MUJER DE PRISIONERO

A Victoria Kent.

Yo tengo en esa hoguera de ladrillos,

yo tengo al hombre mío prisionero.

Por corredores de filos amargos

y en esta luz sesgada de murciélago,

tanteando como el buzo por la gruta,

voy caminando hasta que me lo encuentro,

y hallo a mi cebra pintada de burla

en los anillos de su befa envuelto.

Me lo han dejado, como a barco roto,

con anclas de metal en los pies tiernos;

le han esquilado como a la vicuña

su gloria azafranada de cabellos.

Pero su Ángel-Custodio anda la celda

y si nunca lo ven es que están ciegos.

Entró con él al hoyo de cisterna;

tomó los grillos como obedeciendo;

se alzó a coger el vestido de cobra,

y se quedó sin el aire del cielo.

El Ángel gira moliendo y moliendo

la harina densa del más denso sueño;

le borra el mar de zarcos oleajes,

le sumerge una casa y un viñedo,

y le esconde mi ardor de carne en llamas,

y su esencia, y el nombre, que dieron.

En la celda, las olas de bochorno

y frío, de los dos, yo me las siento,

y trueque y turno que hacen y deshacen

se queja y queja los dos prisioneros

¡y su guardián nocturno ni ve ni oye

que dos espaldas son y dos lamentos!

Al rematar el pobre día nuestro,

hace el Ángel dormir al prisionero,

dando y lloviendo olvido imponderable

a puñados de noche y de silencio.

Y yo desde mi casa que lo gime

hasta la suya, que es dedal ardiendo,

como quien no conoce otro camino,

en lanzadera viva voy y vengo,

y al fin se abren los muros y me dejan

pasar el hierro, la brea, el cemento…

En lo oscuro, mi amor que come moho

y telarañas, cuando es que yo llego,

entero ríe a lo blanquidorado;

a mi piel, a mi fruta y a mi cesto.

El canasto de frutas a hurtadillas

destapo, y uva a uva se lo entrego;

la sidra se la doy pausadamente,

porque el sorbo no mate a mi sediento,

y al moverse le siguen —pajarillos

de perdición— sus grillos cenicientos.

Vuestro hermano vivía con vosotros

hasta el día de cielo y umbral negro;

pero es hermano vuestro, mientras sea

la sal aguda y el agraz acedo,

hermano con su cifra y sin su cifra,

y libre o tanteando en su agujero,

y es bueno, sí, que hablemos de él, sentados

o caminando, y en vela o durmiendo,

si lo hemos de contar como una fábula

cuando nos haga responder su Dueño.

Cuando rueda la nieve los tejados

o a sus espaldas cae el aguacero,

mi calor con su hielo se pelea

en el pecho de mi hombre friolento:

él ríe, ríe a mi nombre y mi rostro

y al cesto ardiendo con que lo festejo,

¡y puedo, calentando sus rodillas,

contar como David todos sus huesos!

Pero por más que le allegue mi hálito

y le funda su sangre pecho a pecho,

¡cómo con brazo arqueado de cuna

yo rompo cedro y pizarra de techos,

si en dos mil días los hombres sellaron

este panal cuya cera de infierno

más arde, más, que aceites y resinas,

y que la pez, y arde mudo y sin tiempo!

Desolación, Ternura, Tala y Lagar
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