8. La generación del SEU pide permiso

Mientras se escuchaban los veinticinco cañonazos en recuerdo de otros tantos años de Franco en la jefatura del Estado, Francisco Eguiagaray detuvo durante unos instantes su intervención. No llegaban a cincuenta los mandos falangistas reunidos en aquella sala espaciosa, con retratos del Generalísimo y de José Antonio Primo de Rivera, enmarcados con una mezcla de estuco y madera que imitaba la boca de un teatro.

Francisco Eguiagaray dejó pasar tranquilamente el tiempo, y los oídos de los presentes fueron recogiendo las detonaciones, contándolas, como si se tratara de las campanadas de una iglesia. La ciudad de Burgos vivía la colosal conmemoración del veinticinco aniversario de la exaltación de Franco a la jefatura del Estado, al Poder Absoluto. Se utilizaba el término «exaltación» para dar caracteres mesiánicos y divinos a lo que nadie se atrevía a llamar por su nombre. Franco había logrado monopolizar el Poder, gracias a su astucia y a la ingenuidad de sus compañeros de aventura, un primero de octubre de 1936. Pasaron veinticinco años y la ciudad de Burgos, testigo de aquella oscura jornada, en la que a nadie se le ocurría pensar que el general Francisco Franco Bahamonde podía durar más allá de un par de años —salvo él mismo y quizá su hermano—, era ahora un flamear de banderas, de flores y de símbolos.

La prensa, la radio y los pasquines repetían desde hacía semanas el mismo lema: «Burgalés, muestra tu fervor patriótico, tu entusiasmo y tu fe, honrando a quien te honra. Engalana tus balcones, únete entusiastamente a la gozosa conmemoración que se avecina». Llegaban de los pueblos, como a un festival de obligado cumplimiento, camiones y autobuses; traían a los participantes en los fastos de un Imperio que empezaba a perder la esperanza de serlo, pero que conservaba su lenguaje.

Antes de la fecha señalada —primero de octubre de 1961— abrieron brecha en el homenaje de los veinticinco años algunas figuras defenestradas tiempo atrás. Quizá la conmemoración exigiese que los derrotados en la cucaña del Régimen exhibieran públicamente sus heridas, y se las lamieran dulcemente. Saña del ganador o desvergüenza de los vencidos.

El 27 de septiembre dio una «magistral conferencia» Alberto Martín Artajo, ex ministro de Asuntos Exteriores, cesado en febrero de 1957, sobre el tema «El orden jurídico español durante los veinticinco años del Régimen nacional», dentro del ciclo organizado por la «Comisión de actos conmemorativos del XXV aniversario de la Exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado». A las 8.20 minutos, en un ambiente marcado por los cortinones granates del salón de estrado del Palacio Provincial de Burgos, los asistentes oyeron las declaraciones del ex ministro: «A lo largo de estos veinticinco años, el Estado nacido de la Victoria se ha ido constituyendo como un auténtico Estado de Derecho, cuya esencia está en la sumisión del Estado al Derecho, de la Autoridad a la Ley».

Al día siguiente intervino Juan Antonio Suanzes, primer marqués de Suanzes, ministro de Industria y Comercio hasta el 19 de julio de 1951, y de quien se decía que había ido acumulando un íntimo desprecio hacia el Caudillo, pues fue su amigo desde la infancia, ingresó en el Cuerpo General de la Armada a los doce años —un sueño adolescente que Franco no pudo consumar—, y decidió retirarse del Gobierno antes de que su «viejo amigo» lo decidiera; razones todas más que suficientes para mirar con ojos irónicos tanta magnificencia. Sin embargo, acogiéndose a la reflexión de un veterano en esas lides, que consideraba la dignidad como la mayor deficiencia de la clase política, cerró su conferencia al modo cortesano: «No tienen demasiado valor los adjetivos de esta clase, pero entiendo que lo que pudiera denominarse “milagro español, milagro de Franco”, no es superado por ningún otro de su tipo. Pidamos a Dios que al cumplirse los veinticinco años de su mandato nos lo conserve muchos años».

La sesión de clausura de las conferencias sobre el Caudillo y su obra corrieron a cargo de otros dos no menos ilustres ex ministros, Joaquín Ruiz-Giménez y Raimundo Fernández Cuesta. Aquel 29 de septiembre de 1961 volvían a estar cara a cara, como en febrero de 1956, cuando los estudiantes madrileños se enfrentaban en nombre de la «revolución pendiente» o de la «revolución imposible». El resultado de la escaramuza estudiantil del 56 fue la caída de los ministros de Educación y de la Secretaría General del Movimiento, los mismos que ahora en Burgos iban a entonar el magnificat político a dos voces. Como una escena del tiempo reencontrado, los enemigos de 1956 rememoraban el encanto de las magdalenas del poder que saborearon juntos. Mano a mano, codo a codo otra vez, como si nada hubiera pasado. Máximo sarcasmo del soberbio Caudillo y organizador: los dos iban a cerrar el ciclo de alabanza a su persona. Los dos habían salido del Gobierno fulminados por el Ángel Exterminador. La presión de los grupos que configuraban el sistema golpeó a dos bandas y cayeron dos cabezas de turco: un falangista histórico (Fernández Cuesta) y un democristiano mirífico (Ruiz-Giménez).

Bajo el título de «Franco y la batalla de la cultura», don Joaquín Ruiz-Giménez mostró las realizaciones culturales del Régimen, su «descomunal esfuerzo», desde el primero de octubre de 1936, en el que se forjó «el ansia de corazones infinitos y la nostalgia de paz interior. Desde Burgos se dirigía el avance de las jóvenes legiones hacia los centros neurálgicos de la España cautiva». Tampoco le faltaron trémolos vibrantes a la oratoria de Raimundo Fernández Cuesta: «Franco resume el Poder conforme a la más clásica doctrina española, porque ese Poder no es absoluto ni tiránico, ya que existe una serie de principios éticos y cristianos que son otros tantos frenos o limitaciones de su ejercicio. Además, al lado de la soberanía política existe un Poder Social que reside en la Familia, el Municipio y el Sindicato, con lo que se permite un Poder sin tiranía y una libertad sin libertinaje, armonizando los dos términos». Siempre evasivo y pretencioso, Fernández Cuesta, otro jurídico de la Armada, sabía colocar el broche leguleyo a un ciclo magistral.

Quizá por todo eso, junto y revuelto, Francisco Eguiagaray, que estaba hablando en Burgos a los jóvenes mandos falangistas, esperó a que terminaran de sonar las veinticinco salvas en honor del Caudillo, posó la mirada en aquellos compañeros del SEU apellidados Márquez Horrillo, Gómez Molina, Martín Villa, Rosón Pérez, Regalado Aznar, Navarro, Triana, Conte, Vélez, Ortí Bordás, Elorriaga… y definió históricamente al Régimen que había traspasado el 1 de octubre de 1961 el meridiano de los veinticinco años. Lo llamó «el pentalustro de Poliorcetes».

En tanto que el obispo de Burgos declaraba a Franco «martillo de herejes y luz de Trento», los chicos del SEU, capitaneados por Eguiagaray, le daban la calificación brutal y surrealista de «pentalustro de Poliorcetes». No dejó de explicar el sarcasmo. Demetrio, hijo de Antígono, había nacido en el siglo III antes de nuestra era; continuador y émulo del gran Alejandro, pasó a la historia con el sobrenombre de «Poliorcetes» (en griego, arrasador de ciudades). Sitió Rodas y dominó Atenas. Y tuvo por palacio el sueño de todos los dictadores del mundo, el Partenón. Castigó a los demócratas con tanto furor, que en una época muy dada a esos usos se hizo famoso por ello. Plutarco le dedicó una de sus «vidas paralelas», y supo rodearse de una cohorte férrea e implacable.

Por encima de todo, Demetrio Poliorcetes fue un obseso del poder. La historia del pensamiento le recuerda por una pregunta que le hizo al filósofo Estilpón, el megarense. Después de haber arrasado su ciudad, le interrogó el dictador sobre lo que había perdido en la destrucción de su casa, con el fin de reponerlo y ganarle para la causa: «Nada, porque todo lo llevo en mí». Los testigos no recuerdan si Francisco Eguiagaray señaló que esta anécdota antigua estaba fuera de lugar en las comparaciones modernas.

En octubre de 1961, el Sindicato Estudiantil Universitario (SEU) lo dirigía Jesús Aparicio Bernal, un hombre de procedencia demócrata-cristiana, levantino y amigo de las transacciones ya fueran políticas o económicas. Los incidentes de 1956 habían abierto paso a un proceso de despolitización del SEU; hasta aquel año, la Falange Universitaria había tenido como enemigo principal a la izquierda, a los demócratas de diferente cuño emboscados aquí y allá. A partir de aquella fecha, los chicos del SEU iban a tener un enemigo en el sistema mismo, del que muchos seguirían usando y abusando, pero que, a la recíproca, despreciaba las convicciones políticas de aquellos jóvenes llamados a ser la cantera política del futuro. O integrarse en la burocracia del Régimen o el ostracismo.

Aparicio Bernal era un genuino representante de los nuevos tiempos; sin ningún interés por la doctrina falangista, llega a la jefatura nacional del SEU gracias a la crisis del 56, que plantea la falta de cuadros moderados y debe el nombramiento a su categoría de discípulo del entonces ministro de Educación Jesús Rubio García-Mina. El ministro que se hace cargo en febrero de 1956 de la cartera de Educación recoge la antorcha de su antecesor Ruiz-Giménez, crea el bachillerato nocturno, inventa un rubicón siniestro llamado pre-universitario y lleva sobre sus espaldas la cruz de un país con ocho millones de analfabetos. Remedando a Stalin, Rubio García-Mina declaraba que lo «primero es el hombre», y puede ser considerado sin exageración el primer perturbador de la enseñanza media, entonces llamada bachillerato, por su capacidad para tejer y destejer cursos.

La primordial tarea de Aparicio Bernal consiste en aglutinar el conglomerado que formaba el SEU, que al ser por definición un sindicato de afiliación obligatoria, resultaba un paso obligado para los aspirantes a político. Aparicio va a conducir su jefatura como en una vereda tortuosa, con golpes a derecha e izquierda, que corresponden más a la posición de su cuerpo que a la definición política de esos términos. Tenían razón los que decían que no se trataba de derechas ni de izquierdas, sino de todo lo contrario, es decir, del reino de la confusión.

A su derecha, cargada de «revoluciones pendientes», de nacionalizaciones, de republicanismo y de violencia, estaba la «Centuria XX», formada por los «puros» del pensamiento falangista joseantoniano. A su izquierda, si es que se puede llamar así, estaban los aperturistas, deseosos de profesionalizar y llevar a los desvanes las esencias de «imperios» y «luceros» y convertir el SEU en un sindicato que solucionara los primarios y no resueltos problemas estudiantiles en orden a cooperativas y comedores. Y por último había que contar con los alevines del Opus Dei, deseosos de liquidar el «fascismo falangista» y abrir una etapa estudiantil llena de espiritualidad, cursillos de cristiandad y lecturas comentadas de monseñor Escrivá, para que las ovejas pastaran en los prados de la Obra.

Y en el magma, los demócratas clandestinos, intentando acelerar el curso de la historia, haciendo de mosca dentro de la diligencia. Los esquemas de derecha, izquierda y centro referidos al SEU son más que relativos; posiblemente nadie estaba en su lugar, salvo el Poder. Los aguerridos estudiantes falangistas de la Centuria XX, puntillosos canonistas del pensamiento del Ausente —expresión retórica para referirse a José Antonio Primo de Rivera—, estaban más cercanos a los partidos clandestinos que los atildados aprendices de tecnócratas del Opus Dei. Y sin embargo el Poder castigaba más a éstos que a sus hijos legítimos y radicales de las Falanges Universitarias.

Desde el primer momento, Aparicio incorpora a los «jabalíes lerrouxistas» de la Centuria XX y les da cargos de responsabilidad. Francisco Eguiagaray, el más brillante de todos, es nombrado inspector jefe del SEU; Eduardo Navarro, el segundo en importancia, subjefe nacional, y Diego Márquez, secretario general. A otros de menor cuantía y personalidad se les orienta hacia diversos puestos en la «línea de mando».

La segunda corriente seuista, la «profesional», tenía por entonces su máximo exponente en un chico de mirada torva, que mantendría invariable hasta la madurez, llamado Rodolfo Martín Villa, jefe del distrito universitario de Madrid, con un equipo de colaboradores que, a tenor de su posterior evolución política, cabe juzgar como importante: Juan José Rosón, Rafael Orbe Cano, Eugenio Triana, Daniel Regalado, Jesús Sancho Rof, Rafael Conte, Alberich, Ortí Bordás…

El centro de la «tercera fuerza», vinculada al Opus Dei, se centraba en la Universidad de Navarra, como es obvio, y en la de Sevilla, que a los efectos de nuestra historia es la única «fuerza» estudiantil en la que merece la pena detenernos, donde por entonces era gobernador el miembro de la Obra y conocido partidario de don Juan de Borbón, Hermenegildo Altozano Moraleda, tan citado en el anterior capítulo.

La triangular relación de fuerzas elaborada bajo la férula de Aparicio Bernal tiene mucho de fantasmagoría. Las diferentes corrientes surgen y se desarrollan independientemente de las orientaciones de la vaca amamantadora de la Secretaría General del Movimiento, órgano encuadrador de las actividades político-sindicales del país. Como escribió un buen conocedor del tema, José Luis Alcocer, «la Secretaría General del Movimiento funcionaba exactamente como un antipartido. Efectivamente, el deseo de todo partido político es siempre el de extender su organización y que éste crezca orgánicamente. Secretaría General, por el contrario, daba la impresión de que quería evitar esas cosas». Por eso Aparicio Bernal será más un muro de contención que un cauce. Tampoco estaba en condiciones de hacer más; era un peón en un juego de alfiles. Tenía en sus manos la misión de evitar los conflictos, de atenuarlos, siguiendo las características del sistema; de aliviar y cubrir los enfrentamientos para que su eco no llegara a los oídos del poder. Mientras no se alcanzara el escándalo, todo era admisible.

Por parte de los jóvenes había ingenuidad, y por los veteranos, cinismo; pero convivían. Había gestos valientes y consecuentes. El falangista Cepeda da la orden a las centurias del Frente de Juventudes de que se vuelvan de espaldas a Franco cuando visita El Escorial y la tumba de José Antonio. Raimundo Fernández Cuesta se pone histérico, palidece y le sale a flote su proverbial poquedad y falta de espíritu; en la antítesis histórica del mito «portador de valores eternos», no se le ocurre más que decir: «Excelencia, se tomarán medidas, se tomarán medidas». Mientras, Franco, astuto e inquisidor, le corrige: «Lo que quiero es saber qué les pasa a estos chicos». Franco tenía razón, él no había cambiado nada y los chicos sí, por eso no acababa de comprender qué les pasaba a los muchachos. A Franco el candor no le enternecía, pero sospechaba que había siempre una razón oculta, y probablemente no se equivocaba.

Porque en el fondo latía la ignorancia. Aquellos jóvenes tan seriecitos, que podían hablar durante más de media hora haciendo la exégesis del eslogan «Disciplina, nuestro orgullo es», empezaban a cuestionarlo todo. No les eximía de la duda el horrible hipérbaton sobre la disciplina, digno de las tradiciones jesuíticas de unas clases medias borrosas y añorantes de viejas épocas, en las que por cierto ellas no existían aún.

Sí se ha dicho que hubo una juventud que vivió al ritmo de las burbujas del champán, la de entonces tenía el ritmo del agua de Mondariz. Sin saberlo, algunos jóvenes cargados de voluntad, y con una honestidad sin sospechas, batallaban por algo inalcanzable ante la burla de los encanecidos adultos. Hay ejemplos innumerables, como el de los tres jóvenes que entraron en el edificio de Alcalá, 44, Secretaría General del Movimiento. Chorreaban sudor porque era verano y habían pasado media mañana pegando pasquines antimonárquicos. Francisco Eguiagaray, Eduardo Navarro y Diego Márquez subían las imperiales escaleras cuando vieron al ministro secretario general del Partido, Fernández Cuesta, acompañado de Murga, el lugarteniente general de la Guardia de Franco.

No esperaron a que llegaran a su altura; subieron hasta alcanzarles. Estaban hartos de aquella sorda labor de enfants terribles del Régimen. Fue Eguiagaray, con su aspecto de D’Annunzio de provincias entrado en carnes —bota alta, correaje y camisa bien planchada—, quien se dirigió a Fernández Cuesta.

—¡Queremos la revolución! —gritó Paco Eguiagaray.

Estaba demasiado acostumbrado a las preguntas impertinentes para pasar un mal rato con unos imberbes, por eso siguió bajando las escaleras, imperturbable:

—¡Y se hará! —replicó Fernández Cuesta.

No dudó un solo instante en responder; ni esbozó sonrisa alguna. Pero siguió bajando las escaleras, porque el tiempo se estaba haciendo caluroso y tenía prisa por llegar a casa.

—¡Pero cómo se va a hacer, si esto será un Reino! —insistió Eguiagaray.

Le salió sin pensarlo, mientras Murga le cogía levemente el brazo para separarle de aquellos idiotas de azulete.

—Claro, un Reino republicano —zanjó Fernández Cuesta.

Y ya no se volvió. El señor de los criados con librea, de la revolución pendiente como las letras de cambio y de los guantes blanquecinos para coger las cartas, siguió su camino. Fernández Cuesta carecía de sentido del humor, y los tres chicos no conocían aún a Woody Allen. Por eso cada uno se fue a casa, y sólo recordaron la conversación, que les avergonzaba profundamente, cuando en un tren, camino de Santander, el hermano de Diego Márquez dijo: «¿Sabéis una cosa? ¡Me cago en Franco!». Ninguno de los tres sonrió porque les vino a la memoria la nítida figura de Fernández Cuesta.

El año 1961, el de los veinticinco años de Poliorcetes en la jefatura del Estado, fue también el de la configuración de la generación del SEU. La batalla entre las distintas corrientes alcanzó entonces su máxima virulencia. Sevilla iba a ser el escenario de la pelea que abrió las puertas a un período de luchas intestinas que terminaría en la reunión de Villacastín, tres años más tarde, que daría al traste con el SEU, ya convertido en un fantasma sin paternidad conocida.

En el año 1961, Altozano Moraleda ejercía, como sabemos, de gobernador en Sevilla, y la Centuria XX falangista estaba incorporada sin reticencias al SEU. Los cuadros del sindicato empezaban a pasar del cristianismo atemperado de Aparicio Bernal al agnosticismo de coche con matrícula del Parque Móvil del Estado que representaba un hombre en ascenso, Rodolfo Martín Villa. Y había llegado el momento de que el Opus Dei participara en las escaramuzas del movimiento estudiantil. Monseñor Escrivá lo había dejado todo diáfano cuando escribió: «No olvides que antes de enseñar hay que hacer. “Coepit facere et docere”, dice de Jesucristo la Escritura Santa: comenzó a hacer y a enseñar. Primero hacer. Para que tú y yo aprendamos».

Para que aprendiera monseñor Escrivá llegó a Sevilla en 1961 Florencio Sánchez Bella, hermano del que había de ser ministro de Información y Turismo en octubre del 69. Entre las entrevistas que Florencio lleva a cabo en Sevilla hay una particularmente importante con el estudiante Ramón Cercós, una joven promesa de la Obra, que había sido convocado para ocuparse de la jefatura del SEU en Sevilla cuando se encontraba estudiando en Colonia, con una beca «Humboldt». A su vuelta de Alemania, en marzo del 59, visita en Madrid a Aparicio Bernal, el conciliador, que le anima a hacerse cargo de la experiencia del SEU en el distrito universitario sevillano. No sabía lo que le venía encima hasta que llegó a la estación y vio las pintadas de bienvenida: «Opus, no; Falange, sí».

Florencio Sánchez Bella le sugiere que ha llegado el momento de dar la batalla contra Aparicio Bernal, porque en su calidad de jefe nacional del SEU no es capaz de cortar las críticas a la sacrosanta Universidad de Navarra. Cuando se despiden, Florencio deja caer el objetivo del momento: «Tú estás en mejores condiciones que nadie para hacerlo». Y la joven promesa ni asiente ni niega; empieza a trabajar, porque el hipérbaton «Disciplina, nuestro orgullo es» había sido adaptado al lenguaje de monseñor Escrivá en el versículo 625 de Camino: «Tu obediencia no merece ese nombre si no estás decidido a echar por tierra tu labor personal más floreciente, cuando quien puede lo disponga así».

En su calidad de jefe del SEU en Sevilla, Cercós nombra secretario general del distrito universitario a Alejandro Rojas Marcos en octubre del 59. Quien llegaría a ser fundador del Partido Socialista de Andalucía y alcalde de la ciudad, era entonces un monárquico juanista, estrechamente vinculado al gobernador Altozano Moraleda. La jefatura del SEU en Madrid nunca dará la «aprobación» a Rojas Marcos y abandonará su cargo tiempo después sin haber recibido la acreditación. Ramón Cercós y Rojas Marcos darán la batalla contra los «azules» del SEU, tal como el gobernador de Sevilla la llevará contra los «azules» de la Secretaría General del Movimiento.

Cercós repetía algunos gestos de Altozano; por ejemplo, cuando dirige la residencia veraniega que el SEU tiene en Bergondo (La Coruña) retira las dos banderas —requeté y falangista— que flanquean la roja y gualda. Sin embargo, no tiene el valor de sumar a la pelea a los dos discípulos más activos del mítico democristiano Jiménez Fernández, que son activos militantes de la derecha antifranquista, Martí Maqueda y Guillermo Medina, aunque mantienen buenas relaciones.

La primera ocasión para la guerra santa contra los falangistas del SEU la va a tener Cercós en la reunión del Consejo Representativo Nacional en el Valle de los Caídos. Para él no se trata de cuestionar a quién se aconseja, a quién se representa y de qué nación se trata, sino de un problema mucho más sencillo, en el que encuentra colaboradores: exigir aclaraciones sobre las «cuentas» del SEU. El secretario general, Mariano Nicolás, sale del trance como puede, hasta que llega Aparicio Bernal con una caja de camisas azules y se suspende la sesión. Pepe Solís, el ministro, iba a clausurar el acto y convenía un mar de prendas azules.

Cercós y Rojas Marcos, en su calidad de máximos representantes del SEU sevillano, tienen un doble frente de combate: las Falanges Universitarias locales y los mandos nacionales. Con la ayuda de Altozano Moraleda pueden poner a raya a sus oponentes en la ciudad, pero frente a Madrid necesitan buscarse apoyos. Así es como surge la idea de coordinarse con las otras universidades.

Cuatro jóvenes de la Universidad de Sevilla salen en los primeros meses de 1961 dispuestos a llevar la bandera de la «democratización» del SEU por los diferentes distritos universitarios. El grupo arranca dirigido por Alejandro Rojas Marcos, y le acompañan Diego Mir, Joaquín Caballero y Rafael Candau. Llevan las bendiciones de Cercós y un coche propio.

El primer lugar que visitan es Salamanca. Jugando con el factor sorpresa, las autoridades se enteran demasiado tarde y las reuniones son un éxito. El gobernador, José Luis Taboada, cuando tenga que explicar el incidente a Franco —por ridículo que pueda parecer, El Pardo llegó a tomar cartas en el asunto—, habrá de reconocer que le cogió ausente de la ciudad y no pudo actuar fulminantemente, como le habría gustado.

Luego se dirigen a Valladolid, donde el jefe del SEU en la ciudad, Javier Pérez Pellón, intenta boicotear los contactos pegando pasquines anti-Opus y pro falangistas que sieguen la hierba bajo los pies de los conspiradores. El contubernio del Opus Dei con hombres de adscripción monárquica y los demócratas independientes forzaba a los chicos del SEU a golpear en el punto más evidente de la alianza, el carácter de operación opusdeísta.

Es posible que en el fuero interno de cada uno de los implicados no suponían que la Obra estaba especialmente interesada en lanzarse a deteriorar a los falangistas del SEU; también las fuerzas democráticas clandestinas estaban en la misma vía y se producía una coincidencia, que si en aquel momento daba la razón a los dinámicos jóvenes del Opus, no tardaría en cambiarse las tornas y los «clandestinos» pasarían a desempeñar el principal papel en la batalla por la democratización del Sindicato Español Universitario.

El tercer punto de contacto es Santiago de Compostela. El viaje tiene un final inesperado en Oviedo, donde se les detiene, trasladándolos a la Dirección General de Seguridad, en Madrid. Es entonces cuando una multitudinaria asamblea de la Facultad de Derecho de Sevilla decide hacer huelga durante tres días en protesta por los detenidos, que no tardarían en llegar en olor de gloria.

Los acontecimientos se han precipitado y los mandos del SEU en Madrid toman cartas en el asunto enviando al inspector jefe, Francisco Eguiagaray, que llega a Sevilla casi al mismo tiempo que vuelven Rojas Marcos y sus compañeros de su leve experiencia represiva, cuando la universidad andaluza estaba soliviantada y el rector, José Hernández Díaz, vivía al borde del infarto permanente.

Francisco Eguiagaray era el más prometedor y brillante de los jóvenes falangistas, había recibido una educación esmerada en el seno de una familia de extrema derecha. Su tía, Francisca Bohígas, hoy olvidada dirigente femenina de la CEDA, estaba considerada en el Parlamento de la II República, del que fue diputada por León, como «la Pasionaria de derechas». Se había formado con la tía Bohígas, y tenía una cierta pasión por la teatralidad y los gestos mussolinianos; tradujo al latín el discurso fundacional de José Antonio a la Falange, y le agradaba leer a santa Teresa con un velón en la mano, mientras paseaba mayestáticamente.

Eguiagaray usó correaje y bota alta hasta en la época de Aparicio Bernal, lo que era mucho decir de la firmeza de sus convicciones fascistas; tenía una memoria prodigiosa y una capacidad intelectual notable, de la que dan buena prueba algunos de sus libros, quizá no muy trabajados pero importantes en aquel ambiente tan poco propicio a las búsquedas intelectuales.

Llegó a Sevilla a poner orden, y el orden, según lo entendía él, pasaba irremisiblemente por la pérdida de influencia del Opus Dei en la universidad. La actitud del dúo Cercós-Rojas Marcos merecía un escarmiento y Eguiagaray venía a imponerlo. Prácticamente al día siguiente de su llegada a Sevilla, el gobernador, Altozano Moraleda, convocó en la sede del Gobierno Civil a Cercós y al inspector del SEU.

Cuando Cercós entró en el salón, ya Eguiagaray llevaba un buen rato esperando; Altozano les había convocado a los dos para que explicaran los incidentes universitarios. Eguiagaray empezaba a ponerse nervioso, cuando Cercós pasó al despacho del gobernador antes que él. Ahí fue Troya. Se acercó a Altozano y bien alto le espetó: «Es intolerable». No fue necesario decir más; Altozano, que quizá estaba deseando un gesto como aquél, hizo que la autoridad le llevara inmediatamente hasta el límite de la provincia.

Las relaciones entre el SEU central y la provincia de Sevilla acababan de romperse. Semanas más tarde, un nuevo inspector, Rafael Conte, intentaba llegar a un acuerdo con el cantón sevillano. Estaba en mejores condiciones que Eguiagaray, porque había estudiado en Navarra y conocía la Obra, sus modos y sus maneras. Durante algún tiempo Conte conciliará los intereses del grupo de Cercós y los de la Falange Universitaria de Sevilla. Poco a poco Cercós fue notando que sus colaboradores le abandonaban; Conte había ofrecido cargos y algunos cambiaron de barco para la travesía. Cercós estaba aislado y había llegado el momento de dar una solución a la rebelión estudiantil; las ferias de abril no supondrían una pausa.

Antes del verano Cercós recibe la noticia de su cese como jefe del SEU en el distrito universitario. El conducto por el que llega la comunicación es irregular; Herrero Tejedor, vicesecretario general del Movimiento, informa al gobernador y éste al interesado. La línea política de mando había dado el palmetazo y todos inclinaban la cabeza.

Como era habitual en el franquismo, siempre se golpeaba a los dos lados y por eso Eguiagaray iba a ser perseguido por Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación, y aprovechando una beca saldría hacia Múnich, abandonando el mundo de cartón piedra de la Península y de sus ideas políticas. Posteriormente su evolución política será de diferente signo que su pasado, y acabará sus días como corresponsal de Televisión Española primero en Moscú y luego en Viena.

Llegados a este punto, el SEU es un tren que ha entrado en la vía muerta; la discusión está en si hay que proceder a su desguace o debe mantenerse como objeto histórico. Desde la Secretaría General del Movimiento piensan que hay que conservarlo, eliminando los elementos políticos falangistas, profesionalizándolo; las otras fuerzas, desde los cristianos más derechistas a la extrema izquierda, opinan que ha sonado la hora del desguace.

El vicesecretario del Movimiento, Fernando Herrero, concibe una idea. Retirar a Aparicio Bernal de la jefatura del SEU y poner a una figura sin pasado falangista que profesionalice e instrumentalice el sindicato, un joven que pueda ser teledirigido con facilidad y vaya reduciendo los conflictos que cada vez se incrementan más. Saca a relucir tres nombres: Fernando Gil Nieto, Adolfo Suárez o el mismísimo Ramón Cercós. El último, con sólo citar su nombre, puede provocar una conmoción; y los otros dos han ejercido funciones de secretarios de Fernando Herrero Tejedor.

No será necesaria la operación pensada por el vicesecretario porque los chicos del SEU ya se han movido y han logrado convencer a Solís de que el sucesor de Aparicio Bernal sea un joven ingeniero industrial, bien pertrechado de experiencia en el distrito de Madrid, que trae una «nueva hornada» de dirigentes nada sospechosos y que se jacta de ser más sindicalista que falangista; se llama Rodolfo Martín Villa. El 3 de marzo de 1962 es nombrado jefe nacional del SEU.

Una nueva clase política está emergiendo; en la batalla entre los falangistas «puros» de la Centuria XX, los sindicalistas y el Opus Dei, el franquismo empieza a ver cómo crecen sus alevines, los que tomarán el relevo. Durante dos años Martín Villa dirige el SEU con la única preocupación de crear cooperativas, controlar los colegios mayores y responder contundentemente a los «radicales» de la Centuria XX, ya en plena decadencia.

La promoción política de la generación de Rodolfo Martín Villa es notable; poco a poco empiezan a incluirse en las nóminas institucionales, inician su interminable viaje en coche oficial del que no habrán de apearse. Cuando a Daniel Regalado se le nombre sustituto de Martín Villa a la cabeza del SEU, en septiembre de 1964, el sindicato estudiantil ya no tendrá encaje en la Secretaría General del Movimiento. Las conclusiones del Consejo Nacional, celebrado en Cuenca, exigen convertirse en decretos para salir del callejón sin salida y dar rienda suelta a un sindicato más permeable que el viejo tótem falangista. Martín Villa dimite porque ha llegado al límite de su capacidad de maniobra y seguir le va a obligar a enfrentarse con las instituciones; antes cesar que cerrarse caminos de futuro.

Por eso Daniel Regalado, un chico bien visto en los ambientes de El Pardo, porque su padre ha sido ministro de Marina, y no mal recibido por las bases porque es muy moldeable, va a durar dos meses.

Según las tradiciones, el nuevo jefe del SEU debe pronunciar el discurso de apertura del curso universitario, que se leerá en todas las universidades. Regalado lo elabora con sus dos ayudantes, Jesús Sancho Rof y Francisco Guerrero. Lo va a leer en Oviedo, y es una pieza antológica de buenas intenciones y de dudoso gusto literario, con metáforas que hablan de columnas truncadas y de problemas aplazados. Pero tiene el efecto de un fulminante. Su crítica al papel de la Universidad en aquella sociedad atrofiada genera una violenta reacción de los catedráticos, que en varias universidades boicotean la lectura del discurso. En la Universidad madrileña de San Bernardo el pateo de los catedráticos es más que simbólico. Y aquellos señores, que salvo honrosas excepciones se las tragaron dobladas, como los sobres de fin de mes, se indignaron y conminaron al Ministerio de Educación para que aquel imberbe, alto y con cara de niño rico, se volatilizara. Duró dos meses y nadie dijo nada; ni el propio interesado, que luego iba a desempeñar importantes cargos provinciales, con dignas actitudes frente al caciquismo gallego.

Los dos meses de Regalado a la cabeza del SEU marcan el comienzo de una pendiente profunda; es el fin de la hegemonía de los jóvenes de derechas en el movimiento universitario. A partir de entonces, el ascenso de José Miguel Ortí Bordás, en noviembre de aquel decisivo año de 1964, a la jefatura nacional no es más que el último baile de la nostalgia.

Ortí Bordás había sido descubierto en la Facultad de Derecho de Madrid por el delegado Orbe Cano, cuando aquél capitaneaba la Asociación de Estudiantes Tradicionalistas. Entró en relación con Martín Villa y se puso a dirigir la revista 24, uno de los órganos más radicales de los universitarios de entonces. Al no existir la censura para las revistas del SEU, los artículos se caracterizaban por una actitud política comprometida, con las salvedades que da el magma ideológico social-fascista en el que se movían los jóvenes más representativos del SEU. El tono era tan crítico respecto al sistema, que Fernando Herrero Tejedor arbitró con los jefes del SEU una fórmula para controlar aquel aluvión de publicaciones.

Ortí Bordás era conocido como el ideólogo de la revista 24 (había 23 sindicatos verticales en España y el 24 le tocaba al SEU), nombre que da idea de su pensamiento, y de sus preocupaciones. Las «separatas» de la revista, dedicadas a la Universidad de Navarra o contra la actitud de la Iglesia frente a la Enseñanza, con el título feliz de «Acatan, pero no cumplen», convirtieron a Ortí en una figura importante del SEU. Iba a tener el honor de ser expulsado de La Coruña por el gobernador, Evaristo Martín Freire, porque siendo director del albergue de Bergondo dio una conferencia en la que defendía la experiencia de Fidel Castro, como líder nacionalista y antiimperialista.

La evolución posterior de Ortí Bordás hacia posiciones «prusianas», unido a su carácter personal harto complicado, no debe hacer olvidar las ilusiones que despertó en los primeros años sesenta. Era uno de los hombres más radicales de la nueva clase política.

Cuando en el pueblecito de Villacastín se rece en 1964 el responso por el Sindicato Español Universitario y Ortí Bordás sea defenestrado, empezará una nueva generación que nutrirá fundamentalmente a la izquierda clandestina. En apenas ocho años, de 1956 a 1964, el SEU va a ser el semillero de los políticos de los años setenta: Aparicio Bernal, Martín Villa, Rosón, Sancho Rof, Eduardo Navarro, por señalar a los más conocidos en áreas del Poder, quienes empezarán una irresistible carrera. A partir del 64 saldrá la cantera de la izquierda.

Pero también en el Frente de Juventudes ocurre otro fenómeno parecido. Bajo la dirección de López Cancio se ponen a colaborar hombres como Amando de Miguel, que estuvo a punto de ser jefe nacional del SEU, López Cepero, González Seara, Adriano Gómez Molina, Antonio Sánchez Gijón, Fernando Albero, Francisco Orizo, Juan José Linz… en ocupaciones que iban desde el asesoramiento de los libros de «Formación del Espíritu Nacional» hasta encuestas sobre los presupuestos mentales de la juventud española. Los textos del bachillerato de los primeros años sesenta, redactados por Torcuato Fernández Miranda, por Efrén Borrajo, por Juan Velarde o por Enrique Fuentes Quintana, que en la mentalidad juvenil de aquellos años constituía la asignatura de «Política», habían sido preparados por esos hombres que entonces formaban parte del equipo dirigido por el jefe del Departamento de Formación de Juventudes, Francisco Vigil, y por el jefe nacional, López Cancio.

Las ubres de la Secretaría General del Movimiento nutrían todos los paladares, y eran el gimnasio en el que hacían ejercicios diversos —desde saltar el plinto hasta balancearse sobre la cuerda floja— los hombres que aspiraban a ocupar un lugar en la política del país. Los diferentes procesos de evolución ideológica partían lógicamente de un lugar común, el edificio de Alcalá, 44. La generación del SEU, que abarca de 1956 a 1964, estaba dispuesta a batallar escalón a escalón hasta el duelo final, cuerpo a cuerpo, consciente de que ya no habría sitio para todos.

Entre ellos estaban los ungidos por el laurel del futuro; acababan de pasar la adolescencia política y entraban en la vejez de los cargos, sin haber pasado por la madurez de la pelea por las convicciones políticas. A muchos el SEU les quitó la virginidad y les hizo la delicada operación de la fimosis. A partir de entonces están en situación de ponerse el mundo por montera; siempre y cuando unieran a la cautela la inapreciable capacidad de tener un hígado de acero inoxidable, que permitían pasar sin dejar huella, los posos de un régimen que segregaría mostos de mala uva.

Su tiempo no había llegado aún, pero empezaban la carrera; por entonces, algunos conocieron el coche oficial que no abandonarían hasta nuestros días. Cuanto más agresivos se mostraron, más alto fue el precio del acuerdo, y más elevado el nivel burocrático en el que se incorporaban. Sería injusto negar la capacidad de honesta ambición política en algunos casos. Como no había otro procedimiento de promoción política dentro del sistema que el escalafón burocrático y la férrea disciplina al mando, no se puede pensar en oscuras intenciones; quien se lanzaba por esa vía era consciente de que no había otra que permitiera alcanzar cargos de responsabilidad.

Llamar a esas promociones políticas «generación del SEU» es una limitación terminológica, porque estaba también el Frente de Juventudes como cantera de valores, o sencillamente el Movimiento, donde se incorporaban mesnadas de funcionarios por el peculiar procedimiento selectivo de la amistad con tal o cual jefe. Y sin embargo hay que considerarlos «generación del SEU», cuando su único nexo con el sindicato universitario era la afiliación obligatoria en la época estudiantil.

Las generaciones sirven a modo de cajones de sastre donde se echan los individuos no excepcionales. La «del SEU» procedía de la clase media, había pasado por una etapa de purismo joseantoniano que alcanzó hasta su pubertad —teniendo en cuenta que la pubertad a veces dura bastante más de lo que marca la biología—, y posteriormente se adscribieron a un relativismo político absoluto que les permitió aceptar a Laureano López Rodó como gran timonel, minusvalorando a Girón de Velasco porque no había sido consecuente con sus principios. Decir que eran eclécticos quizá fuera excesivo para la inmensa mayoría de los chicos; sentían un desdén total hacia la cultura, que empezaba en ellos mismos. Eran adaptables y disciplinados; el resto les llegará con el tiempo.

Adolfo Suárez pertenecía a esa generación, si no por derecho propio, sí al menos por su trayectoria política. Solía decirse entonces que el ocupar un cargo político era un acto de servicio; en algunos casos se precisaba más, y los mejor situados señalaban que se trataba de un acto de servicio a España y al Caudillo. Eso sin entrar en que los servicios obligatoriamente empiezan por uno mismo y que, como decía el filósofo, uno es servidor en primer lugar de sus propias debilidades. Adolfo fue un servidor fiel y disciplinado a sus respectivos jefes; en materia intelectual, no tuvo nunca preocupación alguna. Cuando prepara las oposiciones al Ministerio de Información y Turismo consulta con un periodista para que le señale un buen libro de cultura general. Le recomienda la humildísima Historia del Mundo Contemporáneo, del profesor Sánchez Barba. Algunas semanas después se lo devuelve con la reflexión: «No he podido, es demasiado denso». Procedía de la clase media provinciana y su promoción política fue a partir del escalafón del Movimiento y gracias al patrocinio de Fernando Herrero Tejedor.

Su relación con los más genuinos representantes de la «generación del SEU» habrá de ser larga y estable a lo largo de los años, pero en 1964 fue especialmente significativa, porque gracias a ella entrará en Televisión Española. Sucedía en el mes de noviembre del año 64. Trabajaba como secretario de Herrero Tejedor en la vicesecretaría del Movimiento, al tiempo que estaba en Presidencia del Gobierno como adjunto de las Relaciones Públicas y jefe de inspección de Planes Provinciales. Cuando le quedaba un hueco visitaba la oficina del Instituto Social de la Marina en la calle Génova, y la Delegación de Juventudes, en lista para futuros papeles como asesor jurídico. Pero sus amigos consideraban que estaba pasando una difícil situación económica; algunos porque no conocían esa multiplicidad profesional, y otros estaban preocupados por las aventuras financieras de su padre, que obligaban a Adolfo a hacer frente a obligaciones imprevistas. Lo cierto es que se reúnen tres murcianos y están de acuerdo en que Adolfo debe conseguir un trabajo en TVE. Los reunidos son Mariano Nicolás, Jaime Pascual y Jesús Sancho Rof, quien, no habiendo nacido en Murcia, conoce bien la tierra donde su padre ejerce de catedrático.

Mariano Nicolás vive en el mismo edificio que Adolfo, en Comandante Fortea, y ha sido amigo y estrecho colaborador de Aparicio Bernal durante su etapa como jefe nacional del SEU. Nicolás está en inmejorable situación para recomendarle. Lo hace y con gran éxito. El 19 de noviembre de 1964 Adolfo entra por primera vez en el desamparado edificio de TVE en Prado del Rey, siendo uno de sus primeros moradores; con olor a pintura reciente y la sensación de adentrarse en un buque fantasma.

Su cargo es el de secretario de las Comisiones Asesoras, un organismo consultivo de la jefatura de Televisión en el que están colocados innumerables personajes y personajillos de la vida cultural, social y política, con la única obligación de asistir a una reunión semanal y decir lo que debe y lo que no debe ser la programación televisiva. Hay media docena de comisiones asesoras, y aunque no tienen poder vinculante, han de reunirse regularmente y esta actividad exige un secretario, con funciones de convocar y redactar las actas. El primer secretario será Juan José Rosón, pero desde que fue nombrado secretario general de Televisión el cargo busca una nueva figura; designarán a Adolfo Suárez.

Televisión Española en 1964 está dirigida por Aparicio Bernal y el subdirector es el legendario Luis Ezcurra, el incombustible, una especie de pirámide de Egipto que puede ser desplazada pero siempre conservará su poder de atracción, y que como toda pirámide guarda en el fondo los secretos de los faraones. Pero el hombre fuerte es Juan José Rosón, gallego ejerciente, seuista ligado a Rodolfo Martín Villa, con una tendencia verbal al monosílabo, oscuro de tez y taciturno céltico, es decir, de los que no dicen nada más que lo que quieren decir. Su aspecto cetrino y triste, le valió el sobrenombre de «el Ataúd» en los ambientes del SEU. Su actividad como oficial de Intervención Militar y experto en información, sumado a su estrecha relación con Martín Villa, dieron a su persona un aura poco grata, de individuo siempre en la sombra, aunque mirara de frente, fuera valiente y tuviera amigos.

Rosón ocupa el cargo de secretario general de RTVE cuando Adolfo ingresa en Prado del Rey ganando 21.000 pesetas. La primera actividad del recién ingresado consiste en ponerse de acuerdo con un grupo de universitarios que entraron el mismo día, para solicitar que se les paguen los once días del mes de noviembre que no venían incluidos en la nómina de diciembre. Es la primera gestión de Adolfo y su primer éxito.

No va a estar mucho tiempo en el burocrático cargo de secretario de las Comisiones Asesoras. En los primeros meses de 1965, los programas sufren una bajada escandalosa de los niveles de audiencia, que coincide con una operación, calificada de «especulativa», por parte de las dos agencias que monopolizan la publicidad televisiva. De estas crisis saldrán malheridas esas agencias de publicidad que dirigen Jo Linten y Joaquín Soler Serrano. En el nivel interior de RTVE, estos primeros meses del 65 ven la caída de los dos jefes de programas José Luis Colina y Enrique de las Casas, a quienes sustituye Adolfo Suárez.

El tiempo que va de noviembre del 64 a marzo del año siguiente le sirve a Adolfo para demostrar su capacidad de trabajo y su habilidad en el arte de ganar aliados. Por eso la decisión no sorprendió a nadie, y teniendo en cuenta la penuria de personal directivo con voluntad, el ascenso fue una consecuencia de la casualidad, de la crisis de programas y de la falta de recursos de los que echar mano. En marzo ya tiene la posibilidad de dar la medida de su capacidad de excelente relaciones públicas; el único inconveniente lo encuentra en Juan José Rosón, quien ejecuta y dirige la política de TVE, perfectamente coordinada con el ministro Fraga Iribarne, el único hombre que no permitió que la pequeña pantalla se le fuera de las manos.

El binomio Rosón-Suárez va a sufrir altibajos, momentos de gran amistad y de antipatía profunda, pero durante todo el tiempo que Adolfo está en TVE, antes de ser nombrado gobernador de Segovia (1968), Rosón le somete a un estrecho marcaje. Son hombres colocados en dos áreas diferentes; mientras Rosón es un fiel subalterno de Fraga, Adolfo, dentro de su multiplicidad de funciones, figura en el marco de los jóvenes de Laureano López Rodó, tanto por sus trabajos en Presidencia como por el comedero del Instituto Social de la Marina.

En lo que respecta a la secretaría de Herrero Tejedor en el Movimiento, está a punto de perderla porque Herrero ya no tiene mucho que hacer junto al ministro Solís.

La relación de Adolfo con el Movimiento no está ligada a Solís, sino a Herrero Tejedor, un convencido hombre del Opus, que negó siempre a su superior la pertenencia a la Obra. Por su parte, Rosón siempre fue un político bien informado y conocía perfectamente las relaciones de Adolfo con el Opus Dei. Cabe preguntarse entonces, ¿por qué admitieron que una cuña de la madera de Laureano entrara en Televisión Española?

La respuesta es fácil. En 1964 y 1965 las cosas no estaban tan delimitadas como lo estarían un par de años más tarde. Fraga se sentía fuerte en sus posiciones y Adolfo no era más que un modesto buscador de trabajo, recomendado por Aparicio Bernal y Mariano Nicolás, dos hombres nada sospechosos de connivencias laureanistas. Cabe también decir que Fraga, a diferencia de sus oponentes, no se distinguió por furores proselitistas y por depuraciones en el ministerio que dirigía. Podía abofetear a un subalterno o cesarle por teléfono, pero por motivos temperamentales y no por pertenecer a tal o cual familia política del franquismo. Fraga nunca prestó importancia a los inferiores en el escalafón del Poder. Su orgullo se lo impedía.

Adolfo, por otra parte, se cuidaba por mantener excelentes relaciones con todos sin excepción. Era de misa y comunión diaria y, como opusdeísta ferviente, frecuentaba los locales residenciales del Opus Dei, pero al tiempo no perdía de vista que Rosón era su superior jerárquico. En el verano de 1966 se traslada a vivir a la calle Rodríguez Sampedro, en el número 8, donde ya estaba instalado Rosón; todo ello en el marco de esa característica de Adolfo por asediar las fortalezas conviviendo con ellas hasta que se rinden. La experiencia en este caso va a ser negativa. Es curioso que estos dos hombres que nacieron el mismo día, del mismo mes y del mismo año, llamados en principio a entenderse, nunca lo consiguieron. Rosón siempre parecía desconfiar de Adolfo, y este sentimiento habría de tener consecuencias a largo plazo.

Hay quien señala que Rosón ataba corto las operaciones de Adolfo en su primera etapa televisiva. Mientras uno prometía favores a diestro y siniestro, el otro se encargaba de aguarlos no autorizándolos, y así fue naciendo en Adolfo una inquina que dejaría su huella.

Los dos años de Adolfo en la jefatura de Programas de Televisión Española no pueden considerarse idílicos, aunque tampoco tuvieron grandes problemas políticos. La política corría por los pisos superiores; de vez en cuando resbalaba y se estremecía la escalera, pero agarrándose bien a la barandilla se podía mantener el tipo. Eran proverbiales las furias de Fraga cuando alguien osaba crearle algún problema; su temperamento intransigente no facilitaba las disculpas. Así ocurrió, por ejemplo, con la programación del filme de Josef von Sternberg, Morocco (1930), que en un momento especialmente susceptible de los marroquíes provocó una protesta diplomática. Fraga no era hombre capaz de explicarles a nuestros vecinos del norte de África que la interpretación de Marlene Dietrich y Gary Cooper bien valía una reposición de la película. En los pasillos del Ministerio de Información y Turismo llegó a correr la voz de que Fraga había cesado por teléfono al jefe de Programas, un tal Suárez, por haber metido Morocco en pantalla.

Otro tanto volvió a pasar, de nuevo con los marroquíes, por un telefilme humorístico en el que se hacía burla de una boda árabe, transmitido momentos antes de estrenarse el acuerdo televisivo Marruecos-España. Los oídos de Adolfo volvieron a escuchar cataratas de improperios por su mala fortuna de poner el humor fuera de lugar. Pero al margen de estos incidentes, la vida de Adolfo se lanzaba hacia otros derroteros.

Su objetivo estaba puesto en el gobierno de una provincia. Mientras fue secretario de Herrero Tejedor en el Movimiento, se preocupó de mantener excelentes relaciones con el ministro Solís, hasta el punto de que éste creía que era bueno tener un submarino dentro del equipo de Laureano López Rodó en Presidencia, y aprobó el doblete laboral de Adolfo. De haberlo sabido Laureano, poco propenso a las carcajadas, no hubiera podido contenerse.

Si Solís no ponía objeciones a su nominación como gobernador, no le quedaba más remedio que entrar en relación con el ministro de la Gobernación, don Camilo Alonso Vega. Es sabido que el nombramiento de gobernadores se hacía al alimón de los ministros del Movimiento y Gobernación. La estrategia que programa Adolfo para acercarse a don Camilo es tan audaz que raya en lo ridículo. Como los ámbitos en los que se movían ambos estaban muy separados, la única posibilidad se situaba en el período de vacaciones. Don Camilo veraneaba en la Dehesa de Campoamor (Alicante), donde lo hacían otras figuras del Régimen, inclusive el propio Carrero Blanco, y también Nieto Antúnez, Ibáñez Martín y Florencio Sánchez Bella, entre otros.

Adolfo se pone en relación con la sociedad Bernal Pareja, constructora de la urbanización de la Dehesa de Campoamor, para conseguir un apartamento. Allí conoce a un relaciones públicas dispuesto a doblegarse estrictamente a sus deseos; se llama José María Soler, y lleva su celo profesional hasta el punto de poner en manos de Adolfo la soñada llave del apartamento vecino al de Camilo Alonso Vega. El resto corría por su cuenta.

Durante tres veranos someterá al ministro de la Gobernación a un asedio agotador. Desde la misa de la mañana hasta la última copa de la noche, Adolfo será para el ministro el más servicial de los amigos. De aquella época es la frase atribuida a la señora Pichot, esposa de Carrero Blanco, señalando que «Suárez no dejaba a mi marido ni a sol ni a sombra». Derrochando esas dotes de excelente relaciones públicas y confiadísimo amigo, Adolfo iba a tejer una amistad que le permitiría el tuteo con Camilo y con el almirante Carrero, un hombre a quien no tuteaban ni sus compañeros de escalafón. Las anécdotas sobre esta etapa pertenecen más a la picaresca hispana, de larga tradición literaria y política, que a la historia.

El descubrimiento de José María Soler fue algo más que un mirlo blanco y Adolfo le recompensará recomendándole en TVE donde entrará años después con el cargo de jefe de Programas Exteriores, en octubre de 1971. Se convertirá en una de esas figuras controvertidas del mundo interior de Televisión Española; controvertida por sus amores pasionales, por su manera de manejar los negocios también bastante pasional, y porque en su buen hacer de relaciones públicas consiguió llevar a un Festival de Montecarlo a toda la familia Suárez; su señora, sus hermanos Ricardo y José María (a los que introdujo en TVE) e incluso sus padres asistieron a Montecarlo invitados por TVE y José María Soler. Sólo faltó Adolfo.

Las actividades de Soler le valieron el sobrenombre de «el Pirata» entre los amigos de Prado del Rey, y tendrá un cese oscuro en 1974 con Juan José Rosón en la Dirección General de RTVE; él mismo solicitará la baja y no volverá a hablarse de ciertos cobros en cuentas corrientes personales.

La acendrada religiosidad de Adolfo va pareja con una intensa pasión por las cartas. Excelente jugador de póquer, según sus compañeros de mesa, tendrá una rara habilidad para ganar y encajar las nada frecuentes derrotas; sus partenaires más habituales son Gustavo Pérez Puig y Carmelo Martínez, ambos bien conocidos en Prado del Rey: uno como realizador y esposo de Mara Recatero —también en RTVE— y el otro como director de la revista Tele-Radio, el órgano oficial de «la casa». A un nivel más discreto están otros amigos, como Luis Ángel de la Viuda, que habrá de ser un compañero inseparable, Juan Manuel Wolf, José Luis Graullera Micó y Aurelio Delgado, su cuñado.

El paso de jefe de Programas a director de la Primera Cadena se produce sin interrupción, y sería erróneo intentar dividir ambas etapas. Por eso no existe separación alguna en este primer período de Adolfo en Televisión Española. En 1967, cuando se le nombra director de la Primera Cadena, para él cambian muy pocas cosas, aunque ciertamente el nombramiento no puede considerarse un ascenso. Al poner un director a la cabeza de cada una de las dos cadenas, el poder de Adolfo, que era considerable, se redujo.

Adolfo, en la Primera Cadena, y Salvador Pons, en la Segunda, son dos competidores, cuando antes sólo existían los superiores jerárquicos y no los adversarios al mismo nivel. Es el primer director de la Primera Cadena, cargo que no existía hasta que en 1967 se hizo un nuevo organigrama de cuya eficacia cabrán serias dudas. En definitiva, habían retirado de su jurisdicción la Segunda Cadena, que en manos de Salvador Pons se convertiría en algo tendente a un mayor nivel y que en más de una ocasión dejó en mala posición a la masiva y mediocre cadena que Adolfo dirigía.

El cambio en el organigrama de TVE va a afectar a la moral y a los planes de Adolfo. Su pensamiento está dirigido a partir de entonces a las elecciones a procuradores en Cortes que van a celebrarse en octubre de aquel año, sin olvidar su ambición mayor, que sigue puesta en el gobierno de una provincia. Su actividad se centrará en salir elegido «procurador familiar» por Ávila en las restrictivas elecciones de 1967.

Adolfo vuelca su trabajo como director de la Primera Cadena en la misma dirección que su objetivo político, y por tanto pone a disposición de su campaña la Primera Cadena de Televisión Española. Desde julio del año 1967 Ávila pasa de ser una provincia más, olvidada de la televisión en cuanto no sean catástrofes naturales, a ser la vedette de las provincias. Ávila, la olvidada, se convierte, gracias a las elecciones a procuradores, en una noticia permanente.

Se puede decir que el 19 de julio empieza la campaña electoral de Adolfo Suárez hacia sus electores abulenses. La inauguración de la plaza de toros de Ávila da pie para que el monopolio informativo de la ciudad, El Diario de Ávila, escriba en primera página sobre el ilustre abulense, director de la Primera Cadena, que ha prestado la máxima ayuda al proyecto de retransmisión taurina.

A partir de entonces se irá en aumento publicitario. El Diario de Ávila del 26 de julio titula «Prado del Rey en Ávila», y nos evita tendenciosos análisis con el siguiente texto: «Bien puede afirmarse que Prado del Rey ha venido a constituirse en algo integral y consustancial con Ávila, nuestra bonita ciudad ha pasado a convertirse en una especie de plató de Prado del Rey… Ávila, estos días, ha sido noticia en Televisión. Y lo ha sido de forma reiterada, sin concesiones. No existe la menor hipérbole si afirmamos que Televisión Española se “ha volcado” sobre nuestra capital» (las comillas altas son del periódico).

Se suceden los reportajes sobre la ciudad amurallada, sus pueblos, sus monumentos, las actuaciones de los festivales de España, los festivales de la canción, incluidos los infantiles… todo en las horas de mayor audiencia, durante quince minutos y en la sobremesa de los sábados. La cosa llega a tener visos cómicos cuando Adolfo consigue que una teleserie titulada La familia Martínez, que se emite todos los viernes a las cuatro de la tarde y durante treinta minutos, dedique los espacios veraniegos a la provincia de Ávila, porque «los Martínez» han decidido pasar sus vacaciones en el valle del Tiétar, ¡provincia de Ávila!

Quien no haya conocido la pasión provinciana de los españoles de aquellos años, que dura hasta hoy mismo, no estará en condiciones de comprender la emoción de los habitantes de una provincia, dejada de la mano del interés de la metrópoli madrileña, cuando se ven reiteradamente reflejados en la milagrosa pequeña pantalla.

El asunto se magnifica el 6 de septiembre cuando publica El Diario de Ávila un artículo a modo de editorial titulado «¡Como abulenses, gracias!», que no tiene desperdicio. La contraofensiva indignada de los otros candidatos electorales y el descaro de la campaña de Adolfo obligaron al periódico a la siguiente conclusión digna de Jonathan Swift: «Ya no hay duda de que, en la especial atención que, desde algún tiempo a esta parte, viene dedicando Televisión Española a Ávila y a todo lo abulense, existen dos razones. Una, desde luego, un especial cariño, una especial predisposición amistosa que nuestra tierra sabe granjearse cuando se la llega a conocer… La otra, indiscutiblemente, está impulsada por un afán de hacernos justicia».

El 21 de septiembre, Adolfo, en su afán de «hacer justicia» con la provincia en la que se presenta como procurador, dedica el espacio España al día, que se emite en la sobremesa, a las fiestas de Burgondo (Ávila), hermoso lugar donde su cuñado y la familia de su cuñado ejercen de alcaldes desde hace decenios. El Diario de Ávila sigue emocionadamente el proceso mágico del descubrimiento abulense: «Una semana más hemos de continuar destacando la especial atención que TVE prosigue dedicando a nuestra tierra. En efecto, los reportajes filmados sobre la misma menudean que es una satisfacción». Y termina con un lapsus freudiano: «Por lo menos para nosotros».[1]

Las elecciones a procuradores en Cortes por el Tercio Familiar tendrán lugar el 10 de octubre, martes. Hasta el último momento TVE seguirá la misma tónica; el domingo, día 8, la sobremesa de todos los españoles se verá amenizada con un programa dedicado a la sierra de Gredos, territorio abulense. Nada se dejaba al azar.

El 10 de octubre de 1967 pasará a la historia por la muerte de Ernesto «Che» Guevara y por las primeras elecciones a las que se presenta Adolfo Suárez. Sobre la muerte del Che se ha escrito mucho, pero las elecciones de Adolfo apenas si han servido para más de una docena de líneas en los periódicos.

Las elecciones del 67 a procuradores en Cortes por el Tercio Familiar, como se decía entonces, consistían en una elección directa entre candidatos admitidos por la Secretaría General del Movimiento y en la que podían ser votantes sólo los padres de familia inscritos debidamente. Es obvio decir que el nivel de abstención era tan abrumador como difícil de computar, dadas las innumerables manos que tenían derecho legal o privativo a tocar las papeletas. Ni la prensa ni la televisión daban información abierta de las elecciones, y más parecían un asunto privado de la clase política del Régimen que una consulta popular, aunque fuera restringida.

Adolfo es el candidato más protegido de los ocho que se presentan; Carrero Blanco manifiesta a Camilo Alonso que tiene interés en que salga Adolfo y así se lo hace saber el ministro de la Gobernación al gobernador de Ávila, Alberto Leyva. En su calidad de fiscal del Tribunal Supremo, Fernando Herrero Tejedor visita en dos ocasiones la provincia para apoyar a su antiguo secretario.

Los competidores más importantes son: Antonio Sánchez González, alcalde de Ávila, y José Antonio Vaca de Osma, ex gobernador de la provincia. El resto son figuras menores. Bautista Cardalliaguet, un hombre de los Sindicatos Verticales, en su calidad de presidente de la Sección Social de Banca y del Consejo Provincial de Trabajadores; no es fácil que tenga muchos votos porque es padre de doce hijos y la gente desconfía cuando hay tantas bocas que alimentar. Josualdo Domínguez, jefe del gabinete jurídico de la Unión Nacional de Cooperativas del Campo, lo que por entonces electoralmente se llamaba «un agricultor». Luego están Faustino Cermeño, médico, y el concejal del ayuntamiento y consejero del Movimiento, Félix Lanciego. El candidato más joven es Alberto Zamora, secretario de la Administración local.

La batalla va a dirimirse entre Antonio Sánchez, Vaca de Osma y Adolfo Suárez. Adolfo se ha comprometido a fondo en la campaña; además de la televisión, cuenta con el apoyo de Rafael Ansón, experto en elecciones, vinos y oficios varios, jefe de relaciones públicas del equipo de Laureano y estrechamente relacionado con el Opus, sin haber pertenecido nunca a él, al decir de los expertos.

Adolfo se resigna a que Antonio Sánchez salga como procurador, pero lanza la proa contra Vaca de Osma. Procedente de la carrera diplomática, y casado con Zenaida Zunzunegui, Vaca de Osma había sido gobernador de Ávila a finales de los cincuenta; políticamente, era un hombre nada falangista, incluso había visitado una vez la residencia de don Juan de Borbón en Estoril, lo que le hacía sospechoso ante Solís y ante Herrero Tejedor. Figuraba entre los gobernadores que nombró a su libre albedrío Camilo Alonso, y en este caso gracias a la amistad que unía al ministro con el padre de Zenaida. Vaca de Osma pasó de Venezuela, donde ejerció de diplomático, a gobernador de Ávila; se distinguía por su sentido autoritario y por su desprecio hacia los hombres del Movimiento; su balance, dentro de los límites que marca la época, puede considerarse como positivo. El tránsito de Venezuela a Ávila, a la larga, le haría perder a su mujer, que pasaría a la pequeña historia de la provincia abulense como la primera esposa de gobernador que se atrevió a llevar pantalones y a montar tés benéficos.

Vaca de Osma había tenido la osadía de enfrentarse con Herrero Tejedor al destituir a su hombre de confianza en Ávila, García Chirveches, del cargo de delegado de Sindicatos. Esas cosas, si el poder es absoluto, no se perdonan. Cuando Vaca de Osma intente nombrar presidente de la Diputación a Eduardo Ruiz Ayúcar, Herrero Tejedor desde el Movimiento le vetará; pequeñas venganzas de los pequeños tiempos.

En 1967 las heridas no se habían cerrado porque la política es como el agua de mar, que ayuda a curarlas pero nunca cierran del todo. Vaca de Osma debía perder para que Adolfo ganara, y aunque no se resigna y llama a Fraga Iribarne —que no se entera—, a López Rodó —que hace como que no se entera— y a Silva Muñoz —que cuando se entera se da cuenta de que nada puede hacer—, al final tiene la partida perdida, y sólo cuenta con la equívoca verdad de unas urnas no demasiado escrupulosas.

A las doce de la noche del día 10 de octubre, Radio Nacional da los resultados electorales de Ávila; han salido vencedores Antonio Sánchez y Juan Antonio Vaca de Osma. A las tres de la madrugada otros resultados dejan fuera a Vaca de Osma; Adolfo Suárez ha quedado el segundo y se le puede ya considerar procurador en Cortes en la IX legislatura. La presión en favor de Adolfo a través del Movimiento, los Sindicatos y las Hermandades del Campo ha fertilizado; el secretario general del Gobierno Civil de Ávila, Manuel Abellán, y el delegado provincial de Hermandades, Francisco Sánchez Girón, consiguen transformar la derrota de Adolfo Suárez en victoria soterrada e irrisoria. La decisión de que estos dos hombres realicen otro milagro emulador de los panes y los peces parte de Fernando Herrero Tejedor, que pasa la noche de las elecciones en línea directa con Adolfo Suárez durante cinco horas, según testigos presenciales. Fernando Herrero tenía dos candidatos que debían salir sin salvedades: Adolfo Suárez por Ávila y Álvaro de la Puerta y Quintero, pariente de Silva Muñoz, por Logroño. Los dos triunfaron. Si Herrero protegió a dos, Laureano López Rodó a más de veinte, comentó el funcionario que desde el edificio de Alcalá, 44, controlaba y encauzaba los resultados electorales.

Oficialmente, Adolfo se queda en Ávila capital con el tercer puesto, a bastante distancia de Antonio Sánchez (5.697 votos) y Vaca de Osma (5.420 votos); sin embargo, en los resultados electorales de la provincia consigue el segundo puesto, con 54.005 votos, por detrás del alcalde Antonio Sánchez (57.164) y a considerable altura de Vaca de Osma (26.587).

Le falta tiempo a Vaca de Osma para interponer un recurso contra el resultado. Recurso que la Junta admite, cosa poco habitual entonces. La Junta Electoral Central reconocerá a finales de octubre que hubo irregularidades diversas en el cómputo de votos, «pero no altera el orden de la elección». Adolfo Suárez había conseguido ganar las primeras elecciones de su vida.

Se puede decir que ahí empieza la carrera política pública de Adolfo, su primera salida a la luz como profesional. Las elecciones a procuradores de 1967 es seguro que, en una perspectiva histórica, no tuvieron mucha importancia, pero marcaron un hito en lo que se refiere a la influencia pública del equipo de Laureano López Rodó, y hay quien señala esta fecha como la aceleración de la batalla entre Solís-Fraga y los «opusdeístas». Suárez no era más que un peón, muy poco importante para que se fijaran en él, fuera de sus amigos o de sus benévolos protectores.

La actividad parlamentaria de Adolfo en la IX legislatura del franquismo, especialmente en los primeros meses, es obviamente discreta. A instancias de su superior en Televisión Española, Aparicio Bernal, se adscribe el 8 de enero de 1968 a la Comisión de Leyes Fundamentales y Presidencia del Gobierno, al único efecto de intervenir en el Proyecto de Ley sobre Secretos Oficiales. Es sencillamente un hecho anecdótico, pero que refleja el carácter disciplinado de Adolfo.

Siguiendo las orientaciones del director general de RTVE, Adolfo defiende algunas enmiendas para flexibilizar el texto. Fraga Iribarne estaba muy preocupado porque la Ley de Prensa abría en el Régimen un frente permanente de ataques a su persona, basados en el nefando pecado del liberalismo. Para cubrir este flanco, se le ocurrió la Ley de Secretos Oficiales, que era la contrapartida dura a la Ley de Prensa. La batalla del Opus sobre Fraga se concretaba en acusaciones a Franco y Carrero sobre su «aperturismo», y esto le obligó a dar muestras de dureza promoviendo una ley sobre secretos oficiales que ponía en manos del Ejecutivo poderes discrecionales para decidir qué temas «estaba prohibido tratar».

Como le pasaría en más de una ocasión, Fraga desataba unos vientos que luego no podía dominar, y la ley se hizo tan «ultra» que le ató las manos. Por eso conminó a los altos cargos de su departamento que estaban en las Cortes a que defendieran enmiendas liberalizadoras; Adolfo fue uno de ellos. No deja de resultar irónico que un hombre que debía su escaño de procurador más a los «laureanistas» que a Fraga, se viera obligado a defender los intereses de éste para no enemistarse con el director general de Radiotelevisión.

A Carrero Blanco la figura del joven Adolfo le merecía parabienes, porque de otra forma es difícil comprender la gestión que hace cerca del presidente de las Cortes, Iturmendi, pidiéndole que se adscriba a Suárez como vocal de la Comisión de Leyes Fundamentales. Era norma en las Cortes de Franco que cada procurador solicitara pertenecer a una comisión. La solicitud en verdad tenía muy poco peso, y al final era el ministro del ramo el que aceptaba quién debía pertenecer a la comisión de su departamento. Por eso se sorprendió mucho el procurador por León, Fernando Suárez, cuando él, que había solicitado las comisiones de Trabajo y Sanidad, se encontró con que le habían nombrado miembro de la más importante de las comisiones, la de Leyes Fundamentales, donde sólo estaban los «grandes budas» del sistema. Interesado en aclarar el enigma, preguntó a Iturmendi, quien le manifestaría que la decisión había sido de Carrero. Lo que Iturmendi no entendió es que había dos Suárez González, y que él se había equivocado porque el protegido del almirante no era Fernando, sino Adolfo. Éste tendría que conformarse con ser vocal de la Comisión de Información y Actividades Culturales, dependiente de la Comisaría del Plan de Desarrollo; aunque, como hemos visto, en una ocasión se incorporó a la de Leyes Fundamentales para tratar el Proyecto de Secretos Oficiales.

La IX legislatura durará hasta 1971, es decir, cuatro años, y Adolfo no tendrá participación relevante de ningún tipo; apenas si aparece tres veces en el Boletín de las Cortes. En aquel momento figuraba como comparsa, y la política, incluida la parlamentaria, iba por otros derroteros y tenía otros apellidos.

Pero él seguía asediando la fortaleza de Camilo Alonso Vega, el hombre que se definía como un militar de caballería que había dejado el caballo a la puerta de Gobernación, y que en junio de 1968 ofrecerá a Adolfo la posibilidad tantos años acariciada: ser gobernador civil.

Será entonces cuando uno de sus amigos lance una profecía que hará reír a todo el personal: «Adolfo será ministro». Lo afirmaba Gustavo Pérez Puig en el restaurante Biarritz de la avenida de la Reina Victoria, en Madrid, donde los empleados de TVE daban un homenaje a Suárez al conocer la noticia de su nombramiento como gobernador de Segovia. Allí le regalarán el «bastón de mando» de los gobernadores y él conocerá las primeras mieles del triunfo. Acababa de saltar con los dos pies a la política profesional.