Lo importante, como casi siempre, estaba detrás de las bayonetas. La madre y el padre de las ofensivas. El Ejército. La aparición del primer artículo del colectivo «Almendros», el 17 de diciembre, marcó una cuenta atrás porque en él ya están las claves de un golpe inminente. Se trata de un grupo de militares y civiles, cuyo centro fundacional y operacional está en torno a la Hermandad de Excombatientes franquistas durante la guerra civil y su diario, El Alcázar, evocador de la gesta del general Moscardó y el Alcázar de Toledo, liberado por Franco del acoso rojo-republicano. No hay entre ellos ni uno solo que no respire «vieja guardia» franquista; hasta los más jóvenes han tenido responsabilidades durante la Dictadura. Odian patológicamente a Adolfo Suárez; para ellos es la representación genuina del traidor.
La ofensiva general contra Adolfo Suárez no oculta que va más allá y que plantea una vuelta al viejo Régimen y una ruptura con la democracia y la Constitución, para ellos simbolizada tanto en el traidor por excelencia —el Presidente— como en los estatutos autonómicos de Cataluña y el País Vasco. Pero cuentan con una colaboración que exaspera la sensibilidad de todos y que les suma apoyos. Durante todo el otoño y hasta final de aquel año terrible, el terrorismo de ETA y la siempre inquietante reaparición de los GRAPO —como si se tratara de los matarifes del subsuelo— salen a la calle y eliminan al primer uniformado con que topan. En la trayectoria de ETA, 1980 será el año más sangriento de su historia en asesinatos y secuestros. El saldo final es de 124 muertos por terrorismo.
Entretanto, ¿qué hace Adolfo Suárez? Existen indicios de que el presidente estaba al tanto de las operaciones militares que conducían al golpe de Estado inminente. Tanto de la conspiración ultraderechista de los «Almendros» como del golpe de timón que personifica el general Armada con notables apoyos en todas las esferas, desde Tarradellas en Cataluña hasta el veterano periodista del antiguo Régimen Emilio Romero, pasando por la evidente complicidad del monarca. La única pista quizá sea unas confusas palabras que recogerá la periodista oficiosa Pilar Urbano durante el viaje de Suárez a Perú, en donde afirma con evidente intención de que lo publique: «Conozco la iniciativa del PSOE de querer colocar en la Presidencia del Gobierno a un militar. ¡Es descabellada!», pero eso ocurría en julio, mucho antes de la cena de Alfonso Armada en Lérida, que fue a finales de octubre. Cabe interpretarlo como un aviso para navegantes, y los socialistas entonces no se divertían con veleros.
Es evidente que muchos canales de información del presidente con la realidad están voluntariamente cortados. Acosado por todos, con el sentimiento de seguridad en sí mismo infranqueable, Adolfo Suárez se vuelve autista. Su soledad, política y personal, es absoluta. El círculo de sus íntimos se ha estrechado hasta la mínima expresión, y políticamente desconfía, con razón, de todos. Es llamativo que esas navidades llame a Abril Martorell y se vuelvan a ver las dos familias ¡en Ávila!, y más aún que el presidente tenga interés en aparecer fotografiado con su ex vicepresidente en todos los diarios de España. ¿Para que vean que conserva a los amigos?
Cuando acaban de ponerse en marcha dos conspiraciones de envergadura y ambas enraizadas en el poder fáctico por excelencia, el Ejército, resulta que tiene como ministro a una buena persona, absolutamente de fiar porque es hasta casi pariente suyo, Agustín Rodríguez Sahagún, pero de una incompetencia absoluta para el cargo; no es que le venga grande, es que naufraga. A esto sumamos que los Servicios de Información militares, el recién creado CESID, auténtica cantera de golpistas, se dedica a controlar a los líderes y movimientos de izquierda, incluso a los escasos mandos constitucionalistas, para tener bien informados a los conspiradores y garantizar que cualquiera de las opciones que se manejen den frutos exitosos. Poco antes del 23-F, los informes del CESID detectan cosas tan curiosas como «comandos de ETA» operativos en Valencia, y lo que ya alcanza lo surrealista: la preparación de Comisiones Obreras para el asalto a los cuarteles. Nadie podía colaborar de manera tan desvergonzada para servir de soporte al capitán general de Valencia, Milans del Bosch, facilitándole la orden de «alerta roja», paso previo a la toma militar de la plaza.
El ritmo se precipita. El 10 de enero el Rey recibe a Adolfo Suárez en Zarzuela y le exige, esta vez se lo exige, traer a Alfonso Armada a Madrid como segundo JEME. Según cuenta Pilar Urbano, que de las cosas de Suárez lo sabe todo de primera mano, Adolfo «se niega enérgicamente. Y sugiere a Su Majestad “aparcar el nombramiento por ahora”».[23] Tratándose de una cronista de palacio —valdría decir de palacios, Moncloa y Zarzuela— extraña los dos niveles de expresión, el «enérgicamente» del presidente y el encorchetado «aparcar el nombramiento por ahora», que puestos así dan la impresión de palabras textuales del protagonista, pero tratando de bajar la tensión del enfrentamiento. Porque no se puede al mismo tiempo «negarse enérgicamente» y «aparcar el nombramiento por ahora», a menos que la cosa alcanzara tal nivel de bronca que las dos partes decidieran darse una tregua.
El que no se da tregua es Alfonso Armada, que ese mismo día 10 de enero se desplaza a Valencia para ver a Milans y organizar el golpe. Es toda una cumbre, porque almuerzan juntos en la residencia oficial del capitán general, los dos generales y dos coroneles que serán decisivos el 23-F: Ibáñez Inglés y Mas Oliver. La descripción de esta comida de hermandad golpista la hace Pilar Urbano e incluye frases del propio Armada —«Si el golpe se da, será con el Rey detrás, mandando… y no desplumado de poderes como le ha dejado la Constitución»— que sólo podría contar el propio interesado en la confianza que da ser miembros de la misma sociedad espiritual.[24]
El domingo, 18 de enero, se reúne en Madrid lo que podríamos llamar el Estado Mayor del golpe. Son diecinueve. De ellos, al parecer, dieciséis son generales y uno almirante de la Armada. Ahí se decide la obligatoriedad del golpe de Estado y la destitución inmediata del presidente Suárez. O lo quita el Rey o lo quitamos nosotros, una variante montaraz de la frase inolvidable que pronunciará Herrero de Miñón: «O cambia él o le cambiamos nosotros». Ahí explica el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, su plan de asalto al Congreso de los Diputados y el general Milans del Bosch se erige en jefe de los golpistas.
La reunión de altos mandos militares en la casa del teniente coronel Pedro Mas Oliver —General Cabrera, 15, en la zona norte de Madrid— está entre lo inaudito y lo increíble. Si no estuviéramos saturados ya por la cantidad de elementos entre inauditos e increíbles que rodearon al 23-F, éste solo ya podría engancharnos por su inverosimilitud. Y sin embargo fue cierto. Parémonos un momento a imaginar cómo demonios pueden meterse en una casa particular docena y media de militares de alta graduación. Bastaría que fueran paisanos para sorprendernos, pero además son generales. ¿Van solos? ¿No llevan escolta, ni vehículo oficial, ni ropa militar? Incluso de paisano y por la mañana y en domingo, docena y media de personas forman algo sorprendente, incluso si llevan una tarta inmensa y advierten que se trata de un cumpleaños de solteros con compromisos. Además, la pequeña calle General Cabrera no es precisamente el paseo de la Castellana, ni el número 15 son los Nuevos Ministerios. A lo mejor bastaría con precisar que se trata de diecinueve intocables que se reúnen donde les sale de sus méritos y medallas.
Será una vez más Pilar Urbano la que describa a los conspiradores, citando a cinco de ellos por sus nombres y a los catorce restantes por sus rasgos, posiblemente identificables para cualquier enterado de la familia militar.[25] El relato que hace Pilar tiene un tufo a franquismo tan escandaloso, que parece como si flotara en el ambiente el espíritu volador del almirante Carrero Blanco. «Suárez tiene los días contados», afirma que dijo Milans a los presentes. Y asegura este felón bien enterado que a partir de ahí saldrá «una terna donde figura Armada». ¡Una terna! Como si aún estuvieran en el Consejo del Reino y con Torcuato Fernández Miranda vivo. Se pasaban la Constitución, la opinión pública, los partidos y «la puta democracia» por las partes blandas de sus marciales figuras. No eran ni el Caudillo ni el almirante Carrero, pero al menos exigían ser sus herederos. «El Rey se inclina por un gobierno de civiles —sigue el agudo estratega, según Urbano—… que podría presidir un independiente o un militar… como Armada… Pero la Reina es más militarista…» Y todo de este jaez. Como una zarzuela, o una opereta, en la que sólo faltaba que Milans, dirigiéndose a Armada, allí presente, gritara: «¡Alfonso, tú puedes salvar a España!», y que Pilar Urbano estuviera para retransmitirlo al orbe español y cristiano.
Y así llegamos a la fecha definitiva del 22 de enero, jueves. El día D de la última batalla de Adolfo Suárez, el día de su derrota, el día que cambiará su destino y del que no podrá rehacerse nunca. Durante muchos años hubo las cábalas más audaces y más peregrinas sobre el encuentro «íntimo y definitivo» entre el Rey y el presidente Suárez. Una audiencia donde sólo aparecían dos testigos, obligados a la mudez por razones de profesión e historia. Nadie se había salido de este marco, e incluso alguien que por casualidad había presenciado una escena a la que no estaba convocado, se había callado, como un muerto que hubiera soñado algo poco antes de enmudecer. Pero catorce años más tarde del famoso almuerzo del 22 de enero, cuando Adolfo Suárez, no sólo ya era ex presidente sino que además había perdido todas las posibilidades de volver a serlo, e incluso de sobrevivir a lo único que sabía y quería hacer, es decir, la pelea política, en ese momento nada estelar se descuelga el hombre que había sido seguidor y pluma vicaria de Adolfo, Abel Hernández, que le había seguido en la travesía del desierto, y que seguía siendo su fiel sirviente, se descuelga digo con una aportación fundamental sobre lo ocurrido en La Zarzuela el 22 de enero de 1981, a un mes exactamente del golpe de Estado.
Pero eso es el final, el final en cierto modo de Adolfo Suárez, y hay que contarlo desde el principio, desde el principio de ese día, sin duda el más largo de la intensa vida de Adolfo Suárez González. Tenía cuarenta y ocho años. La mejor edad para un político, aseguran, y el destino le daba un vuelco definitivo. La jornada estaba marcada por la toma de posesión de Antonio Truyol como miembro del Tribunal Constitucional, que debía jurar su cargo a la una del mediodía en el palacio de la Zarzuela.
Antes, aprovechando la obligada visita a palacio, el Rey y Suárez tuvieron una reunión —no sé si cabría en este caso denominarla audiencia— en la que Juan Carlos volverá a sacar, y con carácter perentorio, su exigencia de que quería ver a su amigo el general Alfonso Armada en Madrid. La cuestión era traerlo de Lérida y para eso había dos opciones, que ocupara la segunda jefatura del Estado Mayor o bien el mando de la Artillería del Ejército (Armada era artillero). El presidente, que había sido el ejecutor del desplazamiento de Armada de Madrid, de La Zarzuela y de cualquier influencia cercana al monarca, porque no sólo desconfiaba de él sino que tenía las pruebas y las evidencias de la conspiración que tramaba para echarle, volvió a negarse. El historiador, Charles T. Powell, hispanista británico y autor del apologético libro dedicado a Su Majestad —El motor del cambio—, escribe que ni Adolfo Suárez ni Gutiérrez Mellado eran partidarios de conceder ese arbitrio real, y añade que en aquella infausta ocasión el Rey y el presidente tuvieron «una acalorada discusión al respecto que no contribuyó nada a mejorar una relación que se había empezado a deteriorar hacía algún tiempo».[26]
A continuación tuvo lugar en los salones de La Zarzuela el acto oficial de juramento y toma de posesión de Antonio Truyol, donde coincidieron, como era de rigor, el ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, culpable del proyecto de Ley de Divorcio que había malquistado al Gobierno con la Iglesia y puesto en pie de guerra a los democristianos ucedeos, cuyo máximo representante también estaba allí. No era otro que Landelino Lavilla, en su condición de presidente de las Cortes, el mismo que había desenterrado el hacha de guerra contra el presidente Suárez hacía apenas una semana. Carlos Abella, que dado su cargo en el entorno del presidente debía de estar muy cerca, describe la escena en este párrafo impecable:
Al terminar la ceremonia, Landelino Lavilla, de natural frío y poco expansivo, se acercó a Adolfo Suárez y le abrazó. Suárez le tomó por el hombro y sonrió… Al día siguiente, todos los periódicos destacaron la fotografía de ambos, y en la cara de Adolfo Suárez puede apreciarse una mueca de tensión frente a la forzada sonrisa de Lavilla.[27]
Sin que estuviera previsto, el Rey pidió al presidente que se quedara a almorzar. Aquí es donde entra la historia contada por Abel Hernández, que la pone en boca del difunto cardenal Enrique Tarancón, quien la habría recogido del propio Adolfo Suárez.[28] Con toda seguridad lo dejó escrito en sus memorias. Unas memorias que con toda probabilidad no verán la luz nunca, según pude escuchar a un miembro del círculo íntimo del cardenal que había tenido el privilegio de leerlas y entregarlas a sus superiores.[29]
El Rey almorzaba ese día con tres tenientes generales con mando en plaza: Milans del Bosch, González del Yerro y Merry Gordon, responsables militares de las regiones de Valencia, Canarias y Sevilla. En un momento determinado de aquella tensa comida, el monarca hubo de salir requerido por una llamada telefónica y los militares aprovecharon la artimaña para abordar al presidente y exigirle su dimisión.
Sobre si las palabras fueron de grueso calibre y los gestos alcanzaron las amenazas físicas, me parece cuestión banal. Lo cierto es que los más altos jefes militares osan en La Zarzuela exigir al presidente constitucional que se vaya.[30] Y punto. Luego el monarca volvió a ocupar su lugar en la mesa, y la sesión, al menos para el presidente Suárez, duró hasta bien pasadas las cinco de la tarde, hora en que consta su salida del palacio de la Zarzuela y su tránsito a La Moncloa.
A partir de este momento Adolfo Suárez debe calibrar si se enfrenta al Rey y a los mandos militares que rodean a Su Majestad, y se amparan en él. O si dimite. En otras palabras, exactamente el mismo dilema que expresará crípticamente cuando se despida ante la ciudadanía en su famosa intervención televisiva del 29 de enero: «Un político que pretenda servir al Estado debe saber en qué momento el precio que el pueblo ha de pagar por su permanencia y su continuidad es superior al precio que siempre implica el cambio de la persona que encarna las mayores responsabilidades ejecutivas de la vida política de la nación». Y por si estuviera poco claro, añade: «Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España». Más claro, agua; más evidente, un grito.
* * *
Lo más curioso es que, apenas publicado un extracto del libro de Abel Hernández, donde se reproduce la página y media que da cuenta del almuerzo de La Zarzuela,[31] y siendo ambos —Hernández y Suárez— tan amigos como siempre, el ex presidente envía a los periódicos —¡diez días más tarde!— una carta donde no sólo desmiente la información sino que además la valora. Señala, en el colmo del sarcasmo, que nada pudo haber sucedido así: «Ya es difícil pensar que el Rey tuviera una comida de esa índole, en el Palacio de la Zarzuela, sin conocimiento del presidente del Gobierno. Más difícil es aún imaginar conductas tan detestables como las descritas…».
Nadie mejor que el ex presidente Suárez sabía que almuerzos, cenas y audiencias «de esa índole» hubo en La Zarzuela un buen puñado. Pero además el estilo de la carta de rectificación es singular, porque comienza señalando que el relato de Abel Hernández resulta «falso, incierto e inverosímil», pero al terminar de leerla parece pensada para que nadie se quede sin enterarse de lo que dice el tal Hernández.
Por si fuera poco en esta charada de desvergonzados, el propio Abel Hernández aporta una disculpa al público, que literalmente más que un desmentido parece una confirmación: «La delicadeza del asunto obliga a ser muy cauteloso con las afirmaciones y los desmentidos. Adolfo Suárez tuvo la delicadeza de llamarme por teléfono a casa y leerme la carta de rectificación. No puedo dudar de su palabra. Yo le leí los papeles de mi confidente, una persona digna de todo crédito. Y hablamos largamente…».[32] Si el ex presidente tenía algún interés en 1995 por hacer llegar a quienes estaban en el secreto, y a los que lo desconocían, unos hechos trascendentales y hacerlo de una manera aviesa —no más torticera de como se lo habían hecho a él—, no podía escoger a hombre más idóneo que el periodista Abel Hernández.
Abel Hernández Domínguez es uno de esos productos humanos conformados por la posguerra española, de aquellos escabeches de caza furtiva en tiempos en que no existían neveras y había que conservarlos entre aceites, vinagres, laurel y frío ambiental. Nacido en plena guerra civil, en la zona más humilde de la humilde Soria, Sarnago, al norte —ocho habitantes censados en 2007—. Carne de seminario, estudió teología y llegó a Madrid en ropa talar, donde ejerció de capellán en el Colegio Mayor San Juan Bautista. Se hizo más tarde un nombre en el periodismo como redactor y columnista salomónico —siempre oficial— del diario madrileño de la tarde, Informaciones. Siguió fielmente la carrera política de Adolfo Suárez y hasta llegó a presentarse como candidato a diputado; sin éxito, claro. Un año después de la luminosa aportación del almuerzo en La Zarzuela, hará de plumilla en un libro firmado por Adolfo Suárez —Fue posible la concordia (1996)—, infumable recopilación de conversaciones con el ex presidente, mendaz y lacayuno hasta el delirio.
* * *
Estamos ante dos preguntas no sé si históricas, metodológicas o sencillamente políticas. ¿Es verosímil la historia contada por Abel Hernández de lo sucedido en La Zarzuela aquel jueves, 22 de enero? ¿Tiene algún sentido el procedimiento seguido supuestamente por Adolfo Suárez para hacer llegar a la gente algo que nadie, salvo él, estaba en condiciones y con voluntad de contar? De momento no tenemos respuesta alguna. Lo indiscutible es que el prolongado almuerzo del presidente con el Rey, aquel día, jueves 22 de enero, plantea a Adolfo Suárez un dilema: o se enfrenta a la voluntad del monarca, y todo lo que eso supone, o dimite.
Bastaría con el escueto relato de lo que va a hacer el presidente desde que sale de La Zarzuela hasta el día siguiente del golpe de Estado del 23-F, cuando solicita al monarca seguir en la presidencia y éste insiste en la negativa, asunto sobre el que volveremos, para confirmar que si no sucedió exactamente eso mismo, debió de ser algo muy parecido. El peso de la responsabilidad de Adolfo Suárez como presidente y como ciudadano debió de ser abrumador cuando salió, en la tarde del jueves 22 de enero, de La Zarzuela y volvió a Moncloa.
Lo que había ocurrido en La Zarzuela implicaba tanto como borrar lo conseguido en la transición y tener que volver a empezar. Unos militares golpistas y un rey colaborador, por más que estuviera presionado y convencido por las malas artes de Alfonso Armada. Su obligación estaba en superar la situación sin asumir la salida anticonstitucional que le proponían como primera medida: la dimisión de Adolfo Suárez. Independientemente de que el Rey se lo hubiera pedido un mes antes en Baqueira, y que en esta ocasión se hubiera limitado a retirarse para dejar paso a los generales entorchados para que le acosaran y amenazaran, lo cierto es que estaba en el secreto y que ejercía al menos de cómplice. Era evidente que a su vuelta a la reunión ya sabía que los ejecutores habían cumplido con su papel y ahora le tocaba a Suárez, y sólo a él, asumir la responsabilidad.[33] Si se negaba, debía enfrentarse nada menos que al Ejército, el poder fáctico por excelencia de la España de la transición, y hacerlo solo, sin el Rey, que estaba en el bando del «golpe de timón». Y sin el partido, que se había encabritado con el presidente y tenía ya hasta un candidato alternativo para sustituirle en la persona de Landelino Lavilla.
En esos momentos, el líder que se ha fraguado el liderazgo a golpe de voluntad y suerte, se encuentra afrontando solo, absolutamente solo, su destino. ¿No dimitir? Adolfo Suárez, el presidente sin partido, el que todos están esperando que lo deje ya porque su etapa ha terminado, y que incluso ha sobrepasado las previsiones que no iban más allá de junio de 1977, ¿ahora se va a enfrentar a todos? Decir que no es seguir. ¿Y cómo sigue? ¿Con quién? Cualquier frívolo hubiera asegurado que le bastaba contar lo ocurrido para que su base social y política se hubiera multiplicado, pero eso no era otra cosa que una provocación sin sentido que hubiera puesto en un brete al Rey, al Ejército, al proceso de transición y al país. La verdad quizá pueda servir para alguna cosa en general, pero para la política en particular es absolutamente insustancial, sin consistencia. Se gobierna con poder y el poder está en otra onda que la verdad, son categorías disímiles. Si Adolfo hubiera sabido algo de historia, habría recordado que a don Antonio Maura le había pasado algo semejante con el abuelo de Juan Carlos, y eso que Maura tenía más poderes personales que él mismo.[34] O quizá no, quién sabe, porque la UCD seguía teniéndole como presidente y el número de incondicionales y de subalternos estaba por evaluar, pero no era desdeñable, y podía aprovechar el inminente congreso para hacer una dimisión-chantaje: me voy, pero si no me dejarais irme, me quedaría.
Pero ¿frente al Rey? El que había sido su promotor, el que le había colocado a la cabeza de la transición, el que le había imbuido de poder hasta el 15 de junio de 1977. Hasta las elecciones del 77 el Rey era la única fuente genuina de poder, como no se había cansado de repetirle entonces Torcuato Fernández Miranda. No asumir su derrota como político que ha ganado sucesivas elecciones pero que tiene un marco, forzado o sutil, como quiera mirarse, del que no puede salirse y que está por encima del papel escrito y ratificado de la Constitución. Los poderes del Rey, asumidos por él como portavoz y barómetro del más poderoso de los poderes fácticos, las Fuerzas Armadas. No dimitir sería tanto como dejar con el trasero al aire al Rey, cuestionar su papel y, por tanto, hasta su propio nombramiento como presidente en el verano del 76. Algo así como hacer de Sansón —muero yo, pero caigan conmigo todos los filisteos—, sin que le fuera fácil a Su Graciosa Majestad evitar que le arrastrara el desplome.
Creía que había sorteado con su habilidad de mago prestidigitador las celadas reaccionarias del Ejército. Él podía afirmar con rotundidad que desde su llegada a la presidencia supo ir poniendo a las Fuerzas Armadas en su sitio. En el fondo —reconozcámoslo nosotros, que no el presidente—, Adolfo Suárez tenía escasa idea de lo que eran los Ejércitos de Franco, cosa que el Rey sabía tan perfectamente como que sin ellos no hubiera podido ceñirse la corona con la rapidez que lo había hecho. A Franco muerto, Rey puesto. El presidente no tenía apenas relación con el Ejército, ni le interesaba fuera de la información y sus servicios, tan importantes para manejarse luego en el mundo de los civiles. El Ejército para él era como la economía, algo en lo que se debía encontrar un experto que le consultara las decisiones más trascendentales y menos corporativas, y dejarle tiempo para dedicarse a hacer política, que era lo suyo. Porque hacer política como presidente es mandar, ejercer el mando hasta sus últimas consecuencias; obligar a las cosas o reducirlas a la nada, es decir, dejarlas como están.
¿Alguien en su sano juicio puede pensar que, regresado el presidente a La Moncloa, tras la sesión en La Zarzuela, pudiera llamar al Rey, o a cualquiera de sus ayudantes para decirles: transmítanle a Su Majestad que no me voy, que la opinión de sus generales tiene menos valor que mis seis millones de votos?[35] Aún tengo la mayoría en el Parlamento y en mi partido, y no me sacarán de aquí si no es con los pies por delante. Una boutade que por cierto ya había dicho en otra ocasión, cuando empezaron los rumores de sables y fajinas, expresión eufemística con la que se designaba entonces las conspiraciones de los generales. Constitucionalmente, el Rey no tenía atribuciones para echarle, y es probable que más de un general soñara con esa posibilidad, porque demostraba para ellos la marginación del Rey en la Constitución, e incluso la Constitución misma como fuente de debilidad y pendejadas. Si no lo sacaba el Rey, estaba claro que sólo quedaban ellos, constituidos en el alma de la patria. Como decía uno de esos fieros y corruptos generales, con mando en plaza y en todo lo demás, «por menos que eso nos levantamos el 18 de julio» (de 1936).
No es un juicio de intenciones, sino una constatación; los militares golpistas se jactaban de su valor pero dieron pruebas de escasa inteligencia. El valor estaba absolutamente de más porque no tenían enemigo armado; así demuestra su audacia militar cualquier uniformado. Pero de ahí la importancia de la inteligencia, que se mostró tan escasa como dispersa. A ninguno de ellos le pasó por la cabeza que el presidente Suárez no necesitaba mucho tiempo para tomar una decisión; era un improvisador nato, rapidísimo de reflejos y sobre todo audaz. Valiente, incluso rozando la temeridad. Suárez tenía escasa idea de lo que eran las Fuerzas Armadas y sobre todo esa cúpula que Franco había instituido como garante de la continuidad del estatus salido de la guerra civil. Pero los generales aún tenían menos idea de cómo era Adolfo Suárez. Le odiaban tanto que no sobrepasaban el listón de la ira y el desprecio. Por eso les pillará absolutamente desprevenidos la fulminante dimisión del presidente. La manera de hacerla, la rapidez con que tomó las decisiones, la soledad espantosa en la que lo hizo, y el valor de salir ante las cámaras sin pasar por control alguno, ni del Rey —que trató de corregir el texto, sin éxito— ni mucho menos de los otros poderes fácticos, incluido su propio partido, la UCD, la más ausente de las instituciones políticas, tocada ya a partir de entonces por el virus de su disolución. Desaparecerá de la misma manera y con la misma persona que había nacido. A todo eso llegaremos, paso a paso.
Probablemente podría interpretarse como una ironía, casi un sarcasmo, el que nada más volver de La Zarzuela ese jueves tan largo del 22 de enero, el presidente se encontrara con el Comité Ejecutivo de la UCD, que le estaba esperando para discutir sobre el próximo congreso en Palma. Y como Herrero de Miñón, tan oportuno como en él es natural, le exigiera un pronunciamiento sobre no sé qué chorrada de las listas abiertas o cerradas, le mandó explícitamente a tomar vientos. Cuenta el seguidor y biógrafo de Suárez, Carlos Abella —que debía de seguir la escena como Polonio en el Hamlet—, que Fernando Abril aprovechó para soltarles cuatro verdades a los críticos democristianos y que Landelino salió en su defensa alegando que ellos no hacían más que algo democrático y lícito. «Lo que no dijo Landelino —refiere Abella-Polonio— es que en un despacho del Congreso de los Diputados se guardaban los documentos con las firmas de varios diputados de UCD adhiriéndose a una moción de censura contra el presidente Suárez que en pocas semanas pensaba presentar el PSOE». Estos democristianos tendían a ejercer de Judas en la primera ocasión, y serían los mismos que luego se preguntarían asombrados por qué el presidente dimitía «inopinadamente».
Y aún le queda al presidente trabajo por hacer. Deja al Comité Ejecutivo de su partido en Moncloa y ha de marchar al aeropuerto para que le lleven a Sevilla, donde se va a encontrar con el presidente de México, López Portillo, en tránsito hacia la India. Con él cenará en el Hotel Alfonso XIII, tras una reunión en la que está presente el canciller Jorge Castaneda, ministro de Asuntos Exteriores. A las once de la noche vuelve a Madrid y puede empezar a pensar en lo que va a hacer. Es posible que este jueves haya sido uno de los días más largos en la vida de Adolfo Suárez: la audiencia con el Rey, la toma de posesión de Antonio Truyol, el abrazo siciliano de Landelino, el almuerzo con el Rey y los capitanes generales, la larga sobremesa, la reunión con la cúpula de UCD en plena conspiración democristiana, el viaje a Sevilla y una cena con el presidente López Portillo y Jorge Castaneda, la vuelta a Moncloa y el dilema. Sobre todo el dilema, dimitir o resistir.
No lo debe tener aún nada claro porque la única decisión que toma es la de prepararse para tomar una decisión. Me explico. El viernes, 23 de enero, toca Consejo de Ministros y nadie, ni siquiera el mismo presidente, es consciente de que va a ser el último Consejo de Ministros que presida Adolfo Suárez.[36] No hay nada que haga sospechar a los presentes que el presidente está viviendo el dilema de su vida, porque todo transcurre en la más evidente normalidad. Sólo al final, y en sendos apartes, previene al ministro del Interior, Juan José Rosón, de que esté localizable durante todo el fin de semana. Una confirmación innecesaria, porque es sabido que no hay responsable de la seguridad del Estado que no esté en ejercicio las veinticuatro horas del día, a menos que sea un irresponsable y Rosón no lo era. El otro aparte lo dedica al ministro de la Presidencia, Rafael Arias-Salgado, para preguntarle si va a quedarse en Madrid el fin de semana, y al decirle éste que sí, no insiste más. Quiere tener a mano Interior y Presidencia. Y a su disposición inmediata, lo cual puede servir tanto para dimitir como para resistir. O sus variantes, porque un profesional de la política sabe encontrar otras posibilidades: la de resistir haciendo que dimite, o la de dimitir forzando la resistencia. Interior y Presidencia son las dos palancas de mando más cercanas a un presidente.
Conociendo su modo de actuar, lo que trataría es de jugar con la suficiente rapidez como para que aquel accidente —brutal, pero un accidente al fin y al cabo— no significara el fin de su carrera. Primero, saber despedirse como un líder. Segundo, dejar sentadas las bases para volver. Destrozado, afectado, desmoralizado, todo lo que se quiera, pero Adolfo Suárez, mientras le quede una posibilidad de vida, la aprovechará para hacer política, y la política de verdad se hace mandando, no cavilando. ¿Quién puede reconstruir la mente de un profesional de la política? No hay una sola novela digna de tal nombre que describa los mecanismos íntimos de un profesional de la política. En las que han hecho algunos escritores se nota la candidez; las que han intentado egregios profesionales de la política —las novelas de Disraeli, la Savrola de Winston Churchill— aspiran a ser más literarias que reales. Ambición y poder en sobredosis; quizá no haya nada más alejado de la literatura. La literatura sólo se cuela cuando entra el destino. Hay ocasiones, como ésta, en que los tres van juntos.
Había algo en el ambiente que iba más allá del Consejo de Ministros, porque ese mismo día se sitúa, según algunas fuentes,[37] una reunión en Madrid de diecisiete generales convencidos de que no hay otra salida que un golpe, sin precisar si es de timón o de tanque. El Rey por su parte, como es viernes y le peta, se ha ido a cazar a Sierra Morena, a una finca de ICONA,[38] de nombre Lugar Nuevo. Está con los banqueros, que son expertos en cazar lo que les echen: Pablo Garnica, Jaime Urquijo, Juan Herrera… Han caído 205 venados, 25 jabalíes, 11 gamos y 16 zorros. Y en éstas que recibe una comunicación extremadamente precisa de su ayudante militar, nada menos que el hijo del legendario general Muñoz Grandes, que le pone al corriente de las novedades de la situación. ¿La militar o la de Suárez? ¿Las dos o una sola? Algo se ha filtrado que ha roto todos los mecanismos y que le obliga a volver a su centro de operaciones, La Zarzuela. Se juega el cargo o la partida de caza. Es obvio que ha de regresar precipitadamente. Es un escándalo entre tanta gente importante, que obliga a todos a preguntarse qué está pasando. Su Majestad cancela sus compromisos. Al día siguiente, sábado, debía cazar en la finca de Samuel Flores, y el domingo en la Sierra de Cazorla. Había llegado en coche pero ahora le recoge en Lugar Nuevo un helicóptero, a media tarde, para traerle a Madrid.
Es más que significativo que sea el Rey la última persona del círculo del poder —Moncloa y UCD— a quien Suárez informe directamente de su dimisión. A Su Majestad sólo tiene que decirle que acepta sumisamente la exigencia, no que ha decidido dimitir. ¡Qué golfería de cronistas de la transición, que ponen en boca del Rey algo así como: «Y cómo es que vienes con tanta prisa» o «¿Qué vienes a exponerme?»! En vez de decir: «Adolfo, no sabes cuánto aprecio tu gesto», o lo que es lo mismo: la vida es así, y como tú ya viviste lo de Arias Navarro, ahora te toca a ti.
No era cuestión de explicarle a Su Majestad la diferencia, pero llama la atención que La Zarzuela filtrara una opinión del entorno más cercano al Rey, que afirmó: «Arias fue un caballero», porque bastó con una sugerencia y se fue, por oposición a lo difícil que les estaba siendo echar a Suárez. Ellos venían de donde venían y no conocían otra ley que la tradición del Generalísimo, de donde habían salido todos. Donde hay capitán no manda marinero.
Aunque parezca extraño para quienes se jactan de haber estudiado la personalidad de Suárez, la reacción del presidente, su rapidez de reflejos, sorprendió a sus adversarios, incluido el Rey, quien, más acostumbrado a la morosidad de palacio, probablemente había calculado que Adolfo empezaría a chalanear y a plantear objeciones sobre su futuro, que deberían ser acordadas antes de darle el golletazo. Pero todo lo que Suárez iba a hacer hasta que lo interrumpa el golpe de Estado, todo ya lo había decidido el fin de semana de la dimisión, e insisto en que se reducía a dos líneas maestras a las que será fiel hasta el final: saber despedirse valientemente y con la cabeza alta para que cuando algún día supieran la verdad pudieran apreciar en mayor medida su gesto; y no descuidar la vuelta inminente, buscando un candidato blando que le calentara el sillón hasta la primera oportunidad para el regreso. En definitiva, las tareas de un profesional de la política: saber aprovechar la derrota para despedirse con honor y sentar las bases para vencer en la siguiente batalla.
No fueron así las cosas en territorio enemigo. Desde los golpistas hasta los adversarios democristianos, acaudillados por el trío de la bencina —Lavilla, Herrero de Miñón, Alzaga—, que mejor sería llamar del agua bendita, cayeron en la cuenta que el presidente Suárez, recién dimitido, les estaba preparando una trampa para elefantes y que no podía ser posible que ahora se retirara, sin alguna aviesa estrategia para conservar el poder y quebrarles. Por más que la cavilación tuviera visos de verosimilitud, debían reconocer que el gesto de Suárez les había quitado la pieza de más grueso calibre de su ofensiva.
Como el protagonista principal de esta historia no ha explicado nunca su dimisión, no creo que haya pista mejor para tratar de desentrañarla que el seguimiento de Adolfo Suárez durante sus últimos días como presidente. Exactamente, desde el sábado, 24 de enero, hasta su intervención en RTVE la noche del jueves, 29. Pocas cosas están tan enmarañadas como esos días, y debo reconocer que hay —hubo— un interés especial por parte de cada uno de los actores por confundirnos. Ha sido necesario que algunas figuras políticas pasaran al ostracismo, y muy especialmente el cese del secretario Real, Sabino Fernández Campo, para que al fin podamos tener algo parecido a un relato con visos de verosimilitud. Y puedo decir, después de darle muchas vueltas al asunto, que sin eso no hay posibilidad de entender nada; no porque cada paso alumbre, sino porque ilumina un poco el conjunto.
La crónica de esos días de enero del 81 es fundamental, casi diría la única vía convincente para entender al presidente Suárez en sus últimos gestos, y puedo asegurar, después de romperme la cabeza en ese laberinto de tramposos, que tienen razón los que enmarañaron esos días, poniendo lo ocurrido el lunes como si fuera el miércoles y lo del martes, el jueves, o al revés. Así cada cual quedaba en la historia como le gustaba quedar. La cronología, la sucesión de entrevistas y reuniones, es el hilo maestro que nos ayuda a entrar en el laberinto, sin perdernos y sin renunciar a entender algo.
Poco sabemos de la actividad del presidente durante el fin de semana del 24 y 25, fuera de una larga conversación el sábado con Fernando Abril Martorell y Rafael Arias-Salgado, de donde sale la decisión de reunir en la mañana del día siguiente, domingo, a la cúpula del Gobierno y de la UCD. Siete personas: Pérez Llorca, Pío Cabanillas, Martín Villa, Calvo Sotelo, Fernández Ordóñez, Arias-Salgado y Calvo Ortega. Convocar una reunión precipitadamente, en fin de semana, de sábado a domingo, al parecer sorprendió a todos, pero nadie sin embargo se extrañó de nada y no notaron nada especial en el presidente. Había asistido a misa dominical en Moncloa, acompañado de su ministro del Ejército, Gutiérrez Mellado, y señora, como solían hacer en más de una ocasión, y charló haciendo tiempo, mientras llegaban los barones, con su confesor y amigo, Miguel Justel, el cura que diría la misa, y que por cierto no tardaría mucho en colgar los hábitos y meterse en política al lado de Suárez.
Según la primera cronología establecida por el periodista José Oneto,[39] la reunión de los barones duró dos horas, de las doce del mediodía a las dos de la tarde, y trataron del inminente congreso del partido en Palma. La única decisión fue la de que Pérez Llorca presidiera las sesiones. Por la marcha de las cosas podría dar la impresión de que el presidente tiene ya la intención de dimitir, cosa que por lo demás no parece notarlo nadie, ni saberlo, cosa aún más difícil. ¿Ni Abril Martorell ni Arias-Salgado recibieron alguna pista del presidente? Cabe dudarlo, pero si está seguro de dimitir, lo que también parece seguro es que piensa hacerlo en pleno congreso del partido. Tampoco cabe descartar que el propio sábado su colaborador político más estrecho, Josep Melià, ya esté al tanto de lo que prepara el presidente. Eso sí, todos parecen coincidir en señalar que es durante el fin de semana cuando Adolfo le expresa a su esposa, Amparo, su irrevocable decisión de dimitir. De ser esto así, sería la primera vez en la carrera de Adolfo Suárez que comunica una decisión política a su mujer antes que a cualquier otra persona; a Amparo Illana nunca le interesó ni poco ni mucho la política, y a Suárez nunca le interesó demasiado Amparo Illana hasta que notó su ausencia.
Las contradicciones entre cronistas e historiadores de los últimos días del presidente obligan a hacer una especie de selección de certezas e hipótesis. La corta semana, última de enero, históricamente reducida a cuatro días, de lunes a jueves, volvía a coincidir en enero, a finales, como aquella otra de 1977 tan cargada de muerte y dramatismo: los asesinatos del despacho de Atocha, las manifestaciones con muertos, los amagos de movimientos de tropas de Milans en Madrid… Habían pasado cuatro años y ahora iba a afrontar el momento más trascendental de su carrera, asumir la derrota, organizar la retirada y prepararse para volver en un tiempo récord. Ése era su estilo, no tenía otro; era la marca de la casa.
La primera visita que recibió el lunes en La Moncloa fue la de Landelino Lavilla, presidente de las Cortes y su declarado adversario oficial en todo: el partido y el gobierno. Estuvieron juntos ¡tres horas!,[40] y según la historiografía oficial y sus avezados cronistas, el presidente no soltó prenda de lo que pensaba hacer. Es probable que Landelino no fuera un Einstein de la política, tampoco Adolfo lo era, pero de ahí a suponerle un idiota va un trecho inmenso. Parémonos un momento a pensar. El presidente del Parlamento, personalidad institucional de primerísimo orden, que además es un enemigo declarado de Adolfo Suárez, es convocado por éste según el procedimiento de máxima urgencia, es decir, de ayer para mañana, están tres horas y en vísperas de un cambio radical en la situación, como es la dimisión del presidente… y resulta que se ponen a rezar juntos por el buen éxito del congreso de Palma.
Una cosa es que la gente parezca idiota y otra cosa es que lo sea. Bastaría un solo dato para echar por tierra la crónica oficial sobre el silencio de Suárez. Después de la charla del lunes por la mañana en Moncloa, el comportamiento de Landelino, aspirante al título de presidente del partido y del gobierno, es radicalmente diferente al de la semana anterior. ¿Qué le dijo Suárez que le convirtió en cómplice? Es poco probable que fuera la verdad, o lo que es lo mismo, la dimisión a secas del presidente, porque eso no está en la manera de actuar de Adolfo Suárez. Un enemigo para Suárez es un enemigo siempre, incluso en la confidencia y la complicidad. No se equivoquen.
Aquel lunes, 26 de enero, el presidente almuerza en Moncloa con Leopoldo Calvo Sotelo y aquí ya empezamos con las mentirijillas y los subterfugios. Con toda seguridad le pone al corriente de las dos decisiones tomadas por el presidente: su inminente dimisión y que ha pensado en él para sustituirle. ¿Para qué otra razón iba a comer con él? ¿Por la simpatía que atesora Leopoldo y ese sentido del humor tan suyo que nadie lograba nunca descubrir que se trataba de sentido del humor, y que a Suárez le parecía una pijería de niño bien y malcriado? Seamos claros, es sabido que para Suárez un tipo como Leopoldo Calvo Sotelo era la representación de la petulancia, la pedantería y el aburrimiento. Para no desvelar el secreto y contar más de lo que la corrección política exige, Calvo Sotelo escribe en sus inefables desmemorias: «En una breve nota que tomé al llegar a casa he dejado escrito “¿Querrá irse?”. Pero mentiría si dijera que tuve entonces el presentimiento real de la dimisión que Suárez iba a anunciar tres horas después».[41] Y a continuación señala que eran las dos menos cuarto de la tarde y que entonces el presidente le invitó a almorzar y que él rechazó rotundamente la invitación ¡porque ya tenía un compromiso!
La capacidad para burlar la verdad en el caso de Leopoldo Calvo Sotelo resulta de un candor bobalicón, aunque redactado con presunción cesariana. O sea que Leopoldo, entonces el botones del presidente, del Gobierno y de la UCD, rechaza el almuerzo con quien va a dimitir y quiere ponerle como sustituto, pero le da tiempo a ir a su casa y escribir hic et nunc: «¿Querrá irse?». Y tras dejar la pregunta en papel timbrado se va a almorzar «con un compromiso anterior que ya era tarde para cambiar». A menos que el compañero de mesa fuera el Rey, carece de verosimilitud.
Pero hay más —sigamos con la peripecia de Leopoldo—, porque inmediatamente, con el café en la boca, vuelve a Moncloa, donde está reunida la cúpula de UCD y, ¡oh, sorpresa!, se entera de que el presidente va a dimitir. La medida de un tonto presuntuoso la da su creencia de que los demás, al no ser presuntuosos, son más tontos que él. Dos hombres que se pasaban el día en el sanctasanctórum monclovita, Josep Melià y Carlos Abella, precisan que Leopoldo almorzó con Suárez. Y el tema no es banal sino importante, porque independientemente de que hubiera o no almorzado con Adolfo —ensalada y filete a la plancha, y mucha charla de lengua en vivo—, lo cierto es que Calvo Sotelo sabe, es consciente, se entera, de que Suárez va a dimitir, que ha improvisado una entrevista con él para eso, y que el presidente está al tanto de que Leopoldo ha de interrumpir la cumbre ucedea porque a las seis de la tarde irá a ver al Rey con el que tendrá una audiencia.
¿Cabe pensar que Calvo Sotelo, auténtico beato de la Monarquía y del monarca, le sustraerá a Su Majestad la única información importante que podía darle en su dilatada e inocua carrera política? Según el perplejante testimonio de Leopoldo, resulta que el Rey estaba interesado en la puesta en funcionamiento del Instituto Nacional de Hidrocarburos y de eso hablaron. Están tan convencidos de su impunidad que osan burlarse de todos nosotros. ¿Alguien imagina la reacción del Rey, de haber sido verdad la fantasía de Leopoldo, y hubieran pasado la velada charlando de hidrocarburos —tema que provocaba el orgasmo real con toda seguridad—, habiéndole ocultado la dimisión del presidente y su propuesta de que Leopoldo podía ser un buen sucesor?
Y todo este abracadabra de fuleros no tiene más objetivo que salvar su culo en el altar de Su Majestad. Así de claro. En el afán por cumplir estrictamente con lo políticamente correcto, convierten a Adolfo Suárez en un bobo, torpe y dubitativo —quizá las dos únicas cosas que no fue—, al Rey en una especie de émulo de la reina Victoria de Inglaterra, rigurosa y distante, y a ellos mismos en acendrados líderes formados en cursillos de cristiandad.
Después del almuerzo-confidencia con Calvo Sotelo, el presidente se volvió a los más cercanos, su cuñado Aurelio Delgado, que se ocupaba de la secretaría personal, y Jesús Viana, el diputado vitoriano, cuya identificación con Suárez era total, para informarles de su dimisión. De donde cabe pensar que a Josep Melià ya se lo había dicho antes y que ya le tenía preparando el discurso de despedida… por más que no supieran aún dónde: si sería para intervenir en el Congreso de UCD que se iniciaba el jueves o ante la RTVE como haría también el jueves.
Había convocado personalmente para las 17.15 del lunes a los mismos que había visto el domingo después de la misa: seis ministros más el secretario del partido, Rafael Calvo Ortega.[42] Leopoldo Calvo Sotelo interrumpiría la sesión por su audiencia con el Rey y se reincorporaría más tarde. Les explicó que lo dejaba y enunció dos ideas sobre las que basará su dimisión. Primero, una constatación —«La clase dirigente de este país ya no me soporta. Los poderes fácticos me han ganado la batalla»—, y luego una demostración de que se trata de un episodio en su carrera política —«Tengo que prescindir de la imagen que se tiene de mí como la de un señor apegado al sillón»—. Cuenta Javier Tusell, catedrático de Historia y activo conspirador en la trama democristiana, que el presidente ese día anunció su dimisión «a un sector selecto de sus ministros» y que utilizó el símil del mago, que durante años había ido sacando conejos de la chistera y asombrando a los espectadores con su encanto, pero que en esta ocasión «os ruego que no veáis en esto un nuevo conejo».[43] Es una prueba más de que los democristianos, por más fervientes creyentes que fueran en la verdad revelada, eran unos falsarios de tomo y lomo en la transmisión de la verdad histórica. Suárez no utilizó entonces el símil del conejo, sino el de los poderes fácticos.
La impresión que debió dejar en aquellos siete magníficos debió de ser notable. Por más que algunos lo supieran ya en mayor o menor medida, lo cierto es que la decisión descolocaba a hombres tan poco impresionables como Pío Cabanillas y Martín Villa, momento quizá único en sus veteranas carreras de disfrutadores del poder. Cuando salieron de la sesión catártica con Suárez, literalmente estupefactos, montaron en sus coches oficiales y se fueron los siete a cenar. A Los Remos, una marisquería cercana en la carretera de La Coruña. Del tono general y del tema de conversación baste decir que pasada la medianoche llamó Calvo Sotelo al presidente, ungido ya por Adolfo como presidente in pectore, para solicitar que los recibiera de nuevo. Otra vez montaron en sus coches oficiales y vuelta a La Moncloa. Le insistieron en que revisara su actitud y no les pasara así, de pronto, el embolado.
Esta gestión de última hora, exactamente de las 12.30 de la noche, para convencer al presidente de que se mantuviera en el cargo resultó baldía. Suárez les pasaba el muerto a ellos y a Su Majestad, que tanto lo habían querido. Es llamativo que el presidente, que ha informado ya a todo el mundo que cuenta —su familia, sus íntimos y los más cercanos en el Gobierno y el partido, incluso eventualmente a su adversario, Landelino—, sólo se demora con el único al que es obligatorio informar, el Rey. Incluso se permite advertírselo a sus siete magníficos, recomendándoles discreción porque aún no le había dicho nada a Su Majestad oficialmente. Pero aunque no lo apuntara él, estaba convencido de que ese mismo lunes ya había llegado la noticia a oídos de Su Majestad; había ido dejando tal cantidad de miguitas, que Pulgarcito podía seguir el camino y alarmarse.
Y cuando las bases están sentadas para que pueda optar entre dos procedimientos, hacerlo en pleno zafarrancho partidario durante el congreso de Palma o presentándose él mismo ante los ciudadanos por RTVE, una noticia viene a reducir sus opciones y anular una. Esa misma noche del lunes los controladores aéreos de Barajas, a los que se sumarán los de Barcelona y Palma de Mallorca, militares de formación en su inmensa mayoría, declaran la huelga y hacen muy difícil pensar en el inmediato congreso a celebrar en Palma. No tenía por qué asombrarse, dado que el ministro de Transportes, que no se enteró hasta que fue un hecho consumado, no era otro que José Luis Álvarez, prohombre de la facción democristiana y conocido tanto por su conservadurismo como por su inoperancia.
Al presidente, en trance de dimisión, la noticia de la huelga de controladores, en el fondo, le venía de perlas. Si en algún momento había tenido la tentación de aprovechar el Congreso de UCD en Palma para exhibir su dimisión urbi et orbi, la desechó. Su biógrafo más oficial, Carlos Abella, apunta que la reunión que había convocado el domingo en La Moncloa con sus siete magníficos era para preparar su dimisión en el congreso, pero lo cierto es que no debió de persistir en esa idea. Si hubieran sido los críticos de UCD los que le echaban el pulso, con ese gesto congresual los hubiera barrido, se los hubieran comido vivos sus huestes de compromisarios. Pero le echaban otros y mantener el pulso sabía que era suicida; jamás podría recuperarse si los humillaba. Hasta cierto punto les debía mucho de lo que era. Seguir, por más que contara con el apoyo explícito de su gente, no tenía sentido. Los poderes fácticos que le habían derrotado no se movían por las multitudes, sino por sus intereses, y él era ya un bien amortizado. Por tanto, le tocaba retirarse sin llegar a la necesidad de echarle brutalmente, cosa que más de uno contemplaba.
La huelga de controladores, su carácter salvaje, inopinado, parecía venir a aumentar los grados de presión ambiental sobre el presidente, y sin embargo a él le satisfizo que por una causa que estaba bajo la responsabilidad de un adversario interno, el democristiano José Luis Álvarez, se hubiera de demorar el congreso. ¿Cómo iban a llegar los centenares de congresistas a Palma si no funcionaba el aeropuerto? ¿En bote? ¡Gente tan ocupada haciendo la travesía en barco! Como había desterrado ya la idea de la confrontación en el congreso, que no otra cosa hubiera sido soltar el detonante de su dimisión al comienzo de las sesiones, aceptó de buen grado la huelga de controladores aéreos. A él, estaba claro, no le echaban los críticos de UCD, tan poca cosa para sus haberes y ambiciones. A él le echaban los poderes fácticos que habían monitoreado la transición. Y a ellos, a una parte al menos, les dedicaría el martes, 27 de enero, día de Santa Ángela de Merici, fundadora de las ursulinas para honrar a Santa Úrsula y sus diez mil vírgenes.
Cuenta Sabino Fernández Campo, secretario del Rey en aquel momento, que fue el martes cuando el presidente aprovechó el despacho «ordinario» con el Rey para informarle de su dimisión, y que fue entonces, al confirmarle la visita y el posterior almuerzo, como de costumbre, cuando le advirtió, para sorpresa de Sabino, que antes quería hablar con él. Así lo hace como prólogo a su audiencia-almuerzo con el Rey y la Reina. El presidente anuncia a Fernández Campo que ha venido a presentar su dimisión y que tiene interés en que sea él, Sabino, el primero de la Casa Real en saberlo, por «si fuera necesario hacer constar que él viene expresamente a dimitir, sin que nadie se lo haya sugerido».[44]
No sé si conscientemente o no, el testimonio de Sabino viene a ratificar la desconfianza de Adolfo Suárez hacia la honestidad y la fidelidad a la verdad de Su Majestad, y sobre todo obvia algo tan notorio como que va a ser al final de la mañana de ese martes cuando el Rey tenga conocimiento directo de la dimisión. A esas alturas ya lo sabían todos los empleados de La Moncloa, medio gobierno y buena parte de la cúpula de la UCD, sin contar los Servicios de Información que tenían al tanto de todo a Sabino y por descontado al Rey —sin olvidar la oportuna visita de Calvo Sotelo a Su Majestad el día anterior—. La crónica oficial señala que el Rey se mostró sorprendido. La escena de «¡Oh, qué sorpresa, Adolfo, qué sorpresa!» resulta ridícula por más que la gente sea idiota y se trague lo que le echen. Luego está la figura de la Reina, que al principio fue testigo de la supuesta sorpresa del Rey, según los cronistas palaciegos, pero que en las versiones más recientes ni siquiera está presente.
De la conversación entre el Rey y el presidente obviamente sabemos muy poco, pero al menos tenemos alguna señal. La primera y significativa es que el presidente pide al Rey que Sabino se sume al almuerzo. ¿Para no aburrirse o por tener un testigo, que, por cierto, unos años más tarde pasaría por una situación similar a la del presidente? Lo que sí podemos asegurar es que la velocidad que Adolfo había impreso a su decisión política de abandonar cogió al Rey con el pie cambiado. No era bueno que el Rey viajara representando a las instituciones democráticas y con un presidente interino, recién dimitido. Y ante esa tesitura se encontraba Su Majestad, porque había dos viajes inminentes y casi ineludibles. Al País Vasco, por primera vez en democracia y con un alto contenido simbólico, para jurar según la tradición ante un retoño fraudulento del árbol de Guernica. Y a los Estados Unidos de América. El primero no podía ya suspenderse, porque estaba previsto iniciarlo el 4 de febrero, pero el de Estados Unidos se aplazaría.
Esto explica el comentario de un cronista bien quisto del monarca cuando escribió: «Suárez ha escogido su momento, aunque ese momento no sea precisamente el del Rey». Una frivolidad de cortesano. Suárez no estaba en condiciones de escoger nada, sino de aceptar el desafío y hacérselo tragar a mayor velocidad de la que el Rey y los suyos habían calculado. Después de tantos años y parecían no conocer su estilo. En esto seguían infravalorándole. La audacia era una parte de su magia, y no hay mago lento y cadencioso. En la despedida de la audiencia-almuerzo y tras la no menos rápida aceptación de la dimisión planteada, el Rey le recomendó que pensara en un nombre para el título nobiliario que deseaba concederle. Su cese presidencial lo saldaba Su Majestad con un ducado. (Un ducado, el de Suárez, que habría de demorarse algún tiempo. Unos decían que por temor real —del Rey— a que Adolfo se arrepintiese; otros aseguran que lo boicoteaba el padre de Juan Carlos, don Juan, que nunca vio con buenos ojos a Suárez, porque no le había tratado con la preeminencia que exigía ser el heredero de Alfonso XIII.)
Lo que ninguno de los 35 miembros del Comité Ejecutivo de la UCD ha reconocido nunca es si en su participación durante la reunión de la tarde del martes, 27 de enero, iba de listo o iba de tonto. Listos y tontos estaban mezclados. Unos sabios ya estaban al tanto de que el presidente había dimitido, y otros, tontos, no. Casi todos eran conspiradores democristianos en la «operación Walesa» —una de las cosas más divertidas de la transición fue la de ponerle nombres operacionales a cada conspiración urdida entre bambalinas, y en eso de los bautismos los democristianos tenían las de ganar—; llamaron «Operación Walesa» —nombre del líder católico de la oposición anticomunista polaca— a la lucha contra Adolfo Suárez y su sustitución por un cristiano fetén, Landelino, que era lo más opuesto a Lech Walesa, por clase, cultura y hasta valor físico.
Siguiendo con las ocurrencias, no deja de ser otra notable el que la última gran reunión del Comité Ejecutivo del partido que creó Adolfo Suárez para las elecciones del 77 tuviese lugar en un lugar conocido como «Semillas Selectas». Unos locales dentro del complejo de La Moncloa, adscritos antiguamente al Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias. Y tan selecta semilla ucedea escuchó por boca primero del ministro de Transportes, el democristiano José Luis Álvarez, y luego por el secretario general del partido, el fiel suarista Calvo Ortega, que se debía aplazar el congreso por culpa de la huelga de controladores aéreos. Estos probos funcionarios de procedencia militar exigían un aumento salarial del 46 por ciento y encontraron el momento idóneo con la convocatoria del Congreso de UCD en Palma, que obligaba a depender de los aeropuertos, para poner al Gobierno, al partido y al país contra las cuerdas.
El congreso se retrasaba, por más que los críticos propusieran el pabellón deportivo del Real Madrid para contrarrestar lo que no entendían sino como una maniobra suarista para birlarles la victoria. Además, en la reunión se produjo una coincidencia entre Jesús «Chus» Viana, el íntimo del presidente, y Landelino Lavilla, que ya estaba al cabo de la calle de todo y que incluso había solicitado retirar unas declaraciones antisuaristas hechas al ABC. Ambos propusieron rebajar las tensiones ante la opinión pública. Si a Landelino se lo había contado del todo el lunes por la mañana o sólo un poco, en el mejor estilo de Suárez cuando echaba mano de la complicidad conspiratoria, es cosa que sería casi imposible de saber, pero baste decir que el operativo sucesorio que tenía en la cabeza Adolfo Suárez necesitaba de la complicidad de Landelino.
Lavilla no ha escrito ni una línea, que se sepa, sobre este asunto y su natural es poco dado a la sinceridad, pero lo cierto es que Adolfo y Landelino pasearon juntos y aparte, con auténtico afán de exhibición, durante este cónclave de Semillas Selectas. Eso es lo cierto. Luego está lo incontestable. El presidente no anunció su dimisión, ya conocida por un puñado de los presentes; sólo aceptó que debido a las circunstancias el congreso de Palma se retrasaba. Nadie osó decirle nada y menos después del incidente con José Manuel Otero Novás. Este zascandil reaccionario se había atrevido a reprocharle a Adolfo Suárez una pejiguería, y el presidente, que no tenía su mejor día para soportar majaderos, le mandó literalmente «a tomar por el culo», cosa tan insólita en él, que se reconoce como producto de la tensión que estaba viviendo.[45]
El miércoles, 28 de enero, lo dedicó el presidente a preparar su despedida. Primero hubo de ir a La Zarzuela para dejar la prueba escrita de su dimisión, cosa que hizo acompañado hasta la puerta por Jaime Lamo de Espinosa, su ministro de Agricultura, que le había ido a visitar nada más enterarse por Fernando Abril de las intenciones del presidente. El resto fue el texto de adiós y el trabajo de maquillaje previo a la reunión de los barones de UCD, programada para la noche, de donde debía salir el sucesor.
El destino de Adolfo Suárez y el de la UCD se jugó en la madrugada del jueves, cuando ya habían pasado las doce de la noche del miércoles. Es la reunión en La Moncloa, conocida como la de los barones de UCD, la que marcará una ruta para salir de la crisis generada por la dimisión del presidente. Dependiendo de quién fuera el sucesor, el camino podía ser uno u otro. La elección de Leopoldo Calvo Sotelo se revelará un fracaso; algo parecido al pan para hoy y hambre para mañana. Leopoldo estaba mejor colocado que nadie para ser el hombre idóneo en los meses que vendrían, pero carecía de fuste, de prestigio y de base para arrastrar a un partido con conciencia de final de partida. Pero eso vendrá luego, de momento la clave estaba en cómo hacer para encontrar un sustituto.
Los convocados por el presidente son exactamente los mismos que reunió el lunes para informarles de su dimisión, pero con dos variaciones. Una accesoria y otra fundamental. La accesoria es que Fernando Abril no había podido estar en la cumbre del lunes porque había tenido que marchar a Valencia, pero esta vez estaba presente. La variación fundamental es que nadie podía creerse una palabra de las conclusiones de aquella reunión —elección del sucesor de Adolfo Suárez— si no estaba presente la facción democristiana, que en la Comisión Permanente de la UCD incluía a dos hombres: Fernando Álvarez de Miranda y Landelino Lavilla. Adolfo Suárez detestaba a Álvarez de Miranda por su soberbia y su displicencia y sus modos de sátrapa romano; eran biológicamente incompatibles. Siempre que podía, lograba olvidarse de convocarlo y en esta ocasión ni le pasó por la cabeza. Pero se necesitaba a Landelino. A Landelino llevaba trabajándoselo desde el lunes; con él abrió esta enloquecida semana. Fue la primera persona con la que charló el lunes, levantando al menos una esquinita de la alfombra. Siguió el martes por la tarde, cuando se les vio a los dos, presidente y adversario, cogiditos del brazo paseando en íntima conversación ante la mirada perpleja de los banderizos.
La versión que da el periodista Oneto, estrictamente narrada por Landelino Lavilla, dice que el presidente no logró dar con él durante toda la tarde y que al final lo encontró en casa y le invitó a cenar, pero que él, muy puesto, le respondió que ya había cenado y que «el tema puede esperar a mañana», pero que ante la insistencia de Suárez, blablabla y blablabla… Volvemos al eminente cronista Leopoldo Calvo Sotelo hablando de sí mismo y contando, en sus memorias, cómo rechazó un almuerzo con el presidente… y cómo le dijo blablabla y blablabla. Cuando el presidente Adolfo Suárez llamó a Landelino Lavilla poco antes de las diez de la noche, a Landelino le faltó tiempo para salir volando hacia La Moncloa, pero ya sea porque había despachado a su chófer, ya sea porque el presidente no quería que alguien pudiera alarmarse de tal visita a hora tan intempestiva, le mandó lo que se denomina en el argot «un vehículo de incidencias».
Estuvieron hablando unas dos horas, lo cual, tratándose de Suárez el seductor y Lavilla el comedido, es una enormidad. Lo cierto es que, pasado el tiempo de convicción y charla, Lavilla se incorporó a la cumbre de los barones, permitiendo con su presencia la legalización política de la jugada. No eran los «suaristas» quienes elegían a su sucesor, sino una representación de todas las facciones del partido, porque estaba Lavilla el democristiano, estaba Fernández Ordóñez el socialdemócrata, estaban los suaristas «pata negra»: Arias-Salgado, Calvo Ortega, Pérez Llorca y el recuperado Fernando Abril Martorell. Y luego los autónomos incombustibles: Pío Cabanillas, Martín Villa. Y el adaptable a todo, Leopoldo Calvo Sotelo, el más indicado porque pertenecía a todos y a nadie le hacía sombra. El más firme candidato provisional.
En las versiones memorísticas, Pío Cabanillas no dejó a nadie sin contar que Calvo Sotelo era su candidato, mientras que Suárez sostenía a Rodríguez Sahagún. No es cierto. Calvo Sotelo fue siempre el mejor candidato del presidente Suárez, hasta tal punto que se lo insinúa, o se lo propone —que hay las dos versiones— el lunes. Rodríguez Sahagún estaba demasiado ligado a Suárez como para que él mismo pudiera proponerle. Otra cosa es que defendiera a Agustín Rodríguez Sahagún como segundo y que orientara el voto de sus más firmes aliados, Abril Martorell y Calvo Ortega, para que votaran a Agustín y no quedara como arrollador candidato solamente Calvo Sotelo. Porque la verdad es que se votó, muy a la manera de Torcuato Fernández Miranda en el Consejo del Reino, cuando salió la terna sobre la que se auparía Suárez, pero entonces fue algo más difícil, seamos honestos con la verdad, porque eran dieciséis para votar y esta vez eran nueve, sin contar con el maestro de ceremonias.
Ahora bien, entonces como ahora, con trampa; cada cual sabía lo que iban a hacer los otros. Así, Calvo Sotelo consiguió seis votos; Rodríguez Sahagún, dos. ¿Y a quién creen ustedes que debía votar Calvo Sotelo para quedar bien y que no afectara a su victoria? Pues a Landelino Lavilla, el democristiano, que no podía suceder a Adolfo Suárez porque su condición de presidente del Parlamento lo hacía imposible. Adolfo Suárez, muy digno, no votó. A las dos y media de la madrugada del jueves el presidente ya tenía sustituto, Leopoldo Calvo Sotelo, el mejor posible en la perspectiva de volver al poder, o como dijera luego uno de sus colaboradores, el que mejor podía calentarle la silla mientras volvía.
Quedaba el decir adiós. Si hubiera alguna duda sobre la envergadura política de Adolfo Suárez bastaría con la descripción de su día D, la presentación al público de su dimisión irrevocable. Ahí está un concentrado político. La suerte estaba echada y sólo quedaba ¡nada menos! que darle curso a la decisión y sacarle el máximo partido. No se olvide este último detalle. Sacarle el máximo partido. Estamos ante un animal político y conviene tenerlo presente y aparcar la emoción y las lágrimas de cocodrilo. Es decir, no olvidar al cocodrilo y desdeñar el llanto.
Empezó la mañana del jueves, 29, en el inveterado estilo Suárez, o lo que es lo mismo, algo tarde. Recibió a sus más directos colaboradores y preparó el texto y la emisión del mensaje que habría de leer en RTVE. Estaba pensado para grabar pasado el mediodía, y emitir bien avanzada la tarde, en horario de máxima audiencia. En éstas trajinaban cuando —¡oh, sorpresa!, ¡oh, casualidad!— apareció Sabino Fernández Campo, el hombre del Rey.
El texto de la despedida lo preparó de primera mano Josep Melià, su secretario político, hábil pluma periodística, mallorquín, de quien podemos suponer hoy que estaba al tanto de todo pero que entonces dejó un librito sobre su experiencia en Moncloa donde se esquiva lo fundamental.[46] La mayoría de las frases de la despedida tenían una carga críptica; parecían escritas o dichas para los que estaban en el secreto del secreto. Ellos podían ponerle nombre a las cosas e incluso hacer exégesis. Muchos afrontaron el texto, repetido luego hasta la saciedad, para tratar de desentrañar aquella paradoja: una reacción tan brutal e inesperada como es la dimisión de un presidente, se explicaba de un modo tan etéreo y carente de entidad, que parecía un engaño. Como una broma pesada que alguien se encargaría de desvelar inmediatamente. A nadie se le escapó lo que desde entonces se convertiría en un lugar común: aquí hay gato encerrado.
Suárez se refería en su despedida, y por dos veces, a «las actuales circunstancias» como motivo de los peores augurios. «En las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia…» Y añadía luego: «Tenemos que mantenernos en la esperanza, convencidos de que las actuales circunstancias seguirán siendo difíciles durante algún tiempo…». Pero ¿qué circunstancias eran ésas? La gente no conocía otras circunstancias que las dificultades en el seno de la UCD, el acoso de la oposición socialista —que para eso era oposición—, la crisis económica y el incremento de los atentados de ETA… Pero por eso no dimite un presidente, porque eso va en el sueldo y en la responsabilidad, y jamás un hombre como Adolfo Suárez se achicaría por tales adversidades. En cierta ocasión había contado el caso del diputado Pérez, de Murcia, en uno de aquellos ejercicios de prestidigitación a los que era muy propenso. Ocurrió en vísperas de la dimisión, mientras trataba de convencer al diputado Pérez de lo que había que votar. «Me di cuenta —relataba Adolfo con ese tono de corazón compartido que tan eficaz le resultaba—, me di cuenta de que por más esfuerzos que hacía yo, el diputado Pérez creía que le ocultaba mi interés personal en el asunto. Si no logré convencer al diputado Pérez es que ya no podía convencer a nadie». Era un recurso retórico, porque su capacidad de convicción, por más deteriorada que estuviera, aún tenía caudal suficiente. Y además, «el diputado Pérez» se llamaba José García Pérez, pertenecía a la corriente socialdemócrata, había nacido en Melilla y era diputado por Málaga.
En resumen, que a Adolfo Suárez le obligaban a dimitir unas «circunstancias» oscuras que él no quería precisar, pero sí tenía la voluntad de dejar bien sentado que no le echaban —«Me voy, pues, sin que nadie me lo haya pedido…»—. Ese «nadie» no podía ser otro que el Rey, que si no se lo había pedido explícitamente, le había dado motivos para interpretar que lo mejor era que se fuera. Además, si se debía explicar todo, que se fuera se lo pedían muchos, pero a quienes él no tenía por qué prestar importancia: los militares ultras y los militantes críticos de su propio partido. Pero ellos no eran «Nadie». El único «Nadie» que contaba era el Rey que hacía las veces del personaje de Homero y se decía «Nadie», que es como Ulises se presentó ante el Cíclope. Y en verdad que tenía visos de convertirse en un paralelo de la historia homérica, aunque Adolfo y el propio Nadie-Rey no tuvieran la más mínima idea de qué vieja historia se trataba.
Siempre se había creído —porque así debió desearlo tanto el Rey como Adolfo Suárez, y así lo contaron Josep Melià y demás voceros— que antes de leer su discurso de dimisión y despedida, Suárez había tenido la gentileza de enviar el texto a La Zarzuela, para que el Rey y su gente lo supervisara. Un gesto de respeto hacia Su Majestad. No sólo no fue así, sino todo lo contrario. Puesto que Adolfo no estaba dispuesto a hacerlo llegar previamente a La Zarzuela, el Rey mandó a su secretario político, Sabino Fernández Campo, a personarse en Moncloa y supervisar el texto antes de su grabación.
Esta escena singularísima empezó a iluminarse, y por partida doble en 1995,[47] tras ser cesado Sabino Fernández Campo de la secretaría del Rey, y así sabemos que la frase «Me voy sin que Nadie me lo haya pedido» no estaba en el texto que Suárez iba a leer. Y añade Sabino a sus eventuales cronistas: «Fue muy significativo». ¿Significativo de qué?, preguntamos nosotros. ¿De que el Nadie homérico le había echado? ¿O de que le exigieron que expresara taxativamente ese Nadie, para evitar la sospecha directa de inconstitucionalidad por parte de Su Majestad? De todas maneras, lo que podemos asegurar hasta el día de hoy consiste en lo siguiente: Adolfo Suárez, en su intervención definitiva en RTVE, hacía una referencia distante y obvia a la Corona, pero dejaba en el aire las suposiciones sobre «las actuales circunstancias». Después de la visita del secretario del Rey aparece la «significativa» frase: «Me voy sin que Nadie [Su Majestad] me lo haya pedido». Lo cual era incierto. El Rey le hizo saber que debía irse, porque amenazaban con un golpe de Estado y creía tener el único ungüento que podría curar la situación: un gobierno de gestión y unidad presidido por Alfonso Armada.
También advirtió Sabino a Suárez —como quien dice ya en el set de rodaje— que no había la más mínima referencia expresa al Rey Juan Carlos, a lo que Suárez respondió considerando que con una cita a la Corona era suficiente. «Trato de que mi decisión sea un acto de estricta lealtad. De lealtad hacia España… De lealtad hacia la idea de un centro político… De lealtad a la Corona, a cuya causa he dedicado todos mis esfuerzos… Y de lealtad, si me lo permiten, hacia mi propia obra». La Corona, la institución monárquica, está en el lugar número tres, entre la lealtad al «partido interclasista, reformista y progresista» y a su «propia obra», que cierra el capítulo de lealtades, porque con toda probabilidad la expresión «lealtad», aplicada a la persona del monarca, estaba fuera de lugar. De creer a Fernández Campo, y no hay razón alguna para no hacerlo, él expresó a Suárez la contradicción que había en el texto cuando expresaba «yo jamás abandono…», y ahora abandonaba, «puesto que era él quien dimitía».
He de admitir que no acabo de entender esta charada de trileros, porque diga lo que diga Sabino ahora, él tenía conocimiento de que a Suárez no le quedaba otra opción que dimitir o arrostrar la responsabilidad del golpe inminente. Ahora bien, como el golpe se produjo y nada casualmente al tiempo que su dimisión, aquellos que participaron en la componenda «para evitarlo» no quedan muy bien parados. Pero lo más curioso es que en la intervención de Suárez no figura ese «yo jamás abandono…» que le sirve al secretario del Rey para precisar que la dimisión fue voluntaria y no forzada. De donde cabe deducir que Sabino Fernández Campo fue comisionado por el Rey a que visitara a Adolfo Suárez antes de la emisión de su adiós por RTVE, ante el temor de que pusiera las patas por alto y denunciara la intriga. Nunca se está demasiado seguro de nadie, o con Nadie.
«Las actuales circunstancias», que forzaban la dimisión del presidente, no eran otras que el inminente golpe de Estado o de timón, presidido por el general Armada y que tanto seducía a tantos, desde el Rey hasta muchos de sus vasallos que luego se emboscarían tras el fracaso. Con toda seguridad, la intervención de Adolfo Suárez en RTVE debió dejar un agrio sabor a Su Majestad y a sus principales colaboradores, todos en el secreto. Y la ciudadanía perpleja ante el gato encerrado. Y la clase política no menos perpleja, por más que se alimentara de rumores a falta de mayores explicaciones.
De todo el discurso de despedida, lo que más les había impresionado y no osaban preguntar era esta frase: «Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España». Podía interpretarse como una evocación republicana y una advertencia a los nuevos organizadores de otro 18 de julio. Lo más claro tras la renuncia venía a ser la constatación de que estaba en marcha una conspiración que abarcaba desde Nadie hasta los que deseaban cerrar el paréntesis que se había abierto con las urnas del 15 de junio de 1977. Nada de esto aparecería en los análisis que siguieron a su dimisión. Es más, se ensañaron con él.
Pero aún estamos en la mañana del jueves, 29 de enero, apenas terminada la tensa charla con Sabino Fernández Campo y recién llegado el equipo que prepara la grabación. En el mayor de los secretos, si es que esta expresión al referirse a RTVE tiene algún sentido, se ha seleccionado al personal. Está el director general de RTVE, Fernando Castedo, que había tomado posesión de su cargo dos semanas antes, tras un acuerdo con el PSOE que el presidente interpretaba como el comienzo de un consenso a dos bandas en temas de trascendencia, y que había sido duramente criticado por la derecha de su partido. También estaba Jesús Picatoste, testigo mudo de todos los operativos siniestros de la transición y que en este caso le tocó en el salto de la jefatura de la Oficina de Prensa de La Moncloa a la dirección del gabinete técnico de RTVE. El otro jefe de RTVE que no podía faltar en aquel momento trascendental es Iñaki Gabilondo, locutor de radio y presentador luego de televisión, que acababa de ser nombrado director de Informativos. Y el equipo técnico, numeroso y de confianza.
Mantener un secreto así rozaba lo imposible, pero la verdad es que ya estaban en jueves, llevaban cuatro días en danza y aún no se había filtrado nada. A las tres y media de la tarde, el director de la Agencia Europa Press, José Mario Armero, el hombre mejor enterado de España, aprobó que se diera curso a la noticia. Almorzaba en aquel momento con el ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Josep Tarradellas, el inventor de la fórmula del «golpe de timón», de visita en Madrid. Un gran pitido hizo saltar los teletipos de los medios de comunicación. Europa Press iba a dar una gran noticia, y entonces esas cosas las anunciaba un chivato sonoro: «El presidente Adolfo Suárez ha dimitido».
En el ínterin, entre los prolegómenos de la grabación del mensaje y la filtración de la noticia, se había convocado un Consejo de Ministros. Al menos había que reunirlos para decirles que ya no se volverían a reunir más. La mayoría estaba en el secreto que había dejado de serlo, pero alguno hubo que se enteró por los escoltas policiales. No se tienen más noticias de este consejo que su brevedad, diez minutos exactamente. El tiempo que tardó Suárez en despedirse de todos. Fue probablemente el Consejo de Ministros más breve de la historia de España. El presidente agradeció a todos su colaboración y les dio apenas unos rasgos de las razones de fuerza mayor que le llevaban a la dimisión. Gracias y hasta la próxima. Unos minutos antes Adolfo había grabado su adiós ante las cámaras de RTVE, serio, casi enfadado, leyendo con ansiedad el teleprinter que consiente mirar a la cámara cuando la verdad es que se está repasando el texto que se pronuncia. Aunque aparecía tenso y agarrotado, no quiso repetir la grabación. Así es como quería que se le viera en la despedida; no eran bromas ni una incipiente campaña electoral. Era expresar un rechazo a aquellos que le habían cegado cualquier salida y eso no se expresa con una sonrisa. Me voy, porque si no lo hago me echarán a patadas en vuestro culo.
Cabe imaginar el grado de efervescencia. El presidente Suárez ha dimitido, ha disuelto el Consejo de Ministros y dentro de un rato se va a dirigir a todos los españoles. Y en momento tan apropiado se reúne el Comité Ejecutivo de la UCD, que oficialmente, y son las seis bien pasadas de la tarde, aún no sabe nada. La sesión, en dos partes separadas por una interrupción a las 20.00 horas para ver por la televisión el discurso de despedida de Adolfo Suárez, allí presente, está entre la zarzuela y el sainete, que de ambos tiene la mediocridad, la falta de vuelo y el recitado musical. Los críticos, con un Miguel Herrero de Miñón desaforado, se veían metidos en una trampa suarista, tan monumental que no daban crédito a lo que estaba ocurriendo. Por no creerse no se creían ni la dimisión del presidente; menos aún, que hubieran de votar —o más exactamente, ratificar— a su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo.
Es decir, que no sólo se les iba el pez de la cesta, sino que además escogía al que más le gustaba para sustituirle. Es verdad que Adolfo amagó con apostar por Agustín Rodríguez Sahagún; era una forma de afirmar a uno de sus íntimos, ministro del Ejército, tan cercano que casi era de la familia. Lo descartó tras un par de intentos, quizá más para dar a entender que Leopoldo no era en puridad su hombre para la sucesión —garantía para que pudiera ser aceptado por la otra parte—. Calvo Sotelo podía calentarle la silla, pero Agustín era tanto como guardársela; le sería fiel casi hasta el día de su muerte.
Ignorantes y burlados, los hacedores de la «Operación Walesa», con sus inversiones, su seguridad, su apuesta conspirativa con Fraga, su ariete pensante Herrero de Miñón, convertido en personaje de La venganza de Don Mendo, pidieron tiempo. Que se parara la historia porque el humo velaba sus ojos y su fina sensibilidad no podía tragar tantos sapos de una sola tacada. Adolfo Suárez, por boca de uno de sus edecanes, les concedió ¡tres horas y media! Y allí se fueron los ocho líderes de la facción democristiana, que ya sonaba a chiste que alguien se le ocurriera mentar ante tamaña escena el nombre de Walesa. Se marcharon a cenar, que ya era hora, después de haber visto a Suárez en dos versiones: de natural en la reunión, concediéndoles el plácet de la pausa, y de presidente que dice adiós por la televisión, que contemplaron todos juntos.
Cenaron en casa de Herrero de Miñón, entre el Palacio Real y Capitanía, a la vera del Viaducto, trampolín de los suicidas. Durante el ansioso ágape se enteraron de la mayor: su inmarcesible Landelino Lavilla estaba en el secreto desde el primer momento y había apoyado a Leopoldo Calvo Sotelo. Se quedaron de un pasmo; de nuevo Adolfo se les había adelantado, burlándoles. Tan sólo tres días antes, Herrero de Miñón, en el restaurante Medinaceli, cerquita de las Cortes, les había dicho a los periodistas en tono imperativo: «O el personaje cambia de estilo, o se cambia al personaje».
A la vuelta a La Moncloa, pasadas las once de la noche, esta vez no se reunieron en Semillas Selectas sino en la Sala de Subsecretarios, y allí un corrido, indignado y exasperado Herrero de Miñón, con esa voz que le otorgaron los dioses, capaz de irritar a los sordos, soltó una filípica —él, que como se sabría muy pronto, tenía ya el pacto cerrado con Fraga y su Alianza Popular— que logró la unánime indignación de los presentes, incluidos los democristianos. Pero como allí no estaba Jardiel Poncela sino el mermado Josep Melià y el discreto Carlos Abella, apenas conocemos más que el rigodón de los que se ausentaron, y los que votaron pero que se ausentaron. Otro galimatías sin el más mínimo interés histórico, porque el instrumento aquel que se habían inventado para que el Gobierno ganara las elecciones del 77 ya no daba más de sí y entraba en período terminal. Aseguran que se acercaban a las cinco de la madrugada cuando el todavía presidente, Adolfo Suárez, logró convencer por teléfono a Leopoldo Calvo Sotelo para que volviera de su casa y asumiera ¡ay! que había ganado y que la vida era así de estúpida y complicada, y que no había por qué cabrearse —Calvo Sotelo, indignado por el transcurrir de la reunión, los dejó plantados y se fue—, porque la gente era estúpida y complicada —¡si lo sabría él!, pero ya estaba todo arreglado y aceptado y votado, y acababa de ser nombrado Su Sucesor; tal y como estaba previsto—. Volvió, por supuesto.
Todo eso, tan de madrugada, formaba parte del día siguiente. De lo que habría de irse pensando de ahora en adelante, pero aún quedaba por tragar y analizar la dimisión del presidente. Aunque nosotros la hayamos contado desde el lunes, la ciudadanía se enteró a las ocho de la tarde del jueves, 29 de enero. Las reacciones fueron de perplejidad comedida, porque los diarios, como órganos de opinión que son, trasladaron a sus editoriales estrictamente aquello que defendían. El País, el periódico emblemático de la transición, bajo el título de «¿Solución en el partido o elecciones generales?», dejaba claro que defendía la necesidad de ir a las urnas y criticaba con dureza «la espantada» de Adolfo Suárez. Añadía un matiz certero del que luego se arrepentirían: «La sospecha de que sólo la presión fortísima y ajena a la propia UCD ha podido hacer tomar la grave decisión al presidente Suárez, va a ser difícil de disipar».
Tanto el monárquico ABC, en su inclinación golpista, como el Ya democristiano expresaban en los titulares su satisfacción por la retirada. «Por el bien de España», decía con descaro ABC. Más cauto el Ya, le bastaba la constatación, «Ante la crisis». Ambos se proponían pasar página rápidamente, lo mismo que el gubernamental Diario 16, financiado entonces por la UCD. El órgano golpista por excelencia, El Alcázar, aportaba su óbolo de evidencia, y el activo conspirador, Antonio Izquierdo, titulaba su artículo: «UCD busca un general». Sólo le faltaba citarlo por su nombre.
El tiempo que, para llevar la contraria al tópico, no cura nada pero lo oculta todo, cubrió la dimisión de Adolfo Suárez en algo tan alejado de la realidad como para que nadie que lo haya vivido pudiera creérselo, pero que el tiempo, este tiempo, convertiría en «revelación histórica». La enésima «revelación histórica» de la transición. Así fue que en 1995, al tiempo que aparecía la versión más que verosímil de Abel Hernández,[48] el propio Adolfo Suárez firmaba —es evidente que el texto no lo escribió él— la que sería la versión canónica, la «verdad revelada», de su dimisión. Aparecería en un suplemento del diario madrileño El Mundo, formando parte de una divertida serie de revisiones históricas, 1975-1995. Veinte años de nuestra vida. Allí, en el capítulo décimo, y bajo un fotograma de Suárez despidiéndose por TVE, el 29 de enero del 81, se puede leer: «Adolfo Suárez explica su dimisión».
Se refiere con auténtica delectación, con una minuciosidad chocante y reiterativa, a la versión del íntimo amigo de Suárez, Abel Hernández, redactada de tal modo que nadie diría que la está considerando «falsa». Hasta tal punto esto es así, que dedica más espacio a describir lo que rechaza que en asumir lo que defiende. Pero lo más divertido, por decirlo de alguna manera, es que Suárez, al firmar este texto en 1995, apuntará a lo que habrá de convertirse en verdad canónica de su dimisión, y que al producirse este evento historiográfico en 1995 —en plena ofensiva antisocialista que llevaría al Partido Popular al poder un año más tarde— quedará ahí como «verdad revelada» y aportación suarista a la historia de la transición: «La realidad de los motivos y causas de mi dimisión como presidente hay que encontrarla en el acoso y derribo al que me sometió el PSOE, que logró erosionarme fuertemente, y la división y encono de mi propio partido —la Unión de Centro Democrático— en el que se provocó —probablemente también incitada por el PSOE— una feroz contestación hacia mí».[49]
Afirmar que la causa primera de su dimisión fue «el acoso y derribo» a que le sometió el PSOE resulta un argumento no sólo falaz sino ridículo, porque eso hubiera tenido una salida parlamentaria o electoral. Se podría llegar hasta la consideración de que algunos dirigentes del PSOE, incluso todos, eran cómplices en la tarea de sacar a Adolfo Suárez de La Moncloa, pero de ahí a decir que fue ésta la causa principal, ni siquiera la secundaria, de su dimisión hay un trecho sólo franqueable por un perverso cinismo.
Aún es el día, pasados muchos años de esta historia, que algunos siguen repitiendo la ingenuidad del enigma y arrepintiéndose implícitamente de todas las boberías que escribieron y dijeron entonces. Juan Luis Cebrián, por aquellos años director del diario El País, escribió años más tarde que «la dimisión de Adolfo Suárez quedará como uno de los enigmas sin resolver de la historia de la transición y como uno de los hechos más desgraciados de la misma».[50] Un «enigma desgraciado» es una apreciación que, aplicada a la historia, parece una contradicción en los términos. Otros se refieren a «la misteriosa dimisión».[51] ¿Misteriosa? ¿Por qué? ¿Acaso hubo alguien en el conjunto de los medios de comunicación que reaccionara en defensa del presidente constitucional? Sorpresa, sí; pero misterio, ninguno. Por más que no se conocieran con detalle las formas, a nadie le cabía la más mínima duda o sospecha de que el Rey estaba detrás de la «inevitable» dimisión de Adolfo Suárez. Será Alfonso Guerra, número dos entonces del PSOE, quien resuma, con su avezada capacidad para el sarcasmo, la posición de la mayoría de la clase política ante la desconcertante jugada del presidente, y lo hizo entonando un fandango rociero:
Aunque me voy, no me voy,
aunque me voy, no me ausento
porque me voy de palabra
pero no de pensamiento.[52]
Cabría pensar en algún designio maléfico, porque fue dimitir Suárez y todo se deslizó a peor. Es verdad que era difícil que la tensión aumentara e imposible que se redujera, pero que se multiplicara hasta límites inconcebibles resultaba tan llamativo, que la caldera amenazaba con estallar en las manos de los fogoneros. Fue un febrero loco que iba a terminar con un grupo de descerebrados con uniformes de la Guardia Civil asaltando el Congreso de los Diputados, en una de las escenas que se convertirían en fotogramas de nuestra historia del siglo XX.
Para empezar el mes, los obispos —en sesión rigurosa de la Conferencia Episcopal— emitían un comunicado entre cómico y delirante. Denunciaban en tonos apocalípticos el divorcio y defendían el sagrado vínculo del matrimonio, de su bondad y de su eternidad, lo que tratándose de una asociación de varones, voluntariamente solteros de por vida, podía interpretarse con un inmenso chiste o una desfachatez. No era, como suele decirse, «sobre el Divorcio» sino «contra el Divorcio». «Pensamos que si el Proyecto de Ley llegara a promulgarse… quedaría seriamente comprometido el futuro de la familia en España y gravemente dañado el bien común de nuestra sociedad… El divorcio, al conceder la posibilidad legal de contraer nuevo matrimonio civil, puede incitar a matrimonios, sin problemas insolubles, pero en crisis transitoria, a acudir a este recurso legal… El divorcio se transforma en una puerta abierta a la generación del mal».
Se hizo público el 4 de febrero y estaba claro que apuntaba contra el ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, cabeza de fila de la corriente socialdemócrata, de quien siempre se diría que estaba ya preparando su pase al Partido Socialista, cosa cierta, lo mismo que su colega de partido entonces, Herrero de Miñón, quien conspiraba con descaro y alevosía contra su propio partido en beneficio de la ultraconservadora Alianza Popular de Manuel Fraga, en la que se integraría inmediatamente después que Fernández Ordóñez en el PSOE. Sin embargo, en contraposición a lo narrado frecuentemente, la honorabilidad y la fidelidad de Fernández Ordóñez hacia su partido, la UCD, y su presidente, Adolfo Suárez, fue bastante más digna en todo momento que la de Herrero de Miñón con el suyo y con su presidente, al que odió, traicionó y hasta calumnió a ojos vistas. Pero como la historia siempre se inclina hacia el lado conservador —no hay que olvidar que trabaja con letra muerta—, hoy es lugar común que el entonces ministro de Justicia estaba conspirando a favor del PSOE, mientras que Herrero de Miñón, el superviviente, se asegura que sólo mantenía con firmeza sus posiciones… pasándose al enemigo. Su comportamiento bochornoso durante el debate de la Ley de Divorcio se traduciría en una vejación económica, de seguro inspirada por Suárez, que apuntará en sus memorias. ¡Le retiraron del Consejo de Administración de RENFE! ¡Pobre pecador!
Para animar la tensión caldeada por los obispos según empezaba el mes, los Reyes, ambos, inician una visita al País Vasco, programada con los pies y que parecía inspirada por los atentos golpistas para animar a los reticentes. De la irresponsabilidad de Su Majestad, por no decir de su frivolidad, baste decir que el día 3 de febrero, en el aeropuerto de Barajas, y a punto de salir hacia Vitoria, con Adolfo Suárez ya de cuerpo presente, no se le ocurre otra cosa que llamar a Alfonso Armada, a las ocho y media de la mañana, para decirle que ya es segundo JEME, ¡que al fin lo han conseguido! Porque son los dos los que quieren que el general Armada pase a segundo jefe del Estado Mayor, contra la opinión del ya presidente en excedencia, Adolfo Suárez; contra la opinión del vicepresidente, general Gutiérrez Mellado, e incluso del secretario del Rey, Sabino Fernández Campo. Dimitido Suárez, ya podían hacer lo que querían. A la narradora de aquel ascenso, Pilar Urbano, se le escapa un lapsus delicioso: «Cuando Suárez conozca el nombramiento de Armada como segundo JEME, el 4 de febrero, dirá a Sahagún: “Agustín, espero que nunca tengamos que arrepentirnos… Me parece que es un error histórico”». Si Suárez y Rodríguez Sahagún se enteraron el día 4, y el Rey llamó a Armada para decírselo en la mañana del día 3, ¿quién hizo el nombramiento y quién lo firmó? ¿Por qué Suárez habría de decir a Rodríguez Sahagún «arrepentirnos» si ninguno de los dos pintaron nada en este asunto?
El general Alfonso Armada cuenta en sus memorias, con esa jeta de cemento armado con la que le pertrechó su saneada fortuna y el espíritu de monseñor Escrivá de Balaguer: «Con todo respeto le expreso [al Rey] mi disgusto, pues prefería continuar en Lérida». Consciente del trágala, el ministro del Ejército, Rodríguez Sahagún le recibirá a la una de la madrugada, lo que va a dificultar ese día el contacto de este felón con el enlace que le envía Milans del Bosch, el coronel Ibáñez Inglés. Con el nombramiento en el bolsillo, ya puede decirle que el camino está expedito para el golpe. Tan escandalosa será la situación, que en la primera visita del nuevo segundo JEME al general Gutiérrez Mellado, el 13 de febrero —a diez días del golpe—, le sondeará descaradamente con alusiones y proposiciones golpistas, que no sólo dejarán a Gutiérrez Mellado desconcertado respecto al Rey y a Armada, hacia el que siempre había despreciado por su manifiesta hipocresía, sino que transmitirá su inquietud a Adolfo Suárez, todavía su superior. Armada, ya segundo jefe de Estado Mayor, no tuvo empacho en expresarle al vicepresidente Gutiérrez Mellado que el desprestigio del Rey entre las Fuerzas Armadas era total.
De la breve jornada que pasan los Reyes en el País Vasco lo único que aparecerá ante la opinión pública son imágenes del rechazo que inspiran los monarcas, incluida la provocación de la Sala de Juntas de Guernica, donde, como estaba previsto y cumpliéndose rigurosamente el programa, los junteros de Herri Batasuna jalearon su protesta cantando el «Eusko Gadariak». El himno del Soldado Vasco, que por cierto dejarían de cantar el 23-F, saliendo en estampida con un sálvese quien pueda.
Sin embargo, no iba a ser el viaje de los Reyes al País Vasco lo que sirviera de acicate para el golpe que se preparaba. Lo de menos era lo que previsiblemente tenía pensado hacer HB a los monarcas, cosa que sabía el PNV, los Gobiernos de Madrid y Vitoria, los Servicios de Información y hasta el propio Rey, que a tal efecto llevaba preparados dos discursos diferentes y varias chuletas para responder a las inevitables provocaciones. Lo más destacado es cómo avanzaba la solución Armada, el progreso del Elefante Blanco que iba a dar el golpe de timón que pusiera a cada cual en su sitio. Había una buena parte de la sociedad española que aún tenía el diapasón ajustado al tres por cuatro castrense de la Dictadura, y cualquier variación en la música o en la letra o en el propio ritmo les incitaba a echar mano de la cartuchera, donde no tenían ya nada salvo mala leche. Esa bilis que descargaban sobre quien consideraban el culpable por excelencia, el presidente Suárez, sin ir más lejos, recién dimitido por cobarde y por traidor.
El rechazo manifestado hacia el Rey y la Monarquía por un grupo político vasco, algo tan legítimo como cualquier otro gesto político, venía a confirmar el apocalíptico análisis que acababa de ofrecer, en absoluta primicia para militares golpistas y asimilados, el general De Santiago, el hombre que había dimitido tras enfrentarse al presidente Suárez por la legalización del PCE en la Semana Santa del 77. Viejo y limitado como era ya incluso durante su juventud, Fernando de Santiago y Díez de Mendívil figuraba entonces como una especie de confeso representante del antiguo generalato, el mismo que hacía de palmero al Caudillo como mínimo una vez al año; la Pascua Militar era ocasión obligada. El título del artículo firmado por él y publicado en la primera página de El Alcázar el 8 de febrero evita mayores comentarios —«Situación límite»—. Allí estaba escrito: «Hay que salvar España». Y como veterano que era, se proponía cumplir con tan sangrienta misión salvadora. No hay salvación sin castigo.
Si el Rey en su perversa candidez heredada pensó que quizá con la dimisión forzada de Adolfo Suárez había dado suficiente carnaza para apaciguar durante unas semanas las fauces que le amenazaban, se equivocaba. Querían más. Exactamente lo querían todo. Se podría decir que desde el apabullante gesto de telefonear a Armada desde el aeropuerto para darle la buena nueva, el 3 de febrero, hasta la noche del 23, día del golpe, el Rey une su suerte a la de Alfonso Armada en un ejercicio de suicida complacencia. Como en un rigodón, el general va saltando de reunión en reunión, del Rey a los golpistas, de los golpistas al Rey.[53] El 6 de febrero cenan juntos en Baqueira, e incluso tienen la humorada de seguir el Congreso de la UCD por televisión. Están charlando hasta las tres de la mañana. Aprovechando el funeral por Federica de Grecia, madre de la Reina Sofía, el Rey, inquieto, vuelve a citar a Armada para el 13, viernes, el día siguiente a su toma de posesión como segundo JEME. Una audiencia que durará oficialmente una hora y que Su Majestad prohibirá expresamente al general Armada hacer uso de ella, ni durante el juicio por el 23-F ni por cualquier otra razón. El 17 de febrero, un decreto otorgaba el poder absoluto sobre las Fuerzas Armadas a la JEME.
Y en ésas estaban mientras el presidente Suárez iniciaba una complicada peripecia que pasaba por el Congreso de la UCD, que al fin se iba a celebrar en Mallorca, salvada ya la huelga de controladores que se había disuelto como por ensalmo con la dimisión del presidente, para felicitación del ministro de Transportes, el conservador democristiano José Luis Álvarez. Fue como si hubieran colocado el boicot a Suárez en el punto número uno de las reivindicaciones de un cuerpo, el de controladores aéreos, donde la procedencia militar era tan obvia que prácticamente lo copaba entero. De seguro que eso también había facilitado la huelga y lo que tuvo de provocación social, al ser un sector de incidencia sobre muy notables capas de población económicamente asentada, la que se manejaba entre aviones hacia 1980-1981, que no era precisamente la de hoy. Esa desazón social desde la cúpula embargaba en oleadas a la sociedad entera.
El mismo día que se inaugura el postergado Congreso de la UCD en Palma de Mallorca, aparece el cadáver del ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan, asesinado por ETA en la ofensiva general contra la central nuclear. El crimen de Lemóniz puso aún mayor tensión en un congreso como el de UCD donde la política había quedado atenuada ante las luchas tribales entre facciones y jefes de tribu. Si alguien se hubiera tomado la molestia de estudiar el demorado II Congreso de UCD en Palma, no le hubiera costado ningún esfuerzo detectar la inminente quiebra del partido suarista. Duró poco más de dos días, del 6 al 8 de febrero, y hubiera podido solventarse en poco más de dos horas.
Barrieron los candidatos oficiales, con el dimitido Adolfo Suárez a la cabeza. Coparon 32 puestos en la Ejecutiva, frente a siete de los críticos. No salieron elegidos ni Herrero de Miñón ni Óscar Alzaga, lo que a cualquier observador le hubiera orientado sobre el desprecio y la animosidad que la gente de UCD albergaba hacia los conspiradores capitalinos. Una cosa era que la red democristiana, abundantemente sufragada con los fondos de la CDU germano-occidental, fuera un tejido compacto y eficaz a la hora de trasladar consignas y ofensivas internas, pero de ahí a valorar su influencia real en las bases del partido iba un trecho demasiado largo. Por si fuera poco, la figura de un Adolfo Suárez apuñalado, cual Julio César shakesperiano, favoreció un basculamiento hacia su persona y lo que representaba. No hacía falta ser un sutil maquiavelo para detectar que sin Suárez al mando —es decir, en la presidencia del Gobierno— la nave zozobraría al primer embate. Como así fue.
Bastaba para pulsar la opinión de los compromisarios el que de los 1.290 asistentes, Adolfo Suárez obtuviera el voto de 1.281. Era su partido, y sólo un puñado de trepadores frívolos se negaba a creerlo. Es significativo, en este orden, que Francisco Fernández Ordóñez, que estaba sufriendo la brutal ofensiva de la Iglesia y sus voceros democristianos por la Ley de Divorcio, obtuviera 1.017 votos. Pero lo era mucho más, hasta resultar escandaloso, el que la alternativa, Landelino Lavilla, el hombre sobre el que recaería el futuro de UCD, alcanzara 737.
Se creía vivir en una democracia, por más recién instalada que fuera. Había una Constitución vulnerada desde las más altas instituciones, pero que aparecía como un referente a conseguir. También un Parlamento y unos partidos, y una libertad de expresión más que notable para época tan revuelta. Quizá porque en tiempos así es más fácil filtrar las realidades cuando la lucha banderiza se encona. Pero las esclavitudes de la Dictadura aparecían detrás de cada esquina del camino, ya fuera el Rey y sus amigos, los generales y sus estados de opinión, la Iglesia y sus tradiciones. Así hasta la policía. Entre el Congreso de UCD, el asesinato del ingeniero Ryan y el golpe de Estado del 23-F, casi se puede decir «de vísperas», la policía consigue detener a uno de los etarras supuestamente más implicados en las últimas acciones de la organización. Joseba Arregui. Tras nueve días de torturas e interrogatorios, muere en Madrid el 13 de febrero.
La creencia según la cual todo etarra detenido —independientemente de que fuera terrorista, supuesto o convicto, o simpatizante o colaborador, o que estuviera en el sitio equivocado en un día aciago— podía ser convertido en pasta de papel o abono para plantas, se consideraba «una práctica teórica» que procedía de la dictadura y con plena vigencia en la democracia. El Estado debía convertirse en terrorista como fórmula más eficaz para combatir el terrorismo. Amén de que el procedimiento supuestamente eficaz fuera un desastre en sentido estricto, además reforzaba la casuística terrorista y ejercía sobre la sociedad que la practicaba un efecto demoledor, la fascistizaba irremisiblemente. La policía torturó a Arregui hasta matarle y eso generó sobre un Gobierno en situación de interinidad, que daba sus últimas boqueadas —¡y no sólo el Gobierno, sino hasta el propio partido gobernante!—, una crisis de proporciones de Estado. Nada sorprendente al tratarse de un asesinato de Estado.
El ministro de Justicia no quiso asumir, ni siquiera compartir, las responsabilidades del Ministerio del Interior. Entre Rosón de un lado, teniendo que comerse el marrón de un comportamiento policial chulesco e irresponsable, amén de criminal, y el ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, que no estaba dispuesto a salir del Gobierno con el baldón de complicidad en un crimen, se montó un festival de desatinos. Los jefes policiales y de la seguridad del Estado dimitieron y dejaron la situación al pairo… favoreciendo un clima de inquietud y efervescencia que llegó exactamente hasta la tarde del día 23-F, la del golpe de Estado, que les pilló haciendo novillos.
Las razones por las cuales Leopoldo Calvo Sotelo se convirtió en el virtual sucesor de Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno se debieron en gran parte, como ya hemos contado, al propio Adolfo Suárez. Como siempre ha ocurrido y ocurrirá en la vida política, el hecho de darle una oportunidad al que parecía menos dotado y respondía al perfil del más fiel de los candidatos, en la idea de su brevedad, o como suele decirse «que le calentara la silla en su breve ausencia», resultó un fiasco. Desde el momento que Adolfo se vio ante la tesitura de dimitir, su objetivo fue ponérselo imposible a sus opositores señeros dentro del partido, es decir, los democristianos; cegarles la posibilidad de una alternativa, cuya figura más relevante era Landelino Lavilla, atado a un puesto de tan alta responsabilidad como la presidencia del Congreso de los Diputados.
La personalidad política de Leopoldo Calvo Sotelo no representó nunca un adversario real para Suárez, al contrario, se trataba de un hombre servicial, sensato, sin esa apariencia de trepador que caracterizaba a buena parte de los políticos que sirvieron al presidente durante su etapa en el mando. Era difícil encontrar a alguien que inspirara menos animadversión que Leopoldo. Hasta la impresión de que le faltara un hervor y que aún estaba poco hecho para la presidencia constituían aspectos positivos para los dos grupos en conflicto. Eso facilitaría la vuelta, en opinión de Suárez, y la ampliación de la influencia, en opinión de los oponentes democristianos. En el fondo, además, estaba más cercano, por formación y trayectoria, a los democristianos que a los suaristas. Es verdad que el Rey siempre le había valorado como un buen gregario en las tareas de gobierno inclinadas a la economía, del que no se podía esperar ni grandes inventos ni aventuras; un hombre sobre todo sensato y cuya seriedad le daba un toque hasta divertido, como si hubiera en él una mezcla de Buster Keaton y de oficial de notaría. Pero en esta ocasión y para ese cargo, su nombramiento «no gustó en Zarzuela», como suelen decir los cronistas de corte. En el fondo, no les habría gustado ninguno de los que hubieran salido de la cabeza de Suárez; ellos estaban en otra onda.
Pero Leopoldo tenía algo que por mucho que se insista nunca será suficiente: pedigrí cualificado. Esto era muy importante en aquellos momentos, por más que ahora se les pase desapercibido a los analistas e historiadores. El franquismo sociológico, pero sobre todo el político, daba su última gran batalla, y si a Adolfo Suárez se le despreciaba por «traidor», no menos importante era considerar a Leopoldo como un producto genuino del viejo Régimen, con un pie en el franquismo por raza y familia, y otro en la Monarquía por edad y trayectoria. Formaba parte además de esa casta endogámica de jóvenes gatopardos del franquismo, tan poco estudiada. Sobrino del protomártir asesinado «por el Frente Popular y la República», y casado con la hija del inventor y promotor más extenuante del «nacional-catolicismo», José Ibáñez Martí, ministro de Educación ¡Nacional! desde 1939 hasta 1951.[54]
La cesión de los poderes a Calvo Sotelo, que debía hacerse obviamente en el Parlamento, no podía evitar un ambiente de asunto familiar en el seno del partido mayoritario, la UCD. El pedigrí y la trayectoria de Calvo Sotelo convencían a todos, cada uno por razones diferentes, de que era el mejor de los candidatos de transición hacia otra cosa. Sólo que ninguno calculaba que «la otra cosa» no era nada relacionado con ellos, sino un cambio de partido y de personal político.
Cuando después de muchos conciliábulos se logró hacer de Calvo Sotelo el candidato de consenso, se encontraron con la particularidad de que fuera de la UCD nadie estaba dispuesto a darle apoyo y menos aún sustento. Esto es lo que provocó que en la reunión plenaria del Congreso, el viernes 20 de febrero, el candidato Calvo Sotelo no alcanzara el quórum necesario para ser investido presidente y fuera necesario repetir la votación en una segunda vuelta, que había de celebrarse el lunes 23. Ése fue el momento decidido por los golpistas para que el coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, asaltara el Congreso y pusiera a los diputados bajo detención mientras se desarrollaba la intentona. Porque entonces, e incluso meses antes de su dimisión, la alternativa no era Suárez o Calvo Sotelo, o Suárez o cualquier líder de los críticos (Landelino Lavilla, por ejemplo). Sino que la alternativa era Suárez o «golpe de timón»; o lo que es lo mismo, Adolfo Suárez o presidente militar. Y ese dilema, con Leopoldo Calvo Sotelo no estaba resuelto.
La ofensiva política y mediática del «golpe de timón» conservador ya había pasado de la nebulosa conspirativa a la opinión pública. «Me llega información segura de que el general Armada ha dicho que estaría dispuesto a presidir un Gobierno de concentración», había escrito Manuel Fraga en su dietario con fecha de 22 de diciembre (1980). Cabía contar también con las siempre eficaces presiones de Luis María Ansón —director a la sazón de la agencia oficial EFE, la más importante de España y del mundo latinoamericano— sobre La Zarzuela y sobre la opinión pública, siguiendo la idea de que tras un Adolfo Suárez ya amortizado había una opción a corto plazo y otra a largo plazo. Lo del largo plazo, por irrisorio que hoy parezca, pretendía ser Alfonso Armada y su golpe de timón, que garantizarían la perennidad monárquica, a tenor de las cábalas de aquellos estrategas. El corto plazo, puaf, se quedaba en Leopoldo; ni pan para hoy ni hambre para mañana. La estrecha relación —la admiración mutua, cabría decir— entre Luis María Ansón y el general Armada era tan estrecha, que apenas salió éste de Zarzuela por la presión del presidente Suárez, y fue a ocuparse de la Escuela de Estado Mayor, a cuyo cargo estaba la revista Reconquista —nombre singular donde los haya para una revista militar y española—, lo primero que hizo Armada, como ya hemos contado, fue nombrar a Luis María Ansón «asesor y orientador». ¡A saber cuántas cosas llevaban implícitas la asesoría y la orientación! Cuando el general Armada especifique en pleno zafarrancho del 23-F el gobierno que va a efectuar el golpe de timón presidido por él, contará con Ansón en el Ministerio de Información.
Si hombre tan soberbio como Fraga apuntaba ya el 22 de diciembre sobre las ambiciones de Armada, y es sabido que los soberbios, por estar sobrados, limitan mucho la fluidez de los informadores, ¿qué no sabría el presidente Suárez, cuya obsesión por las escuchas y los Servicios de Información eran más que una obligación, una manía? ¿Y ahora, que ya Suárez había dimitido? ¿Seguía siendo válida la teoría del golpe de timón? Si el timón estaba sin piloto, ¿por qué no hacerse con él, con lo fácil que era? ¡Si todo el trabajo preparatorio estaba ya hecho!
El análisis, desarrollo y consecuencias del golpe del 23-F de 1981 no pertenece a la biografía de Adolfo Suárez sino a la transición política. Baste decir que el golpe en sí mismo no afectó para nada a la biografía política de Suárez; confirmando que una vez dimitido era ya el lugar común de un valor amortizado. Incluso su gallarda actitud ante los golpistas, que venía a mostrar algo que todos cuestionaban, empezando por los propios golpistas, el valor físico de Adolfo Suárez, su valentía, no le reportará ni un solo rédito político. Mientras la clase política de la transición, la que la había iniciado y la que la culminaría, sufrió aquella humillación de Tejero y sus tricornios sin el más mínimo costo político; sin embargo él, que salió a partirse el pecho cuando trataron de ofender a su ministro y amigo Gutiérrez Mellado, que no se inclinó en ningún momento, que demostró la dignidad y el valor de un presidente, eso no le valió un carajo, apenas para otra cosa que algunos comentarios de circunstancias.
Además de los intereses, hubo algo que sacó a flote el 23-F y que nos atañe particularmente. A Adolfo Suárez le odiaban. Habría que explicar este elemento porque ha sido sustraído de la historia en virtud de la canonización del ex presidente que se inició a finales del pasado siglo. Las gentes que odiaban al presidente Suárez lo hacían con un odio furibundo, casi diríamos ciego, porque no admitía ambigüedades. Y eran gente significada y principal. También había mucho odio de clase hacia aquel trepa avispado que había conseguido engañarles. Basta un ejemplo. Cuando el líder socialista Alfonso Guerra, siendo vicepresidente del Gobierno, afirmó que el CESID le había informado que Emilio Botín autorizó a los golpistas que preparaban el 23-F para que utilizaran el Servicio de Estudios del Banco de Santander, no pude menos que recordar aquella escena, convertida en leyenda, en la que el presidente Suárez contempla con asombro que el presidente del Banco de Santander, el halitoso don Emilio Botín-Sanz de Sautuola,[55] que se murió con su fétido aliento y sin saberlo, porque aseguraban que nadie se había atrevido a decírselo, ese mismo había puesto los pies, literalmente, sobre la mesa de la sala donde conversaba con el presidente. Los enterados señalan que se oyeron los gritos imperativos de Suárez: «¡Pero usted, quién se ha creído! ¡Baje los pies de la mesa inmediatamente!», y a partir de aquí un chorreo de improperios a don Emilio, que, balbuceante, no hacía más que disculparse: «Lo siento…, no quería…, pero es que padezco gota…».
Fuera estrictamente cierto o leyenda recompuesta, da lo mismo. Como anécdota edulcorada recorrió Madrid y el poder, y eso un hombre como Botín no lo perdonaría nunca. Cuando uno ha llegado arriba como lo hizo Suárez, son necesarios gestos como ése para que quienes hacen las categorías del respeto te incluyan a ti. El miedo a tu furor, a tu ira, a tus desplantes, crea un aura de sumisión, pero genera a su vez un odio que no se salva más que con la vida, apagándola. No sé si es un rasgo o una condición del poder, pero lo cierto es que Adolfo Suárez en aquel entonces era odiado por algunos con obsesión mortífera. Todo con tal de echarle, y si fuera posible, a patadas.
Mientras duró la ocupación militar, o guardiacivilesca, del Congreso de los Diputados, sería Adolfo Suárez el más odiado; bastante más que cualquier otro miembro de la izquierda, incluido Santiago Carrillo. Cuando se dirija a él el cabo Burgos, le mostrará la inquina, casi diríamos el odio de clase de un número de la Guardia Civil —nunca mejor aplicado el término de «número»— hacia quien representaba todo lo que odiaba: la política, la democracia, el físico de Suárez y hasta su éxito. La frase con la que se dirigió a él lo explica todo: «¿Tú qué te crees, el más guapito?». Hay que ser muy cafre y muy miserable para interpelar así a un supuesto enemigo, y más si es el odiado presidente de Gobierno salido de las urnas.
No se ha valorado lo suficiente el hecho de que Tejero, que de política, como de casi todo, no entendía nada, fuera orientado a que al presidente Suárez se le retirara del hemiciclo y se le tuviera aparte; el único que no compartió reclusión con nadie. Una de las manipulaciones más exitosas de la transición ha sido convertir a Antonio Tejero en una especie de aventurero que iba por libre, un guardia civil de escasas luces, bastante aventado y poco amigo de servir a nadie. Desde sus primeras actitudes desestabilizadoras, ya en el seno de la Guardia Civil y en el País Vasco, Tejero siempre opera con paraguas, nunca sobrepasa el nivel del sicario político, servicial con el mando y esquivo ante la ciudadanía; el sueño del duque de Ahumada para los jefes de la Guardia Civil. En la «Operación Galaxia»,[56] y tanto más en la preparación y ejecución del 23-F, Tejero no es más que un mandado. Es el sicario perfecto. Podría haber sido un jefe mafioso intermedio y llegó a mando de la Guardia Civil. Hay representantes del orden que lo son por la moneda, porque cayó de ese lado, pero que serían perfectos delincuentes, con acendrado sentido del honor. Dos gestos delatan su catadura. La frustración por no haberle dado con la pistola en la cara a Gutiérrez Mellado y el diálogo mudo con Adolfo Suárez; de nuevo con la pistola, en silencio, ese juego del torturador frustrado. Pasearle el arma por la cara. Consta que fue lo único que hizo Tejero a Adolfo Suárez, mientras le tuvo sojuzgado; demostrarle que su vida estaba en manos de un picoleto respetuoso con el mando, que de no ser así…
¿Y qué decir de Milans del Bosch? Su único referente político y cultural, por llamarlo de alguna manera, su referente vital, no era otro que el general Mola. Aquel organizador del 18 de julio del 36 sobre la base del «escarmiento». «Hay que dar un escarmiento a las izquierdas para que paguen sus excesos y no vuelvan a crecerse». Un escarmiento fue la base sobre la que se urdió el 23-F, y gracias a la impericia de estas acémilas uniformadas no les salió bien. Porque oposición fáctica, real, no hubo ninguna. El poder militar, el único existente, estaba dividido entre quienes se sumaron al golpe y quienes no se sumaron al golpe; en ningún momento aparecieron los que se enfrentaron al golpe. La negativa del teniente coronel Tejero a consumar la operación Armada ante los parlamentarios detenidos no es más que una consecuencia de dos factores. El primero es que el golpe de Milans del Bosch ha fracasado, y el segundo es que Milans no está dispuesto a que Armada se instale, o trate de salvarse, instalándose sobre las espaldas de su fracaso. Tejero no le permitirá pasar al hemiciclo porque Milans no le ha concedido a última hora el permiso, o lo que es lo mismo, no ha dado la orden a Tejero de que le permita hacerlo. Por eso va a ser a ese mismo general Armada a quien se entregue cuando fracase la intentona.[57] Habían preparado y ejecutado un golpe de Estado, no un golpe de timón, y en ese aparentemente inocuo juego de palabras está el meollo del asunto.
Y está la figura de Adolfo Suárez como representante de un Parlamento salido de las urnas, lo que de una vez por todas debía ser eliminado. Si hay momentos sarcásticos de la historia, uno de los más notables es el de la Junta de Jefes del Estado Mayor (JUJE), todos generales, que piden ya bien avanzada la noche del 23-F un ejemplar de la Constitución. ¿Había alguno? ¿Dónde estaba? ¿Tardaron mucho en encontrarlo? La sugerencia bibliográfica fue de Alfonso Armada. Con ella iban a apuntalarle a él en el poder. La idea les pareció de perlas. Llamaron a un asistente: «¡Tráiganos una Constitución!».[58]
Una vez fracasado, todos se apuntarán al «golpe de timón» porque eso era lo que nadie podía rechazar y todos estaban en el secreto. Al final de la pantomima de juicio al que serían sometidos un puñado de implicados, el cabecilla de la intentona, Milans del Bosch, dirigiéndose a todos los presentes en la sala, dijo estas palabras memorables: «Muchos militares pensábamos, en 1981, que podíamos propiciar un “golpe de timón”. Ésta es la verdad. Lo demás son detalles». Ésa es la razón por la que nadie quiso luego entrar en los detalles.
Creo que el momento más significativo del asalto al Congreso no fue el rebuzno de Tejero —«¡Quietos (sic) todo el mundo!»— con el que se inició, sino el instante en que el capitán Muñecas, de la Guardia Civil, se dirigió a los parlamentarios secuestrados e inició su parlamento con un servicial «Buenas tardes». Ese papel de sicarios o de delegados de la autoridad competente —«militar, por supuesto»— era tan obvio, que se resumía en ese saludo de respeto propio de un miembro del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil ante otras autoridades que no eran las suyas, pero que siempre estarían entre los que mandaran. Por eso Adolfo Suárez, después de su gesto de honor, valor y solidaridad con su ministro Gutiérrez Mellado, al que intentó derribar Tejero ¡poniéndole la zancadilla! —digna añagaza del personaje— y al que sólo Suárez sale a defender, se dirige al primer guardia que tiene delante: «Quiero hablar con el que manda la fuerza». No había pasado ni una hora de la ocupación del Parlamento.
Tejero asaltó las Cortes a las 18.22 horas, y el presidente Adolfo Suárez se levantó de su escaño exigiendo hablar con el protagonista oculto de la hazaña a las 19.10 horas. De ahí la importancia de que la primera decisión que tome Tejero, no prevista antes, sea la de separar a Suárez del resto de la Cámara. Será llevado aparte, donde permanecerá solo y sin ninguna comunicación, durante diecisiete horas. Diecisiete horas de tensión de las que apenas sabemos otra cosa que el incidente teatral de Tejero, bellaco e impune, pasándole el cañón de la pistola por el rostro para intimidarle, en silencio, como quien cumple el ritual de una venganza que aún no puede ejecutar.
Adolfo desconocía lo que estaba ocurriendo fuera; de eso se encargaba su cancerbero particular, el resentido cabo Burgos. Nada supo ni siquiera de que el Rey había emitido su mensaje pasada la una de la madrugada, cuando ya era evidente que el general Armada había fracasado en su intento de dirigirse a los diputados para explicarles «el golpe de timón»; escena que nos hemos perdido y que aún, tantos años después, resulta inimaginable, como de Valle-Inclán en su Ruedo Ibérico. Al fin y al cabo Armada era gallego y Valle-Inclán también. En la lista de gobierno que iba a proponer el general a los parlamentarios aparece sorprendentemente López de Letona, el mismo de aquella «Operación Lolita» en los albores de la transición, y nada menos que como vicepresidente, lo cual orienta un poco sobre los inspiradores y sustentadores del golpe. Había también una cierta proporcionalidad o equilibrio partidario, puesto que contaba con cuatro ministros de la UCD —Pío Cabanillas, José Luis Álvarez, Herrero de Miñón y Rodríguez Sahagún—, otros cuatro del PSOE —González, Peces Barba, Solana y Múgica—, dos conservadores históricos ahora unidos en Coalición Democrática —Fraga Iribarne y José María de Areilza—, y luego los muñidores independientes que tanto habían hecho por la causa: Luis María Ansón, Ferrer Salat, un nuevo Garrigues Walker, Antonio, que se sumaba a la política tras la desaparición de su hermano…
¡Qué momento estelar de la historia nos hemos perdido! ¡Qué aportación a nuestra singularidad! ¿Qué iba a decirles el general Armada a los diputados secuestrados? ¿«Están ustedes aquí por haberse portado mal»? ¿«La Guardia Civil les ha tenido que dar un correctivo para que aprendan a ser mejores»? O algo más sentido y patriótico, del tipo: «Si ahora lo prometen, podrán volver a sus casas tras avalar al gobierno que les he traído y que ustedes no fueron capaces de formar, pero que España necesita». Son posibles muchas variables, como la de «Voy a presentarme ante Sus Señorías. Soy el general Alfonso Armada, íntimo del Rey y compagino la fe y las obras, y aquí en la intimidad, y sin que salga de este recinto como tantas otras cosas, les confieso que soy del Opus Dei desde hace muchos años…». Caben tantas intervenciones del general Armada como imaginación tenga el autor de este esbozo de comedia bárbara. Incluso limitarse a exclamar: «Tuve que hacer todo esto, y les pido disculpas, para lograr que se quitaran de encima, de una vez y para siempre, a Adolfo Suárez». Como así fue.
Será a partir del conocimiento de que la operación Armada ha fracasado cuando Adolfo Suárez hable fuerte y diga ante el Rey algo parecido a esto: «Ahora que Su Majestad ha entendido que Armada era el mayor peligro, a corto y a largo plazo, para la Monarquía, quiero seguir siendo presidente». En esa propuesta de Adolfo Suárez al Rey se echaban por tierra todas las paparruchas que se habían insinuado sobre la dimisión del presidente. Lo había hecho por la presión del Rey y del Ejército, o del Ejército y del Rey, da lo mismo. Fracasada la operación anticonstitucional, Adolfo Suárez exigía su derecho a continuar.
Probablemente la iniciativa de Suárez fue inmediata, en el tiempo que medió entre su liberación del Parlamento —en torno a las diez de la mañana del 24 de febrero— y el encuentro con el Rey, junto a los otros cuatro líderes de los partidos —González, Fraga, Carrillo y Rodríguez Sahagún—, que tuvo lugar a las taurinas cinco de la tarde. Bastaría una frase del texto que les leyó el Rey para entender que el golpe había fracasado pero el timón estaba inseguro: «Sería muy poco aconsejable una abierta y dura reacción de las fuerzas políticas contra los que cometieron los actos de subversión en las últimas horas…». ¿Quién habrá redactado este cuarto párrafo de la alocución del Rey a los cinco líderes, perplejos ante la desfachatez real? O sea que calladitos y sin protestar en voz alta, porque el elefante sigue ahí.
No fue otra cosa más que la confirmación de lo que había ocurrido esa misma mañana, cuando el Rey y el todavía presidente Adolfo Suárez se reunieron con la cúpula de la JUJE para escuchar de labios de Francisco Laína —director general de Seguridad, que había primero dimitido y luego asumido el cargo porque no había otra persona para hacerlo— un relato pormenorizado de todos y cada uno de los pasos del golpe y de los golpistas. Y cuando Laína fue entrando en el meollo de Armada, Adolfo Suárez estaba tan perplejo que le interrumpió para exigir el arresto inmediato del general Armada. A lo que el no menos general, José Gabeiras, jefe de la JUJE, no respondió y se limitó a mirar al Rey. Entonces Adolfo, en un rasgo típicamente suyo, se echó a Gabeiras a la cara y le abroncó: «¡No mire usted al Rey, míreme a mí!». Aún era el presidente del Gobierno y por tanto la máxima autoridad ejecutiva. Alfonso Armada tardaría aún varios días en ser arrestado; sólo cuando se hizo inevitable, tras frustrarse los buenos deseos de Gabeiras para darle un nuevo destino. Al fin y al cabo no había pasado nada; todo habían sido detalles.
Se entiende que cuando el Rey oyó de boca del aún presidente Suárez que quería continuar, le dijera que no. Por supuesto que el asunto no era constitucional ni nada que se le pareciera, pero habían llegado hasta donde habían llegado y la cuerda la tenía el que la tenía. Maquiavelo no escribió una línea sobre la diferencia entre soga y cuerda. Sobre ese momento en el que un vasallo ascendido debe escoger entre la cuerda que le dan para retirarse o la soga que arriesga para que le ahorquen.
Un capítulo fundamental de la vida de Adolfo Suárez había terminado. Por eso las diecisiete horas de encierro en la angustiosa soledad de una Sala de Ujieres en el Parlamento ocupado dan para mucho. ¡Qué ocasión para echar la vista atrás y repasar tramo a tramo la historia de su ambición! Durante diecisiete horas recordando. Nadie le podía asegurar que lo suyo iba a tener algún futuro. Había llegado hasta allí y desde ese momento ya nada dependía de él. Le habían quitado la presidencia y ahora amenazaban con quitarle la vida. Hasta allí había llegado. Tenía cuarenta y ocho años y no había nada que no hubiera conseguido de todo lo que se había propuesto.