carrera desde 1945, y Carlos Pérez de Bricio, discreto funcionario del Cuerpo de Aduanas, que con el tiempo intentaría, sin mucho éxito, aspirar a la categoría de Político con mayúscula. El Gobierno estaba más cerca del Rey que de su presidente, y su rasgo más notable es que llevaba en sí el germen de su destrucción: cada uno estaba en él por razones diferentes.
Antes de que terminara la toma de posesión del Gabinete, hasta los invitados menos perspicaces se dieron cuenta de que con aquel Gobierno se abría la interinidad de Arias, y se disparaba el tiro que lanzaba a los ministros-atletas a la carrera por sustituirle. El gran ausente del pasteleo era el democristiano Federico Silva Muñoz, demasiado seguro de su futura chance como baza de recambio para competir en aquel avispero. Las condiciones que puso para su incorporación al Gobierno fueron tan onerosas que lo hicieron imposible. Arias, buen conocedor de los gustos de la clase política franquista, le temía más que a ninguno, y no se equivocaba pues sería el más solicitado a la hora de su reemplazo.
A los comentaristas de aquel día 13 de diciembre les pasó desapercibida la visita del embajador de Estados Unidos, Wells Stabler, al presidente Arias, unas horas antes de hacerse pública la lista del Gabinete. Es de suponer que Stabler, que viajaba a Londres para reunirse con el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger y los embajadores USA en Europa, quisiera tener una buena radiografía del inminente Gobierno español.
También pasaron desapercibidas dos gestiones militares de altos vuelos; una que se saldaría con éxito y la otra con un aplazamiento. El general Sabino Fernández Campo, asturiano como Torcuato Fernández Miranda, interventor militar, diplomado en Economía de Guerra y cursillista en el Industrial College de Estados Unidos, pasaba a ocupar la subsecretaría de la Presidencia del Gobierno, a pocos centímetros del estrado que sostenía a Arias Navarro, y junto a Alfonso Osorio. Cuando Suárez sea presidente y el general Alfonso Armada se haga merecedor del relevo en la secretaría del Rey, Sabino le sustituirá durante varios años. La gestión que no pudo cerrarse, aunque se aplazó, a tenor de acontecimientos posteriores, fue la colocación del comandante general de Ceuta, general Gutiérrez Mellado, como ministro militar.
En la segunda semana de diciembre, meteorológicamente borrascosa, comentar y atisbar la situación política exigía escuchar cómo crecía la hierba. Acostumbrados a tener el oído fino en el anterior régimen, los comentaristas no percibían que las cosas habían cambiado en algo: la historia se sofisticaba y las interpretaciones tenían que hacerse cuando se consumaban los hechos, no cuando se iniciaban. La realidad se convirtió en engañosa. Parecía como si algún aprendiz de brujo intentara crear pistas falsas para confundir nuestras lineales inteligencias.
27 de diciembre de 1975
La sede principal del Movimiento Nacional estaba en el gran edificio de Alcalá, 44, hoy Círculo de Bellas Artes, entonces dominado por un inmenso «yugo y flechas», el emblema de la Falange y del Movimiento Nacional, que ocupaba la fachada; la misma desde la que Serrano Súñer en 1940 gritó a una masa convencida y desaforada: «¡Rusia es culpable!». Aquel 27 de diciembre de 1975, los funcionarios que asistían, impecables, a la puesta de largo del equipo de Adolfo Suárez en la Secretaría General, estaban disgustados por el encabalgamiento de festejos. No se le ocurría a nadie proponer, para la toma de posesión, una fecha entre Nochebuena y Fin de Año, a menos que se tuviera mucha prisa y considerable desprecio por las sacrosantas tradiciones familiares. En fin, no había más remedio que asistir, y dejaron de murmurar cuando todos a una recordaron que al señor ministro se le acababa de morir su suegra y no daba muestras de haberse enterado.
El ministro secretario del Movimiento Nacional tenía prisa: quería que su equipo tomara posesión y empezara a rodar. Había nombrado vicesecretario a Ignacio García López, cuando los expertos creían que el hombre destinado a número dos del ministro sería Eduardo Navarro. Adolfo ejercía en 1963 de jefe de la Asesoría Jurídica en la Delegación de la Juventud del Movimiento Nacional, entre otras muchas cosas, y allí conoció a Ignacio, que hacía de secretario general del delegado, Eugenio López y López; le impresionó su discreción, su modestia y el que debiera todo al Movimiento franquista, hasta la carrera de Políticas que había cursado gratis total. Los últimos en salir, los que apagan la luz y dejan atrás los edificios vacíos, no suelen pasar a la historia. A Ignacio García López le tocaría siempre hacer de furgón de cola: el último jefe del Frente de Juventudes falangista, el último comisario del SEU —sindicato universitario falangista—. Y también acabaría siendo el último ministro secretario del Movimiento Nacional así que pasase un año.[3]
El resto del equipo lo componía el secretario general técnico, Eduardo Navarro, un veterano en las relaciones con Suárez, porque se habían conocido en la adolescencia política, cuando Navarro era un joven falangista de prestigio y con un futuro prometedor y Suárez, un chico de provincias que quería colocarse en política; el gerente de servicios, José Luis Graullera Mico, al que Suárez había descubierto su habilidad en los negocios escabrosos; y dos mujeres, solteras ambas y muy distintas. La delegada nacional de Cultura, Carmen Llorca, personaje curioso por su seriedad y rigor, conservadora templada y estudiosa del siglo XIX español con especial delectación en Cánovas del Castillo. La otra, Carmen Díez de Rivera, hija de la marquesa de Llanzol, dama postinera en el Madrid eterno, amante de Serrano Súñer y amiga de Ortega y Gasset. Carmen Díez no duraría mucho en la secretaría personal de Adolfo, pero sí lo suficiente para proporcionar al ministro una información documental, que con el correr del tiempo le sería imprescindible: qué eran y qué opinaban los partidos políticos ilegales; es decir, todos. Un mes más tarde se cerraría el equipo con la incorporación de Manuel Ortiz en la Delegación de Provincias.
El personaje menos desconocido del nuevo equipo de Adolfo, si exceptuamos a la historiadora Carmen Llorca, figura episódica en el entorno suarista, era Eduardo Navarro. Había sido uno de los cerebros de la XX Centuria de Falange en los años cincuenta, y estaba considerado como un joven con mucho futuro si su cultura y su talento analítico lograban vencer una timidez a prueba de políticos. Durante los meses que figure como secretario general técnico oficiará de «cerebro gris» de las operaciones reformistas, y redactor reiterado de los discursos del ministro. Cuando Adolfo ocupe la presidencia del Gobierno, este hombre, de quien todos sospechaban que estaba llamado para importantes empresas y que había recorrido diferentes niveles del escalafón del poder, será apartado. Quizá porque carecía de fe en Adolfo Suárez presidente. Es sabido también que a nadie le gusta que le recuerden, aunque sólo sea con su presencia, las medallas que ganó con los méritos de otros.
19 de enero de 1976
Adolfo contempla con un puntillo de envidia cómo el Consejo Nacional del Movimiento, esa especie de Senado del franquismo, elige a Antonio José Rodríguez Acosta para cubrir la vacante que dejó, con su trágica muerte, su antiguo protector Herrero Tejedor; formaba parte del grupo de «los 40», un núcleo de «grandes budas», conocido así porque era un residuo de los nombramientos directos de Franco. A la muerte del Dictador se había llegado a regular el procedimiento de una manera harto curiosa. Cuando se producía una vacante por fallecimiento, dado que se trataba de consejeros que sólo cesaban por razones biológicas al alcanzar los setenta y cinco años, se reunían los treinta y nueve restantes y elaboraban una terna, de donde posteriormente el pleno del Consejo Nacional cooptaba a uno para cubrir el hueco.
La simple enumeración de algunos nombres de consejeros de «los 40» da idea del significado y personalidad del grupo: Antonio Iturmendi (suegro de Alfonso Osorio), José Luis Arrese, Alfonso Pérez Viñeta, Mariano Calviño de Sabucedo y Gras, Jesús Suevos, Torcuato Fernández Miranda, Jesús Fueyo, José Antonio Girón de Velasco, Laureano López Rodó, Antonio María de Oriol y Urquijo, Gabriel Pita da Veiga, los Primo de Rivera, e incluso el propio presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro. Pertenecer a esta sociedad limitada estaba entre los sueños de cualquier joven político del sistema: entrar en ella se consideraba la canonización política en vida. Todo aquel que estuviera limpio de polvo y paja, de adherencias liberaloides y dudosas, aspiraba a penetrar en «los 40». Era, en fin, la garantía de un «pata negra» franquista.
Adolfo había hecho gestiones para que se le incluyera en la terna, y le aconsejaron, quienes estaban en condiciones de hacerlo, que no había llegado su momento; que esperara, que ya llegaría su hora. La pelea iba a ser muy dura entre el ex ministro de la Gobernación, José García Hernández, y el joven Rodríguez Acosta. El otro candidato, Emilio Lamo de Espinosa, carecía de posibilidades.
Quienes asesoraron a Adolfo conocían muy bien lo que se cocía. García Hernández, el amigo y confidente del presidente del Gobierno, Arias Navarro, creía tener méritos sobrados para ganar y fue derrotado por Rodríguez Acosta. La lección estaba clara: el Gobierno tenía en el Consejo Nacional a una matrona pendiente de sus pasos, dispuesta en todo momento a hacer valer sus derechos históricos y sus viejas medallas.
28 de enero de 1976
Se sella la alianza entre el ministro de la Presidencia, Alfonso Osorio, y el ministro del Movimiento, Adolfo Suárez. La formalizan de la mejor manera, con un decreto, según el cual nadie mejor que Suárez para ocuparse de los asuntos que se refieran a la cartera de Osorio.
El viaje que inicia Alfonso Osorio, el hombre del Rey, a Estados Unidos les obliga a ponerse de acuerdo y el Boletín Oficial del Estado publica la orden. Adolfo Suárez se hace cargo del Ministerio de la Presidencia en ausencia de su titular.
11 de febrero de 1976
La noticia llevaba diez días circulando por las páginas de los periódicos, y sin embargo pasó desapercibida. Se había creado una Comisión Mixta de miembros del Gobierno y del Consejo Nacional para organizar la «Reforma Política». La idea partió de Adolfo Suárez como gesto adulador a la irresistible figura de Torcuato Fernández Miranda, quien ya la había ensayado —sin éxito— en su época de ministro del Movimiento (1969-1973). Ahora la sacaba del baúl de los recuerdos quien aspiraba a ser su discípulo, para demostrar que estaba dispuesto a seguir puntualmente sus enseñanzas.
Por parte del Gobierno la formaban Carlos Arias Navarro, Adolfo Suárez, Fraga Iribarne, Villar Mir, Areilza, Garrigues, Martín Villa, Solís, Osorio y el general De Santiago. Por el Consejo: Girón, Fueyo, Primo de Rivera, García Hernández, Ortí Bordás, Sánchez de León y la mirada irónica de Torcuato, oficiando de maestro de ceremonias. Dieciocho nombres para la reforma, como gustaban de escribir en los papeles. La noticia se había hecho pública el día 1, pero nadie en la calle perdió un minuto en comentarla. Otro hecho más humano, más directo y más cargado de significado acaparó todas las opiniones: Carmen Polo, la viuda del Caudillo, abandonaba ese día el palacio del Pardo. Quienes tenían imaginación cinematográfica pensaron que se cerraba una etapa histórica.
Hubo que esperar al 11 de febrero para que la reunión de la Comisión Mixta concentrara toda la atención. Las tareas de la comisión estaban dirigidas a preparar y discutir tres leyes: la Constitutiva de las Cortes, la Ley de Sucesión y la de Asociación Política. Pero desde el primer momento, Arias Navarro dejó bien claro su proyecto de futuro: «Yo lo que deseo es continuar el franquismo. Y mientras esté aquí o actúe en la vida pública no seré sino un estricto continuador del franquismo en todos sus aspectos, y lucharé contra los enemigos de España, que han empezado a asomar su cabeza».
Estas palabras, recogidas puntualmente por Areilza en su Diario de un ministro de la Monarquía, parecían creíbles, e incluso considerablemente limadas, a tenor de los acontecimientos posteriores. Arias Navarro, que en definitiva iba a ser el agente de tráfico que concediera luz verde o roja, solía señalar en público su pensamiento político con meridiana concisión: «Las reformas constitucionales serán las necesarias y oportunas». Es decir, las que él decidiera. La Comisión Mixta semejaba un vehículo de lujo, pero lleno de averías que Arias no estaba dispuesto a reparar.
13 de febrero de 1976
El embajador de Estados Unidos, Wells Stabler, visita a buena hora de la mañana al ministro del Movimiento, Adolfo Suárez. Con la red informativa y el olfato que caracterizan a los embajadores de Estados Unidos, Stabler está interesado en conocer al hombre que frecuenta con tanta regularidad al Rey Juan Carlos.
Stabler, con su fabulosa capacidad auditiva, tiene conocimiento de que el pasado día 2 Adolfo Suárez realizó dos gestiones llamativas: visitó al Rey y le sugirió que el hombre idóneo para sustituir a Arias Navarro era Torcuato Fernández Miranda; luego cesó al influyente delegado de Prensa del Movimiento, Emilio Romero, el mismo que tenía bajo su mando la poderosa cadena informativa del Movimiento, encabezada por su diario emblemático Arriba. Allí donde había escrito un encomiástico artículo de bienvenida al presidente de las Cortes, don Torcuato, en el que deslizó unas frases sibilinas que Suárez, con razón, interpretó como dirigidas a él mismo: «Otra de las cosas que se leen estos días es el deseo de hombres nuevos. Naturalmente, se dice esto desde tribunas críticas, de aspiración o de oposición. Y lo más razonable será también pedir hombres nuevos en la misma crítica, en la aspiración y en la oposición, que están llenos estos gremios de caras antiguas y de hombres que han esperado demasiado».
Probablemente las dos decisiones no estaban encadenadas más que en el tiempo, pero los embajadores son gentes que no pierden oportunidad de aprovechar lo que saben.
20 de febrero de 1976
Se reúne el Consejo de Ministros. El presidente Arias Navarro empieza a sentirse acosado. No le falta razón para pensarlo, ni a sus ministros para mostrarlo. El frente de batalla es múltiple, y el presidente, acostumbrado a utilizar la firmeza para frenar las iniciativas, quiere construir un muro de contención en torno a la Comisión Mixta para que no se le vaya de sus manos. Aprovechando la Ley de Secretos Oficiales, que se le había ocurrido a Fraga durante su época de ministro de Información y Turismo con Franco, y por eso llevaba fecha de 5 de abril de 1968, se declara todo lo referente a la Comisión Mixta como «materia reservada» y, por tanto, no susceptible de ser comentada en los medios de comunicación.
A partir de ese momento, la prensa no podrá utilizar más que las comunicaciones oficiales. La «Reforma Política» se clandestiniza desde el mismo Gobierno. Dos días antes del decreto, el secretario del Consejo Nacional, Baldomero Palomares, señalaba que las discusiones sobre la Reforma eran tan francas y abiertas que no parecía posible declararlas secretas. Pero lo fueron.
1 de marzo de 1976
Como si el mundo girara según el esquema de Galileo,[4] y la vida, al fin y al cabo, no tuviera más sentido que barajar impresiones sobre el tiempo perdido, la más alta institución de la política española tras la jefatura del Estado, el Consejo del Reino, se reunía una vez más. Desde que Torcuato Fernández Miranda se había hecho cargo de su presidencia, las cosas habían cambiado. Utilizando como recurso el texto de la Ley Orgánica del Estado franquista, Torcuato logra vender con éxito a los consejeros que este organismo debía tener vida, y ser el orientador permanente de la situación política. Había llegado el momento de dejar como antiguallas las reuniones para paliar situaciones graves; a partir de entonces, el Consejo se reuniría cada quince días y seguiría atentamente la evolución del acontecer político.
No le fue fácil a Torcuato alimentar políticamente al Consejo del Reino para que no se interpretaran de mala manera —o lo que es lo mismo, en su auténtico y sibilino objetivo— sus quincenales reuniones. Todo tipo de documentos, de mayor o menor cuantía, fueron desmenuzados por los ilustres y probos consejeros. Uno de ellos consistió en la conveniencia de prolongar la vida de la última legislatura franquista. La idea, torcuatesca por supuesto, había conseguido la aprobación de Carlos Arias Navarro y del Rey. Torcuato se la había expuesto a ambos durante un almuerzo celebrado en la vecina sierra de Navacerrada, el 13 de enero. O se prolongaba la vida de las Cortes que había, o se debía convocar elecciones. Y en tal caso, ¿cómo se harían las elecciones? ¿Del mismo modo que en la época de Franco o con algunas variantes? ¿Qué variantes y cómo se regulaban dichas variantes? No parecía factible hacer todo eso en aquellos meses de tránsito entre el franquismo y el posfranquismo, entre la Dictadura y la Monarquía. Demasiados problemas acumulados para encima abordar unas nuevas elecciones con los viejos esquemas dictatoriales. ¿Cómo se pasaba de una democracia orgánica, que es como Franco denominaba a su sistema, a una democracia a secas? Torcuato tenía su idea y su plan, y pasaba por las Cortes, pero necesitaba su tiempo.
Por tanto, lo más idóneo era dejar las cosas como estaban y prolongar las últimas Cortes franquistas. Para esto, además de la aprobación del Rey y de Carlos Arias Navarro, era pertinente el visto bueno del Consejo del Reino. La composición del Consejo facilitaba la discusión atemperada y las cosas rodaban con cierta facilidad. Allí estaban los más importantes personajes del viejo Régimen. En función de su cargo asistían: Manuel Lora Tamayo, presidente del Instituto de España; el veterano eclesiástico Pedro Cantero Cuadrado, y los militares Carlos Fernández Vallespín y Ángel Salas Larrazábal; el presidente del Tribunal Supremo, Valentín Silva Melero, y el presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo.
El Consejo del Reino había sido imaginado por Franco como la máxima expresión de la concentración de poderes y la más alta institución después de él mismo. Tenía que dar su consentimiento a todas las decisiones históricas, incluidas la elaboración de ternas para cargos de máxima representación y había de «ser oído» para destituir al presidente del Gobierno. También era preceptivo para formar la terna que le sucedería. Era la piedra angular del Régimen; nada importante por sí misma, pero fundamental si se quería no provocar rupturas.
Además de los consejeros en función de sus cargos digitales, estaban los «representativos». Elegidos por el Consejo Nacional del Movimiento figuraban Girón de Velasco y Miguel Primo de Rivera; por los Sindicatos, Dionisio Martín Sanz y Luis Álvarez Molina; por las Administraciones locales, Araluce Villar; en la representación familiar, eufemismo de los procuradores en Cortes, Joaquín Viola Sauret y Enrique de la Mata Gorostizaga; y por último, los representantes de las Cámaras Oficiales, Íñigo Oriol, y de las Universidades, Ángel González Álvarez. En total, dieciséis hombres sobre los que pesaba el destino del país; no tanto porque lo sintieran, cuanto porque su opinión era imprescindible para avanzar en la vía que los «programadores» habían marcado.
Con rigurosa puntualidad se veían dos veces al mes. Nadie puede imaginar el contento de los consejeros del Reino, sabedores de su importancia, cuando se reunían quincenalmente para poner la lupa sobre la marcha de la historia de España. Torcuato les había convencido de su peso, y descubrieron lo que Franco les había escamoteado: todo se podía hacer con ellos, y poco sin ellos.
3 de marzo de 1976
Vitoria, una ciudad que había dejado de ser historia desde la batalla contra los franceses el 23 de junio de 1813, y que fue antirrepublicana el 18 de julio de 1936, ocupaba de nuevo un lugar en la historia intestina de España. Se había declarado la huelga general. La violenta actitud de la policía se saldó con cinco obreros muertos y más de cien heridos, cuarenta y cinco de ellos por bala.
La noticia llegó cuando estaba reunida la Comisión Mixta Gobierno-Consejo Nacional. Las ausencias de tres ministros (Fraga, Solís y Areilza) a causa de viajes o indisposiciones, y la de Girón por cuestión de principios, no evitó que se discutieran las decisiones a tomar para afrontar el futuro. López Bravo acababa de intervenir contra la legalización de las organizaciones marxistas. Los hombres de filiación netamente falangista se habían acalorado porque no estaban dispuestos a ceder las siglas de Falange Española a cualquier grupo de desaprensivos; estaban convencidos de que su crédito electoral iba a ser enorme.
Mientras Fraga viajaba a Alemania, y Areilza pasaba dos «días envuelto en los cendales de la gripe que obnubila el entendimiento e hipoteca la voluntad», según dejó escrito en su diario cual si fuera Madame de Sévigné, Adolfo Suárez abandonaba la reunión y se proponía ensayar su capacidad de hombre de gobierno. Y aunque era preceptivo que la cartera de Gobernación pasase automáticamente al ministro del Movimiento, en ausencia del titular, tampoco tenía a su lado al «socio», Alfonso Osorio, porque había muerto su suegro, nada menos que el gran Iturmendi, y el ministro de la Presidencia no estaba para otra cosa.
Adolfo teledirigirá el funcionamiento de las Fuerzas de Orden Público después de la matanza, sin más objetivo que evitar nuevos conflictos y más derramamientos de sangre. El saldo fue positivo, quizá mucho más para su uso particular que para el de los ciudadanos de Vitoria. A partir de entonces no se cansará de relatar al Rey, a los ministros y a todos sus colaboradores, las eficaces disposiciones que tomó para neutralizar el multitudinario funeral por las víctimas.
Por su parte, el Rey quedó vivamente impresionado de la minuciosidad y el talento expositor de que hizo gala Adolfo Suárez, eventual ministro de la Gobernación, y hubo de repetir su relato en algunas audiencias privadas de entonces.
8 de marzo de 1976
El matrimonio Suárez invita a su casa al matrimonio Fernández Miranda. Se trata de una cena.[5] Es claro que estamos en las escenas definitivas de tanteo de Torcuato sobre Adolfo Suárez. Es su candidato y le está preparando para que lo asuma. Tratándose de dos personas abstemias de todo lo que sea interés por la cocina, la gastronomía, los vinos y las demás zarandajas que gozamos los gentiles, cabe concluir que Torcuato entró al trapo a la primera oportunidad y que Adolfo estaba preparado ya para la embestida.
En primer lugar le felicitó por su actuación ante los hechos de Vitoria, especialmente por no haber sido partidario de declarar el estado de excepción. En una situación bastante más difícil, Torcuato tampoco lo hizo, aunque fue presionado en ese sentido y supo evitarlo. No se podía comparar la muerte en atentado terrorista del almirante Carrero Blanco con los incidentes de Vitoria, pero le felicitó.
Torcuato tenía conocimiento de la sugerencia de Adolfo al Rey señalándole como el candidato más idóneo para sustituir a Arias, y esperó a que Adolfo se la repitiera. Cuando lo hizo, le espetó: «¿Y por qué no tú?». Y Adolfo siguió hablando, como si no se hubiera dado cuenta de las palabras del presidente de las Cortes. No fue necesario más, porque esas cosas no se olvidan. Ya había tomado nota, por algunos detalles evidentes, de que empezaba a ser considerado «el candidato», pero esta vez Torcuato, sin comprometerse demasiado, le había tentado con la perspectiva de un futuro presidencial.
En sus apuntes dejó escrito Torcuato: «Su reacción me impresionó, pues no dijo, ni por cortesía, “Hombre, no”. Se calló, lo aceptó como posible y se hizo rápidamente a la idea. Pero lo que me impresionó fue su mirada, como si en el fondo de ella estallara el sueño de una ambición… En política la ambición no es mala, y mi influencia y poder sobre él eran indudables».[6]
A partir de aquella cena íntima y matrimonial, Adolfo se someterá día tras día a la orientación política de su mentor, con fidelidad de aspirante y con la convicción de que Torcuato podía ayudarle a colmar esa «insaciable codicia de poder» que le había delatado en la mirada.
29 de marzo de 1976
Torcuato Fernández Miranda recibió en su despacho de la presidencia de las Cortes al ministro del Movimiento. Los colaboradores de Adolfo comentaron después que en esta ocasión Torcuato se explayó sin tapujos sobre el Proyecto de Reforma. No enseñó todas las cartas, porque sería tanto como romper con su estilo de trabajar en política, pero le atemperó un poco sobre la viabilidad de que la Comisión Mixta —en la que Adolfo cifraba grandes esperanzas— sirviera para algo más que para ilusionar a los ingenuos y hacer creer a los incautos que por ahí iba a marchar la reforma. Tampoco desveló nada sobre el significado último de las reuniones quincenales del Consejo del Reino, y sí enseñó el as del «procedimiento de urgencia».
Las Cortes eran mayoritariamente reformistas, y si no, el ejecutivo estaba en condiciones de convertirlas en reformistas de un día para otro; sin embargo, no sucedía lo mismo en las diferentes comisiones, controladas por los más conservadores, dedicadas a estudiar las reformas. Para evitar el torpedo parlamentario de esas comisiones, con sus dilaciones y sus interminables debates, Torcuato había ideado el «procedimiento de urgencia», según el cual una ley podía pasar directamente al pleno de las Cortes saltándose el pantano de las comisiones. Sería utilizado por primera vez, y con gran éxito, en mayo, con ocasión de la Ley Reguladora del Derecho de Reunión.
De toda la baraja de leyes que preparaba la Secretaría General del Movimiento para poner en marcha la reforma, sólo había una que interesaba a Torcuato, la de Asociación Política, a veces denominada impropiamente de Reforma Política. Las demás, que habían preparado Eduardo Navarro y Juan Santamaría —Ley de Reunión, Reforma del Código Penal, Proyecto de Constitución, en los dos aspectos de reforma de la Ley de Sucesión y de la Ley Orgánica—, le parecían a Torcuato músicas celestiales, quizá convenientes para burlar al adversario, pero peligrosas si se creía que ese camino llevaba a parte alguna.
A partir de este momento Adolfo sabe que Torcuato se ha convertido en su padrino, que deberá llamarle todos los días para que le oriente en el azaroso mundo de la reforma. No sólo porque lo necesita, sino porque ha entendido que el orgullo y la vanidad intelectual de Torcuato están unidas a su condición de fuente de poder, y exigen de él un comportamiento fiel de discípulo aplicado. Torcuato le dará un sobresaliente si aprende puntualmente las enseñanzas y sugerencias del maestro. Adolfo intuye también que una de las preocupaciones de Torcuato está en seguir los pasos del presidente Arias. Y se propone controlarle, facilitarle la tarea a su conseguidor, para saber de qué recela y alimentar falsas pistas de Fragas y Areilzas que le confundan.
La experiencia de Adolfo como delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica, en 1975, le ayuda a subsanar las dificultades técnicas; además, cuenta con Juan de la Cierva, un empresario de la electrónica para quien todo problema tiene una solución si hay dinero para pagarla. Es un murciano, hermano del cronista Ricardo de la Cierva, que tiene libre entrada en La Zarzuela y que goza de notable prestigio técnico. Además, viene de la meca de la electrónica aplicada, Estados Unidos.
Adolfo, desde el primer momento, ha instalado una línea telefónica privada entre su casa de Puerta de Hierro y la sede del Movimiento, en Alcalá, 44. Nadie utiliza con tantas reservas como él el número 13, teléfono directo con el Rey, que para Adolfo es más un número de la suerte que el símbolo del mal agüero. La verdad es que ya se ha acostumbrado a marcarlo sin sonreír, como hacía al principio; siempre se había quedado con las ganas de preguntarle a Juan Carlos por qué escogió el número 13 como su particular.
Por su parte, Torcuato ya tantea a Areilza sobre las posibilidades de sustituir a Arias Navarro y le ha encontrado muy receptivo. Ha pasado una semana, y tiene la sensación que su entrevista ha debido de surtir efecto. Areilza lo consigna así en su diario: «Veo a Fernández Miranda en su despacho. “¿Me dejas que te haga preguntas totalmente indiscretas?”, me dice. “Por supuesto.” Me plantea directamente el tema del presidente. Que no puede seguir así. Que hay que cambiar la persona, dejando intacto el Gobierno o al menos su mayoría. Que el Consejo del Reino aprobará la terna que haga falta».
El conde de Motrico está en la onda del cambio y las palabras de Torcuato le llenan de satisfacción. Un nuevo frente se acaba de abrir para el presidente Arias. Areilza se considera en buena posición para el futuro inmediato. No se da cuenta de que acaba de ser burlado. Torcuato le advierte que lo decisivo es retirar a Arias y luego buscar un sustituto, y no a la inversa. En otras palabras, primero que le ayude contra el presidente y luego «se verá».
El 29 de marzo la historia sigue su ritmo y el sistema vive su vida como si no pasara nada. Treinta y nueve consejeros nacionales del Movimiento elaboran a última hora de la mañana la terna de «los 40»[7] que debe cubrir otra vacante por fallecimiento, la del Gran Iturmendi. En ella van: Gonzalo Fernández de la Mora, filósofo ultramontano y miembro del Opus Dei; el general ultra Iniesta Cano, y el camisa vieja falangista Jiménez Millas. Podría haber sido una noticia publicada en el Arriba del año 1956.
10 de abril de 1976
Se reúnen los miembros del Gobierno que forman parte de la Comisión Mixta. Parece una sesión del Gran Consejo italiano antes de destituir a Mussolini. Hace siete días se reunió el Gabinete en Sevilla y poco faltó para llegar a los insultos personales. El ambiente se caracteriza por el prusianismo de Arias, muy contento porque el ultra Gonzalo Fernández de la Mora ha salido consejero por el grupo de «los 40».
La reunión tiene por objeto unificar los criterios del Gobierno en la Comisión Mixta. Manuel Fraga lleva la voz cantante y sorprende por su intemperancia, como si adoptara la divisa de «a mi derecha, nadie». Sin olvidar que la «familia, el municipio y el sindicato» constituye la base de sus dos proyectos de reforma, apostilla sus palabras con la seguridad de que «con esta fórmula garantizamos que nunca gane la izquierda». En Fraga los motivos de reflexión son públicos, notorios y radicales; cuando aborda ante sus colegas de Gabinete la galopante situación de crisis en el País Vasco, lanza un largo exordio cargado de preguntas retóricas: ¿Acaso se les va a conceder el Estatuto del 36? ¿Acaso se permitirá la vuelta a sus fueros? ¿Acaso les devolveremos sus conciertos económicos? (momento en el que Villar Mir, ministro de Hacienda, hace un gesto negativo con el dedo). Dado su alto nivel de politización, añade Fraga, conviene que al menos puedan sacar en el futuro algunos diputados propios, aunque se promoverán «las casas regionales de los inmigrantes» para neutralizar el nacionalismo. Cerrará su intervención con la añoranza malthusiana de que en algunos años los inmigrantes serán mayoría sobre los indígenas vascos. Todo un plan para la reforma, aderezado por el estilo Fraga de tenerlo todo atado y sojuzgado.
Luego alguien se refiere a la «intangibilidad de los principios del Movimiento», y se concede la palabra a José María de Areilza, que interviene por primera y única vez, durante media hora, recordando lo que es la democracia, citando a los clásicos de memoria, y haciendo el efecto de una feminista en una casa de lenocinio. Cuando termina, el general De Santiago le reconviene con cierto respeto y un deje de dureza, porque es de caballería y no está muy habituado a los circunloquios. En el barullo, Adolfo Suárez musita unas palabras, dirigidas al conde de Motrico, que sólo recogen los que le rodean: «Para ganarte el respeto de la izquierda, tú no necesitas definirte».
A partir de aquel momento, Areilza no sólo no abandona sino que sigue puntualmente asistiendo a todas las reuniones, en un gesto digno de hombre paciente, pero que le disminuye como estadista. En su Diario recogerá una de esas reuniones con la coletilla de «Yo estuve a punto de levantarme y marcharme», que viene a ser una de esas frases que por pudor personal ningún político en ejercicio debería escribir nunca. Un profesional no está a punto de hacer las cosas, sencillamente las hace.
La discusión de los ministros terminará con el tema de la Real Comisión, anglófilo invento de Fraga y Areilza, que consistía en proponer al Rey el nombramiento de una comisión de notables que encabezara la Reforma. En la maquinación de sus promotores, el hombre ideal para presidirla no era otro que Pío Cabanillas Gallas, ex ministro de Información. Sorprende que la Real Comisión tenga el rechazo de Adolfo Suárez, Osorio y Martín Villa y cuente con la opinión favorable, según sus patrocinadores, de hombres fuera del sistema como Tierno Galván y el inmutable Gil Robles.
24 de abril de 1976
En el estadio Vicente Calderón se juega la eliminatoria de la Copa de las Naciones entre las selecciones de España y de la República Federal de Alemania. Asiste Su Majestad el Rey, acompañado por Adolfo Suárez. El partido es aburrido salvo en sus últimos momentos, y el resultado final es de empate a un gol. Don Juan Carlos se divierte, no tanto por el fútbol como por la conversación de sus acompañantes. Adolfo es un excelente vecino de butaca, cosa que ya pudo comprobar el Rey, un mes antes, cuando presenciaron juntos en el Santiago Bernabéu el empate entre el Real Madrid y el Borussia de Mönchengladbach.
Sin embargo, Juan Carlos no estaba para confidencias. Acababa de aparecer el artículo de Arnauld de Brochgrave en la revista norteamericana Newsweek, en el que, a partir de una entrevista realizada en el Palacio de la Zarzuela el 8 de abril, Su Majestad se despachaba a gusto contra el presidente Arias. Oficialmente, siguiendo la tradición franquista, se desmintió la entrevista…, pero el efecto estaba en marcha. Para Arias empezaba la cuenta atrás.
El mismo día 24, por la mañana, Adolfo está preocupado por una serie de reportajes que publica la revista Doblón, acusándole de irregularidades económicas en su etapa como presidente de la asociación juvenil deportiva YMCA. Su preocupación le lleva a recordar otras carreras políticas truncadas por culpa de los negocios de mala estofa: Rincón de Arellano, Martín Esperanza o el mismísimo Nicolás Franco.
28 de abril de 1976
Arias Navarro recoge el reto que el Rey le ha lanzado en su entrevista de Newsweek, y en vez de dimitir, hace una fuga hacia delante: se dirige a todo el país. Explica los proyectos de reforma, cuya elaboración, según él, está muy avanzada, y que son exactamente los mismos que llevan varios meses estancados en la Comisión Mixta. Se adentra luego en el futuro, proponiendo un referéndum para el mes de octubre y elecciones generales parlamentarias antes de fin de año.
Cuatro meses antes alguien podía pensar que Arias creía en lo que decía; el 28 de abril, los propios ministros comentaron a todo el mundo que quiso oírles que ese plan, en el mejor de los casos, estaba destinado al sucesor del presidente. Lo que nadie sabía, salvo los colaboradores de Arias Navarro, es que confiaba en llegar hasta fin de año a la cabeza del Gobierno.
4 de mayo de 1976
Es viernes, y los invitados al chalet del banquero Ignacio Coca, en la madrileña calle Orfila, llegan con mucha irregularidad. Se va a reunir la flor y nata de las finanzas españolas para escuchar a tres jóvenes políticos. Es una gentileza de Coca, que aún goza de gran predicamento. Sólo están invitados los barones, y en función de su responsabilidad como jefes de la Banca. Los tres políticos responden a los nombres de Miguel Primo de Rivera, Alfonso Osorio y Adolfo Suárez.
Los banqueros, por estricto orden de posición en la mesa, son: Ignacio Coca; José Ángel Sánchez Asiain, presidente del Banco de Bilbao; marqués de Viesca, consejero del Banco Español de Crédito; Pablo Garnica, consejero delegado del Banco Español de Crédito; marqués de Aledo, presidente del Banco Herrero; Pedro Gamero del Castillo, consejero delegado del Banco Hispano Americano; Alfonso Fierro, presidente del Ibérico; Alejandro Araoz, presidente del Banco Internacional del Comercio; Jaime Castell, presidente del Banco de Madrid; Carlos March, presidente de la Banca March; Arne Jessen, director general del Banco Pastor; Emilio Botín, presidente del Banco de Santander; Jaime Carvajal, director gerente del Banco Urquijo; Enrique Sendagorta, consejero delegado del Banco de Vizcaya; Carlos Mira, secretario de Osorio y miembro del Patronato de la Reina; Iván Maura, amigo de Ignacio Coca; Fernando Ybarra, consejero del Banco de Vizcaya; Manuel Arburúa, presidente del Banco Exterior; García Hernández y Luis Valls Taberner, presidente del Banco Popular. Excusó su ausencia, por estar fuera de Madrid, Alfonso Escámez, presidente del Banco Central.
La primera intervención política corrió a cargo de Miguel Primo de Rivera, que explicó los proyectos de reforma, con símiles entre la democracia y las señoras guapas, que causaron gran éxito entre el auditorio. Luego, Alfonso Osorio se extendió sobre la situación política, haciendo reconvenciones a los banqueros por su pasividad. Y, por último, Adolfo Suárez improvisó en torno a cómo hacer un partido político, el próximo futuro y la importancia de los Bancos. Entre sus reflexiones se incluía la solicitud de 500 millones para crear un grupo que respondiera a las necesidades de la derecha española.
Como pasa en estos casos, al final hubo un coloquio, del que cabe destacar, por su claridad de ideas, la intervención de Emilio Botín: «No juguemos al frontón… necesitamos una situación de continuidad… que haga viable la acción», cerrando sus palabras con el lema: «Dinero y Organización». La reunión duró hasta pasadas las tres de la madrugada, hora en que los banqueros, según su propio testimonio, se recogieron a sus casas entusiasmados por la capacidad de convicción «de ese Suárez».
10 de mayo de 1976
Cada vez que Fraga programaba un viaje era cuestión de echarse a temblar. Este día se encontraba en Venezuela cuando un grupo de neonazis partidarios de don Sixto de Borbón Parma causaron un muerto y tres heridos graves en las cercanías del monasterio de Irache, el día de Montejurra. La fiesta carlista se ensangrentó con un oscuro episodio en el que participaron varios servicios de información del Estado, en colaboración con terroristas extranjeros de extrema derecha.
De nuevo Suárez se hizo cargo del Ministerio de la Gobernación en ausencia de su titular. Si en vez de Adolfo se hubiera tratado de Areilza, es seguro que Fraga hubiera tomado precauciones; pero el ministro del Movimiento le parecía muy poca cosa para considerarle un adversario de fondo. Manuel Fraga estaba entonces en su etapa cíclica autoritaria, y pensaba en Suárez solamente cuando tenían que repartirse los nombramientos de gobernadores civiles o cuando se turnaban en las tomas de posesión.
En la Comisión Mixta, el único que le paraba los pies era Torcuato; los demás le parecían políticos flojos. Sin embargo, empezó a fijarse un poco en Adolfo cuando tuvo el incidente de la Ley de Asociación Política. Suárez le había entregado el proyecto, y Fraga lo pasó a sus colaboradores sin apenas echarle una ojeada; en aquel momento tenía otras preocupaciones. No hace falta decir que esos mismos colaboradores destriparon el proyecto e hicieron consideraciones sobre él, bastante despreciativas, que escribieron en los márgenes de las hojas. Cuando se lo devolvieron a Fraga para que emitiera su opinión, lo metió en un sobre y se lo devolvió a Suárez.
Las variadas impertinencias escritas en los bordes y el desprecio mostrado por el ministro de la Gobernación, forzaron a que Suárez le mandara una carta a tono con la ofensa recibida. Durante dos días intentó Fraga infructuosamente ponerse en contacto con el ofendido, que se negaba a contestar a sus llamadas. Al fin fue a Canosa, como suele decirse; visitó a Adolfo en su casa y le pidió disculpas. A Fraga la anécdota le llamó la atención quizá durante un par de días, pero no volvió a recordarla más; tenía —siempre lo repetía— otras cosas en que pensar.
15 de mayo de 1976
Desde que en marzo las altas instancias del Poder ungieron a Adolfo Suárez como candidato a la sucesión de Arias Navarro, hay un periodista de hablar gangoso y notable capacidad de convocatoria que está realizando, con una discreción que pocos le suponían, una serie de cenas periódicas que pasan desapercibidas a los cronistas. Tienen como característica fundamental el secreto, lo que las coloca en paralelo con el modo de actuar del más cercano colaborador de La Zarzuela, Torcuato Fernández Miranda.
El anfitrión se llama Luis María Ansón, y los invitados, cuidadosamente seleccionados, forman las cuatro patas sobre las que se sostiene la derecha española. Representando a los tecnócratas, vinculados en mayor o menor medida al Opus Dei, están Meilán Gil, Álvarez Rendueles y Rafael Orbe Cano. La democracia cristiana habla en la voz de Eduardo Carriles y Fernando Bau. Los monárquicos no pueden faltar; están, con ilustres apellidos a cuestas, Álvaro Domecq y José Joaquín Puig de la Bellacasa. Y por último, el Movimiento Nacional, que cuenta con dos ex seuistas: José Miguel Ortí Bordás y Eduardo Navarro. Las cuatro patas, según la denominación de Ansón, son las que van a sostener la nueva etapa, que él denomina «juancarlista».
Este grupo tiene algunas características comunes: son de la nueva generación, si se miran con criterio amplio algunas edades, y también, salvo excepción por motivos de gestión económica privada, todos ocupan cargos oficiales en puestos clave. Lógicamente, sus cenas tratan de la situación política, y se puede decir sin exagerar que desde los distintos observatorios que ocupan en la Administración, forman una ideal estación de seguimiento de las palpitaciones interiores del Estado. Se reúnen aproximadamente dos veces al mes, y no usan ni abusan del teléfono; sencillamente quedan citados de una cena para otra, siempre en casas privadas y sin señoras. De vez en cuando hay algunas ausencias y también algunos invitados de excepción, como Alfonso Osorio. No es frecuente que esos invitados de excepción repitan más de una vez. En esas cenas se pronuncia por primera vez el nombre de Adolfo Suárez como posible…, quizá…, es un decir…, ya se sabe…, en mi modesta opinión… reuniría condiciones para sustituir a Arias Navarro. También se lee el discurso que, unos días después, habrá de pronunciar en las Cortes el ministro del Movimiento para protagonizar la Ley de Asociación Política, y también en alguna de esas cenas se considera la conveniencia de que el ministro de la Presidencia, Alfonso Osorio, ceda el primer plano de la intervención en Cortes sobre la Asociación Política a Adolfo Suárez.
Estas cenas se prolongarán, con discreción y tacto, hasta los albores del alumbramiento de la Unión de Centro Democrático. Será entonces cuando alguno de los comensales, descontento con el curso de los acontecimientos, criticará la labor del presidente Suárez, y habrá tirón de orejas y suspensión de las jornadas gastronómicas. Pero hasta llegar ahí, se sucederán los cambios y los anfitriones, que cederán amablemente sus casas, como el socio y amigo del Rey, Prado y Colón de Carvajal, o el íntimo del futuro presidente Suárez, Manuel Ortiz.
La fecha del 15 de mayo, aun siendo convencional y literaria, no está mal buscada. Los apasionados compradores de revistas, que suelen leerlas los fines de semana, encontraron aquel viernes un editorial de la Gaceta Ilustrada, dirigida entonces por Luis María Ansón, que bajo el título de «La gestión de Adolfo Suárez», dice: «Adolfo Suárez está realizando, al frente de un departamento especialmente difícil y complejo, una excelente gestión política. Prudencia, habilidad, discreción, éstas son las características de un hombre que viene demostrando, desde hace muchos años, una ejemplar fidelidad a don Juan Carlos. Adolfo Suárez no está liquidando la Secretaría General, sino adaptando con inteligencia y paciencia toda aquella compleja estructura a las necesidades de un tiempo nuevo. Es ésta una tarea…, una gestión, que es modelo de consecuencia con la flexible lealtad a los principios de los tiempos pasados, pero que, a la vez, se esfuerza porque la nave del Estado no se quede anclada y navegue al barlovento de la Nueva España, inevitablemente distinta».
25 de mayo de 1976
Ha llegado el momento de cubrir la vacante que dejó el fallecimiento de José Antonio Elola Olaso en el grupo de «los 40» del Consejo Nacional. La reunión empieza a las nueve y media de la mañana, y los consejeros hace tiempo que no viven una tensión como la de este día. La terna está formada por Adolfo Suárez, Cristóbal Martínez Bordiú —marqués de Villaverde— y Carlos Pinilla.
Hoy se va a dilucidar una batalla que empezó el 7 de mayo, cuando el yerno del difunto Generalísimo decidió presentarse a ese club privadísimo de «los 40». Cuarenta y ocho horas antes de la votación, el marqués de Villaverde ha llamado al presidente del Gobierno, a la una y treinta minutos de la madrugada, para decirle: «Vamos a por vosotros» (la cita es textual). También le ha exigido la retirada del ministro del Movimiento porque su derrota puede llevar al Gobierno a la dimisión. Arias Navarro no sólo no le cuelga el teléfono sino que sugiere a Suárez que abandone.
Adolfo acepta el reto consciente de tener los flancos bien cubiertos. García Carrés y Girón apoyan al marqués de Villaverde y éste comete la fanfarronería de enviar a los consejeros un telegrama que le restará aliados: «EN NOMBRE DEL CAUDILLO FRANCO TE PIDO TU VOTO PARA MI CAND1DATURA. ESPERO QUE CUMPLAS CON TU DEBER DE CONCIENCIA». Había demasiada dosis de provocación en el telegrama del marqués para ganar voluntades.
Las gestiones de Carrés y Girón llevan al tercer candidato, Carlos Pinilla, a enviar una carta, que se lee momentos antes de la votación, en la que se retira de la contienda. Era una forma de no restar votos a Villaverde. El resultado no deja lugar a dudas: Adolfo Suárez, 66 votos; Cristóbal Martínez Bordiú, 25; Carlos Pinilla, cero votos. Hubo once papeletas en blanco.
Adolfo acababa de entrar en sus añorados «40». Según la Ley, sería Consejero Nacional hasta que cumpliera los setenta y cinco años, es decir, hasta 2007.
3 de junio de 1976
Se celebra el Consejo de Ministros. El Rey acaba de partir hacia Estados Unidos. A sugerencia de Adolfo Suárez, se sanciona a la revista Cambio 16 por publicar una caricatura de Su Majestad en posición danzante, a lo Fred Astaire. González Seara, presidente de la sociedad editora de la revista, se niega a entablar conversaciones con el ministro del Movimiento, que exige una explicación. Los representantes militares en el Gabinete aplauden el gesto de autoridad del joven ministro, Adolfo Suárez.
Algunos días antes de que el Rey abandonara España, Adolfo hace, junto a Su Majestad, las primeras prácticas en el difícil deporte del «trial».
9 de junio de 1976
Pleno de las Cortes para aprobar el Proyecto de Asociación Política.
La voz de Adolfo Suárez empezó su discurso temblando ligeramente, como si los nervios le obligaran a un ritmo algo atropellado. Llevaba una camisa azul claro, haciendo juego con el traje y la corbata, también azules. Le gustaba gustar, solían decir sus colaboradores, y por eso se vistió con el traje de las grandes ocasiones.
Señor Presidente, señores Procuradores:
Hace menos de una semana, Su Majestad el Rey definía el horizonte de nuestra convivencia como una Monarquía democrática, en cuyas instituciones habrá un lugar holgado para cada español. En este día, que de alguna forma puede pasar a la historia política de la nación, a nosotros nos corresponden el alto honor y la grave responsabilidad de dar el primer paso hacia esa meta.
El tono se fue haciendo más fluido conforme avanzaba, y aunque le costaba trabajo leer porque le quitaba soltura, lo tenía tan aprendido que casi no ponía la vista sobre los papeles.
Acabáis, señores Procuradores, de debatir brillantemente el proyecto de Ley que regula el derecho de Asociación Política.
Siguió diciendo, familiarmente, como quien habla a los amigos o a viejos conocidos según se lo había recomendado Rafael Ansón, cuando le dieron juntos la última lectura. Porque Rafael era asesor del Consejo Nacional del Movimiento, gracias a su ayuda; de ahí los elogios de su hermano José M.ª en La Gaceta Ilustrada. Y, por si fuera poco, conocía bien las frases que tendrían su efecto y la entonación adecuada para que doblaran su fuerza.
La primera interrupción llegó donde esperaba que llegara.
Pensar, a la altura de 1976, que la eficacia transformadora del Sistema no ha sido capaz de fundar sólidas bases para acceder a las libertades públicas, es, Señorías, tanto como menospreciar la gigantesca obra de ese español irrepetible al que siempre deberemos homenajes de gratitud y que se llamaba Francisco Franco.
Los aplausos cerrados y vigorosos le aliviaron del ahogo, porque el párrafo era demasiado largo; eso ya se lo había advertido a los primeros redactores, Manuel Ortiz y Fernando Ónega, y cuando lo agarró en sus manos, Eduardo Navarro lo complicó más, con muchas comas y muy pocos puntos. Rafael Ansón, que le dio la redacción definitiva, no le evitó todos los escollos, y aun tuvo él mismo que tachar palabras, que le sonaban raro, porque no las había oído nunca. Al final se lo dio al «Chino de Paraca», José Casinello, para que lo leyera; siempre lo hacía así. Si lo entendía todo, es que estaba bien redactado; si había cosas que le aburrían, había que volver a redactar esos párrafos. A Casinello le conocía desde la «mili» y hacía las veces de barómetro cultural; por encima de él, nada; por debajo, todo.
El discurso, que había sido interrumpido otra vez cuando se refirió a la necesidad de una «armonía» entre todos, tenía a los procuradores embelesados. Sabía que el final era del máximo efecto, y enfiló la última curva con la voz entrecortada, pero firme, que produce la emoción:
En nombre del Gobierno os invito a que, sin renunciar a ninguna de nuestras convicciones, iniciemos la senda nacional de hacer posible el entendimiento por vías pacíficas. Este pueblo nuestro no nos pide milagros, ni utopías. Nos pide, sencillamente, que acomodemos el derecho a la realidad; que hagamos posible la paz civil por el camino del diálogo, que sólo se podrá entablar con todo el pluralismo social dentro de las instituciones representativas.
A todo eso os invito. Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es normal.
Hizo una pausa esperando un aplauso que no llegó.
Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley.
Y permitidme para terminar que recuerde los versos de un gran autor español.
Aquí el pedante de Eduardo (Navarro) le había querido meter el nombre de Antonio Machado, y a tiempo lo retiró él, sustituyéndolo por lo de «autor», porque no le dio tiempo de mirar qué carajo de cosas escribía ese Machado y si era o no oportuno citarle por el nombre.
Está el hoy abierto al mañana. Mañana, al infinito. Hombres de España, ni el pasado ha muerto, ni está el mañana en el ayer escrito.
¡Y fue una apoteosis de aplausos y de abrazos!
Había intervenido durante treinta y cinco minutos, cinco menos que en los ensayos con Ansón. A derecha e izquierda no veía más que manos que se le tendían y sonrisas de asentimiento; acababa de pasar a la categoría de prima donna. El mismísimo Areilza le había abrazado: «Has dicho lo que debía haber hecho el presidente hace seis meses».
Cuando el presidente de las Cortes, don Torcuato, estipuló que la votación fuera nominal, la victoria de Adolfo estaba garantizada. Era su victoria aunque lo debiera casi todo a los demás. A Osorio, por cederle el puesto. A Torcuato, por prepararle el camino. A Eduardo Navarro, Ortiz, Ónega y Rafael Ansón, porque redactaron el texto. Al grupo de amantes de la cena que reunía Luis María Ansón, porque habían pulido las ideas fundamentales y habían creado expectación en torno suyo. A los banqueros, porque a partir de aquel momento empezaron a decir a sus colegas de más bajo escalafón que había un chico que pisaba fuerte. Al Rey, en fin, porque ya no cabían dudas de lo que Torcuato no se cansaba de repetir: «Majestad, ése es nuestro hombre».
El resultado de la votación fue taxativo: 338 votos a favor del Proyecto de Asociación Política, 91 en contra y 24 abstenciones. La vía para la liquidación política de Carlos Arias estaba expedita; se acababa de conseguir una base de apoyo para Adolfo Suárez. Pasaba del anonimato del despacho de Alcalá, 44, a la opinión pública. Por la tarde recibió en su casa un par de líneas de ¡la esposa de Areilza! felicitándolo por su discurso. Le respondió con una carta emocionada y un vistoso ramo de flores. Estaba a las puertas del paraíso.
11 de junio de 1976
Reunión del Consejo Nacional del Movimiento.
Después de la derrota encajada en las Cortes dos días antes, los consejeros más reaccionarios están dispuestos a tomarse la revancha. El melifluo Proyecto de Reforma aprobado por la Comisión Mixta llega al Consejo Nacional de la mano de una ponencia en la que entran Emilio Romero, Eduardo Navarro, Labadíe Otermín y Baldomero Palomares, entre otros. La ponencia acoge en su regazo las conclusiones de la Comisión Mixta y las adereza bien, porque la citada comisión ya puede darse por muerta. Las anécdotas más recordadas por los comisionados se reducen a las dos intervenciones de don Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, ministro de Justicia: la primera sobre la reforma del Código Penal, y la segunda, rotunda, contra una lámpara, que lo dejó fuera de combate. El Consejo Nacional se enfrenta con la alta misión de galvanizar un cadáver.
De este galimatías surge un «audaz» intento de los ponentes de empezar la reforma por ellos mismos, es decir, por el Consejo Nacional, y proponen, nada más y nada menos, que la anulación de los llamados «40», la herencia más franquista del franquismo. Pero no hay condiciones. La indignación es tal que la ponencia sale derrotada y se ve obligada a dimitir. El ministro de Trabajo, José Solís, consejero de «los 40», llama a un ponente para gritarle: «Nunca lo he sido, pero ahora sí soy hombre de grupo, y lo digo bien alto, ¿me oyes?, porque estoy a favor de los 40». Aquel invento de Franco, denominado «de Ayete», porque de ese palacio vecino a San Sebastián solían partir los cuarenta digitales nombramientos, llevó el fuego al Consejo Nacional.
Adolfo Suárez, que era otro de «los 40» desde hacía un mes, se indigna de tal manera con sus colaboradores —Eduardo Navarro y Baldomero Palomares— que llega a amenazarles con los infiernos. Que la ponencia, por su cuenta y riesgo, se hubiera atrevido a ir tan lejos, le desazonaba. Les castiga fulminantemente a no formar parte de ponencia alguna y los sustituye por hombres más cercanos a sus preocupaciones: Ignacio García López, Manuel Ortiz y García Hernández, quienes defenderán a capa y espada el texto gubernamental orientado por la Comisión Mixta, sin exigencias foráneas y casi rupturistas que pidieran la muerte política de ese club del Movimiento denominado «los 40».
Obsesionado por las consecuencias de ese gesto, Suárez visita a Torcuato Fernández Miranda, que le calma y le hace volver a su despacho bastante más animado. Durante este período, Torcuato ejerce un poder balsámico sobre Adolfo; le llama insistentemente, le lee sus discursos por teléfono, le consulta todas las iniciativas, repite sus frases y las adjetiva —«agudísimo», «genial», «no se me había ocurrido»— lo que contribuye a hinchar la vanidad intelectual del catedrático Fernández Miranda. Adolfo narra a Torcuato todas las opiniones y gestiones de Arias Navarro; está al tanto de sus movimientos, y Arias, que se cree en posesión de rigurosos controles telefónicos y acústicos, no se da cuenta de que es a su vez espiado, con bastante más rigor y eficacia de la que él utiliza. Su jefe de seguridad, Juan Valverde, es de su entera confianza; pero no le da importancia al segundo jefe de los Servicios de Presidencia, Andrés Casinello, un hombre que prestará a Suárez, ya presidente, importantes servicios.
Los colaboradores de Arias viven en las nubes; no les cabe en la cabeza que un experto en espionaje y servicios de información, como su presidente, pueda ser rigurosamente escuchado. Sólo uno de ellos alcanza a sospechar algo cuando, después de una conversación telefónica nada favorable hacia el Rey y Torcuato Fernández Miranda, se encuentra a Adolfo Suárez al día siguiente y éste le espeta: «Ten cuidado con lo que hablas por teléfono».
12 de junio de 1976
El Rey recibe en la misma audiencia a Alfonso Osorio y a Adolfo Suárez. El momento político es delicado; Arias está fuera de juego, sólo se trata de encontrar el instante más idóneo para cesarlo. Torcuato lleva insistiendo sobre el Rey para que no demore más la decisión; la operación es clarísima, y ha llegado el momento de explicarla. Desde que Fernández Miranda se ha hecho cargo de la presidencia del Consejo del Reino, lo reúne cada quince días. Formalmente, lo hace para seguir los grandes proyectos políticos, pero la verdad es muy otra. El cese de Arias no tendrá éxito más que si se ejecuta de manera fulminante y con discreción, de modo que no permita a «los poderes fácticos» presionar sobre La Zarzuela impidiendo el cese. Exactamente esto fue lo que sucedió con la descabellada operación de López de Letona, la llamada «Lolita». Para eso Torcuato está reuniendo cada quince días al Consejo del Reino, porque este órgano debe «ser oído», según marca la Ley Orgánica, antes de cursarse el decreto de cese del presidente del Gobierno.
El Rey duda. Está convencido desde hace muchos meses de que Arias debe abandonar, pero no se atreve a forzarle. La situación es insostenible, y provoca tal perturbación en Juan Carlos, no acostumbrado a tomar decisiones tajantes, que llega a ponerse enfermo. El médico de Su Majestad no encuentra más motivo de sus dolencias que el nerviosismo. El Rey teme a Arias y al entorno de El Pardo que le atornilló a la presidencia del Gobierno. Cada quince días vuelve a plantearse el mismo problema, porque el cese de Arias deberá coincidir con las reuniones del Consejo del Reino, para evitar las grandes maniobras, y así nadie se extrañará de nada. Ni siquiera habrían de saberlo los consejeros hasta que estuvieran reunidos. Torcuato ha preparado un mecanismo de relojería que sólo tiene un escollo: la esfera del reloj deben verla el menor número de personas posible.
El Rey duda. Duda del momento y duda también del sucesor. Las alfombras de los palacios, fieles guardianes de secretos, nunca revelarán las interrogantes de un monarca. Arias Navarro está siendo burlado por los dos ministros que menos le preocupan —Osorio y Suárez—, porque quienes le obsesionan son Fraga y Areilza. No da importancia a que Osorio haya desplazado su despacho a Castellana, 5, un edificio contiguo al del presidente; separándose de él tiene las manos más libres. Esa separación física no va en detrimento del marcaje riguroso a que le someten, porque Osorio es el responsable máximo del régimen interior de Presidencia. De él depende también el Instituto de Estadística, que publica la noticia de que el coste de vida ha subido cuatro puntos, con lo que golpea en la línea de flotación al ministro de Hacienda y vicepresidente para Asuntos Económicos, Villar Mir, y le crea una situación indefendible. Arias considera a Osorio un chico ambicioso, incluso intrigante, pero en Adolfo tiene una confianza sin tacha. Cuando cese, le abrazará, y le dará las gracias con palabras que revelan a un hombre acabado y tortuosamente cándido: «Gracias, Adolfo, porque tú eres de los que no me han traicionado».
Las alfombras de palacio nunca revelarán nada. «¿Tú crees, Torcuato, que un hombre con tanta doblez es nuestro hombre?» «Por eso mismo, Majestad, por eso mismo».[8]
25 de junio de 1976
A primera hora de la mañana, Torcuato Fernández Miranda recibe en su despacho al presidente Arias. Aprovechando la conversación sobre la situación política, Torcuato percibe que Arias está seguro y confiado; se ha marcado un camino que alcanzará hasta los primeros meses del próximo año, y nada ni nadie le echará de ese camino. Arias, en el fondo, es un hombre que se niega a reconocer la evidencia. Charlan durante varias horas sobre las tareas inmediatas, y Torcuato saca la conclusión de que Arias no sólo no sospecha, sino que se burla de los agoreros.
A las doce y treinta minutos, Arias abandona el despacho de Torcuato. La operación Suárez puede seguir su curso sin sobresaltos de última hora. El siguiente invitado de la mañana es el secretario del Consejo Nacional, Baldomero Palomares. Torcuato no le oculta que la situación política es crítica y hay que hacerse a la idea de cambios inminentes. Después de estas palabras, el Consejo Nacional debe inquietarse, nada más que inquietarse; el resto seguirá su curso.
26 de junio de 1976
El estadio Santiago Bernabéu registra un lleno hasta la bandera. Se juega la final de la primera Copa del Rey entre el Atlético de Madrid y el Zaragoza.
El Rey está impresionado por la personalidad del joven Zalba, presidente del Zaragoza Club de Fútbol, y se le ocurre una reflexión: «Oye, Adolfo, ¿verdad que sería bueno que en todo tuviéramos presidentes jóvenes? Lo malo es que los viejos no quieren dejar el puesto».[9]
El gol de Gárate rompió la conversación. Con 1 a 0 en el marcador, a favor del Atlético, terminaría el partido. Adolfo creyó que entre Gárate y él había más de una coincidencia.
1 de julio de 1976
Arias se dirige al Palacio de Oriente. Como ha ocurrido en otras ocasiones le han citado la noche anterior, y sospecha que se tratará de algún asunto diplomático, de ahí que le hayan citado en el lugar habitual de las visitas protocolarias y no en el palacio de la Zarzuela.
Le recibe un Rey algo más pálido que de costumbre, vestido con uniforme de Capitán General, y que no hilvana con excesiva facilidad las palabras. Habla de algo así como de agradecerle sus enormes servicios a la Patria y a la Corona, y de que los nuevos tiempos exigen nuevos políticos.
Arias Navarro, con el rostro enmaderado como una estatua, acepta la decisión real. Acaba de dimitir. No pierde la dignidad mientras se dirige al coche; ya dentro, se emociona. El mazazo de la noticia le deja inerme; tarda algún tiempo en reaccionar. Entró en palacio como presidente y sale como una página de historia. Telefonea a su mujer desde el vehículo y se dirige al restaurante Jockey para almorzar, según lo acordado desde hace días, con García Hernández y Carlos Pinilla.
A la una y cuarto del mediodía, cuando traspasaba la puerta del palacio para ver al Rey, Arias Navarro creía que la política era un oficio duro, pero que se iba habituando a él. Una hora más tarde, pensaba que se había equivocado: la política le parecía un asunto para estómagos más fuertes que el suyo. Y puesto en su boca era mucho decir. Sus compañeros de almuerzo no salen de su asombro hasta que recuerdan que a primera hora de la tarde se va a reunir, siguiendo la costumbre de las citas quincenales, el Consejo del Reino.
Aunque es demasiado tarde, Carlos Pinilla logra ponerse en contacto con algunos consejeros del Reino como Girón y Dionisio Martín Sanz. Otros dos defensores del recién destronado, García Hernández y Cabello de Alba, pretenden que los consejeros no «den el oído» al cese del presidente, y llaman a los que creen más cercanos a sus ideas. Será inútil. Cuando Torcuato Fernández Miranda abra la reunión y comunique la propuesta de aceptar la dimisión del presidente don Carlos Arias Navarro, sólo Dionisio Martín Sanz saldrá en defensa del caído.
Mientras los íntimos de Arias ensayaban dar marcha atrás a la historia, y hacer rectificar al Rey, el ex presidente comunica a su ayudante más cercano que convoque para las 20.00 horas una reunión extraordinaria del Gabinete. Luis Jáudenes telefonea, uno a uno, a los ministros. Todos aceptan, sin más, la reunión extraordinaria; nadie le pregunta para qué, ni por qué. Sólo dos, Fraga y Villar Mir, tienen la humorada de enfadarse porque prevén muchas cosas a tratar y han de pasar por casa a recoger «los papeles». Jáudenes les desanima, recomendándoles que es mejor que «los papeles» esperen a otra ocasión. El ministro de la Gobernación, Manuel Fraga, máximo responsable de la información política, no sabía nada.
2 de julio de 1976
Un único tema ocupa a la opinión pública: Arias ha dejado de ser presidente. ¿Quién va a sustituirle? Los periodistas son una gente muy curiosa, que intenta utilizar la lógica. Y empiezan a elaborar listas de posibles presidentes en función de esa lógica. Los nombres de los «tapados» hubieran hecho sonreír incluso a Arias Navarro.
Mientras, se reúne el Consejo del Reino para elaborar la terna que deberá presentar en el plazo máximo de siete días al Rey Juan Carlos. Están todos los consejeros. Presidente, Torcuato Fernández Miranda; vicepresidente, Manuel Lora Tamayo; secretario, Enrique de la Mata Gorostizaga. Además, los cinco consejeros en función de su cargo, y los otros ocho, en representación de los diferentes estamentos que constituyen el sistema. En total, dieciséis. De ellos habrá de salir una terna.
La reunión de este viernes causa sorpresa a propios y extraños. Acostumbrados a que el presidente del Consejo pronuncie las sugerencias de las altas instancias, se miran unos a otros cuando Torcuato Fernández Miranda propone que se dedique la sesión a elaborar entre todos un retrato-robot, con las características que deberá reunir el nuevo presidente. No tiene ninguna prisa, y esto deja sorprendidos a todos. Ese mismo día Torcuato hace una gestión de largo alcance. El único peligro que ve en el horizonte lo constituye el grupo de falangistas, formado por Girón, Primo de Rivera, Martín Sanz y Álvarez Molina. Los cuatro deben su puesto no al Ejecutivo, sino a la elección en los diferentes órganos, y son por tanto poco susceptibles de «recomendaciones»; serían contraproducentes. Si los cuatro se reúnen y toman decisiones, lógicamente arrastrarán a otros y habrá un bloque de presión que dificultará las maniobras, poniéndole las cosas muy difíciles.
Torcuato selecciona a su aliado. No puede ser otro que Miguel Primo de Rivera y Urquijo. En primer lugar, las relaciones entre los dos son desde hace años muy tirantes y nadie sospechará que puedan llegar a ponerse de acuerdo. Miguel es un «falangista de cuna», si vale la expresión; sobrino del Fundador de la Falange, tenía apenas dos años cuando se inició la guerra civil; consejero pertinaz de «los 40» de Franco, e imprescindible en toda intentona de los «viejos falangistas» para imponer un candidato; es yerno de Antonio María de Oriol, y pariente, por tanto, de Íñigo Oriol, ambos consejeros del Reino y de indudable peso específico. Además, pertenece al círculo de amigos del Rey desde la infancia.
Miguel Primo de Rivera llevará a cabo aquellas gestiones que Torcuato Fernández Miranda no puede (o no debe) hacer, no sólo en función de su cargo, sino porque tendrían el efecto de un boomerang. Miguel Primo se entrevista con su suegro, Antonio María de Oriol, y le señala la conveniencia de incluir en la terna a un político joven y sin embargo «de los nuestros». Con los Oriol a favor y los «azules» minados, sólo es cuestión de paciencia.
La reunión de los consejeros termina sin saber con qué carta quedarse. Todos esperaban a que Torcuato enseñara las suyas, pero se ha limitado a seguir atentamente —cosa nada habitual en él— las diversas intervenciones sobre las virtudes del futuro presidente. El país, por su parte, sigue haciendo crucigramas de nombres. Los conjurados, al margen de algún rasgo que otro de vanidad exhibicionista, mantienen firmemente el secreto. Hay que ser consciente de un hecho: si algún periódico hubiera publicado el nombre del ministro secretario general del Movimiento, don Adolfo Suárez González, entre los candidatos con más posibilidades, la operación se hubiera venido abajo.
3 de julio de 1976
A las nueve y media de la mañana ya están los consejeros en sus asientos. El presidente hace una breve intervención sobre la misión histórica de este Consejo y sobre las características de independencia absoluta de los allí reunidos, no sometidos a ninguna presión, que no sea la de su conciencia y la de España.
Cuando todos esperan que va a lanzar la consigna, y cada uno afilará sus uñas o bien respirará aliviado del peso que se va a quitar de encima, Torcuato Fernández Miranda explica las tres columnas sobre las que se asienta el sistema político salido del franquismo: los técnicos económicos, a los que algunos consideran tecnócratas (es decir, Opus Dei y sus vinculaciones); los hombres de procedencia cristiana y que hacen de ella una corriente política (los democristianos), y, por último, aquellos que proceden, llenos de historia y de servicios al Estado, del Movimiento (los «azules», por haber pertenecido a la Falange o al funcionariado del Movimiento). No se puede excluir a los políticos que por su valía pueden desempeñar importantes tareas y que, sin embargo, no son fácilmente encuadrables en estos tres grupos. Torcuato termina proponiendo, con una lentitud exasperante, que cada consejero escriba tres nombres y se elabore una lista general de todos los candidatos.
El procedimiento es democráticamente impecable, y casi todos se hacen cruces de la modestia y buen tino del presidente. Como los aspirantes son muchos pero pocos los elegidos, se repiten algunos nombres. Finalmente queda una lista con 32 personajes:
—José María de Oriol y Urquijo, marqués de Oriol. (Al ser familiar de dos consejeros allí presentes, éstos protestan y obligan a tachar su nombre.)
—Gonzalo Fernández de la Mora, consejero nacional de «los 40».
—Alejandro Rodríguez de Valcárcel, ex presidente de las Cortes y consejero de «los 40».
—José García Hernández, ex ministro de la Gobernación.
—José Solís Ruiz, ex ministro del Movimiento en dos ocasiones y titular de Trabajo.
—Laureano López Rodó, ex ministro del Plan de Desarrollo y de Asuntos Exteriores.
—Federico Silva Muñoz, ex ministro de Obras Públicas.
—Manuel Fraga Iribarne, ministro de la Gobernación.
—José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores.
—Gregorio López Bravo, ex ministro de Industria y de Asuntos Exteriores.
—Adolfo Suárez González, ministro del Movimiento.
—Licinio de la Fuente, ex ministro de Trabajo.
—Rafael Cabello de Alba, ex ministro de Hacienda.
—Alfonso Osorio García, ministro de la Presidencia.
—Jesús Romeo Gorría, ex ministro de Trabajo.
—Fernando María Castiella, ex ministro de Asuntos Exteriores.
—José María Azcárate. (Sic.)
—Virgilio Oñate Gil, ministro de Agricultura.
—Alfonso Álvarez Miranda, ex ministro de Industria.
—General Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil. (Retirado tras intervenir los consejeros militares en el sentido de que el Ejército deseaba estar al margen de las candidaturas.)
—General Galera Paniagua. (Retirado por idéntica razón que el anterior.)
—Emilio Lamo de Espinosa, presidente del Sindicato Vertical de Banca, Bolsa y Ahorro.
—Carlos Pérez de Bricio, ministro de Industria.
—Leopoldo Calvo Sotelo, ministro de Comercio.
—Joaquín Ruiz Giménez, dirigente de la Izquierda Demócrata Cristiana.
—Juan Sánchez Cortés, consejero nacional de «los 40» y presidente de SEAT.
—Raimundo Fernández Cuesta, ex ministro de Justicia y del Movimiento.
—Alejandro Fernández Sordo, ex ministro de Sindicatos.
—Antonio Barrera de Irimo, ex ministro de Hacienda.
—Fernando Suárez González, ex ministro de Trabajo.
—Cruz Martínez Esteruelas, ex ministro de Educación.
—Alberto Monreal Luque, ex ministro de Hacienda.
Leída la lista, donde está buena parte de los supervivientes de diversas etapas del franquismo, se pasa a comentar los seleccionados de uno en uno para elaborar otra relación más restringida; los consejeros van dando su opinión sobre la idoneidad o no de incluirle entre los candidatos con posibilidades. Las intervenciones rozan en algunos casos la crueldad personal. El general Fernández Vallespín fulmina al candidato Fraga Iribarne ante la mirada benevolente de Torcuato, que ve cómo se diluye uno de los escollos que podían dificultar su plan. Casi por unanimidad se retiran trece aspirantes (Solís, Cabello de Alba, Romeo Gorría, Azcárate, Oñate, Lamo de Espinosa, Calvo Sotelo, Ruiz Giménez, Sánchez Cortés, Fernández Cuesta, Fernández Sordo, Barrera de Irimo y Monreal Luque). En otros siete casos falta el consenso y es necesario votar para eliminarlos: Fraga Iribarne (11 en contra, 5 a favor), Areilza (11 en contra, 5 a favor), Licinio de la Fuente (12 en contra, 4 a favor), Osorio (13 en contra, 3 a favor), Castiella (14 en contra, 2 a favor), Fernando Suárez (12 en contra, 4 a favor) y Martínez Esteruelas (10 en contra, 6 a favor). Quien no alcanza ocho votos a favor no puede pasar a la siguiente criba.
Después de las primeras discusiones empieza a sentirse un cierto cansancio. Torcuato se limita a repetir nombres y resultados, después de que lo haga el secretario, De la Mata Gorostizaga.
Quedan, por tanto, para sufrir otra votación nueve candidatos: Fernández de la Mora, Rodríguez de Valcárcel, García Hernández, López Rodó, Silva Muñoz, Adolfo Suárez, Álvarez Miranda, Pérez de Bricio y López Bravo. Se decide entonces, de la mano de Torcuato, en su papel de maestro en mayéutica, que cada consejero apunte seis nombres en un papel, para retirar a tres de la contienda. Hecha la votación quedan eliminados García Hernández, López Rodó y Pérez de Bricio.
Es en este momento cuando uno de los consejeros, Dionisio Martín Sanz, representante de los Sindicatos Verticales, interviene para señalar la inconveniencia del procedimiento, y expresa su inquietud porque un tal Adolfo Suárez pasa todas las votaciones sin discusión. Torcuato, sin perder la calma, le reconviene porque el procedimiento ya había sido aprobado por asentimiento y no era cuestión de variarlo y complicar las cosas. En otras palabras, le corta la posibilidad de rectificar el curso de las votaciones.
Los consejeros asisten algo atónitos a una práctica a la que no están acostumbrados; nadie les exigía nada, en principio, y sin embargo todo iba a pedir de boca del presidente. El cansancio se hace sentir en la sala, y otro de los «sindicalistas», Luis Álvarez Molina, ruega que se suspenda la sesión hasta después de comer. Sugerencia rechazada por el presidente, con palabras firmes: «Me he comprometido a entregar una terna a Su Majestad y no saldré sin que la hayamos elegido».
Ha llegado el momento de la máxima atención; cada consejero debe escribir tres nombres en un papel, de los seis que forman la candidatura. Uno a uno van dando sus papeles, y el resultado es éste:
Silva Muñoz: 15 votos.
López Bravo: 13 votos.
Adolfo Suárez: 12 votos.
Álvarez Miranda: 4 votos.
Fernández de la Mora: 3 votos.
Rodríguez de Valcárcel: 1 voto.
Torcuato sonríe cuando recoge las papeletas; no tanto porque la operación ha culminado con éxito, sino por un pequeño detalle que pasa desapercibido a los demás consejeros. Silva Muñoz ha estado a punto de conseguir la unanimidad de los 16 votantes. Si la hubiera obtenido, el Rey, en pura lógica «democrática», se habría visto forzado a llamarle para presidir el Gobierno. Aunque no estaba obligado legalmente a ello, el gesto de rechazar la voluntad unánime de los consejeros hubiera podido interpretarse como una desautorización, o incluso un desprecio a tan fundamental institución para el esquema de Torcuato. Ese voto ausente ha salvado la situación, especialmente porque no es el suyo: Torcuato cumplió con los compromisos que se había marcado, y todo salió según sus deseos. Salvo error caligráfico así fue la votación:
T. Fernández Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo: Silva L. Bravo A. Suárez.
M. Lora Tamayo, catedrático, presidente del Instituto de España: Silva L. Bravo A. Suárez.
P. Cantero Cuadrado, arzobispo de Zaragoza: Silva L. Bravo A. Suárez.
C. Fernández Vallespín, teniente general: Silva L. Bravo A. Suárez.
Ángel Salas Larrazábal, teniente general: Silva L. Bravo A. Suárez.
V. Silva Melero, presidente del Tribunal Supremo: Silva L. Bravo A. Suárez.
A. Mª. Oriol Urquijo, presidente del Consejo de Estado: Silva L. Bravo A. Suárez.
J. A. Girón de Velasco, Consejero Nacional Permanente: Silva Álvarez Miranda G. de la Mora.
M. Primo de Rivera, Consejero Nacional Permanente: A. Miranda L. Bravo A. Suárez.
D. Martín Sanz, presidente del Sindicato Vertical del Olivo; Silva A. Miranda G. de la Mora.
L. Álvarez Molina, presidente del Sindicato Vertical del Seguro: Silva L. Bravo A. Suárez.
J. Mª. Araluce Villar, presidente de la Diputación de Guipúzcoa: Silva L. Bravo A. Suárez.
Joaquín Viola Sauret, alcalde de Barcelona: Silva L. Bravo G. de la Mora.
Enrique de la Mata, procurador en Cortes por Teruel. Secretario del Consejo. Silva A. Miranda Valcárcel.
Ángel González Álvarez, rector de la Universidad de Madrid: Silva L. Bravo A. Suárez.
Í. Oriol Ibarra, presidente de la Cámara de Comercio de Madrid: Silva L. Bravo A. Suárez.
Las últimas palabras las pronunció Girón de Velasco, zanjando los escrúpulos de los consejeros, al pedir que sin necesidad de volver a votar se señalara que los tres candidatos habían sacado quince votos. Primo de Rivera había prestado una inestimable ayuda a Torcuato y al Rey, votando a Álvarez de Miranda en vez de a Silva. Tampoco puede pasar desapercibida la uniformidad de los siete consejeros que debían su derecho al voto al lugar que ocupaban en la estructura del Poder, es decir, los que dependían directamente del jefe del Estado. El presidente del Consejo del Reino manifestaría meses después a sus amistades más cercanas que él no había votado en ninguna de las pruebas. Esta afirmación niega la aritmética… aunque todo es posible después de saber que la más importante reunión del Consejo carece de acta. El secretario, Enrique de la Mata Gorostizaga, no la redactó.
Serían aproximadamente las dos y cincuenta minutos de la tarde cuando Torcuato Fernández Miranda pasó ante un cordón de periodistas y dijo aquellas freudianas palabras: «Estoy en condiciones de llevar al Rey lo que me ha pedido». No llegaron a oírse las últimas palabras, «una terna», aunque hay quien asegura que no llegó a pronunciarlas.
Entretanto, Adolfo esperaba en su casa de Puerta de Hierro la anhelada llamada telefónica; estaba nervioso. Le preocupaba haber cometido dos errores en menos de veinticuatro horas. Por la mañana, a la salida del Consejo de Ministros presidido por el general De Santiago, se había dirigido a Areilza para decirle: «Yo no soy enemigo tuyo», lo que dejó al conde con equívoca sorpresa. Nadie le había preguntado nada, y además Motrico creía no tener animosidad hacia aquel ministro tan servicial. Suárez se arrepintió de haberlo dicho, pero estaba nervioso y a veces no se controlaba.
Luego, a un consejero nacional le había comentado que se iba a Ibiza para reunirse con su mujer, que estaba con sus amigos Fernando Alcón y Tomás Bertrán. El otro, bromeando, le sugirió: «No te vayas, no vaya a ser que llamen y no te encuentren». No respondió, pero subió al coche con una sonrisa radiante y significativa. Cometió dos errores en menos de veinticuatro horas porque los nervios no le respondían. En su casa, mientras esperaba la llamada, la cabeza le daba vueltas. Ya faltaba poco para que se cumplieran tres horas desde que terminó el Consejo del Reino. Los nervios, la ansiedad, le atenazaban. Aunque todo estaba atado y bien atado, una pregunta salió de sus labios y se la hizo a la persona que en aquel momento le acompañaba, Carmen Díez de Rivera: «¿No me borboneará con Silva?». Antes de que ella, que creía conocerlos bien a los dos, pudiera encontrar una respuesta, sonó el teléfono.