MUERTE DEL MAR
A Doris Dana.
Se murió el Mar una noche,
de una orilla a la otra orilla;
se arrugó, se recogió,
como manto que retiran.
Igual que albatros beodo
y que la alimaña huida,
hasta el último horizonte
con diez oleajes corría.
Y cuando el mundo robado
volvió a ver la luz del día,
él era un cuerno cascado
que al grito no respondía.
Los pescadores bajamos
a la costa envilecida,
arrugada y vuelta como
la vulpeja consumida.
El silencio era tan grande
que los pechos oprimía,
y la costa se sobraba
como la campana herida.
Donde él bramaba, hostigado
del Dios que lo combatía,
y replicaba a su Dios
con saltos de ciervo en ira,
y donde mozos y mozas
se daban bocas salinas
y en trenza de oro danzaban
sólo el ruedo de la vida,
quedaron las madreperlas
y las caracolas lívidas
y las medusas vaciadas
de su amor y de sí mismas.
Quedaban dunas-fantasmas
más viudas que la ceniza,
mirando fijas la cuenca
de su cuerpo de alegrías.
Y la niebla, manoseando
plumazones consumidas,
y tanteando albatros muerto,
rondaba como la Antígona.
Mirada huérfana echaban
acantilados y rías
al cancelado horizonte
que su amor no devolvía.
Y aunque el mar nunca fue nuestro
como cordera tundida,
las mujeres cada noche
por hijo se lo mecían.
Y aunque al sueño él volease
el pulpo y la pesadilla,
y al umbral de nuestras casas
los ahogados escupía,
de no oírle y de no verle
lentamente se moría,
y en nuestras mejillas áridas
sangre y ardor se sumían.
Con tal de verlo saltar
con su alzada de novilla,
jadeando y levantando
medusas y praderías,
con tal de que nos batiese
con sus pechugas salinas,
y nos subiesen las olas
aspadas de maravillas,
pagaríamos rescate
como las tribus vencidas
y daríamos las casas,
y los hijos y las hijas.
Nos jadean los alientos
como el ahogado en mina
y el himno y el peán mueren
sobre nuestras bocas mismas.
Pescadores de ojos fijos
le llamamos todavía,
y lloramos abrazados
a las barcas ofendidas.
Y meciéndolas, meciéndolas,
tal como él se les mecía,
mascamos algas quemadas
vueltos a la lejanía,
o mordemos nuestras manos
igual que esclavos escitas.
Y cogidos de las manos,
cuando la noche es venida,
aullamos viejos y niños
como unas almas perdidas:
«¡Talassa, viejo Talassa!
verdes espaldas huidas,
si fuimos abandonados
llámanos a donde existas,
y si estás muerto, que sople
el viento color de Erinna
y nos tome y nos arroje
sobre otra costa bendita,
para contarle los golfos
y morir sobre sus islas».