CUATRO TIEMPOS DEL HUEMUL
I
Ciervo de los Andes, aire
de los aires consentido,
¿dónde mascarás la hierba
con belfos enternecidos?
En los Natales[17] partías
trébol y avena floridos,
punteados de luz los cuernos
y las ancas de rocíos.
A la siesta, los gandules
no te gozaron dormido,
la oreja en hoja de chopo,
los párpados con batido.
El matrero, el perdulario
y él compra y vende prodigios
iban zumbando a tu zaga
viento, fogonazo y grito.
Los hálitos te volaban
adelantados como hijos
y te humeaban las corvas
como las del indio huido…
Prefirieron los chalanes
a tu vela y a tu cuido
ir arreando muladas
y carneros infinitos…
II
Resbalaste de los llanos
hacia los valles urgidos,
escapabas y volvías
como el Señor Jesucristo.
Cuando fue el atravesar
los límites indecisos,
se quejaron las aguadas
y los alerces benditos;
Hasta que no regresaste
en tu equinoccio sabido
tragado de soledades
y peladeros andinos.
El aire preguntó al aire,
la llanura viuda, al risco,
y las liebres demandaron
a los tres vientos ladinos…
En nuestra luz se borraron
unos cuellos y belfillos,
y la Pampa se bebió
la saeta de tus ritmos.
III
¿Dónde husmeas en la niebla,
mirada de hembra y de niño,
y por qué no vadeamos
ijar con ijar los ríos?
Estás sin lodos ni bestias
ni corazón pavorido,
en verdes postrimerías,
celado de quien te hizo;
remecidos los costados
del saberte manumiso
en trasluz de piñoneros
o entre quijadas de riscos.
Y en llegando día y hora,
bajas los Andes-zafiros,
a hilvanes deshilvanados,
por los hielos derretidos.
Castañetea el faldeo
de cascos y cuernecillos;
después, ya todo ensordece
en avenas y carrizos…
Entonces la Pampa se abre
en miembros estremecidos,
da un alerta de ojos anchos
y echa un oscuro vagido.
IV
Todavía puedo verte,
mi ganado y mi perdido,
cuando lo recobro todo
y entre fantasmas me abrigo.
Me voy, forrada de noche,
paso el mar, llego a los trigos
que en lo herido y lo postrado
me dicen tu calofrío.
Veo desde lejos, veo
la Pampa de tus arribos,
mayor que el entendimiento
y de diez oros, divina.
Rastreando voy tu pechada
que tumba, en blanco, el carrizo
y oliendo, en polvo de espigas,
sólo tu sangre que sigo.
Tanteo en los pajonales;
sorteo esteros subidos,
y en mimbres encuclillados,
doy con unos tactos tibios.
Bien que sabes, bien que llegas,
como el grito respondido,
y me rebosas los brazos
de pelambres y latidos…
Me echas tu aliento azorado
en dos tiempos blanquecinos.
Con tus cascos traveseo;
cuello y orejas te atizo…
Patria y nombre te devuelvo,
para fundirte el olvido,
antes de hacerte dormir
con tu sueño y con el mío.
La Pampa va abriendo labios
oscuros y apercibidos,
y, con insomnio de amor,
habla a punzadas y a silbos.
Echada está como un dios,
prieta de engendros distintos,
y se hace a la medianoche
densa y dura de sentido.
Pesadamente voltea
el bulto y da un gran respiro.
El respiro le sorbemos
mujer y bestia contritos…